De algún modo, mientras acariciaba la cabecita redonda del petirrojo, tuve la sensación —esta vez la certeza— de que Ned, muy a su pesar, había aceptado la situación y se había dado por vencido. De que por fin había capitulado. Había aceptado, después de todo ese tiempo, que su condena —al margen de la conducta de los periodistas o en realidad de cualquier otra persona— no había sido en modo alguno injusta. Que lo que le había pasado se lo tenía merecido con creces. Como si por fin estuviera confesando:
—¡Sus patéticos grititos! ¡No tenía ningún derecho a hacerle daño a Michael!
Por fortuna, ésa era la melodía que tocaba ahora. Se sentía cómo impregnaba el aire apacible. Recé una oración por el pobre y pequeño petirrojo. Como habíamos hecho Imogen y yo aquel día.
Porque mi Immy y yo también habíamos encontrado uno.
Catherine acababa de encontrar trabajo en Victoria Wine, a un tiro de piedra de la estación de Queen's Park. No quiero decir que fuera un gran empleo: para ser sinceros, pagaban una verdadera miseria. Pero nos producía tanto orgullo como si la hubieran coronado reina de Inglaterra. Nunca olvidaré el tamaño de la manita de Imogen. El viento hacía volar las hojas a nuestro alrededor, hermosas hojas de otoño como las que había en Palmerston Park. Como si fuera una premonición —como si de alguna manera, por instinto, sintiera que estaban a punto de abandonarme—, de vez en cuando le estrujaba la mano.
—¡Ay! —dijo Imogen—. ¡Me has hecho daño! —y levantó la mano y la miró, ofendida. La manita rolliza enrojecida.
—Somos ricos —recuerdo que dijo—, ahora que mamá trabaja.
Nuestras risas estallaron al mismo tiempo. Había una haya enorme en el centro del parque y entonces, junto al cubo de la basura, lo vi: un pequeño petirrojo tieso como un palo. Con las dos patas apuntando hacia arriba. Imogen dio un chillido cuando lo recogí y lo acaricié. De pronto, una lágrima le asomó a los ojos.
—¿Cómo murió, papá? —dijo, pero yo no podía hablar.
Me limité a mover la cabeza.
Lo enterramos esa tarde en nuestro jardín. Cuando el propietario se enteró de lo que habíamos hecho, llamó a la puerta y nos exigió que lo desenterráramos. Al parecer, con nuestro entusiasmo, habíamos tocado las flores de algún otro inquilino. Dijo que para esas cosas había normas. No hubiera sido nada raro que aquello nos hubiera dolido y enojado, que hubiéramos discutido, quizá, y hubiéramos hecho una escena. Pero no. Ni siquiera le dijimos que habíamos enterrado un pequeño petirrojo. Estábamos demasiado preocupados. Preocupados por nuestra propia felicidad y bienestar como familia. Y no compartíamos nuestros secretos personales. Nadie en bosque frío lo hacía. Así que lo desenterramos y lo enterramos al día siguiente junto a un árbol en Queen's Park.
—Espero que no lo encuentren los bichitos, papá —recuerdo que dijo.
—No lo encontrarán —le prometí.
Le hicimos una cruz, una pequeña y humilde cruz, formada con juncos. Fui especialmente al pantano de Hackney a buscarlos. De niño había visto a mi madre hacer una. Ese día soplaba un viento gélido mientras las hojas otoñales volaban alrededor.
Un día en el que, en épocas más felices, antes de que pasaran cosas tan terribles, se podría haber oído la voz de Ned Strange. Cantando con toda su alma, rodeado de niños, a algunos de los cuales les temblaba lastimosamente el labio inferior mientras él les contaba a todos sus «compañeros de ceilidh» la historia de un pequeño petirrojo que se había muerto solo. Muerto solo, un día, en la nieve.
