—¿Te lo compró tu madre en la tienda de Burton's de la ciudad? —preguntó con voz suave.
El pequeño Red confirmó que sí, que se lo había comprado allí. Eso era lo que había hecho. El sacerdote apartó la mirada un instante y después dijo:
—Ah.
Antes de echar hacia atrás el enorme sombrero de sacerdote. El pequeño Red se formó la impresión de que el cura estaba muy cansado. Vio como se frotaba la cara con manos suaves, nada curtidas. Quizá estaba muy cansado de llevar con regularidad noticias como la que él iba a oír. En el sentido de que la madre del niño, la señora Hatch, no volvería a entrar en Burton's ni en ningún otro sitio porque la habían encontrado muerta mientras rezaba en la capilla.
—Rezando en el comulgatorio del altar —sollozó—. La hemos encontrado tendida a los pies de Jesús. Donde está ahora, es feliz, hijo mío.
Ésa era la historia de la muerte de mamá Hatch. O, como Ned solía decir:
—Tú versión de la historia, Redmond.
Aún no me lo podía sacar de la cabeza cuando salimos hacia el valle al día siguiente para empezar a filmar. Llegamos al Slievenageeha Hotel a eso de las seis y yo me había acostado temprano porque el viaje había sido largo y tenía que levantarme a las seis. Lo primero que noté al despertar fue la ventana abierta. Que, estaba seguro del todo, había cerrado antes de acostarme. No podía, por más que lo intentaba, comprender cómo había ocurrido aquello. Fui a buscar agua pero de los grifos no salía ni gota. Decidí mencionárselo al encargado por la mañana.
La noche siguiente no fue mejor. Me desperté a las tres, helado y temblando de arriba abajo. Pero por lo menos esta vez sí había agua en los grifos. Me había ocupado de que así fuera.
—¿Qué clase de hotel es éste? —le había espetado al director.
Afuera soplaba una galerna de fuerza diez. Veías las montañas que se encabritaban como caballos ante la cara de la luna. Mostrando los incisivos y echando hacia atrás sus fieras y orgullosas cabezas, con hilos de saliva que les colgaban de los labios rosados. Hice todo lo posible por reprimir la imaginación. Era un problema que había tenido de niño. Me senté en el borde de la cama, sujetando el vaso tembloroso en la mano, tratando con fuerza de no pensar en Florian. La vuelta al valle había vuelto a ponerlo todo en marcha. Me sobresalté cuando creí oír su voz. Entonces le vi la cara en la ventana: guiñándome un ojo, de aquella manera espantosa, pasándose los dedos por la maraña de pelo rojo. Cuando miré de nuevo, la cara había desaparecido.
Todo el mundo quería al tío Florian. No había canción que no supiera tocar. Gigas y hornpipes y high reels y polcas. Tocaba lo que le pidieras. Lo tocaba en cientos de ceilidhs. No sólo en Irlanda sino en todo el mundo: en Terranova, en Cape Breton y en Argentina. No había sitio donde no hubieran estado él y su violín. También se decía que había vivido en los Estados Unidos. Pero eso no se podía confirmar. Y Florian no cooperaba. Se sentaba y sonreía enseñando los dientes. Enseñando los dientes y golpeando el suelo con el pie.
Pero había algunas personas en el valle que no lo aguantaban. Que tenían el buen juicio de hacer todo lo posible por evitarlo.
—Malo —se les oía susurrar en el pub—. Hay muy mala uva en ese malvado cabrón. Cuidado con que eso no se vaya a heredar. Eso sí que da miedo. Sobre todo ahora que no está su madre.
Y así iba a ser, si del tío Florian dependía.
Finalmente llegó el momento en que apareció el coche para llevarse al pequeño Red al hogar del Buen Jesús, al cuidado de las Misioneras Eucarísticas de Nazaret.
—No tengo más remedio, ahora que ella se ha ido al cielo, que mandar al chico con las monjas del orfanato —fue la explicación que dio su padre—. Florian y yo no entendemos las cosas como las mujeres. No estamos preparados para cuidar de él. ¿No es cierto?
Su hermano Florian asintió, muy serio.
—Mientras nos aseguremos de visitarlo con regularidad —dijo—, quizá no salga tan mal, joder. Me ocuparé de que así sea, no me olvidaré de él. Es un chico estupendo, claro que sí. Le llevaré chocolate todas las semanas. ¡Le llevaré una dulce tableta de chocolate!
—Eres un buen tío —respondió el padre del niño, y sacó el claro para recompensar a su hermano—. Estaremos unidos aquí en la montaña —dijo—, y no defraudaremos a mi hijo.
—¡Así se habla! —exclamó Florian—. Iremos al orfanato todas las semanas. Y quizá, cuando las cosas hayan mejorado, pueda venir a casa y vivir aquí para siempre.
—¡De vuelta a la montaña, cuando las cosas se arreglen!
—¡Salud! —exclamó Florian, vaciando la taza—. ¡De hecho, iré a ver al chico el domingo que viene!
¿Qué oyeron entonces el domingo siguiente los ocupantes de cierto edificio gris, funcional, perturbando su tranquilidad? ¿Qué sonido se arrastró hasta los oídos de las hermanas?
