—¿Y qué hiciste? —le pregunté.
Mi saliva formaba una espesa y desagradable bola dentro de la boca.
Bajó la vista y la clavó en el suelo. Después volvió a levantarla y mostró los incisivos. La mirada que me lanzó me heló la sangre.
—Te gustaría saberlo, ¿verdad? Quién sabe… Quizá te lo cuente. Quizá un día te cuente cómo terminó todo entre nosotros. Entre la preciosa Annamarie Gordon y yo.
Era lo último que yo quería oír, cualquier cosa que tuviera que ver con un amor malogrado. Porque en esos tiempos mi matrimonio con Catherine era casi perfecto. Una unión impecable. El tipo de relación de pareja con el que sueña la gente. Nos habíamos conocido en un baile en julio de 1980, en un pueblo del condado de Cork donde yo estaba cubriendo una noticia. Ahora ni siquiera recuerdo qué era. Ella pertenecía a los Courtney, una conocida familia de comerciantes de la zona. Su belleza era única: así de sencillo. Recuerdo haberle comentado que era raro encontrar a alguien como ella trabajando en un bar. Se rió y dijo que había estado estudiando historia y filosofía en la Universidad de Cork, pero que no había aprobado los exámenes de final de carrera y no se había molestado en repetir.
—Son cosas que pasan, —dije un poco distraído, tratando con discreción de evitar sus preciosos ojos verde mar.
Terminamos saliendo, y al cabo de tres o cuatro semanas… bueno, si hablamos de hechizo del corazón, todo lo que puedo decir es que llegué a saber bastante del tema. Hablando en plata, me terminé enamorando hasta el tuétano de Catherine Courtney. Contándole cosas que jamás le había contado a nadie.
Algo lamentable, desde luego, en vista de lo que ocurrió.
Adquirí la costumbre de bajar desde Dublín a la menor oportunidad. Me encantaba sentarme a su lado en el pub mientras ella almorzaba. Me contó que adoraba al músico John Maityn, del que yo, hasta ese momento, no había oído hablar nunca. Situación a la que puse remedio de inmediato, y la siguiente vez que volvimos a vernos le regalé un disco suyo llamado Grace & Danger. Había en él un tema que ella llegó a adorar. Se llamaba «Pequeño y dulce misterio» y cada vez que lo oía me emocionaba. Era en cierto modo como si John Martyn lo supiera. Si es que eso no parece demasiado estúpido. Muchas de las cosas que ella decía yo ni las oía, de lo absorto que estaba mirándole los labios o el pelo. Un día me encontré diciendo:
—Catherine Courtney, ¿te casarías conmigo?
No le había dado ningún aviso previo.
—Sí, —dijo—. Sí, Redmond, me casaré contigo, —dijo inclinándose hacia delante y cogiéndome la mano.
No me podía creer mi buena suerte. Me quedé sentado mirándola en silencio, como un bobalicón. Entonces ella se echó a reír y me besó en la mejilla. Llevaba un collar de plata que manoseaba con cierto nerviosismo, jugueteando distraída con el colgante, una brillante inicial, la letra «C».
—¡Qué cara has puesto! —dijo, y volvió a reír mientras las mejillas se le teñían de rosa.
Nos casamos exactamente seis meses más tarde, en 1981. Yo tenía cuarenta años y ella veintidós, pero la diferencia de edad carecía de importancia. Era lo que ella decía y lo que yo sabía.
Fue el mejor día de mi vida. Sin duda.
Alquilamos unos bajos en Dublín, en un barrio residencial del sur, Rathmines, en una decadente y laberíntica casa georgiana de Cowper Road. No era gran cosa, pero era lo que estaba a nuestro alcance. No importa, nos dijimos, ya conseguiríamos algo mejor. Tarde o temprano nos llegarían las vacas gordas.
—Y, quién sabe, quizá podamos tener una mansión, —solía decir Catherine, echándose la bufanda hacia atrás con una pícara carcajada.
