Usaba muchas expresiones que me resultaban conocidas de la infancia.
—Tu maldito servidor, —dijo con otra carcajada, antes de levantarse de la silla y plantarse ante mí, imponente.
»Esto lo hice yo, —dijo, volviendo a llenar generosamente las tazas con un gesto triunfal—, el auténtico aguardiente «claro» de Slie Venageeha Mountain. Así lo llamábamos tu papá y yo. Tu padre, caramba, nunca he visto a nadie más duro. Era capaz de tomar claro hasta que le salía por las orejas. Vamos, vamos, sírvete otro poco, Redmond. ¡Cuando estemos bien borrachos, saltarán más chispas en el valle que la noche en que meé sobre la valla eléctrica!
Hice lo que me pedía. Y vaya si tenía razón. El clarillo aquel bajaba que era un gusto. Como señaló Ned volviendo del aparador:
—¡Te deja con ganas de repetir! ¡De repetir, Redmond!
Tanto repetimos, en realidad, que no conseguí llegar a casa. Sólo recuerdo que estaba con él delante de la cabaña, mirando hacia el valle donde se recortaba, contra el cielo cada vez más oscuro, el esqueleto que formaban las vigas del nuevo centro comercial. Me contó que proyectaban construir una autopista.
—Hablan incluso de un casino, dijo, que van a llamar el Gold Club. Creo, amigo mío, que apuntan demasiado alto. De todos modos, nada de eso se hará.
—¡Ja!, —gruñó—. ¡Ja! —y me dio una sonora palmada en la espalda.
Tambaleándome, agotado pero satisfecho, bajé por el tortuoso camino y llamé a Catherine desde la cabina telefónica del pueblo y me justifiqué balbuceando una ridícula excusa. Después, claro, me di cuenta de que no tendría que haberme preocupado. No había ninguna necesidad de inventar pretextos. Al menos en esa época. Porque Catherine y yo nos llevábamos de maravilla. Por el tono de su voz te dabas cuenta de que no estaba nada preocupada. Mientras yo estuviera disfrutando, dijo. Eso era lo único que le importaba.
—Me alegro de que hayas ido, —le oí decir—, siempre he tenido la sensación de que era algo que necesitabas, volver a Slievenageeha, a tus montañas natales.
—Gracias, labios de miel, —dije, enviándole un beso por teléfono.
«Labios de miel» era uno de nuestros motes más personales e íntimos. Sé que suena cursi, pero nos encantaba.
Cuando regresé a la casa, Ned estaba de pie con el violín preparado.
—¡«El orgullo de Irlanda»!, —exclamó, y se puso a tocar una vertiginosa giga, rugiendo de entusiasmo—: ¡«Dale vuelta y mueve el esqueleto»!
—¿Más claro? —le pregunté, sonriendo como si fuera medio idiota, con una rústica naturalidad nada convincente.
A su lado, con la botella en la mano, todavía me sentía bastante inseguro.
—Que la mano generosa nunca tiemble… ¡Eres un auténtico caballero, Redmond! Un digno hijo de tu padre… ¡Un indómito hijo de tu padre!
Cuando volví a mirar, la luna había desaparecido, transformada en un luminoso sol de plata.
Después de esa experiencia empecé a visitar el valle a menudo. Los viernes me iba con impaciencia de la ciudad, esperando ansioso más historias de Ned sobre la vida en el valle en los viejos tiempos. Sus relatos parecían no tener fin; cada uno era más descabellado que el anterior. Había historias de partidas de cartas, borracheras y mujeres, robos de ganado y carreras de caballos y ceilidhs que habían durado semanas. A veces tenía la firme impresión de que se las inventaba sobre la marcha.
Yo siempre parecía llegar en el momento en el que estaba dando de comer a las gallinas. Tenía en un gallinero diez u once Buff Orpingtons. No había nada que les gustara más a los niños de las nuevas granjas que ir a que el bueno del «Papito» les contara alguna historia y acompañarlo mientras alimentaba las gallinas. Sobre todo el pequeño Michael Gallagher, el alegre pecoso que siempre estaba cantando.
—Soy el mejor amigo de Ned, —me decía.
Las madres y los padres estaban encantados con Ned. Se «pirraban por él», se les oía decir. Sobre todo las madres. Decían que era «un tónico» y «fabuloso con los niños». Verdaderamente estupendo tenerlo cerca.