El inconfundible chirrido del violín de Florian, que imitaba el viento con su grave zumbido.
Según decía Florian a menudo, su baile preferido era la hornpipe. Le gustaban las gigas y los reels, pero en general su favorito era la hornpipe.
—Deja eso —decía con un movimiento del arco—, ¡y enséñale al tío lo que haces con los talones!
Mientras tanto, rascaba la melodía al compás de cuatro por cuatro y engullía copiosos tragos de claro.
Durante el baile veías cómo te miraba, sobre todo al final de la melodía.
—¡Soy el chico de los Pies Ligeros! —parecían decir sus ojos—. Y tú bailarás. ¡Bailarás hasta que te sangren los talones!
A las hermanas les encantaba verlo aparecer. Le pedían que tocara «La última rosa del verano», la canción de Thomas Moore. Y hay que reconocer que la interpretaba magníficamente. No era como las demás canciones. Era más suave, más lírica y dulce y delicada. Con notas como gotas de agua que caían despacio en la quietud. Por eso les gustaba tanto. Y quizá por eso pensaban que el alma de Florian era de la misma consistencia que el triste y evanescente corazón de la melodía. Decían que era el hombre más agradable que había visitado el orfanato. Conocían los rumores pero no creían ni media palabra. A las monjas les fascinaba su cháchara. Les contaba historias de sitios donde había estado y ellas se deleitaban oyéndolas. Historias sobre Cape Breton y los Estados Unidos y Argentina. Sitios en los que las monjas no habían estado nunca. ¿Y cómo? Si no eran más que campesinas corrientes y molientes. Campesinas corrientes y molientes y ya crecidas, que jamás habían salido de las laderas de Slievenageeha. Jamás en su tranquila y ejemplar vida. El tío Florian parecía salir de sus sueños. Sueños secretos que no se atrevían a contar a nadie. Ni una palabra sobre los visitantes nocturnos que aparecían entre las sombras con cejas y dientes oscuros y algo que te daba placer… y de lo que rotundamente no se podía hablar. Eso es lo que pensaban cuando llegaba Florian y levantaba el arco para interpretar al «atrevido» Tom Moore. Eso es lo que pensaban las monjas cuando Florian se acariciaba la barbilla y les guiñaba el ojo. Y decía que le gustaban las hornpipes, sobre todo con el pequeño Red. Tenían miedo de que, si hacían caso de las historias del pequeño Red, sobre todo cuando éste contaba que «le asustaban las hornpipes», Florian desapareciera y no regresara nunca más. Así que le decían al pequeño Red:
—¡Cierra la boca, quejica!
Y exigían que en el futuro esperara con entusiasmo las visitas de Florian. Los domingos en los que Florian decía:
—Bueno, hermanas. Mi sobrino y yo vamos a dar un paseo. Tengo algo que contarle sobre las cosas de casa. Asuntos privados, ya saben.
—Muy bien, Florian —decían las bondadosas hermanas—, pero antes de marcharse no se olvide de venir a despedirse.
—Claro que no, hermanas, no se preocupen.
Rodeaba con el brazo los hombros del pequeño Red mientras bajaban por las laderas hacia el prado. Donde Florian apagaba el puro con el pie y hacía una mueca. Antes de sujetarlo del brazo y mascullar con un gruñido:
—Muy bien, Redmond. Vamos detrás del árbol grande. Éste es un buen sitio para que tú y yo bailemos las hornpipes. ¡Aquí podremos bailar hasta que nos hartemos! ¡Vete allí y espera a que saque el violín! A que saque el violín, qué bueno… ¡Ja, ja!
Y el roce y la fricción llenaban el bosque mientras la música saltaba y chillaba por encima de las copas de los altos pinos.
El pequeño Red pensaba a menudo en contarlo todo. En contar a las monjas la verdad de las visitas de Florian. En informarles exactamente de qué clase de hornpipes eran las que bailaban detrás del árbol alto del prado. Hornpipes que incluían hacer «retratos» con la cámara.
—Me gusta hacer fotos con mi vieja cámara de cajón. —La vieja cámara de cajón que había comprado en los Estados Unidos—. Ahora levanta la cabeza y sonríe al tío Flossie. ¡Saca los labios como si fueras a darle un «besito» a mamá!
El pequeño Red tenía una de esas fotos. La había conservado toda su vida. La única que no era sucia. Pero al final la había destruido, la había roto en pedazos, una noche que estaba borracho.
El pequeño Red sabía lo que dirían las monjas. Si decidía «contarlo todo».
—No son más que mentiras y calumnias. ¡Te vamos a dar una zurra que te dejará medio muerto, depravado embustero!
Así que no decía nada. Con lo que estaba condenado a bailar las hornpipes una y otra vez.
Con la cara cubierta de chocolate caliente y pegajoso.
Catherine y yo acabábamos de dejar atrás Blanchardstown cuando un doble chillido salió volando de su garganta, como un pajarito tímido.
«Como un dulce y solitario petirrojo», recuerdo haber pensando, con el velocímetro clavado ahora en noventa kilómetros. Nada demasiado dramático ni sobreexcitante esta vez.