Los fines de semana visitábamos casas que estaban en venta, sólo por diversión y para hacer algo. Hubo una a la que tomó un especial afecto. Estaba situada en la zona residencial de Rathfarnham, en Ballyroan Road. Tenía en la parte trasera un pequeño y encantador manzanar. Notaba por su expresión que le encantaba esa casa.
—Algún día, quizá, mi amor, —recuerdo haber dicho, apretándole un brazo mientras caminábamos hacia la parada del autobús.
Oírla tararear hacía bien al corazón. Tarareaba la canción aquel día en el autobús mientras volvíamos a casa.
Es ese pequeño y dulce misterio que hay en tu corazón,
es ese pequeño y dulce misterio lo que me hace llorar.
Yo seguía trabajando para el Leinster News, publicando por entregas mis artículos e iba a visitar a Ned. Rathmines era entonces un sitio muy bonito donde vivir y Catherine conseguía trabajo en los diversos bares, frecuentados sobre todo por estudiantes. Yo solía encontrarme con ella después del trabajo en el Sunset Grill, un sitio pequeño a poca distancia de la biblioteca. En esa época lo que más nos gustaba eran las copas de helado con macedonia y mucha nata.
Ya sé que era estúpido. El amor nos vuelve así.
Seguimos viviendo en Cowper Road. Después, al cabo de dos años, llegó nuestro primogénito, una niña, en marzo de 1983. Decidimos llamarla Imogen, como la abuela de Catherine. Era una verdadera maravilla. Mirarla, escucharla, todo. Cada día, al despertarme, me llenaba el corazón de orgullo. Catherine Courtney era para mí un regalo. Y ahora estaba Imogen. Se parecía a la madre: los mismos ojos verde mar y la misma risa. La sacaba por la tarde y empujaba su cochecito por las calles de Rathmines antes de encontrarnos con su madre en el Sunset Grill al terminar ella su turno en el pub.
Mirabas a Imogen y te sentías culpable: ¿por qué, pensaba, soy tan privilegiado? De vez en cuando me daban una bonificación y llegaba a casa de improviso con un regalo: quizá un disco o un libro para Catherine y algo del Centro de Aprendizaje Precoz para Immy. Así la llamaba yo ahora. Muy de vez en cuando, los días en los que la chica de arriba se ofrecía a hacer de niñera, íbamos a Slaterry a tomar una cerveza. Pero eso, por lo general, no nos preocupaba. Para ser bien sinceros, no queríamos ir. Estábamos igual de contentos escuchando a John Martyn o viendo Dallas en la tele. Dallas nos volvía locos.
—¡Te quiero, J. R.! —decía Catherine.
Se convirtió para nosotros en una especie de muletilla.
—¡Te quiero, J. R.! —decíamos riéndonos mientras Immy gorjeaba y Catherine, sentada a la luz del hogar, leía moviendo los dedos de los pies y pasando con serenidad las páginas.
Camino del trabajo me ponía a soñar despierto, incapaz de entender qué había hecho yo para merecer tan abundante y pura felicidad. Pero ya sabemos que nada, nada es nunca tan sencillo. Siempre deberíamos tener eso en cuenta.
Llevábamos viviendo en Rathmines casi cuatro años y no teníamos ninguna intención de cambiar cuando, en marzo de 1985, el Leinster News quebró y después de meses buscando empleo en la ciudad con poco o nulo éxito, cuando estaba a punto de preocuparme en serio, me ofrecieron, de golpe y porrazo, un puesto en un pequeño periódico de Londres, el North London Chronicle.
Al principio, no lo negaré, tuve mis dudas. Parecía un paso muy arriesgado con una niña tan pequeña, etcétera. Y los detalles del sueldo eran como mínimo imprecisos. Pero después de mucho hablarlo, Catherine me aconsejó que lo aceptara. Dijo que hacía tiempo que le daba vueltas a la idea de volver a la universidad. Y Londres ofrecería muchas oportunidades; quizá era hora de ampliar nuestros horizontes.
En resumidas cuentas, los llamé y acepté.