Lo último habían sido sus clases de violín. Toda la gente que hablaba conmigo estaba también entusiasmada con eso. Entrevisté a algunas de las madres, y para ellas tener a personajes como Ned en la comunidad era una excelente manera de que sus niños descubrieran una Irlanda que estaba desapareciendo a toda velocidad, si es que no había desaparecido ya del todo.
Lo veías andar por ahí riendo, saludando a los padres mientras silbaba alguna giga. O charlando con ellos, contándoles alguna anécdota, mientras dejaban a sus chicos en el «ceilidh infantil de Ned», que éste organizaba en la escuela los fines de semana. Por supuesto, Ned había conocido a la mayoría de las viejas familias. Podía recitar sus nombres en cualquier momento. Estaban totalmente embelesados con su forma de hablar, todas esas expresiones que uno sólo oía en el habla de antaño. Proverbios medio olvidados que ya casi nadie recordaba. Lo único que Ned tenía que hacer era decir algo así como:
—¡Me encontré con el viejo Quirke allá en el camino y, chavalines, tenía la misma cara que un culo comiendo cardos!
Y, sin excepción, todos se reían como locos, prácticamente se meaban de risa. Las conversaciones con Ned Strange siempre se les hacían cortas.
—No hay quien supere al Papito, les oías decir, es nuestra mejor baza. ¿Cómo sería Slievenageeha sin él? Un sitio muy, muy aburrido por muchos progresos que hagamos en el futuro.
Cuando pasaban en coche a su lado siempre lo saludaban con la mano.
—¡Allí está, nuestro Papito!
Mientras Ned dejaba de mirar las gallinas y sonreía. Era un nombre que realmente le caía bien: Papito.
Mientras, Ned daba de comer a las gallinas y silbaba sus gigas; la perfecta estampa de una vejez satisfecha.
Supongo que en cierto modo era como si se tratara una especie de montaña noble, inamovible, magistral, que daba la sensación de existir, literalmente, desde hacía siglos. Desde mucho antes de que llegara ninguna forma de progreso.
—¡Desde que expulsaron al primer ángel!, —como hubiera dicho él—. ¡Desde que echaron a patadas del cielo al primer ángel!
De vez en cuando tenía la sensación de que algo que él había dicho, o la manera en la que lo había dicho, no cuadraban. Que se había estado esforzando por impresionarme o algo parecido. A veces incluso me imitaba el acento ante mis propias narices. Otras veces era su mirada, que no me gustaba en absoluto. Me ponía incómodo, me revolvía el estómago.
Hubo una noche en concreto que recuerdo con humillación. Apoyó la barbilla en la mano y acercó su silla a la mía. Luego sonrió.
—Tu padre y yo fuimos al ceilidh de Athleague. Tu tío Florian estaba allí. Tomamos más cerveza negra que nunca. Y después empezamos con los bailes. Florian se bajó los calzones y se puso a bailar en el centro de la sala. ¡Qué risa nos dio a tu padre y a mí! Porque Florian, como sabes, era un demonio para el baile. No había pieza que no supiera. Y tu padre también tenía sus momentos. Ya lo creo, hijo, papá Hatch y su hermano Florian eran muy conocidos en este valle. Tendrías que estar orgulloso de ellos: eran el blasón de la montaña, tu querida y afectuosa familia. Aunque luego te metieran en la inclusa, ¡ja, ja!
No se inmutó ni un segundo. Sentí que me ardían las mejillas. Se quedó allí parpadeando, sin decir nada. Yo estaba a punto de quejarme cuando, de repente, levantó una pierna y se alzó de hombros mientras expulsaba alegremente una ventosidad.
—Un buen petardo del culo, ¡el mejor del día!
Antes de que yo pudiera pronunciar palabra, abrió otra botella de claro.
Cuando volví a levantar la mirada, el pálido fuego del sol alumbraba el cielo.
