Read Breve Historia De La Incompetencia Militar Online
Authors: Edward Strosser & Michael Prince
Ludendorff, llevado por su innata conciencia prusiana, se dirigió finalmente al Ministerio de Defensa, guardado por Rohm.
Se sentó en la antesala del despacho de Von Lossow a esperar a que llegase para empezar a planear la marcha sobre Berlín.
Pero Lossow nunca llegó: había ido directamente a los cuarteles de Infantería. Y, hasta al cabo de una hora o dos, Ludendorff, el inocente revolucionario, no empezó a sospechar que algo había sucedido. Pero no fue lo suficientemente suspicaz. Mientras Rohm y Ludendorff esperaban sentados al hombre que creían erróneamente que iba a controlar el destino del golpe, en otras dependencias del Ministerio de Defensa se estaba organizando ya la resistencia al golpe de Estado.
Ludendorff, harto ya de esperar en la antesala de Lossow, finalmente empezó de nuevo a pensar como un soldado y corrió a avisar a los cadetes de Infantería de Rossbach, que estaban haraganeando en la cervecería, para que se dirigieran a toda prisa a las oficinas del gobierno, que, por otra parte, ya estaban todas vigiladas por la policía estatal. Este iba a ser el primer enfrentamiento de la noche. El cordón policial que rodeaba el exterior de las oficinas del gobierno informó educadamente a los soldados de Rossbach de que el trío había cambiado de bando. Rossbach se negó a retirarse. Finalmente, el mismo Seisser salió para comunicarle personalmente la situación. Había llegado la hora de decidir en qué bando estaban. Los casi cien oficiales de policía se enfrentaban a unos cuatrocientos cadetes de Infantería armados.
Rossbach, el feroz líder de los Freikorps, sabía que las revoluciones requieren sangre y ordenó a sus soldados que abriesen fuego. Pero los soldados, muchos de los cuales se conocían y querían una revolución de derechas con algo de estilo, eran reacios a terminar con aquel ambiente de carnaval disparándose entre sí. En aquel momento, el confuso liderazgo del golpe contribuyó a hundir sus oportunidades aún más. De repente, llegó un turbio mensaje de la cervecería que ordenaba a los soldados de Rossbach que fueran a vigilar la estación de tren. Cuando los cadetes se marcharon, Kahr y Seisser fueron libres para escapar y reunirse con Von Lossow en el cuartel de Infantería. La oposición de Hitler ya estaba unida.
Sin embargo, la noche se estaba convirtiendo rápidamente en un cómico escenario de Abbott y Costello, al estilo del ejército prusiano. Nadie quería hacer un movimiento sin saber primero lo que el otro iba a hacer. Los leales pero simpatizantes soldados no querían disparar a los golpistas, pero tampoco querían unirse a ellos. ¡No les habían dado órdenes!
¡No podía esperarse que un soldado alemán se uniese a una revolución sin que le diesen la orden!
La compañía de las SA, cuyos intentos habían sido frustrados en los cuarteles, había regresado a la cervecería del golpe.
Los hombres se sentaron en el local, esperando órdenes, atiborrándose mientras de salchichas y cerveza gratis. Algunos empezaron a planchar la oreja debajo de las mesas, presintiendo que iba a ser una larga noche. Otros tenían que levantarse temprano a la mañana siguiente para ir a trabajar.
El golpe de Estado se había convertido en un circo descoordinado. Goering estaba preocupado por su esposa enferma. En lugar de ocupar los centros de poder de la ciudad, los nazis llevaron a cabo ataques aleatorios contra sus objetivos favoritos.
El hotel donde se hospedaban los oficiales del ejército aliado fue atacado y los oficiales de control de armas franceses y británicos fueron abordados en pijama; el personal del hotel, sin embargo, pudo convencer a los nazis de que les dejasen quedarse en el hotel. Los nazis atacaron también a sus enemigos habituales, los judíos y los comunistas, y arrastraron a 58 prisioneros hasta la cervecería del golpe.
A medianoche, en Berlín, el alarmado presidente Ebert, para entonces ya versado en aplastar desafíos a su gobierno tanto de la izquierda como de la derecha, se dirigió a su jefe especialista en levantamientos, el general Hans von Seeckt, y le ordenó que controlase el tema. Cuando los ministros, temerosos, le preguntaron dónde estaba el ejército, el gélido Von Seeckt replicó: «Detrás de mí». Von Seeckt no iba a permitir que el renacimiento de Alemania fuese secuestrado por un principiante como Hitler. A medianoche, ordenó al ejército que marchara a Munich para reforzar la minúscula fuerza del ejército en la ciudad.
Desde la seguridad de su guarida secreta en el cuartel, Kahr, Lossow y Seisser emitieron un mensaje en el que repudiaban el golpe de Estado y ordenaron que se imprimieran carteles y que fueran puestos en circulación. Pero en realidad ya estaban totalmente derrotados. No podían confiar más que en un millar de policías estatales y un puñado de soldados del ejército leales para enfrentarse a los miles de soldados de las SA que rondaban por las calles.
