Me froté el entrecejo sintiendo un creciente dolor de cabeza.
—Líneas luminosas —dije—. Ha habido un error en el proceso de inscripción y Marshal está intentando solucionarlo.
—Eso no es lo único que está intentado solucionar —farfulló Jenks. Le lancé una mirada asesina mientras él se cambiaba a los crisantemos. El aroma a pradera en verano aumentó de golpe; su camisa verde estaba llena de marcas de polen—. Va a querer cambiar las cosas —dijo el pixie mientras Glenn se recostaba sobre el respaldo, con la boca cerrada, dispuesto a escuchar—. Tu ingreso en el hospital va a provocar que active la modalidad de rescate. Igual que en su barco. Lo noté justo después de que sacara a Tom de debajo de nuestra cocina. Soy un pixie, Rachel. Quizás tenga aspecto de tipo duro, pero tengo alas, y sé reconocer el enamoramiento cuando lo veo.
En ese momento suspiré. No me sorprendió que me estuviera previniendo en contra de Marshal. ¿
Y qué tienen que ver las alas con todo esto
?
—Bueno, tampoco se puede decir que sea ningún inútil —dije poniéndome a la defensiva—. Echarle el guante a un brujo de líneas luminosas no es nada fácil.
Jenks se cruzó de brazos y frunció el ceño, mientras que Ivy dejó la jirafa y me miró también.
—Vale, lo que tú digas —musité, aunque mis pensamientos se dirigieron a Mia de pie en la oscuridad con su hija lloriqueando y abrazada a ella diciéndome que nunca podría amar a alguien sin acabar con su vida—. Se merece a alguien mejor que yo. Sé muy bien cómo acaban siempre mis relaciones.
Ivy se agitó inquieta y, deshaciéndome de mis pensamientos infelices, me volví hacia Glenn. El detective era todo un experto en leer los pensamientos de la gente, y aquello resultaba muy embarazoso.
—Bueno, ¿qué tal está el pudín? —pregunté estirándole el brazo y tendiéndole el tomate.
Por lo general los humanos detestaban los tomates, pues había sido una de sus variedades lo que había acabado con una buena parte de su especie apenas cuarenta años antes. Glenn, sin embargo, había aprendido a disfrutar de las virtudes de esta hortaliza de color rojo, y estaba totalmente enganchado. Después de hacer malabarismos nerviosamente para evitar que cayera al suelo, se lo colocó con cuidado en el pliegue del brazo, como si estuviera acunando un bebé.
—Asqueroso —respondió, contento de que hubiera cambiado de tema—. No lleva azúcar. Y gracias. No es fácil conseguir uno de estos.
—Es una tradición inframundana —le expliqué, preguntándome si me había perdido el desayuno y me tocaría esperar otras seis horas. Todavía no había visto ningún menú, pero, antes o después, tendrían que darme algo de comer.
Ivy se sentó a los pies de la cama, mucho más relajada una vez que éramos menos en la habitación.
—¿Trent te ha mandado flores? —preguntó tendiéndome la tarjeta con las cejas arqueadas.
Sorprendida, eché un vistazo a las margaritas y la cogí.
—Ha sido Ceri —dije al reconocer su diminuta letra—. Probablemente ni siquiera ha puesto su nombre.
Jenks aterrizó en mis rodillas.
—Apuesto lo que quieras a que sí —dijo con una risotada.
Justo entonces todas nuestras miradas, guiadas por un delicado golpeteo, se dirigieron a la puerta y a la mujer vestida de calle que entró inmediatamente.
—Señorita Morgan —dijo mientras se acercaba con decisión—. Soy la doctora Mape, ¿cómo se encuentra hoy?
Siempre hacían la misma pregunta y esbocé una sonrisa neutra. Por la ausencia de olor a secuoya pude comprobar que ni siquiera los antisépticos más potentes eran capaces de ocultar que no era una bruja. No era muy habitual que permitieran que un humano tratara a una bruja con sus medicamentos, pero, si me habían golpeado con lo mismo que a Glenn, probablemente me habían asignado a su misma doctora. Mis sospechas parecieron confirmarse cuando Glenn se encogió en la silla con expresión culpable. El tomate, por su parte, estaba escondido en alguna parte y, sinceramente, prefería no saber dónde.
—Mucho mejor —respondí de manera insulsa—. ¿Qué es lo que me dieron para tenerme atontada?
La doctora Mape cogió el tensiómetro de la pared y saqué el brazo obedientemente.
—Ahora mismo no lo recuerdo —respondió con voz preocupada mientras me apretaba el brazo con la presión del aire—, pero si quiere, puedo consultar su historial.
—No se moleste. —Al fin y al cabo, entendía de amuletos, no de medicinas—. Una cosa, ¿podrían darme un justificante por enfermedad?
La doctora no respondió, y cuando despegó de golpe el cierre del tensiómetro, Glenn dio un respingo.
—Señor Glenn —lo interpeló en un tono muy significativo, y habría jurado que él contuvo la respiración—, todavía no está preparado para recorrer distancias tan largas.
—Sí, señora —gruñó él.
