Bruja blanca, magia negra (3 page)

Read Bruja blanca, magia negra Online

Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

BOOK: Bruja blanca, magia negra
3.45Mb size Format: txt, pdf, ePub

Me aclaré la garganta e intenté adoptar un aire de despreocupación mientras colocaba el resto de las fotos sobre el tocador y las esparcía, pero no conseguía engañar a nadie.

Había varias imágenes de las manchas de sangre; no se trataba de salpicaduras, sino de restregones. Según los tipos de la AFI, pertenecía a Kisten. En otra de las fotos se veía un cajón resquebrajado, que había sido apartado a un lado. Otra inútil marca de sangre sobre la cubierta en el lugar desde el que había saltado el asesino de Kisten. Ninguna de ellas me afectó del mismo modo que lo hicieron las marcas en la moqueta, y luché por el deseo de conocer la verdad, aunque tenía miedo de recordar.

Lentamente, los latidos del corazón disminuyeron, y mis hombros perdieron su rigidez. Tras dejar las fotografías, pasé por encima de las bolsas de polvo y pelusas que la AFI había aspirado, viendo mis mechones de pelo rojo entre la pelusa de la moqueta y de los calcetines. Entonces me observé a mí misma mientras mis dedos tocaban la goma de pelo que había en una bolsa para pruebas. Era mía, y aquella noche me había servido para sujetar la trenza. Un dolor sordo en mi cuero cabelludo me atravesó la conciencia y Ford se agitó inquieto.

Mierda. La goma significaba algo.

—Háblame —dijo Ford, y yo, a través del plástico, presioné el cordón elástico con el pulgar, intentando que el miedo no volviera a apoderarse de mí.

Las pruebas apuntaban hacia mí como asesina de Kisten, y de ahí mi reciente desconfianza hacia la AFI, que no me molestaba en ocultar, pero no había sido yo. Había estado presente, pero no lo había hecho. Al menos Ford me creía. Algún otro había dejado aquellas apestosas huellas.

—Es mía —dije quedamente, para que no me temblara la voz—. Creo… creo que alguien me la arrancó del pelo.

Sentía como si nada de aquello fuera real a la vez que daba la vuelta a la bolsa y, tras descubrir que la habían encontrado en el dormitorio, una oleada de pánico surgió de la nada. El corazón me latía con una fuerza inusitada, pero intenté controlar mi respiración. Los recuerdos me llegaban con cuentagotas, pero se trataba de fragmentos inconexos sin utilidad.
Dedos en mi pelo. Mi cara contra una pared. El asesino de Kisten arrancándome la trenza
. En aquel momento entendí por qué durante los últimos cinco meses no había permitido que los hijos de Jenks me tocaran el pelo y por qué me había puesto histérica cuando Marshal me había metido un mechón detrás de la oreja.

Mareada, solté la bolsa y sentí que empezaba a ver borroso. Si perdía el conocimiento, Ford llamaría a alguien y todo habría acabado. Quería descubrir la verdad, tenía que hacerlo.

La última prueba era crítica y, mientras apoyaba la espalda en el tocador, sacudí una pequeña bolita azul hacia la esquina de su bolsa. Permanecía intacta, y estaba llena de un hechizo caducado para inducir el sueño. De todo mi arsenal, era lo único que podía tumbar a un vampiro muerto.

De pronto, un nuevo pensamiento surgió de mi interior y un atisbo de recuerdo hizo que se me encogiera el corazón y se me erizara el vello de la nuca. El aire de mis pulmones brotó de golpe, causándome un fuerte dolor en el pecho, e incliné la cabeza.
Estaba llorando, maldiciendo. Apunté con mi pistola de pintura y apreté el gatillo. Él, sin parar de reír, cogió el hechizo
.

—Lo cogió —susurré, cerrando los ojos para que no se me llenaran de lágrimas—. Intenté dispararle, pero lo cogió sin romperlo.

