Con decisión, abandoné el paso abovedado y entré en la cocina.
—Hola.
Marshal recogió las piernas y me miró.
—¡Eh! ¡Qué susto me has dado! —exclamó con los ojos muy abiertos y un ligero rubor en sus mejillas—. No te esperaba hasta dentro de diez minutos.
Dedicándole una tímida sonrisa, busqué algo que me pudiera servir de escondite, pero lo único que había entre nosotros era un montón de espacio. Un repentino espacio vacío.
—¿Te apetece un café?
Las tazas chirriaron cuando saqué dos nuevas, él permaneció en silencio mientras las llenaba. Tampoco dijo nada cuando colocaba una delante de él.
—Lo siento —dije reculando de manera que la isla central se interpusiera entre nosotros. Casi asustada, bebí un trago. La humeante amargura descendió por mi garganta y, reuniendo valor, dejé la taza junto al fregadero—. Marshal…
Sus ojos se cruzaron con los míos, haciendo que me callara. No mostraban enfado, ni tampoco tristeza. Estaban… vacíos.
—Déjame decir algo, y luego me iré —dijo—. Creo que es lo menos que me merezco.
Con desasosiego, crucé los brazos alrededor de la cintura. Me dolía el estómago.
—Conseguiré que me retiren la exclusión —dije—. Sabes de sobra que es un error. No soy una bruja negra.
—Esta mañana, cuando fui a la secretaría de la universidad para preguntar por lo de tus clases, entró mi supervisor. Me dijo que no volviera a verte —dijo abruptamente—. Lo encontré muy gracioso.
Gracioso. Eso era lo que había dicho, pero su expresión era sombría.
—Marshal…
—No me gusta que me digan lo que tengo que hacer —añadió, esta vez en un tono que sí sonaba enfadado.
—Marshal, por favor.
Su amplio torso se ensanchó y se contrajo, y miró más allá de donde me encontraba, hacia el jardín nevado.
—No te preocupes. —Volviendo la mirada hacia la cocina, se inclinó hacia delante para sacar algo de uno de los bolsillos traseros del pantalón vaquero—. Aquí tienes tu cheque. No conseguirán cobrarlo hasta que llueva en siempre jamás.
Tragando saliva, me quedé mirando el sobre y lo recogí, sintiéndome como si nada de que aquello estuviera sucediendo. Pesaba más de lo que hubiera sido normal, y eché un vistazo. Mis ojos se abrieron como platos.
—¿Dos entradas para la fiesta en el último piso de Carew Tower? —exclamé mucho más sorprendida porque las tuviera que porque me las estuviera dando.
—Iba a preguntarte si querías acompañarme esta noche a una fiesta de Nochevieja —dijo—, pero será mejor que te quedes las dos entradas. Necesitarás un montón de energía ambiental para hacer funcionar ese hechizo. La azotea del edificio debería estar lo suficientemente cerca.
Mi boca se entreabrió y me quedé mirando las elegantes invitaciones que tenía en la mano. Ya no entendía nada de lo que estaba pasando. Jenks me había dicho que estaba cabreado. ¿Por qué me estaba ayudando?
—No puedo aceptarlas.
Él hizo crujir las vértebras de su cuello y dio un paso atrás.
—Por supuesto que puedes. Solo tienes que guardártelas en el bolsillo y decir gracias. Mi supervisor estará allí. —En ese momento se sorbió la nariz—. Deberías conocerlo.
Una sonrisa dudosa se dibujó en mi rostro. ¿Quería que conociera a su supervisor? A lo mejor pensaba que podíamos hacernos una foto juntos.
—Y yo que me consideraba una persona perversa —dije, sintiendo que los ojos empezaban a escocerme.
Maldita sea, me está dejando. Bueno
, ¿
qué otra cosa podía esperar
?
Marshal no me devolvió la sonrisa.
—Es pelirrojo. No tendrás problemas en reconocerlo. —Con la mirada distante, bebió un trago de café—. Es un importante benefactor, así que le invitan a todas partes. No es un brujo, de manera que no le importará tu exclusión. Tendrás a alguien con quien hablar hasta que alguien se lo diga.
Mi rostro perdió toda expresión al escuchar la total indiferencia con la que había pronunciado la palabra «exclusión», como si no significara nada.
—Gracias —dije dócilmente—. Marshal, lo siento —añadí mientras estiraba el brazo para coger el abrigo, que reposaba en el respaldo de su silla, y creí morir cuando alzó una mano para detenerme antes de que pudiera acercarme. Me quedé helada donde estaba, sintiendo el dolor.
—Fue muy divertido —dijo Marshal, mirando al suelo—. Pero entonces te excluyeron y, Rachel… —En aquel instante alzó la vista, con la mirada llena de rabia—. Me gustas. Y me gusta tu familia. Lo pasaba muy bien cuando estábamos juntos, pero lo que más me cabrea es que, justo cuando empezaba a considerar compartir mi vida contigo, vas y haces algo tan estúpido que provoca que te excluyan. Ni siquiera quiero saber de qué se trata.
—Marshal.