Sonreí intentando que no me vieran.
—¿Tengo que restringirle las salidas? —preguntó.
Él negó con la cabeza.
—No, señora.
—Espéreme fuera —dijo con severidad—. Le llevaré a su habitación.
Ivy se revolvió en la esquina. ¡Vaya! Ni siquiera me había dado cuenta de que se había ido hasta allí.
—Ya lo acompaño yo —se ofreció.
La rápida negativa de la mujer se desvaneció cuando cayó en la cuenta de quién era.
—¿Es usted Ivy Tamwood? —preguntó justo antes de anotar los valores de mi tensión en el historial—. Gracias. Es muy amable por su parte. Su aura no es tan gruesa como para que ande paseándose por ahí.
Jenks se alzó de entre las flores, esta vez cubierto de polen.
—¡Ah! Somos todos amigos suyos —dijo el pixie sacudiéndose en el aire y creando una nube de polvo.
La doctora Mape dio un respingo.
—¿Qué hace que no está hibernando? —preguntó, sorprendida.
Me aclaré la garganta con sequedad.
—Esto… está viviendo en mi escritorio —expliqué.
En ese momento la doctora me puso un termómetro en la boca obligándome a cerrarla.
—Apuesto a que debe ser muy divertido —masculló la mujer mientras esperaba a que el instrumento funcionara.
Me lo cambié al otro lado de la boca.
—Son sus hijos los que me están sacando de quicio —farfullé.
En ese momento el termómetro empezó a pitar y, tras escribir de nuevo en mi historial, la doctora Mape se inclinó para mirar debajo de la cama.
—Sus riñones parecen funcionar bien —dijo—. Voy a dejarle la vía, pero le quitaré la sonda ahora mismo.
Glenn se puso tenso.
—Ummm, Rachel —dijo incómodo—. Nos vemos luego, ¿de acuerdo? Dame un día antes de echar carreras por los pasillos.
Ivy se situó detrás de Glenn y le sujetó el camisón mientras él agarraba el soporte del suero para ponerse en pie.
—¿Jenks? —dijo mientras se ponían en marcha—. Mueve el culo y espera en el pasillo.
Él me lanzó una sonrisa ladeada y salió disparado, dibujando círculos alrededor de Ivy y Glenn. La puerta se cerró y su voz se desvaneció.
Empecé a hacerme un ovillo para facilitarle la tarea a la doctora, pero me detuve cuando agarró la silla de Glenn y tomó asiento, observándome en silencio. De pronto me sentí intimidada y, como no decía nada, pregunté en tono dubitativo:
—Va a quitarme esto, ¿verdad?
La mujer suspiró y adoptó una postura más cómoda.
—Quería hablar con usted, y era la forma más sencilla de conseguir que se marcharan.
El tono que utilizó no me gustó en absoluto, y una oleada de miedo me recorrió de arriba abajo dejándome una sensación de inquietud.
—Pasé mis primeros años de vida yendo de un hospital a otro, doctora Mape —le dije con atrevimiento mientras me sentaba—. Me han dicho que iba a morir más veces que pares de botas tengo en mi armario. Y le aseguro que tengo muchas. Nada de lo que pueda decirme conseguirá asustarme.
Era mentira, pero sonaba bien.
—Usted sobrevivió al síndrome de Rosewood —dijo hojeando de nuevo mi historial. Yo me puse rígida cuando me tomó la muñeca y le dio la vuelta para echar un vistazo a mi marca demoníaca—. Tal vez sea esa la razón por la que esa niña no acabó con su vida.
¿
Se refiere a mi enfermedad sanguínea o a la marca demoníaca
? Incómoda, estiré el brazo para que lo soltara. En cualquier caso, yo era diferente, y no en el buen sentido.
—¿Cree que mi aura podría saber mal?
La doctora me estaba mirando las manos, y yo deseé esconderlas.
—No sabría decirle —dijo—. Tengo entendido que las auras no saben a nada. Lo que sí sé es que las crías de banshee tardan mucho en saciarse, y eso es más que suficiente para matar a una persona. Tanto usted como el señor Glenn tienen mucha suerte de seguir con vida. La señora Harbor se preocupa de que su hija esté bien alimentada.
¿
Bien alimentada
? ¡
No te jode
! ¡
Estuvo a punto de matarme
!
Recostándose sobre el respaldo, la doctora Mape miró por la ventana en dirección a la otra ala.
—Debería reconocérsele el mérito de criar a una hija hasta que alcance la madurez, en lugar de perseguirla como a un animal cuando se produce un accidente. ¿Sabía usted que hasta que no cumplen los cinco años, cualquiera que la toque a excepción de su madre viene a ser considerada una fuente de alimentación? Incluido su padre humano.
—¿Ah, sí? —dije pensando en que Remus la había tenido en brazos sin que le succionara ni una pizca de su aura mientras que todos los que se encontraban a su alrededor estaban siendo exprimidos lentamente—. Disculpe si no me muestro todo lo comprensiva que cabría esperar con sus problemas. Esa mujer me entregó a su hija a sabiendas de que me mataría. Y esa misma niña estuvo a punto de acabar con la vida de Glenn. Es más, la propia Mia ha matado a gente, solo que todavía no han conseguido encontrar pruebas que la impliquen en los asesinatos. Yo también hago todo lo que está en mi mano para mantenerme con vida, pero no por ello me dedico a matar gente.