Nos mudamos a Londres unas semanas más tarde y tengo que reconocer que al principio todo parecía muy prometedor. Pero entonces volvió a intervenir el destino y tuvimos lo que podríamos llamar otra pequeña desgracia. El North London Chronicle fue comprado por un periódico de la competencia y a la plantilla —incluido yo— nos despidieron sin indemnización. Al principio hubo mucho palabrerío de indignación en el pub, donde el representante sindical prometía justicia y venganza. Pero al final, como yo ya suponía, su apasionada beligerancia acabó en nada.
Pero a pesar de eso Catherine Courtney y yo no nos desanimamos, y fuimos consiguiendo algún trabajo. Yo pasé un tiempo en un periódico gratuito de Cricklewood y Catherine trabajaba algunas horas en una licorería llamada Victoria Wine y en varios cafés y bares. Entonces descubrimos que si uno de nosotros no trabajaba salíamos ganando, porque los dos teníamos derecho a pedir una renta de inserción y un subsidio de vivienda. Lo discutimos durante un tiempo pero al final decidí que yo podría trabajar en casa, vendiendo artículos como colaborador externo. Funcionó de maravilla: dejaba a Immy en la guardería todos los días y me sentaba ante la máquina de escribir. El resultado, contra todo pronóstico, fue que alcanzamos un nuevo nivel de felicidad. Algo que ninguno de los dos hubiera considerado posible, teniendo en cuenta lo felices que ya éramos. Era extraordinario de verdad. Y eso me hacía sentir tan… orgulloso. No pensaba más que en los prodigios que, en la adversidad, pueden ocurrirles a un hombre y a una mujer normales. La única condición es que tengan la dicha de estar enamorados. No hay felicidad ni alegría que puedan compararse a lo que sientes en una situación tan afortunada. Recogía a Imogen todos los días a la misma hora, y charlaba con ella durante todo el viaje a casa. ¡Qué charlatana se estaba volviendo!
Cuánto nos divertíamos atravesando el Queen's Park, ella con el chupachups en la boca y yo cantando el tema de la serie de dibujos animados My Little Pony, gritando ¡«Kimono»! y ¡«Pinky Pie»!, los nombres de todos los personajes que a ella le gustaban. De cuando en cuando, nos deteníamos y nos sentábamos en el parque a contar historias, pero no siempre era muy buena idea porque, así que terminabas de contarle una, Immy quería que volvieras a empezar. Por supuesto, eso en ocasiones te molestaba, cuando te habían rechazado algún artículo o algo por el estilo. Pero al final siempre le hacías caso. Una vez, mientras estábamos en el pequeño café, ella empezó a sollozar.
—¿Qué te pasa, cariño? —le pregunté, alarmado.
Immy señaló el suelo, donde había un gran ciervo volante boca arriba al que una columna de hormigas le sacaba las tripas.
—¡No dejes que me pillen los bichitos, papi! —Se echó a llorar.
—¡Claro que no! —le aseguré, y la estreché entre mis brazos.
Todavía sollozaba un poco.
—La señorita Greene dice que los bichitos son nuestros amigos. ¡Pero si lo fueran no harían eso!
—¡Mamá!, —chillaba cuando Catherine estaba con nosotros—. ¡Papá cuenta cuentos… sobre el Muñeco de Nieve!
Nunca se cansaba de ver la película del cuento de Kaymoud Briggs. Miraba el vídeo una y otra vez. Se quedaba embelesada, con los hombros encogidos y tiesos, mientras el muñeco de nieve salía volando por encima de los tejados del mundo.
El nuevo piso de Kilburn que conseguimos a través del patronato de la vivienda parecía fantástico de verdad. La de cosas que Catherine podía hacer con los interiores: había transformado el lugar de manera total y completa. E Imogen, a decir de todos, era la estrella del jardín de infancia. Siempre me hablaban de que era todo un personaje. Fue una época hermosa de verdad. Razón de más para que no estuviera en absoluto preparado cuando volví a casa un día después de comprar un regalo, un juguete de Polly Pocket para el cumpleaños de Imogen, y sorprendí a Catherine en nuestro dormitorio con un hombre.