Le recuerdo leyéndome una vez un pasaje, un fragmento de una de sus viejas y destrozadas novelas del Oeste, sirviendo una taza de claro ante el fuego, pronunciando cada frase con una paciencia estudiada, infinita. El fuego proyectaba su enorme sombra en el techo, mientras él bebía de la taza y aspiraba con fuerza el faria. A lo lejos, en el valle, resonaban los ladridos de un perro cuyo eco se extinguía varios kilómetros más allá de la montaña. Había una foto en sepia de su padre sobre la repisa, en la que aparecía en un campo con una vieja camisa a cuadros y una guadaña en la mano. Me puso nervioso porque guardaba un curioso parecido con mi propio y pelirrojo padre. Cuando se lo comenté a Ned, se echó a reír.
—Tú eres de la montaña, Redmond —dijo—. ¿Qué esperas? Y te diré algo más: en el fondo sabes que tienes los mismos defectos que yo. ¿Qué me dices, Red? ¿Crees que eres como yo, un mentiroso y un impostor? ¿Te consideras una persona astuta, que omite lo que lo implica y lo incrimina?
—¡Calla! —lo atajé con dureza—. ¡No quiero oír eso!
Ned soltó una carcajada y después restó importancia a lo que acababa de decir.
—Somos gente común, del campo, ¿no te parece, Red? ¡Perros mestizos! Eso es lo que nos llaman. Producto de la endogamia. Cautelosos y desconfiados. Todos nos casamos entre todos hasta que acabamos convirtiéndonos en nuestras propias abuelas.
Movió los ojos con picardía.
—Abuela. Yo no soy mi propia abuela. No somos perros mestizos, ¿verdad, Redmond? Tú, por ejemplo. Eres un chico fino de ciudad. Incluso trabajas en un periódico importante.
Hizo crujir los nudillos antes de lanzar una mirada feroz mientras escupía. Ahora su antipatía era evidente.
—Ah, sí, eres un finolis de mierda, ¡como Olson! ¡Esa maldita serpiente también era un finolis!
No quería seguir oyendo aquello. Quería irme. Volver a la ciudad y a mi querida Catherine Courtney. Ahora ya no sabía si tendría ganas de volver alguna vez a Slievenageeha. Las burlas de Ned me habían empezado a irritar profundamente, y mi idea inicial de compilar sus «recuerdos de la montaña» en algún tipo de libro o de biografía había ido perdiendo poco a poco su encanto. A veces Ned se quedaba callado, con la mirada clavada en el fuego, perdido en sus criptas y abismos profundos y sus sinuosas galerías, soñando con una muchacha que llevaba un sencillo vestido azul. Un sencillo vestido azul con un pasador de pelo a juego. Que había plantado una rosa, símbolo de su amor.
—No me hables de días hechizados. No quiero saber nada del hechizo del corazón —mascullaba con amargura entre dientes manchados de tabaco.
Una vez me preguntó si yo creía en Dios.
—¿Eres creyente, Redmond? —me interpeló—. Me lo puedes contar.
Dije que sí con la cabeza. Entonces empezó con su vieja perorata sobre el infierno. Qué pensaba yo de él. Cómo creía que era. Antes de recostarse en la silla y lanzar una mirada de odio mientras aferraba el asa de la taza hasta que los nudillos se le pusieron blancos:
—¿Tres toques de trompeta de los arcángeles antes de que arrojen tu alma al foso? ¿Así es como te lo imaginas, Redmond? El tictac de un gran reloj: «Siempre, nunca: siempre, nunca». ¿Sí? ¿O podría ser algo aún peor? El propio demonio a tu lado, protegiéndote, como dice la canción, del viento y de la intemperie. ¿Crees que podría ser así? ¡Para siempre!
Le dije que tenía que irme, que me esperaba Catherine.
—Catherine —murmuró, con profundo y mordaz sarcasmo—. No durará. Las mujeres cambian, y cuando eso ocurre, que Dios te ayude. Todo lo que les gustaba de ti, de repente, les empieza a molestar. La única persona que de veras te ama para siempre es tu madre. Y es una diosa. Un ángel. La única persona que nunca te defraudará. Y tu padre fue y mató a la tuya, ¿no es así? La molió a golpes como si fuera una burra indefensa. Le provocó una hemorragia para que ahora tú tengas que inventarte historias. Inventarte historias sobre su muerte en la capilla. Su muerte en la capilla y cómo te cantaba unas canciones infantiles de lo más estúpido.