Nunca tenía una oportunidad. ¡Nunca tenía una maldita oportunidad!
—No quiero hacer esto —dijo, no dejándome que lo interrumpiera—. Créeme —añadió, gesticulando con las manos—, lo he pensado mucho. Te aseguro que he sopesado bien lo que quería y lo que estaba dispuesto a dar a cambio de una posible vida contigo. Venía dispuesto a enfrentarme a todo y a todos con tal de descubrir quién te había hecho esto y averiguar la manera de que te rescindieran la exclusión, pero entonces… —Marshal apretó los dientes, haciendo que los músculos de su mandíbula se hincharan—. Lo único que conseguiría es que me excluyeran a mí también. No puedo vivir al margen de la sociedad. Eres una mujer hermosa, y me lo paso de maravilla contigo —dijo, como si intentara convencerse a sí mismo—. Incluso aunque consiguieras que te retiraran la exclusión, ¿qué harás después? Me gusta mi vida. —En aquel momento se me quedó mirando y parpadeé rápidamente—. Ahora solo estoy enfadado porque tú no puedas formar parte de ella —concluyó.
Sentía como si no pudiera respirar, y me agarré al borde de la isla central para ocultar la sensación de vértigo.
—Sin resentimientos, ¿de acuerdo? —dijo dando media vuelta.
Asentí con la cabeza.
—Sin resentimientos —acerté a decir. Marshal no era una mala persona por querer dejar la relación. Quería formar parte de algo, y resultaba evidente que no era capaz de dejar mis necesidades a un lado para dar preferencia a las nuestras. Tal vez, si mi vida no hubiera sido una mierda, no se habría notado tanto y podríamos haberlo intentado, pero en aquel momento no. No era culpa suya. Era yo la que lo había jodido todo, y pedirle que pagara el precio conmigo no era justo.
—Gracias, Marshal —susurré—. Por todo. Y si alguna vez necesitas ayuda desde el lado oscuro… —dije, agitando las manos con impotencia mientras sentía que se me formaba un nudo en la garganta—. Llámame.
Una débil sonrisa curvó la comisura de sus labios.
—Serás la única a quien recurra.
Se marchó y oí cómo se desvanecían sus pasos conforme se alejaba de mí. Escuché un suave murmullo cuando se despidió de los pixies y el ruido de la puerta al cerrarse.
Aturdida, me derrumbé sobre mi silla, junto a la mesa. Con la mirada perdida, agarré el libro de hechizos y cubrí con él la carta de la universidad. Me enjugué las lágrimas, lo abrí y empecé a buscar.
El viento fluía entre los rascacielos que se alzaban junto al río levantando pequeñas partículas de hielo y arenilla que me golpeaban las piernas como alfilerazos. Odiaba las medias. Incluso las negras con brillo. Arrebujándome en mi elegante abrigo largo de paño, me apresuré para alcanzar a Ivy, que caminaba a paso ligero con la cabeza gacha. Intentar realizar aquel hechizo en el aparcamiento habría resultado bastante penoso y, aunque solo fuera por eso, me alegraba de tener invitaciones. Además, una vez que estuviéramos dentro, Jenks podría salir. En aquel momento se encontraba en el interior de mi bolso, sentado en uno de esos calentadores de manos que usan los cazadores. Con él cubriéndome las espaldas e Ivy vigilando la puerta del baño de señoras, aquello iba a ser pan comido. Eso sí, si conseguíamos llegar arriba a tiempo. Si no nos dábamos prisa, la medianoche nos iba a pillar en el ascensor.
Una ráfaga de aire me trajo el olor a frito de los puestos de comida callejeros y miré con los ojos entrecerrados en dirección a una de las entradas de Carew Tower, que se encontraba justo encima de Fountain Square. Había gente por todas partes, arremolinándose en las calles cerradas al tráfico mientras los coches patrulla, tanto de la AFI como de la SI, les impedían el paso. No era tan horrible como la noche del solsticio, en la que cerraban el círculo por sorteo, pero el alboroto que se produciría a media noche provocaría una emoción colectiva lo bastante intensa como para realizar el hechizo. Se parecía mucho a la noche en la que había invocado a Pierce por primera vez, intentando recuperar a mi padre para que me diera un consejo, incluso el tiempo.
Entonces, haciendo memoria, agarré con fuerza mi abultado bolso con cuidado de no aplastar a Jenks. En su interior tenía todo lo necesario para realizar el hechizo, incluido un juego completo de ropa para Pierce y mi pistola de pintura. Junto a mí, Ivy caminaba con pasos cortos y ligeros por culpa de los tacones.
—Imagino que estará plagado de brujos —dejó caer conforme recorríamos la calle.
—Cualquier excusa es buena para divertirse, ¿no? —dije. A continuación la observé con detenimiento. Estaba especialmente pálida, con el abrigo largo y el pelo ondeando al viento. Y preocupada.
—Te ponemos nerviosa, ¿verdad?
Ella me miró a los ojos y subió a la acera.
—No, para nada.
Le sonreí.
—Gracias.