Hitler y Ludendorff aún gozaban de una posición de ventaja, pero la situación se les estaba escapando de las manos.
Ludendorff, después de esperar en vano durante horas en el despacho de Von Lossow, aún malgastó más tiempo telefoneando a varios ministerios para encontrarle. Los funcionarios de Lossow entretuvieron al ingenuo Ludendorff no descolgando el teléfono o asegurándole que Von Lossow aún debía de estar de camino. Cuando el 9 de noviembre —el quinto aniversario de la abdicación del kaiser— despuntó, Hitler y Ludendorff finalmente se dieron cuenta de que Kahr, Lossow y Seisser los habían traicionado. Tardaron casi siete horas en comprender este hecho. Prácticamente todas las instalaciones clave estaban ya bajo el control de la policía y el ejército: el cuartel de Infantería y las oficinas de telégrafos y teléfonos. Se reunieron en la cervecería y discutieron amargamente acerca de los próximos pasos que debían dar mientras los soldados pululaban por la fría y húmeda cervecería llena de humo. La contribución de Goering fue encontrar una banda que tocara para despertar a los cansados soldados de su aturdimiento matutino mientras Hitler planeaba frenéticamente sus siguientes movimientos. La amodorrada banda, ante la amenaza de recibir una buena patada en el culo, aceptó tocar sin haber desayunado ni cobrado.
Para estimular aún más a sus soldados, Hitler envió a dos comandantes de las SA (uno de los cuales era el yerno de Ludendorff), ambos expertos trabajadores de la banca, y varios camiones de cerveza cargados con un par de docenas de bravucones a robar en las imprentas donde los funcionarios del gobierno se pasaban la noche imprimiendo dinero para seguir aumentando la inflación. Cada soldado recibió un par de trillones de marcos por su noche de servicio, justo lo suficiente para cubrir la factura de las cervezas de la noche.
Luego, con una enloquecida y desesperada jugada, Hitler mandó a un amigo del depuesto príncipe de la corona de Baviera a suplicarle que se uniera al golpe de Hitler y que ordenara a Kahr, el adorador de la monarquía, que obedeciese a Adolf.
La buena noticia para Hitler era que los batallones de las SA estaban de regreso a la cervecería y que llegaban refuerzos de fuera de la ciudad. Finalmente, Kahr dejó que se filtrase la noticia sobre su resistencia al golpe. Pero Hitler, hábilmente sintonizó la máquina propagandística para ganarles la mano. Carteles y periódicos anunciaban en sus titulares que la revolución estaba en marcha y que Hitler y Ludendorff eran sus líderes.
Por fin, hacia las 11 de la mañana, un destacamento de la policía estatal fue enviado a custodiar el puente que enlazaba la cervecería del golpe con el corazón de la ciudad. A juzgar por las órdenes que recibió, se diría que la policía iba a enfrentarse a un atajo de escolares: en caso de verse enfrentada a los golpistas, no debía resistirse activamente, sino pedirles educadamente que tomasen por favor otra ruta. Nadie sabía muy bien qué posición adoptar.
Hitler envió a sus guardaespaldas a tomar el cuartel general de la policía, pero cuando llamaron a la puerta fueron despedidos educada y firmemente, y, en lugar de atacar el cuartel general, decidieron consultar a sus superiores. Goering les ordenó que regresasen: había habido un cambio de planes. Los miembros fundadores del grupo que iba a matar y aterrorizar a millones de personas guardaron sus metralletas y, dócilmente, marcharon de regreso a la cervecería, donde Hitler había encontrado tiempo en su agenda para conceder una entrevista. Le encontraron celebrando su primera conferencia de prensa internacional con periodistas del New York Times y otros periódicos americanos.
Goering, después de reunir a la banda musical, se quedó sin nada más que hacer y decidió capturar al Consejo de la ciudad como rehén y asegurarse de que todos los buenos ciudadanos de Munich hacían ondear la bandera nazi. Pero, finalmente, la policía estatal se apostó en los puentes que separaban la parte este de Munich de la parte oeste. Casi ya era mediodía y, excepto por la enérgica toma de rehenes de Goering, no había sucedido gran cosa más. Hitler y Ludendorff se dieron cuenta de que, si no hacían nada, su golpe de Estado iba a fracasar. Llegaron informes de que habían mandado refuerzos policiales y del ejército para rodear a Rohm y a Himmler, ambos aún escondidos en el Ministerio de Defensa, donde Hitler y Ludendorff los habían dejado olvidados.