No le contesté. No dije nada, seguí allí sentado, sufriendo horrores, retorciéndome debajo de las sombras. Me levanté de pronto. Él me empujó y me hizo sentar de nuevo.
—¡Te he dicho que te quedes un rato más!
Lo acompañé con un último trago.
Le dio una calada al faria y arqueó la ceja derecha.
—Pues bien, Redmond, nosotros dos. Tú y yo. ¿Crees que somos parientes?
Desdeñoso, le di la espalda.
—Ni pensarlo —dije—, claro que no.
Él me miró de nuevo y dijo:
—¿Estás seguro?
—Por supuesto.
—No pareces convencido.
—¡Te he dicho que estoy seguro!
—¿Red?
—¿Qué?
—¡Todos somos parientes! ¡Todos los hijos de puta paridos en las laderas de esta montaña! ¿No te das cuenta? ¿Eh, Red?
—Lo siento —dije—, de verdad, me tengo que ir.
—¡Red, no me estás escuchando!
—Lo siento. Como he dicho, tengo que irme.
—¡Quédate ahí, Red! ¡Quiero decir, Ned!
Me agarró por los hombros y me obligó con firmeza a volver a la silla. Después se quedó ante mí, sonriendo, frotándose de manera juguetona el puño. Pero la amenaza que brillaba en sus ojos era clarísima. Me miró desde lo alto sin pestañear.
—Si tú y yo no somos parientes, quiero que me expliques por qué llevas el apellido Hatch.
—Es así. Una casualidad.
—¡Una casualidad! ¡Una casualidad! Entonces, por casualidad, como dices, ¿se te ocurrió averiguar qué significa? ¿Qué significa hatch en lengua irlandesa? ¿No conoces la palabra irlandesa ait? Supongo que sabes cómo se pronuncia, ¿eh, Redmond?
Sí lo sabía. Y tuve una sensación de triunfo al verme en condiciones de anotarme un tanto.
—Sí, —contesté con petulancia—, se pronuncia atch. En inglés significa place, «lugar».
Se quedó esperando, acariciándose la barbilla mientras meditaba, tomándose su tiempo con envidiable autocontrol. Entonces, poco a poco, la sonrisa se le agrandó, atravesándole la cara.
—Es cierto —dijo—. Significa eso. Pero también significa otra cosa.
Mi paciencia llegó al límite.
—¿Qué significa? —dije bruscamente—. ¿Qué mierda significa?
—Tranquilo —dijo bajando la voz.
Mostró los incisivos. Sentí que se me helaba el cuerpo.
—Significa strange, «extraño», pequeño Redmond. Eso es lo que significa. Strange. Me sorprende que no lo sepas. Con lo culto que eres.
Me levanté de la silla y traté de pasar por delante de él.
—Quizá publiques esa valiosa información en tu periódico. Quizá la pongas en tu próximo artículo. ¡Estoy seguro de que despertará el interés de tus lectores! Red Strange de la montaña… Tendrás que reconocer que algo familiar sí suena.
Cuando llegue a la puerta exigí con amargura:
—Quiero que me digas algo. Sé sincero. ¿Me has estado tomando el pelo todo este tiempo?
—¿Te refieres a las historias que te conté sobre Annamarie y todo eso?
—Sí —dije—, exactamente.
—¿Cuando te dije que ahogué a la mentirosa puta en el río?
—Sí —dije, y aparté la mirada.
—Sí, Redmond, me temo que tus sospechas fueron acertadas desde el principio.
Se interrumpió y soltó un suspiro mientras miraba por la ventana.
—Eran puras mentiras, Redmond. No la ahogué.
Al oír esas palabras me tranquilicé muchísimo. Hasta el punto de reconocerlo de inmediato:
—Me alivia mucho saberlo, Ned —dije.
—¿De veras? —preguntó—. ¿Prefieres entonces que haya hecho lo otro?
—¿Qué dices?
Ned calló.