Un pequeño petirrojo asustado de manera tan innecesaria, pensé, tan innecesaria, tan superfina. Ahora no había más «cosas de miedo», le aseguré. Vamos a casa y nada más, dije.
—¿Has visto alguna vez llorar a un petirrojo? —le pregunté, inclinándome, sonriendo—. ¿Lo has visto, Catherine?
Me calé bien la gorra mientras lo decía, algo absurdo porque, ¿qué podía importar eso ahora?
Sin embargo, me había desconcertado, me refiero a su actitud de alerta al reconocerme.
—No es difícil reconocer a una serpiente —había dicho con un afán de venganza que me había sorprendido y lastimado profundamente.
Hay cosas que más vale no escuchar, aunque la gente las piense de uno.
—¿Por qué tuviste que decir eso, Catherine? —le pregunté—. ¿Por qué? Espero que no vuelvas a echarlo todo a perder.
Ahora toda mi vida, mi alma, dependía de nuestra felicidad en bosque frío. Y no quería que nada nos recordara los malos momentos que habíamos compartido. Pero en otro sentido tenía razón y yo lo sabía. Porque cuando vives con alguien siempre terminas sabiendo muchas cosas de la otra persona. Por ejemplo, mira todas las cosas que yo conocía de Catherine, los helados con macedonia y mucha nata que le gustaba pedir en el Sunset Grill, la manera en que tarareaba las canciones de John Martyn. La única diferencia era que yo adoraba esas cosas y a Catherine no le pasaba eso. Supongo que una parte de mí seguía sin aceptarlo, y ésa era la razón por la que yo seguía insistiendo en que había cambiado, tratando de ordenar mis pensamientos.
—Ya verás, Catherine, cuando me conozcas mejor —dije—, que ahora todo es diferente.
Y era cierto. Para empezar, yo era mucho más hablador y extrovertido. Pero lo bastante alerta para no volver a cometer el mismo error que con Immy. Nada de innecesarias muestras de emoción, me dije. Tómatelo con calma y tranquilidad. «Soltura» y «desenfado» eran las palabras que más me veían a la mente. Despreocupado y relajado pero, sobre todo, «entretenido». Conté algunas historias sobre Londres después de su partida, sobre los primeros tiempos en la oscura residencia de Drumcondra. Había aprendido mucho, ante todo a no cargar los relatos con detalles superfluos.
A tomarme el tiempo al viejo estilo de Slievenageeha.
Decidí que convenía ser franco con Catherine, ser sincero y directo. Le pregunté sin rodeos qué le parecía mi nueva imagen. Me acaricié la barba rizada y le sonreí en el espejo retrovisor. Juro que era la viva imagen del tío Florian y de Ned. Y, por supuesto, de mi propio y difunto padre. No habrías podido distinguirnos al uno del otro.
—¡Los hombres de la montaña! —dije, por divertirme.
Catherine no respondió. Ahora estaba callada y hostil, como en los tiempos de Kilburn que yo tan bien recordaba.
No tenía ninguna obligación de contestarme. Claro que no. Los dos éramos adultos. Igual no importaba. Ahora Kilburn pertenecía al pasado. Ahora sólo importaba un lugar. «Porque está escrito —dije—, que se crucen dos senderos que para empezar nunca tendrían que haber divergido».
Al acercarnos a la fábrica me abrumaron los pensamientos fabulosos sobre «casa» y «hogar», mientras una sola palabra se me grababa en la mente y se negaba a marcharse, obstinada: Papá.
Papito.
—Papá —seguía repitiendo, mientras levantaba la cara y echaba hacia atrás los mechones cobrizos.
Quería ser el mejor padre. Quería ser el padre más adorado del mundo.
Algo curioso, claro, porque eso es exactamente lo que Ned Strange siempre había querido. Ahora, en el fondo, lo veía. Y empecé a sentir una renovada compasión por aquel hombre. Porque ahora me parecía evidente que gran parte de lo que había sucedido no era simple y llanamente culpa suya. Había tenido muy mala suerte. De veras, le habría podido ocurrir a cualquiera. Sobre todo a cualquiera que hubiera tenido una educación difícil. Como —desgraciadamente— nos había pasado a muchos en la montaña.
Lo que le habían hecho en la cárcel había sido despreciable. Le habían orinado en la comida, le habían escrito con aerosol «rompeculos» en la puerta de la celda. Había intentado suicidarse, leí, en tres ocasiones. Antes, claro, de conseguirlo en la fría soledad de un cubículo de ducha de una cárcel.
Ya nos estábamos acercando a bosque frío y yo le explicaba a Catherine cómo habían cambiado las cosas. Por qué no tenía que preocuparse ahora.
—He aprendido —le dije—. He crecido. Me atrevo a decir que, si preguntaras a cualquiera de mis compañeros de trabajo quién es el padre más abnegado, te aseguro que pensarían seriamente en mí.
Encendí un cigarrillo e hice girar el dial para buscar música en la radio. Casi esperaba oír a John Martyn. No fue así, lo que, no puedo negarlo, me sorprendió.