Bosque Frío (21 page)

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Authors: Patrick McCabe

Tags: #Terror, #Intriga, #Relato

BOOK: Bosque Frío
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—¿Te está molestando? —gritó a su compañero—. ¿Te está molestando este imbécil?

El joven se volvió y le escupió, soltando una palabrota en voz alta antes de desaparecer. Pasó rugiendo un camión, que empapó el traje de Redmond mientras éste recogía desdichadamente el cambio.

Entró por la puerta giratoria. El portero de noche le dirigió una sonrisa tranquilizadora.

—Mala noche —dijo—. Muchos truenos.

—Muchos truenos —coincidió Redmond, apretando todavía un puñado de monedas mojadas.

Lo más probable era que hubiera exagerado la potencial amenaza, se dijo, suspirando contento mientras atravesaba el vestíbulo. Quizá habían tenido que ver los nervios por la entrega del premio y aquel desafortunado inciden te en los lavabos. Comprendía, de todos modos, que aquello no tenía ninguna importancia, porque en cualquier momento estaría hablando con Casey y eso era lo único que le importaba ahora. Se vio sentado en la cama, diciendo:

—Les encantó. Les encantó la película, Casey.

Apretó el botón del ascensor. En la tercera planta subió otro juerguista trasnochador, que resultó ser un compatriota.

—¿Qué llevas en la bolsa? Batman —dijo el irlandés con una carcajada, tambaleándose un poco mientras miraba el premio de Redmond que intentaba asomar del encierro plástico. Era una figura de bronce con las alas abiertas.

—La muerte de Nuada, valiente guerrero de los celtas —explicó—. Un encargo especial.

—¡Ah! —dijo el irlandés, un poco decepcionado—, ¡pensé que era el puto Batman! —El irlandés eructó y añadió—: ¡Creo que he vuelto a tomar demasiada Kroenenbourg!

Redmond sonrió y asintió, comprensivo.

—¡Yo también he bebido lo mío esta noche! —dijo con una carcajada.

Todavía se oían los truenos, pero ahora más lejos. El irlandés lo miró como un idiota y se tambaleó sobre un pie, levantando el pulgar sin motivo aparente. A pesar de sí mismo, Redmond no podía dejar de pensar en el incidente que había tenido en la calle. Por estúpido que fuera, le seguía volviendo a la cabeza.

—¿Te está molestando? ¿Te está molestando este imbécil?

Salió al abrirse las puertas del ascensor. El irlandés le gritaba algo pero no le entendió. Metió la tarjeta en la ranura. En cuanto estuvo dentro se quitó los empapados pantalones del traje y fue directamente al teléfono. Levantó el auricular y marcó el número. Fue entonces cuando oyó los débiles murmullos de una voz frágil, lastimera, casi desgarradora. Sonaba demasiado dulce para ser alarmante. Pero lo era. De hecho lo era tanto que no había palabras que pudieran, con un aceptable grado de exactitud, siquiera empezar a describirla.

—Por favor ayúdame, papá. Soy yo, Pinkie Pie.

Por un instante muy breve estuvo tentado de echarse a reír. Atribuyendo otra vez ese giro inesperado de los acontecimientos a su mente calenturienta, producto de otra noche desafortunada y muy estresante. Se tranquilizó un poco cuando empezó a volver el silencio. Entonces, aún más débil que antes, oyó que su hija —porque no cabía duda de que era ella— le volvía a suplicar:

—¿Papá? Por favor, papá. ¿Me oyes?

Levantó la cabeza y se quedó alerta. La voz venía del cuarto de baño.

—Papá, ¿vendrás conmigo? Te necesito, papá. Por favor, ven conmigo.

El corazón le latía con furia mientras se acercaba a la puerta del baño. Allí de pie, en calzoncillos, el peor miedo que había sentido jamás le entumeció el cuerpo.

—Hace frío en bosque frío, papá.

—¡Dios mío! —rugió él.

—Papá, ¿eres tú? Papá, ¿vas a entrar?

Redmond se quedó junto a la puerta del baño, mordiéndose los nudillos sin poder hacer nada. La veía con claridad detrás de la cortina, la indefensa y temblorosa silueta que alargaba la mano hacia él.

—¡Imogen, querida! ¡Immy, estate tranquila!

Se lanzó hacia delante y arrancó frenéticamente la cortina de plástico; las anillas de bronce saltaron desperdigadas con un tintineo disonante mientras él abrazaba… no a su hija sino a una figura fría y rígida cubierta de excrementos, el cuello atado con una cuerda, el labio congelado en un rictus de cruel malignidad.

—Como te dije —susurró Ned—, cuando suceda, Redmond, te enterarás.

Nada me daría más placer que permitir que Redmond Hatch concluyera su propia historia. Pero eso, por desgracia, es imposible. Hay que reconocer que hay momentos en los que Red hace un esfuerzo titánico. Pero de algún modo da la sensación de que nunca consigue llegar más allá de un punto determinado. Cuando se encuentra en el cuarto de baño de cierto hotel, mudo, junto a una cortina de ducha rota.

Después me temo que pierde la facultad del habla y se queda atónito, emitiendo sonidos que resultan indescifrables. Que desde luego carecen de sentido. Pobre hombre. Es espantoso, de verdad. Debe de ser una experiencia muy dura.