Sentía un dolor lacerante en la muñeca y afloró otro recuerdo.
Sus dedos rodeaban mi muñeca. La mano se me durmió. Entonces la pistola cayó al suelo con un fuerte golpe
.

—Me agarró la mano con fuerza hasta que solté la pistola —dije—. Creo que fue entonces cuando eché a correr.

Asustada, miré a Ford y vi que su amuleto se había vuelto violeta por la impresión. Mi pequeña pistola roja nunca había desaparecido, y no constaba en ningún documento que hubiera estado allí. Todas mis pociones, en cambio, habían quedado registradas. Estaba claro que alguien había colocado la pistola en su lugar de origen. Ni siquiera recordaba haber preparado los hechizos adormecedores, pero era evidente que aquel lo había hecho yo. Sin embargo, no tenía ni idea de a dónde habían ido a parar los otros seis.

En un arrebato de ira, le asesté una patada al tocador con la base del pie. El impacto me subió por la pierna y el mueble se estampó contra la pared. Había sido una estupidez, pero me hizo sentir mejor.

—¡¿Rachel?! —exclamó Ford, y yo lo golpeé de nuevo, con un gruñido.

—¡Estoy bien! —grité, sorbiéndome las lágrimas—. ¡Estoy de puta madre!

Sin embargo, sentía un fuerte dolor en el labio, en el lugar en el que había recibido un bocado. Mi cuerpo se esforzaba por que mi mente recordara, pero esta parecía negarse. ¿Había sido Kisten el que me había mordido? ¿O tal vez su agresor? Gracias a Dios, no había logrado someterme. Me lo había dicho Ivy. En caso contrario, ella lo habría notado.

—¡Sí, claro! ¡Ya veo lo bien que estás! —me espetó Ford mientras me enderezaba el abrigo y me recolocaba el bolso una vez más. Le hacía sonreír que hubiera perdido los estribos, y aquello me desquició aún más.

—Deja de reírte de mí —le ordené, pero él, con una sonrisa todavía más descarada, se quitó el amuleto y lo guardó, como si hubiéramos terminado—. Además, todavía no he acabado con esas —añadí al ver que empezaba a recoger las fotos.

—En realidad sí —sentenció, y fruncí el ceño al percibir aquella inusual determinación—. Estás enfadada, y eso es mucho mejor que estar confundida o apenada. Odio utilizar los clichés, pero ahora podemos seguir adelante. Estamos en el buen camino.

—¡Bah! ¡Eso no son más que chorradas psicológicas! —me mofé, mientras recogía las bolsas de pruebas antes de que él lo hiciera. No obstante, tenía que reconocer que estaba en lo cierto. Me sentía mejor. Tenía que recordar algo. Quizás, y solo quizás, la ciencia de los humanos era más poderosa que la brujería.

—Háblame —dijo Ford, quitándome las bolsas y colocándose delante de mí, como una roca.

Mi buen humor se desvaneció, y fue reemplazado por el deseo de huir. Entonces agarré la caja del tocador y pasé por su lado dándole un empujón. Tenía que salir de allí. Tenía que alejarme de los arañazos de la pared. No podía coger el picardías que Kisten me había regalado, pero tampoco podía dejarlo allí. Ford podría protestar todo lo que quisiera por que sustrajera pruebas de la escena del crimen. ¿Pruebas de qué? ¿De que Kisten me quería?

—Rachel —dijo Ford mientras me seguía por el pasillo, caminando sin hacer ruido por la moqueta—, ¿qué es lo que recuerdas? Lo único que consigo captar son emociones. No puedo volver y decirle a Edden que no has recordado nada.

—¡Y tanto que puedes! —dije, atravesando la sala de estar a toda prisa, sin querer saber nada.

—No, no puedo —insistió él, alcanzándome justo en el momento en el que llegaba al resquebrajado marco de la puerta—. Se me da muy mal mentir.

Al cruzar el umbral me estremecí, pero sentía como si la fría claridad vespertina me estuviera llamando a gritos y me dirigí tambaleándome hacia la salida.