Una vez en que me atracaron a la salida de un pub de Hackney, me di cuenta, con asombro, de que en esas situaciones no sientes la rabia que sería de esperar. En su lugar se produce un aturdimiento banal y desconcertante. Eso fue lo que sentí allá, dándole vueltas en la mano al juguete de Polly Pocket.
No tenía ni la más remota idea de quién era él. Jamás lo había visto. Recuerdo que pensé que parecía griego o turco. De hecho era maltés.
Teníamos unas rosas de color de rosa que Catherine había plantado en el jardín: entrelazadas, tan delicadas y frágiles. Lo único que yo veía era aquellas flores de un rosa infantil que se extendían por la hierba cuidadosamente tonsurada.
Seguí escribiendo mis artículos y presentándolos con regularidad a varias revistas. Pero, por desgracia, no tenía mucho éxito. Cosa nada sorprendente. Mirando hacia atrás, estaban llenos de divagaciones y muy mal redactados. Parecía que no podía concentrarme en el tema sobre el que escribía. A veces se me caía literalmente la pluma de la mano. En una ocasión en la que yo estaba sentado ante la máquina de escribir, hubiera jurado que vi a Imogen, desnuda y azul, temblando de frío, tratando de atraer mi atención desde el exterior la ventana. Parecía algo tan real que casi grité. Antes de darme cuenta, en el último momento, de que estaba segura y dormida arriba, en la cama, arropada con su edredón favorito hasta la barbilla, el que tenía dibujados a Zippy y Bungle, sus amigos de la serie Rainbow. Era la tensión lo que me hacía pensar esas cosas. Lo sabía. Fue lo que me dije. Era lógico que, si uno pasaba por dificultades maritales, manifestara de algún modo sus ansiedades internas, razoné.
Decidí esforzarme más por mantenernos unidos. Habíamos superado demasiadas pruebas para perderlo todo ahora. Ese era, básicamente, mi estado de ánimo en ese momento. Así veía yo nuestra situación.
Entonces, un día, volví a casa y la encontré vacía. Había una nota sobre la repisa que decía que el abogado de Catherine se pondría en contacto conmigo. Nunca hay que levantarle la mano a la mujer. Es lisa y llanamente un error. Lo puede hacer un montañés inculto y nada lo justifica bajo ningún concepto.
La vista tuvo lugar a principios de 1989 y después las dos volvieron a Dublín para siempre. Ahora que vivía solo, Londres comenzó a parecerme amenazador y desconcertante. Era como si se hubiera quitado adrede la máscara antes tan simpática y renegara fríamente de su benévolo pasado. Me desconcertó. No contaba con eso. Y me produjo una gran angustia, para qué negarlo.
Me despertaba por la noche con un profundo desasosiego. Acababa de detectar aquella escalofriante presencia en la habitación.
La sentía inmóvil, a mi lado. Era un momento horrible.
Pero pasar los días bebiendo no me ayudaría a mejorar la situación. Lo sabía. Lo cual no me impedía hacerlo. Me prometía corregir la conducta. Me despertaba y decía: «Hoy voy a hacer el esfuerzo». Entonces, casi inmediatamente después de esa tonificante ola de nueva energía, me sorprendía pensando, impotente: Se han ido.
Y antes de darme cuenta estaba sentando, como siempre, en algún pub anónimo y mal iluminado. Algún bar de trabajadores irlandeses medio olvidado donde no lavaban las cortinas desde hacía años, donde sonaba sin pausa la música de Enya y los viejos se marchitaban en los rincones, haciendo todo lo posible por anestesiarse. Creo que yo gravitaba hacia esos pubs porque al sentarme en ellos podía construir una imagen bastante exacta de mi futuro. Un facsímil del pasado en el que habían sido derrotados los viejos, un baldío donde toda esperanza cae en suelo pedregoso.