Por lo que inevitablemente debo volver a mí para concluir su relato, a mí, su amigo y vecino más antiguo de las montañas. Tarea para la que creo estar suficientemente dotado. O debería estarlo, por supuesto. Aunque, dada mi reputación, uno corre el riesgo de que se tomen ciertas libertades con lo que, después de todo, es una narración sencilla. En la que meto alguna «floritura» de cierta naturaleza «fantástica» quizá. Como hemos hecho siempre los viejos violinistas de las montañas.

Pero esta vez, no. Porque, al fin y al cabo, no hace falta. Podría decirse que ya hay suficiente drama en su pequeño «melodrama».

Al llegar de Londres antes de lo previsto, Redmond Hatch estuvo varias horas esperando en la acera de enfrente de su casa en el barrio de Sutton, al norte de Dublín. En un momento dado, la puerta se abrió y vio que salía James Ingram, el presentador. Mientras se ponía la chaqueta, se reía. Charló con Casey un momento antes de besarla y después salió y se volvió una vez para saludarla con la mano.

—Te quiero —dijo.

—Yo también —respondió Casey, lanzándole un beso. Llevaba la bata sobre el salto de cama. En la parte delantera tenía unas pequeñas cintas azules. Redmond lo sabía porque se lo había comprado. Lo había comprado, por casualidad, en Harrods de Londres, el mismo sitio donde Catherine y él habían conseguido el abrigo para Immy.

Miró cómo Casey se envolvía en la bata.

—Te quiero —dijo James Ingram, asomando la cabeza por la ventanilla del coche—. Te llamaré más tarde, ¿de acuerdo? ¡Chao!

Antes de subir la ventanilla y alejarse, feliz, como cualquier hombre en su situación. Cualquier hombre con la suerte de estar enamorado.

La subsiguiente partida de Redmond de la radio y televisión irlandesa fue bastante repentina, justificada con una espectacular incoherencia mascullada ante un perplejo jefe de programación sobre algo relacionado con «una oferta de trabajo en la BBC».

Un verdadero cuento chino, una historia fantástica, que no quepa la menor duda. En cuanto a improbabilidad y falta de verosimilitud quizá sólo estaba a la altura de la idea de que un hombre fuera en coche por la noche a un pinar en las afueras de la ciudad a leer largos pasajes de El muñeco de nieve de Raymond Briggs y Donde viven los monstruos del escandinavo Maurice Sendak para sus queridas y adoradas esposa e hija.

Y algo que de ningún modo se puede comparar con la naturaleza nada ejemplar de su verdadera muerte, rodeado de policías que habían derribado la puerta de su casa, con una botella de claro vacía en las rodillas y, en el suelo, a su lado, el Sunday Independent con el titular LAS INOCENTES: UNA NACIÓN DE LUTO, sobre una foto de Catherine Courtney y su hija.

Y el resto es historia, como les gusta decir a los narradores.

Con los restos de Redmond Hatch transportados al cementerio de Slievenageeha, sus últimos deseos loablemente respetados antes de que los depositaran, de forma harto práctica, en los brazos insólitamente pacientes y tiernos ¿de quién?

De un servidor, claro, en los brazos abiertos del viejo Ned Strange, a quien le habían sido prometidos desde hacía mucho tiempo, con la condición de protegerlo de los caprichos del viento y de la intemperie. Delante de una iglesia, un día por lo demás normal y corriente, en Harold's Cross Road, al sur de la ciudad de Dublín.

Los ojos de Redmond, al abrirse, registraron la más agradable sorpresa, pues comprendió, con placer, que no se enfrentaba a ningún horror indescriptible e inimaginable, como cabía suponer, sino a una luz escarchada, refractada por las ramas de los árboles y la radiante visión de la mujer que había amado, vestida con el más blanco satén, con una brillante diadema de plata en la cabeza, separando el velo de encaje mientras salía de entre los pinos. Al acercarse a él murmuraba con suavidad: «Ojalá nunca apoyes la cabeza sin tener a alguien de la mano», y después se inclinaba sobre él con ternura y con dulzura le susurraba en el oído. Y lo llamaba «querido» mientras le acariciaba el pelo, antes de rozarle el cuello con los tiernos «labios de miel».

En ese momento, comprensiblemente, él empezaba a palidecer, mientras emitía el primero y lastimoso quejido.

Al darse cuenta de quién era la persona que tenía por compañía, mientras yo mostraba los incisivos y atraía su cuerpo hacia mí: el pequeño Red.

Y le metía la tableta de chocolate en la mano mientras estábamos allí tendidos, juntos bajo los altos pinos, antes de contemplar como caían los primeros copos de la más hermosa nieve invernal.

— FIN —

El autor

Patrick McCabe nació en Clones, Irlanda, en 1955. Trabajó durante años como profesor en Londres, hasta que decidió volver a Irlanda y dedicarse por entero a la literatura. Ha publicado sus relatos cortos en diversos periódicos, y en 1979 fue galardonado con el Hennessy Award.

Es famoso por sus novelas oscuras y violentas, entre las que se incluyen
El aprendiz de carnicero
(1992) y
Desayuno en Plutón
(1998), ambas finalistas del premio Booker. Antes aparecieron Music on Canton Street, Cam y The Dead School. La versión teatral de El aprendiz de carnicero fue estrenada en el Dublin Theatre Festival de 1992 bajo el título Frank Pig Says Hetio. Próximamente aparecerá una película de Neil Jodan basada en la novela.
Bosque frío
fue elegida «novela irlandesa del año 2007 Hughes & Hughes/Irish Independent» y fue finalista del premio Impac 2008.

McCabe vive actualmente en Sligo, oeste de Irlanda, junto con su mujer y sus dos hijos.

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