—Mentir es muy sencillo —dije con acritud—. Solo tienes que inventarte algo y fingir que es real. Yo lo hago continuamente.

—Rachel…

Al llegar al puente, Ford alargó el brazo y, antes de que quisiera darme cuenta, me obligó a detenerme. Llevaba guantes para protegerse del frío y apenas me había tocado el abrigo, pero sirvió para que me diera cuenta de lo disgustado que estaba. Los rayos hacían brillar sus oscuros cabellos y tenía los ojos guiñados por la luz del sol. El viento helado le revolvía el flequillo y busqué la expresión de su cara deseando encontrar una razón para contarle lo que había logrado recordar, un motivo para dejar a un lado la distinción entre humanos e inframundanos y permitir que me ayudara. Por detrás de él se extendía la ciudad de Cincinnati, con todo su confuso y confortable desorden, sus calles demasiado estrechas y sus colinas demasiado pronunciadas, y percibía la sensación de seguridad que generaba el que hubiera tantas vidas enredadas entre sí.

Entonces bajé la vista y me quedé mirando los restos de una hoja aplastada que el viento había arrastrado hasta mis pies. Ford relajó los hombros cuando vio que mi determinación empezaba a flaquear.

—Recuerdo solo algunos retazos —dije, y él cambió de posición, arrastrando sus pies por los tablones de madera pulida—. Antes de que le diera una patada al marco, el asesino de Kisten me tiró del pelo y me deshizo la trenza. Los arañazos de la pared, los que están junto al armario, son míos. Solo recuerdo haberlos hecho, pero no de quién estaba intentando… librarme.

Seguidamente apreté el puño, y lo metí en el bolsillo dejando la caja de cartón bajo el brazo.

—La bola de pintura es mía. Recuerdo haberla disparado —dije con la garganta tensa mientras le miraba a los ojos y descubría que estaban cargados de comprensión—. Estaba apuntando al otro vampiro, no a Kisten. Tenía… tenía unas manos muy grandes.

Una nueva punzada de miedo me atravesó y estuve a punto de perder el control cuando recordé la sutil sensación de unos gruesos dedos sobre mi mandíbula.

—Quiero que vengas a verme mañana —dijo Ford con el ceño fruncido por la preocupación—. Ahora que tenemos un punto de partida, la hipnosis podría ayudarte a encajar todas las piezas.

¿
Encajar todas las piezas
? ¿
Tenía idea de lo que me estaba pidiendo
?

Mi rostro se quedó lívido de golpe, y me zafé de él.

—¡No!

No tenía ni idea de lo que podía salir a la luz si Ford me adormecía.

Decidida a escapar de allí, pasé por debajo de la barandilla y accedí a la escalerilla. Marshal me estaba esperando abajo, con su descomunal todoterreno, y estaba deseando meterme dentro, con la calefacción encendida, para ver si lograba alejarme del frío que las palabras de Ford habían provocado. Entonces vacilé, preguntándome si debía tirar la caja de cartón o seguir sujetándola bajo el brazo.

—¡Rachel, espera!

En aquel momento oí cómo volvía a echar el cerrojo y, sin soltar la caja, empecé a bajar, con la vista puesta en el lateral de la embarcación. Contemplé la posibilidad de retirar la escalerilla y dejarlo allí tirado, pero lo más probable es que lo incluyera en su informe. Además, podía usar el móvil.

Finalmente llegué al suelo. Con la cabeza gacha, pisé la nieve medio derretida y me dirigí hacia el coche de Marshal, que estaba aparcado detrás del de Ford en medio del laberinto de barcos incautados. Marshal se había ofrecido a llevarme hasta allí después de que me quejara durante un partido de hockey de que mi coche, que no era muy adecuado para conducir con nieve, se había quedado atascado por culpa de los surcos y el hielo, y yo había aceptado.