La doctora Mape me miró con gesto impasible.
—Comprendo perfectamente cómo se sienten tanto usted como su amigo Glenn, pero, en la mayoría de las situaciones, las banshees solo se apropian de la escoria de la sociedad. He visto comportamientos de humano a humano mucho más dañinos, y lo que hizo Mia fue solo para sobrevivir.
—¿En opinión de quién? —le espeté con descaro. A continuación me obligué a relajarme. Aquella era la persona que tenía que darme el justificante de enfermedad.
Una vez más, la doctora Mape se mostró imperturbable y se inclinó para apoyar uno de sus codos sobre la rodilla a fin de estudiarme con detenimiento.
—La cuestión es por qué sufrió usted un daño significativamente menor que el señor Glenn. Las auras de los humanos y de los brujos tienen una fuerza similar.
—Lo sabe todo sobre nosotros, ¿verdad? —dije, y me tuve que morder la lengua.
Ella no es el enemigo. Ella no es el enemigo
.
—A decir verdad, sí. Esa es la razón por la que decidí hacerme cargo de su caso. —A continuación, tras un breve instante de indecisión, añadió—: Lo siento, señorita Morgan. Ya no le permiten estar en la planta de los brujos por culpa de sus cicatrices demoníacas. Soy lo único que le queda.
Yo me quedé mirándola fijamente. ¿
Cómo dice
? ¿No aceptan tratarme por culpa de mis cicatrices? ¿Qué tienen que ver las cicatrices con todo esto? Su existencia no indicaba que fuera una bruja negra.
—¿Y usted sí? —pregunté con acritud.
—Hice un juramento para salvar la vida de la gente. La misma creencia que hace que sienta compasión por la banshee es lo que hace que haya aceptado tratarla a usted. Prefiero juzgar a las personas por las razones que les llevan a actuar de una determinada manera en lugar de por sus acciones.
Me recosté preguntándome si su respuesta era propia de un sabio o si, en realidad, estaba tratando de rehuir mi pregunta. La doctora se puso en pie y la seguí con la mirada.
—Conozco al capitán Edden desde que atacaron a su esposa —dijo—. Fue él quien me explicó las razones de sus cicatrices. He visto lo que queda de su aura y acabo de conocer a sus amigos. Los pixies no otorgan su fidelidad a cualquiera.
Fruncí el ceño cuando se dio la vuelta para marcharse. Entonces se detuvo y dijo:
—¿Por qué cree que llegó usted aquí semiinconsciente mientras que el señor Glenn permaneció en coma durante tres días?
—No tengo ni idea.
Sinceramente, no creía que tuviera nada que ver con las marcas demoníacas. Si así fuera, las banshees no podrían hacerles ningún daño a las brujas negras y sabía que no era cierto. Tenía que ser porque era… una protodemonio, pero no estaba dispuesta a decírselo.
—¿Porque sobrevivió al síndrome de Rosewood? —inquirió—. Eso es lo que sostienen mis colegas.
Se acercaba mucho a mis sospechas e hice un esfuerzo por mirarla y encogerme de hombros.
Ella vaciló un instante y, cuando estuvo segura de que no iba a decirle nada más, se volvió hacia la puerta.
—¡Oiga! ¿Qué hay de la sonda? —le solté deseando volver a ser yo misma, aunque solo fuera un poco.
—Ahora mismo le mando a una enfermera —dijo—. Va a quedarse con nosotros varios días más, señorita Morgan. Espero que pronto se sienta lo bastante cómoda como para hablar conmigo.
Me quedé boquiabierta mientras cerraba la puerta con un golpe firme. Así que ese era su juego. No me daría el alta hasta que satisficiera su curiosidad. Pues lo llevaba claro. Yo tenía cosas que hacer.
El débil y familiar aleteo de pixie hizo que dirigiera la atención hacia la parte superior del enorme armario.
—¡Jenks! —exclamé con afecto—. ¡Creí que te habías ido!
Él descendió moviéndose hacia delante y hacia atrás antes de aterrizar en mi rodilla.
—Nunca he visto quitar una sonda —sentenció con petulancia.
—Ni lo verás. ¡Por el amor de Dios! Sal de aquí antes de que llegue la enfermera.
No obstante, se limitó a dirigirse hacia las flores y a arrancarles los pétalos mustios.
—Te van a tener aquí encerrada hasta que te decidas a hablar, ¿verdad? —dijo—. ¿Te importa si te tomo prestado el joyero? Matalina y yo necesitamos pasar un poco de tiempo a solas, sin los niños.
—¡Por lo que más quieras, Jenks! —No quería oír lo que tenían pensado hacer—. Voy a salir de aquí en cuanto pueda ponerme de pie —dije mientras intentaba quitarme de la cabeza la imagen de Matalina con los pies entre mis pendientes—. A las seis, como mucho.