Ella se llevó el café hasta el ordenador y, con los labios fruncidos, retiró dos libros de su silla y se sentó ante la pantalla apagada.
Tenía muchas más cosas que decir, pero no sabía cómo sacar el tema. Agucé el oído intentando escuchar un aleteo, pero no se oyó ni una mosca. Una de dos, o Jenks estaba en el santuario con sus hijos, o estaba cotilleando nuestra conversación con un sigilo inusitado.
—Esto… Ivy. Quiero preguntarte algo.
Apartándose el pelo de los ojos, agitó el ratón y reactivó la pantalla del ordenador.
—¿Sí?
¿
Sí
? Sonaba bastante inocente, pero el corazón me latía a toda velocidad, y sabía que ella lo sabía y que su indiferencia era fingida. Con las manos rodeando mi taza caliente, inspiré lentamente.
—Si pudieras, ¿lo dejarías todo para convertirte en un humano?
Sin mover el ratón, fijó la vista en mí con gesto inexpresivo.
—No lo sé.
De pronto se escuchó un chasquido seco de alas de pixie y Jenks irrumpió dejando tras de sí una estela de polvo dorado.
—¿Qué? —vociferó, situándose entre ambas con su acostumbrada pose de Peter Pan—. ¿Rachel te dice que puede acabar con tus ansias de sangre y tú le contestas que no lo sabes? ¿Qué demonios te pasa?
—¡Jenks! —exclamé, aunque no me sorprendió en absoluto que hubiera estado espiando—. ¡No he dicho que pueda convertirla en un humano! Le he preguntado si, en caso de que se le planteara la posibilidad, estaría dispuesta a hacerlo. Y deja de escucharnos a escondidas, ¿vale?
Ivy negó con la cabeza.
—Supongamos que me convirtiera en un humano y que las ansias de sangre desaparecieran. ¿Qué me quedaría? No es el deseo de sangre lo que me corrompió, sino Piscary. Seguiría mezclando la brutalidad con los sentimientos amorosos. La única diferencia sería que, si le hiciera daño a alguien en un momento de pasión, me sentiría fatal. Al menos ahora, disfrutaría.
Jenks replegó las alas y, por unos instantes, el polvo que despedía adquirió un tono verdoso.
—¡Oh!
—Por no hablar de que me volvería mucho más frágil y que descendería en la cadena alimentaria —añadió concentrándose en la pantalla para evitar nuestras miradas mientras su rostro se teñía de un ligero rubor—. Cualquiera podría aprovecharse de mí y probablemente lo haría, teniendo en cuenta mi pasado, pero ahora nadie se atrevería.
Sintiendo frío, me arrebujé en la manta.
—Puedes sentirte fuerte sin el virus vampírico.
—Sí, vale —respondió, y el rostro se me heló al percibir un destello de rabia—, pero me gusta ser una vampiresa. Es el hecho de perder el alma lo que me asusta. Si tuviera la certeza de no perderla después de morir, tal vez me esforzaría más por… amoldarme. —Sus ojos se cruzaron con los míos, con los libros de magia que había bajado del campanario aquella misma mañana apilados entre las dos—. ¿De veras crees que podrías convertirme en un humano?
De improviso, los hijos de Jenks entraron apresuradamente, armando un gran alboroto, y yo me encogí de hombros mientras los acorralaba, empujándolos, y Jenks se acercaba para ver qué era lo que les había alterado de aquel modo.
—No lo sé —dije en la repentina tranquilidad de la cocina—. Trent tiene un tratamiento. El porcentaje de éxito es de apenas un once por ciento, y solo adormece el virus y las neurotoxinas. Si sobrevivieras tomándolo, es posible que te convirtieras en un no muerto y perdieras tu alma cuando murieras. Rynn Cormel lo consideraría un fracaso. —En aquel momento esbocé una sonrisa forzada. Ser un vampiro era un verdadero asco, incluso aunque gozaras del respeto que todos mostraban por Ivy—. Podría hacerte la vida más fácil, pero también podría matarte. —No iba a arriesgar por un once por ciento de posibilidades. No con Ivy.