Ludendorff sabía que sólo tenían dos opciones: atacar inmediatamente o retirarse. Descartaron retirarse a las colinas, porque Hitler estaba a la espera de recibir una respuesta del depuesto príncipe de la corona, pero su mensajero aún estaba en camino. Ludendorff no tomó ninguna de las dos opciones y, extrañamente, decidió avanzar pacíficamente por las calles en un desfile triunfal hasta el centro de la ciudad tratando de poner de su lado al populacho y presumiblemente liderarlo hacia Berlín. A Hitler no le gustó la idea, probablemente porque no era suya, pero Ludendorff, luciendo su revolucionario sombrero tweed en lugar de su puntiagudo Pickelhaube, ordenó: «En marcha». Arrastrado por su fervor revolucionario, abandonó alegremente tácticas de infantería tan básicas como atacar al enemigo.
Hitler se puso realmente frenético, pero no logró contener al general cabeza dura. La banda, a la que aún no habían pagado, guardó sus instrumentos y regresó a casa. Ludendorff, el gran héroe de guerra, Hitler, el ingenuo, y su séquito de miles de soldados de fortuna desesperados tendrían que marchar a la victoria sin acompañamiento musical.
Hitler, Ludendorff y Goering encabezaron una columna y marcharon desde la cervecería del golpe hacia el centro de la ciudad, a unos cientos de yardas de distancia. Después de presumiblemente rechazar la recomendación policial de seguir una ruta alternativa, los guardaespaldas de Hitler tomaron por la fuerza el puente que conducía al centro de Munich y apartaron sin dificultad a un lado a los policías que animosamente les bloqueaban el camino. La marcha siguió avanzando.
Los periódicos matutinos y los carteles habían cumplido su cometido. El populacho salía a la calle para vitorearles. En cada esquina parecían ganar fuerza. Era la primera mañana gloriosa de la revolución nazi. La confusión de la pasada noche se estaba desvaneciendo en el festivo aire matutino. En Marienplatz, una milla al oeste del río, tropezaron con otra línea de policía estatal, pero esta vez cambiaron de dirección y siguieron avanzando. Los cantos terminaron; Hitler, Ludendorff y los demás pusieron a punto sus armas. Estaba sucediendo tal como habían soñado.
A continuación, doblaron otra esquina y se enfrentaron a una línea de policías en la entrada de Odeonplatz, en el corazón de Munich. Los golpistas arrinconaron a la policía en la plaza. Los policías se pusieron en guardia. Sonó un disparo. Los solventes y brutales guardaespaldas de Hitler atacaron con las bayonetas desenfundadas. Resonaron más disparos y la multitud se dispersó.
El tiroteo duró al menos un minuto. La descarga de fuego policial había devastado la columna y dispersado a los golpistas, excepto al implacable Ludendorff, que gloriosa y tercamente parecía ajeno a todo, incluso a su entorno más inmediato. Se levantó del suelo, pasó por encima de los muertos y los heridos y marchó directamente a través de las líneas de la policía, donde fue capturado.
El hombre que marchaba junto a Hitler fue alcanzado mortalmente por un disparo, y el guardaespaldas de Hitler, un fornido exluchador llamado Ulrich Graf, echó a Hitler al suelo y recibió ocho balas para proteger de la muerte al futuro asesino de millones de personas. Hitler sólo sufrió un esguince en el hombro y salió huyendo en un coche que le esperaba. Goering resultó malherido en la entrepierna y se arrastró hacia una casa cercana donde fue atendido por la esposa de un hombre de negocios judío y su hermana; luego se escabulló a Austria. (Tiempo después, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, Goering ayudó a las hermanas a escapar de Alemania).
Algunos de los golpistas consiguieron abrir fuego a su vez y matar a cuatro policías estatales. El resto huyó como ratas, dejando a catorce de sus compañeros golpistas muertos en la calle.
El golpe de Estado había terminado. Finalizó ignominiosamente, menos de un día después de haber empezado.
El barón Von Godin era uno de los mandos medios sensatos, morales y anónimos en el mar del radicalismo alemán, y puso su vida en peligro para intentar detener a Hitler y los fascistas. Era el teniente al mando de la compañía de la policía estatal de Baviera que se enfrentó a Hitler y Ludendorff en la Odeonplatz y dio la orden de disparar contra ellos poniendo así punto final al golpe de Estado. Por este acto, los nazis le persiguieron hasta que se retiró en 1926 y lo obligaron a abandonar el país. Cuando regresó en mayo de 1933, lo capturaron y lo torturaron durante ocho meses hasta que finalmente le permitieron abandonar el país de nuevo, debido a algún contratiempo en la maquinaria del horror nazi. Después de la Segunda Guerra Mundial, se convirtió en el jefe de la policía bávara.
Hitler escapó a una granja de las afueras de la ciudad, donde fue rodeado al cabo de un par de días como un vulgar criminal. La herida que Goering recibió en Odeonplatz le condujo a una adicción a la morfina que lo atormentaría hasta el fin de sus días. Unos soldados simpatizantes dejaron salir a Himmler y su bandera, junto con la mayoría de los soldados golpistas, por la puerta trasera del Ministerio de Defensa cuando Rohm se rindió. Rohm fue separado del ejército, enviado a prisión y luego a Bolivia como consultor militar para su gobierno de tendencia fascista.