Después de nuestra «sesión» atribuí mis reticencias a mi nueva, previsible, pedante y asumida condición de urbanita. Sencillamente había estado ausente demasiado tiempo, razoné, y en mayor o menor medida me había desconectado, apartado de la vida que había conocido en otra época, como se vivía en algún momento en la montaña desnuda y árida, en un pequeño pueblo soñoliento que ni siquiera figuraba en el mapa. Había perdido las aptitudes. Me faltaba algo. Era demasiado consciente de la vergüenza y de la antipatía. Y él lo sabía. Sabía que yo haría casi cualquier cosa para evitar un enfrentamiento. Lo que convenía de manera admirable —mejor dicho, de manera perfecta— a sus objetivos. Nada le gustaba más que jugar con la gente.
Para decirlo sin rodeos, se divertía. Jugando conmigo, claro. ¿Qué otro nombre se podría dar a aquello?
Me consolé pensando que si me había vuelto enfermizamente civilizado y me había apartado de mi gente y de mis raíces, al menos no estaba solo, porque en el valle todo el mundo hacía lo mismo, a juzgar por las alegres viviendas clónicas, por no hablar de los acentos transatlánticos y las urbanizaciones de crecimiento rápido con nombres más apropiados para el sur de Inglaterra que para Slievenageeha: «Prados del Valle», «Villa Prímula», «Las Ermitas».
Por eso Ned, sin trabas de ninguna nueva e importada ortodoxia, por común acuerdo, había llegado a encarnar el auténtico espíritu del pasado y de la tradición. Era como si se hubiera decidido que con tener a Ned era suficiente. Eso bastaba para mantenerse en contacto con las tradiciones y costumbres de un pasado en vías de extinción.
—¡Ja, ja!, —se los oía reír, mientras contaban entre carcajadas otra de las «historias de Ned».
—Mi madre también criaba gallinas en el patio trasero, hace mucho tiempo, cuando todo era más sencillo.
—De todos modos, ¿no es fantástico tener a alguien como Ned? De lo contrario, nuestros chicos no sabrían nada de nuestra historia.
—A veces pienso que estamos perdiendo el alma, ¿sabe, señora?
—No mientras esté por aquí Ned para recordárnoslo. Se encargará de que no nos extraviemos.
—Así se habla. «El orgullo de Irlanda» y «Las gallinas de Jenny».
«Las gallinas de Jenny» era otro de sus bailes preferidos.
—¡Ja, ja!, —se reían.
—¡Ja, ja, ja!
—¡Ja, ja, ja, gracias a Dios que existe Ned Strange!
Era la primera vez que presenciaba su ira y que veía los abismos en los que podía caer. No tenía ninguna prisa por verlos de nuevo. Aún me sigo estremeciendo cuando me acuerdo. Se había topado con el viejo libro por accidente. Era un volumen antiguo y desvencijado, con un asqueroso olor a moho. Le temblaba la voz mientras pasaba las empapadas páginas. Yo apenas pude descifrar el título debajo de su pulgar, escrito con oro batido ya descascarillado. Decía: El hechizo del corazón.
—¡Mira!, —escupió—. Ahí pone su maldito nombre: «John Olson». Se lo regaló a esa puta desgraciada. Yo sabía que no me equivocaba. ¡Sabía que no me equivocaba con Annemarie Gordon!
Era la primera vez que mencionaba a Olson en mi presencia. John Olson era un vecino que había hecho fortuna en los Estados Unidos.
—Se creía el dueño de todo esto, —prosiguió—, siempre andaba por ahí en esa grande y lujosa limusina Cadillac. Tendrías que haber visto su cara arrogante. Os voy a honrar con mi presencia. Para que os podáis sentir afortunados. Sí, sois afortunados, escoria bastarda. Eso era lo que Olson pensaba para sus adentros. Eso era lo que decía su aspecto, Redmond. Miradme: ¿qué os parece? ¿Soy o no soy el rey de la montaña? ¿Sois o no sois afortunados de tenerme en casa? Ay, Slievenageeha, yo creo que sí. Creo que sois muy afortunados. Y bien que lo sé. Al fin y al cabo, soy el señor John. ¡Soy el puto señor John Olson!
Aplastó el faria con el tacón de la bota.
—Cabrón, —dijo—. Cabrón e hijo de puta: tendría que haberlo degollado. Como que estoy aquí en mi puta cocina. ¿Me oyes, Redmond? ¿Me oyes, muchacho?
Yo seguía esperando contra toda esperanza que cambiara de humor, como ocurría tantas veces, de improviso, cuando de repente se echaba a reír e insistía en que todo había sido una broma.