»En realidad —añadí, dudando si debía sacarlo a relucir—, he estado pensando en que tal vez exista un hechizo que pueda convertirte en humano.
—¿Y en bruja? —preguntó Ivy, sorprendiéndome. Se notaba una cierta vulnerabilidad en sus palabras, y parpadeé.
—Tú no quieres ser una bruja —dije rápidamente.
—¿Por qué no? Tú lo eres.
Jenks regresó con una de sus hijas, con las alas enredadas en lo que parecía una tela de araña.
—Creo que deberías ser una pixie —comentó despidiendo polvo por los dedos mientras los deslizaba cuidadosamente por las alas de Jrixibell para limpiarlas—. Estarías preciosa con tus alitas y tu espada. Te dejaría luchar en mi jardín siempre que quisieras.
Ella esbozó una tímida sonrisa, que desapareció casi de inmediato.
—No se puede transformar a una bruja —dijo brevemente.
—Ni tampoco a los hombres lobo —aclaró Jenks, sonriendo mientras daba un empujoncito a su hija, que salió disparada y gritando que la esperaran en un tono tan agudo que me dolieron los oídos.
Ivy se quedó pensativa y yo no pude evitar una sonrisa al pensar en David. Tuve la sensación de que ella también lo hacía cuando se volvió hacia el ordenador, con las mejillas encendidas. Cormel me mataría si convirtiera a Ivy en alguna otra cosa que no fuera una vampiresa con un alma eterna. No obstante, teniendo en cuenta que yo misma no podía elegir lo que quería ser, ¿por qué no usar mi potencial para darle a Ivy la oportunidad de ser lo que ella quisiera?
Sintiendo como si hubiera resuelto algo, aunque no fuera así, me levanté y me dirigí hacia la despensa. Todo lo que antes estaba en nuestro frigorífico, se encontraba fuera.
—¿Te apetecen unas tortitas? Tengo ganas de cocinar.
—¡Y tanto! —Sus dedos golpeteaban las teclas, pero tenía la vista puesta en las botellas de poción que estaban contra la pared y en la marmita de disolución con agua salada—. ¿Conseguiste el libro?
En ese momento salí de la despensa con la caja del preparado.
—Sí. Ayer. Voy a probarlo esta noche en Fountain Square. ¿Quieres venir?
—¿Habrá gritos y cámaras de televisión?
—Probablemente —respondí con amargura.
—Cuenta conmigo —dijo.
Jenks, que en aquel momento se encontraba en la repisa dando de comer a sus monos marinos, soltó una risotada. La diminuta pecera de agua salada había pasado a ocupar el puesto de honor después de que, a falta de un canario, me llevara al señor Pez a siempre jamás para saber si el aire del lugar me estaba envenenando.
Inclinándome sobre la encimera, leí la contracubierta del libro. Si teníamos huevos, estaban congelados.
—En realidad, voy a alquilar una furgoneta que situaré en el aparcamiento. ¿Podrías ayudarme a mantener a la gente alejada?
—Como dicen esas pegatinas que se ponen en la luna trasera: «Meneo a bordo, se ruega no molestar».
—¡Por el amor de Dios, Jenks! ¡En esta iglesia viven niños!
—¿Y cómo crees que llegaron hasta aquí, querida? —preguntó riéndose.
Dejé la caja sobre la mesa con un golpe y un estrato del preparado cayó sobre el pixie.
—¡Eh! —gritó, sacudiéndose las alas con tal fuerza que formó una espesa nube.
Ivy sonrió con los labios cerrados. Aquello era muy agradable. Habíamos vivido momentos muy difíciles aquel año. Todos nosotros.
—Cuando hayas terminado de azotarle el culo a ese demonio, os llevaré a Pierce y a ti a tomar una pizza.