Me sentía culpable por rechazar la ayuda que Ford me estaba ofreciendo. Quería averiguar la identidad del vampiro que había matado a Kisten y había intentado atarme a él, pero había cosas que prefería reservarme para mí, como el hecho de haber sobrevivido a una enfermedad de la sangre, bastante común pero letal, que también era el motivo por el cual podía utilizar la magia demoníaca; o a qué se dedicaba mi padre en sus ratos libres; o por qué mi madre había estado a punto de volverse loca evitando que descubriera que el hombre que me había criado y mi padre biológico no eran la misma persona.

Cuando subí al todoterreno y cerré de un portazo, vi la expresión de preocupación de Marshal. Dos meses atrás se había presentado en la puerta de mi casa sin avisar, después de que los hombres lobo de Mackinaw hubieran prendido fuego a su garaje. Afortunadamente, había logrado salvar la casa y el barco con los que se había ganado la vida hasta ese momento, y había podido venderlos para pagarse un máster en la universidad de Cincy. Nos habíamos conocido la primavera anterior, cuando había ido al norte para rescatar a mi exnovio Nick y al hijo mayor de Jenks.

Aun a sabiendas de que estaba cometiendo un error, habíamos salido juntos bastantes veces, y nos habíamos dado cuenta de que teníamos suficientes cosas en común como para que lo nuestro funcionara… si no hubiera sido por mi costumbre de poner en peligro la vida de todos los que me rodean. Por no hablar de que él acababa de romper con una novia psicópata y no buscaba una relación seria. El problema era que a los dos nos gustaba relajarnos realizando todo tipo de actividades deportivas, desde salir a correr por el zoo hasta patinar sobre hielo en Fountain Square. No tener que preguntarnos si podría funcionar o no era una bendición. Llevábamos dos meses viéndonos solo como amigos, lo que tenía alucinados a mis compañeros de piso. No me había costado demasiado poner freno a mis tendencias naturales y mantener una relación informal. No habría podido soportar que saliera herido. Kisten me había curado de mis absurdos sueños. Porque los sueños podían matar a la gente. Al menos los míos. Y así había sido.

—¿Te encuentras bien? —susurró Marshal, claramente preocupado, con su peculiar acento del norte.

—Genial —mascullé lanzando la caja con el picardías en los asientos traseros y limpiándome una lágrima del rabillo del ojo con uno de mis fríos dedos. Al ver que no decía nada más, suspiró y bajó la ventanilla para hablar con Ford. El agente de la AFI venía directo hacia nosotros. Estuve a punto de acusar a Ford de haber pedido a Marshal que me llevara porque sabía que probablemente iba a necesitar un hombro sobre el que llorar, y aunque no éramos novios, prefería mil veces enfrentarme a Marshal que presentarme ante Ivy en semejante estado de confusión.

Mientras se dirigía a mi puerta, en vez de a la del conductor, Ford levantó la vista y Marshal apretó un botón para bajar mi ventanilla. Intenté subirla, pero me di cuenta de que había bloqueado los controles y entonces le lancé una mirada asesina.

—Rachel —dijo Ford apenas terminó de recorrer la distancia que nos separaba—, no perderás el control ni por un instante. Es así como funciona.

Maldición, había adivinado qué era lo que me asustaba y, avergonzada ante la posibilidad de que lo soltara delante de Marshal, fruncí el ceño.

—Si te hace sentir incómoda, no tenemos por qué hacerlo en mi consulta —añadió guiñando de nuevo los ojos por el resplandor del mes de diciembre—. Nadie tiene por qué enterarse.

No me importaba que la AFI supiera que me estaba viendo su psiquiatra. ¡Joder! Si había alguien en el mundo que necesitara terapia, esa era yo. Aun así…

Other books

Aurora by David A. Hardy
The Voting Species by John Pearce
Handle With Care by Jodi Picoult
Man in the Blue Moon by Michael Morris
Evvie at Sixteen by Susan Beth Pfeffer