—¿Qué dices? —le exigí sin más—. ¿De qué me hablas?
Me empujó hacia atrás y se quedó en el umbral, haciendo chasquear la lengua contra la parte trasera de los dientes.
—La apuñalé —dijo—. Lo mismo que a la otra puta de mierda, Carla Benson, la presunta belleza de Boston. Redmond, estás pálido. Me parece que quizá necesitas un trago. ¿Por qué no volvemos dentro?
Recordaba bien el nombre de Carla Benson. Sólo unos meses antes me había hablado del tiempo que había pasado «saliendo con ella», según su propia expresión, durante la temporada que había vivido en Boston. Me había preocupado tanto que, al volver a la ciudad, había ido directamente a la Biblioteca Nacional, en Kildare Street, para buscar en los archivos ejemplares de viejos periódicos estadounidenses. Sentí un alivio parecido cuando logré comprobar que los nombres no coincidían.
Pero cuando le saqué a relucir el tema estaba preparado de nuevo:
—Sí, pero no se llamaba Benson. No se llamaba ni remotamente Carla Benson. En eso te mentí.
Se inclinó hacia mí mientras lo decía, entornando los ojos.
—Carla McIntyre… ése era su nombre. ¡Qué olvidadizo me he vuelto!
Esa vez salí literalmente corriendo de la cabaña. Mientras bajaba por la ladera de la montaña, podría jurar que oía sus carcajadas:
—¡Ned y Red! ¡Para siempre unidos! ¡Hasta que cubran las nieves del infierno el alcor!
Sabía que no debería haberme ni siquiera acercado a la biblioteca; con la primera y dura experiencia había sido suficiente. Pero en cuanto llegué a Dublín fui allí directo y pedí otra vez los periódicos estadounidenses del archivo. Insistía para mis adentros que todo aquello era una absurdidad y me repetía lo que me habían contado centenares de veces. La misma cantinela que se oía en el pub de las montañas y que yo había oído el primer día:
—No voy a hablar de Ned. Te puedo asegurar que no hay que fiarse de la palabra de ese viejo estúpido.
Hubiera dado cualquier cosa por que eso fuera cierto. Pero lo tenía allí delante, en letras de molde. Decían que el agente encargado del caso había declarado que nunca en su vida había visto nada igual.
—La pobre mujer estaba destripada. En cincuenta años de servicio jamás he encontrado tanta brutalidad.
Como la que habían infligido a la desafortunada Carla McIntyre.
Después de eso, en la redacción del Leinster News notaron que yo estaba cada vez más irritable. Por más que lo intentaba no podía quitarme su nombre de la cabeza. Seguía pensando en el agente y en su descripción. Después veía a Ned o lo oía. Echando la cabeza hacia atrás y diciendo:
—¡Vaya, por Dios!
—Estás de un humor de perros —me decían los colegas—; anímate un poco.
En última instancia, yo sabía que no tenía alternativa: tenía que enfrentarme a Ned. A tal efecto había ensayado mentalmente la situación. Era como si él pudiera adivinar los pensamientos que me pasaban por la cabeza, y eso me intimidaba mucho.
Sentado en su cocina, balbuceé con torpeza repitiendo las acusaciones. Me sentía un perfecto imbécil. Todo su cuerpo se estremecía de risa.
—Vaya, por Dios, Redmond, te juro que eres un hombre tremendo… ¿De dónde demonios sacaste esa idea? Que yo fuera capaz de hacer semejante cosa. Nunca en mi vida he salido del valle… ¡Ni siquiera he tenido la fortuna de encontrar a una novia! Bueno, es cierto que una vez hubo un encanto con el que tuve mis devaneos, una niña preciosa llamada, según recuerdo, Annamarie Gordon. Y tengo que admitir que quizá me encariñé con ella. Pero, claro, ¿qué interés podía sentir ella por un viejo perro callejero como yo? De todos modos, Redmond, se fue y se casó con un médico. Me he enterado de que vive en Inglaterra o algo por el estilo. Pero da igual, era una chica encantadora. Bueno, ¿y dónde demonios he puesto la garrafa de claro?