—Trato hecho.
Inclinándome, saqué la sartén de debajo de la encimera y la puse sobre los hornillos. Entonces empecé a elucubrar qué hechizos complementarios podía preparar para asegurarme de que Al no se cabreara tanto que me culpara de su error. Deberían ser hechizos terrenales para no tener que interceptar una línea. Por suerte, eran los que mejor se me daban. Especialmente los somníferos de duración determinada.
Ivy se puso en pie a toda velocidad y Jenks y yo dimos un respingo.
Una de dos, o no se había molestado en ocultar su velocidad vampírica, o tenía problemas para controlarla. Al ver nuestras caras de sorpresa, sonrió divertida.
—El coche de Glenn está al final de la calle —dijo, y Jenks se elevó con expresión de incredulidad—. Voy a vestirme —añadió marchándose con el café en la mano.
—¡Por el tanga rojo de Campanilla! —exclamó Jenks, siguiéndola—. ¿Lo hueles desde aquí?
—Hoy sí —se la oyó responder a lo lejos conforme entraba en su habitación.
Me apreté el cinturón de la bata. ¿Sería yo capaz de renunciar a ser tan especial para amar a alguien, o me buscaría un nuevo amor?
El chirrido de la puerta delantera y el alboroto que organizaron los pixies justo después me dieron a entender que Jenks había abierto la puerta al agente de la AFI y, cuando el hombre alto entró, con una bolsa de papel en la mano, lo recibí con una sonrisa. Los pixies revoloteaban a su alrededor, armando un gran jaleo al entrar y salir de la bolsa mientras la dejaba sobre la encimera. Su mirada se dirigió al hueco de la pared con expresión interrogante.
—¿Qué le ha pasado a vuestro frigorífico?
—Lo reventé —dije fijándome en las magulladuras que empezaban a desvanecerse y en su cabeza recién rapada para disimular los destrozos que le habían quedado tras su estancia en el hospital. No recordaba haberlo visto nunca con vaqueros, y por debajo de su abrigo de cuero asomaba un suéter negro—. Te veo mucho mejor —dije cuando se quedó mirando mi bata.
—Ehhh… Son las tres de la tarde, ¿no? —preguntó de pronto, como si no estuviera seguro.
—Sí, así es —respondí al tiempo que le daba un fuerte abrazo. Me alegraba tanto de verlo—. ¿Qué tal van los amuletos que le di a tu padre? ¿Te apetece un café? ¿Unas tortitas? Por cierto, gracias por ayudarme a escapar del hospital. Te debo una.
No podía dejar de sonreír. Había creído que moriría, o que se pasaría meses ingresado, y en aquel momento se encontraba en mi cocina, con una bolsa de papel en la mano y solo un pequeño atisbo de estrés en su rostro.
Glenn desvió la mirada hacia la cafetera y, a continuación, volvió a fijarse en el espacio vacío.
—Veamos, los amuletos están funcionando, supongo, no tienes por qué agradecerme que te ayudara a salir y lo siento, pero no puedo quedarme a tomar café. El departamento se enteró de lo que os pasó anoche, y los chicos me pidieron que os trajera un detalle. No eres invencible, ¿sabes? No llevas ninguna S escrita en el pecho. —Y con gesto vacilante, frunció el ceño inclinándose lo bastante como para que percibiera el olor de su loción de afeitar—. ¿Cómo está Ivy? Tengo entendido que se llevó la peor parte.
—Como una rosa —respondí secamente mientras curioseaba en el interior de la bolsa junto a los pixies para ver… ¿Tomates?
¿Ha comprado tomates con los fondos para regalos de la AFI
?—. Esto… Se está vistiendo —añadí sorprendida. ¿
De dónde los habrá sacado
?
—¡Joder! ¡Sí que se recuperan rápido los vampiros! —dijo con una expresión interesada en sus ojos oscuros mientras se inclinaba para echar una ojeada al interior de la bolsa y yo seguía husmeando—. Yo necesité cinco días. No me extraña que Denon quiera convertirse en uno.