La entendía perfectamente. La mayor parte de los vampiros me ponían nerviosa, sobre todo cuando se reunían.
El portero nos abrió las puertas de cristal para que no tuviéramos que usar las giratorias y entramos juntos. El cese del viento resultó un gran alivio y abrí el bolso enseguida.
—¿Estás bien, Jenks? —dije, asomándome al interior y encontrándomelo sentado incómodamente junto al calentador.
—¡De maravilla! —farfulló—. ¡Por los tampones de Campanilla! Creo que me he roto un ala. ¿Qué demonios estáis haciendo ahí fuera? ¿Aeróbic?
—Procura estarte quietecito hasta que lleguemos arriba —le advertí para que no saliera y descubriera que, en realidad, en el resonante vestíbulo no hacía tanto frío—. Solo tengo dos invitaciones.
—¡Como si pudieran detenerme! —dijo, y yo sonreí al ver la risa disimulada de Ivy.
Dejé el bolso abierto mientras Ivy y yo nos dirigíamos taconeando y con andares especialmente femeninos al ascensor del restaurante, donde el hombre con el uniforme blanco revisó nuestras invitaciones y nos pidió los abrigos. Sentí el aire frío de las puertas giratorias sobre mis hombros desnudos y dejé marchar mi abrigo a regañadientes. Habían abrillantado al máximo la puerta del ascensor y resistí la tentación de recolocarme las medias mientras me giraba para apreciar mejor el trabajo que había realizado para tener aquel aspecto.
Con los tacones, las medias y el vestido largo de color negro con escote palabra de honor adornado con una gargantilla estaba muy guapa. Lo había comprado la semana anterior, casi escuchando la voz de Kisten en mi cabeza cuando me negué a seguir las recomendaciones de la dependienta que me sugería algo más llamativo. Había estado a punto de llevarme el reducido vestidito que me marcaba el culo, pero al final había decidido guiarme por lo que habría dicho Kisten. Estaba impresionante con el pelo recogido en una elaborada trenza para la que habían sido necesarios cinco de los hijos de Jenks. Había resistido incluso el viento.
Ivy también estaba espectacular con el vestido rojo que había sacado de su armario, gracias al cual había pasado de sus ajustadas prendas de trabajo a una glamurosa sofisticación en tan solo diez minutos. Sobre los hombros llevaba un chal de encaje. Sabía que se lo había puesto pensando en los posibles vampiros, a los que les resultaba mucho más tentador un cuello que se entreveía que la piel desnuda. Por separado estábamos bien; juntas estábamos impresionantes, con su herencia asiática formando un hermoso contraste con mi pálida piel de pescado muerto.
Una pareja mayor que nosotros, que despedía un excesivo olor a perfume y loción de afeitado, se nos colocó delante cuando las puertas plateadas se abrieron y todos entramos. Una descarga de adrenalina me recorrió de arriba abajo y me coloqué mi abultado bolso delante. Aquello tenía que funcionar. Había preparado los hechizos de sustancia para Pierce exactamente de la misma manera que la primera vez, y había cargado mi pistola de pintura con hechizos somníferos de larga duración. Ivy se ocuparía de la puerta del baño y Jenks me ayudaría con Al. No se les escaparía nada y, cuando todo hubiera acabado, podríamos celebrar el Año Nuevo juntos: fantasma, vampiresa, bruja y pixie.
En el interior del ascensor había otro portero, por si no sabíamos cómo apretar un botón y, mientras me situaba nerviosa justo en el centro, el vello de la nuca se me erizó. Lentamente me volví para mirar a la pareja que había subido con nosotros, y descubrí que ella tenía los labios fruncidos y que el hombre miraba fijamente hacia delante con una expresión tensa en su rostro. Me volví de nuevo e Ivy se rió disimuladamente.
—Es muy divertido salir por ahí contigo —susurró inclinándose hacia un lado—. La gente no te quita ojo.
¡
Bah
! ¡
Qué más da
! Avergonzada, me quedé mirando al hombre del ascensor mientras disimulaba una sonrisa. Conforme salían, la mujer, de mayor edad, que estaba bastante elegante en su estilo, le dio un palmetazo en el hombro a su marido con su bolso de abalorios. Él lo aceptó como un hombre, pero advertí que ya estaba mirando de reojo a las camareras con sus modestas faldas cortas.
Lo primero que me llamó la atención fue el murmullo de las conversaciones y el olor a canapés hipercalóricos, y relajé los hombros al percibir la agradable temperatura. Situada discretamente en la curva del restaurante, una banda interpretaba en directo suaves melodías de jazz. Habían retirado todas las mesas a excepción de un anillo alrededor de las ventanas. La gente, elegantemente vestida, se relacionaba entre sí sujetando pequeños platos con comida o copas de champán, y las esporádicas risas femeninas mezcladas con el tintineo de cerámica fina invocaban una sensación de alta sociedad. Algunos camareros se movían lentamente, mientras que otros pasaban como centellas, de manera acorde con su cometido en cada momento. Y detrás de todo, como telón de fondo, se encontraba la mismísima Cincinnati.