Pero esta vez no lo hizo. Se quedó en silencio, jugueteando con aquel libro húmedo que se le desintegraba en las manos. Mirando, con alarmante tenacidad, la borrosa dedicatoria: «A Annamarie, de John Olson, con cariño, Slievenageeha, 1963».
Empezó a darme miedo oír el nombre de John Olson. Pero que me diera o no me diera miedo no parecía tener la menor importancia.
—No me arrepiento de lo que le hice, —vociferó—. Por eso, Remond, fui a los Estados Unidos. Ellos no creen que haya ido. No creen que ni siquiera me haya acercado a los Estados Unidos. Eso es lo que dicen. Eso es lo que te contarán en el pub. Eso es lo que te contó el cantinero la primera noche. Ya lo sé. Oí lo que decía. El viejo Ned nunca sería capaz de hacer una cosa así. Jamás se alejaría de estas montañas. Estas montañas son su hogar, el único hogar que conoce.
Con un susurro, añadió:
—Pero en eso se equivocan. Porque Ned sí se alejó. Fue a los Estados Unidos. Fui allí, y también a muchos otros lugares. Pero esos estúpidos ignorantes jamás lo sabrán.
Intenté inventar un pretexto para irme. Pero era como si él me desafiara a hacer eso mismo. Seguía con su monólogo. Nunca había oído nada tan venenoso, ni siquiera de su propia boca. Me agité incómodo en la silla. Ned me lanzó una mirada acusadora.
—Tú quieres decirme algo. A mí. ¿Qué quieres decirme, Redmond?
—Contabas que le habías hecho algo… a John Olson, —balbuceé—. ¿Qué fue, Ned?
—Le hice mucho daño. Lo rajé con un cuchillo. No, no fue eso. Le pegué. Le pegué hasta dejarlo casi por muerto. Eso, Redmond, fue lo que le hice a esa víbora de Olson.
Se le llenaron los ojos de odio. Vi el reflejo de mi cara pálida en la ventana.
—¿Por qué tuviste que hacerlo?, —le pregunté.
Sonaba estúpido. Me doy cuenta ahora. No tendría que haber dicho nada.
Se acarició la barba y entonces, de repente, me soltó:
—¿Por qué? ¿Te he oído preguntar por qué, Redmond? ¡Porque se lo merecía, imbécil! ¡Se lo merecía por lo que nos hizo a mí y a mi Annamarie!
Era como si todas las sombras de la habitación hubieran decidido de repente converger en mi silla. Como si todas juntas quisieran saber lo mismo: ¿para qué haces preguntas estúpidas, Redmond?
Como un tonto, me había derramado un poco de claro en la chaqueta. Era evidente que Ned se había dado cuenta pero había decidido no decir nada. Enderezó la taza y con voz triste continuó:
—Hay quien dice que si una mujer te hace daño, si decide apartarse del nido conyugal, lo que debes hacer, la responsabilidad que te cabe, es buscar en tu corazón para ver si debes perdonarla, del modo que sea. Pero da la casualidad que yo no lo creo, Redmond. Es cierto que busqué en mi corazón pero no encontré allí nada que me fuera útil. Nada. También probé con Jesús, Jesús y sus compinches bienhechores. Pero tampoco ellos me sirvieron. Nada. Nada de nada, muchacho. Ni un carajo. ¿Te decepciona lo que digo, Redmond? Si es así, te pido disculpas. Lo cierto es que aquello me había afectado tanto que tuve que volver a preguntárselo. «Annamarie, querida», le dije, «¿por qué lo hiciste? ¿Por qué permitiste que Olson te hincara el garrote?» Pero no me lo contaba, seguía diciendo que no se lo había permitido. Hasta que, te juro, amigo Redmond, no aguanté más y le dije: «Annamarie, sabes lo que va a pasar». «No, dijo ella, ¿qué va a pasar?». «El sótano, Annemarie», dije. «Ay, no, el sótano no», dijo ella. «Sí, me temo que sí», dije. Pero ¿sabes qué fue lo peor, Redmond? Que nunca se arrepintió. Nunca. Cada vez que la miraba a los ojos veía que seguía pensando en él. Aquella vieja víbora seguía en su cabeza. Estuvo a punto de partirme el corazón, ya lo creo.