—Sí, bueno… Todos cometemos errores. —Tres de los hijos de Jenks se alzaron con un tomate cherry, discutiendo sobre quién se quedaría las semillas—. Glenn, ¿compraste todo esto tú solo?
Él esbozó una amplia sonrisa, frotándose la nuca con la mano.
—Pues sí. ¿Es mucho?
—No, si vas a celebrar una reunión familiar —respondí, sonriendo para que supiera que le estaba tomando el pelo—. ¡Maldita sea! ¡Estás hecho todo un hombre! ¿De veras entraste en una tienda e hiciste la compra?
Él se acercó a la bolsa, inclinándose para echar un ojo, con un gesto de impaciencia que resultaba encantador en un hombretón de color.
—Deberías haber visto cómo me miraban —dijo metiendo la mano y haciendo crujir la bolsa—. ¿Sabías que hay más de una variedad de tomates? Este es un corazón de buey —explicó dejando un tomate del tamaño de mi puño sobre la encimera—. En rodajas, va muy bien para los sándwiches. Y la mujer de la tienda me explicó que también se puede cortar en gajos y cocinarlo a la parrilla.
—¿No me digas? —exclamé, ocultando una sonrisa mientras sus oscuros dedos extraían una bolsa de tomates pera.
—Estos alargados se llaman Roma —explicó dejándolos sobre la encimera—. Se usan en las ensaladas, en la pizza y para las salsas. Y los pequeños son los cherry. Se pueden añadir a las ensaladas o comerlos como si fueran caramelos.
Nunca había comido tomates «como si fueran caramelos», pero me tomé uno en ese momento y descubrí que su sabor ácido no casaba demasiado con el del café.
—Mmmm, ¡qué rico! —exclamé, y Jenks se echó a reír, suspendido junto al dintel, con el tomate que sus hijos habían birlado. Detrás de él esperaba una de sus hijas, frotándose las manos.
—Tengo tres que maduraron en la planta —mostrándome los cortes y magulladuras de su cabeza cuando se puso a buscarlos—. Costaban un ojo de la cara, pero eran increíblemente rojos.
—¿Quieres quedarte alguno? —le pregunté. Él alzó la vista con una sonrisa de oreja a oreja que le sentaba de maravilla.
—Tengo otra bolsa en el coche. Tendrás que buscarte a otra persona a quien sobornar para que te proporcione las herramientas para hacer cumplir la ley.
—Entonces, no te importará que se lo cuente a tu padre —bromeé, haciendo que su sonrisa se desvaneciera.
Jenks entró de nuevo, manejando con facilidad el pesado tomate.
—Aquí tienes, Glenn. Mis hijos lo sienten mucho. No volverán a hacerlo.
Cogí la fruta al vuelo cuando la dejó caer.
—Pueden quedárselo —dije, y cinco chicos pixie y la hija de Jenks se abatieron sobre mi mano discutiendo en un tono de voz extremadamente alto y me lo arrebataron.
—¡Eh! —gritó Jenks echando a volar tras ellos.
—¿Estás seguro de que no quieres un café? —dije al oír que se abría la puerta de Ivy—. Creo que la reina del reciclaje tiene un vaso de poliestireno por algún sitio. Puedes llevártelo.
Glenn sacó los dedos de la bolsa de tomates y echó las manos atrás, situándose de espaldas a la puerta, en una posición que recordaba a la de descanso militar.
Estaba empezando a comportarse como un policía y, frunciendo el ceño, pensé en la carrera desesperada que realizamos Ivy y yo en dirección al puente.
—No, tengo que irme. Pero quiero que me des tu opinión sobre lo de anoche.
—Fue un verdadero asco, ¿por qué?
—No me refiero a lo que te pasó a ti —dijo secamente—. ¿Es que no lees los periódicos?