Cuando levanté la mirada, la vi aplaudiendo entre la bruma, con un vestido largo de lamé y el pelo rubio recogido.
—¡Dominic! —oí que gritaba.
Entonces la tuve a mi lado, aferrándome el brazo y besándome en la mejilla.
—¡Estoy tan orgullosa! —me dijo.
Le rodeé la cintura con el brazo: todos los colegas compartían con nosotros ese momento. El ruido de los aplausos fue una triunfal y vigorizante tormenta. Fue maravilloso. Tanto que tardé un par de minutos en centrarme en James Ingram. James era alto. Más o menos de un metro noventa originario de Londres. Nos informó —sin venir a cuento— de que últimamente había reducido mucho sus viajes al exterior.
—Estoy considerando en serio la posibilidad de dejar de trabajar como corresponsal en el extranjero —dijo, y añadió—: Me parece que me estoy haciendo viejo, eso es todo.
Después soltó una carcajada y me felicitó de nuevo.
—¡Me alegro mucho por ti, Dominic! —dijo—. ¡Estoy encantado, de veras!
Tenía una gran dignidad, James Ingram: el pelo canoso cuidadosamente peinado, el acento preciso y aquella mirada impávida y firme, que reflejaba una inconfundible sensación de autoestima sajona.
—¡Ay, querido! —exclamó Casey—. Estoy tan contenta con todo esto. Te juro que me siento como una adolescente. ¡No sé qué decir!
Sonreí y atrapé una copa de champán de una bandeja que pasaba. Si a alguien le han dado una segunda oportunidad, pensé, es a mí, a Dominic Tiernan.
Tomé un sorbo del espumoso champán y sonreí.
Y lo mejor de todo era que nadie había descubierto lo de bosque frío, pensé para mis adentros. Nuestro feliz hogar sigue impoluto.
Permitiéndome un pequeño instante privado de autocongratulación, pensé en la vacía playa de Bournemouth y en mis ropas patéticamente dobladas en la arena. La exhaustiva investigación de la policía que había quedado en nada.
Pero para mi asombro, a pesar de esos pensamientos consoladores y relajantes, la copa de champán me empezó a temblar en la mano. Una mano que —logré convencerme— sólo podía hacer eso por una posible razón. No porque, durante una fracción de segundo, hubiera creído oír:
—Papá, tengo frío. Papá, por favor, no me gusta estar aquí. Por favor, papá, ¿puedo irme a casa ya?
Sino porque, al ser feliz, pensé en Catherine. Pensé en el premio. Pensé en Imogen, mi preciosa niña profundamente dormida, con una cinta escarlata aleteando con suavidad sobre su cabeza.
Durante un par de segundos, Casey pareció intranquila. Se echó el pelo hacia atrás y me miró con atención.
—¿Dominic? —dijo.
—¿Sí, querida? —respondí.
—¿Estás bien?
—Muy, muy bien —la tranquilicé.
—¿Estás seguro?
—¡Te he dicho que estoy bien! ¿Estás sorda o qué?
No era la respuesta que tendría que haber dado. Lo sabía.
Ojalá Catherine hubiera creído en mí, seguía pensando.
Pero no le di demasiadas vueltas. Porque aquello era agua pasada. Yo ahora iba hacia delante y hacia arriba, y no había sitio para la autocompasión. Quedaban muchas cumbres que escalar, gracias a esa magnífica y bendita segunda oportunidad.
—Casey —dije, y tomé la mano de mi mujer.
—¿Sí, mi amor?
—Quiero darte las gracias por ser mi esposa. Quiero darte las gracias por todo lo que has hecho.
—Mi Dominic Tiernan. Te amo tanto…
Casey era preciosa. Un hermoso sueño, vivito y coleando.
Tenía libre el último jueves, así que decidí salir a beber. Terminé en un club de lap dancing no lejos de la zona de Temple Bar, donde pasé el día tomando vino, cerca del restaurante que ocupa el sitio del viejo Rudyard's.
El club de lap dancing estaba iluminado con una tenue luz verde mar, con alumbrado fluorescente ultravioleta y escaleras vertiginosas con paneles cromados. Yo estaba sentado en una banqueta de un rincón, con un whisky en la mano, cuando se me acercó una rubia que llevaba un bikini adornado con borlas, meneando el culo. Tenía una apariencia grotesca, con los labios pintados con un rodillo. El despliegue «erótico» siguió durante unos minutos. Después se inclinó y me besó en los labios, levantándose los pechos y jugando con ellos como si fueran frutas. Se acarició un par de veces los genitales antes de pedirme dinero. «¿Me interesaría el privilegio de contemplar un baile aún más excitante e íntimo?» Yo estaba a punto de preguntarle si le interesaría el privilegio de que le hicieran daño, quizá mucho daño, cuando de pronto oí una voz que de inmediato supe que pertenecía a Larry Kennedy, de la empresa.
Su irrupción fue afortunada, porque yo no tenía ganas de hablar con estríperes, sobre todo con desgraciadas anémicas de la Europa del Este o de cualquier otra parte. Me indicó por señas que él y sus amigas querían juntarse conmigo. Yo los llamé y pedí inmediatamente un trago. Sus compañeras eran dos mujeres de mediana edad, bastante achispadas y cachondas por el exótico marco. Me informaron que era la primera vez que iban a un club de lap dance. Una de ellas se estaba divirtiendo tanto que metió un billete de diez euros en el tanga de la bailarina. Antes de sentarse a mi lado. La bailarina me lanzó una mirada de desconfianza y reproche antes de desaparecer en un hueco poco iluminado con un cliente asombrosamente gordo que llevaba del brazo.
Larry Kennedy derrochaba felicidad. Encendió un puro y les dijo a las mujeres:
—¡Saludad a Papito! ¡Es un personaje tremendo! Un gran contador de historias. ¡Y no, desde luego, y tengo que decirlo, el tipo de hombre que uno esperaría encontrar en un sitio como éste! ¡Pero todos necesitamos divertirnos, hasta el laborioso hombre de familia! ¿No es así, Papá? Amigas, os juro que no encontraréis nunca a un hombre más decente que éste. Loco por sus hijos, ¿no es cierto? ¿Verdad que no te importa que lo diga, Papito?
Yo me reí y contesté:
—No, claro que no, Larry, ¿o es que no me conoces?
—Claro que sí, amigo. Y lo único que puedo decir es que eres un hombre afortunado. La bruja de mi mujer me dejó sin nada, me lo sacó todo. Y todo por una canita al aire. Que le den por culo, eso es lo que digo.
Una de las mujeres puso los ojos en blanco y ahogó una risita. La otra se echó hacia atrás y golpeó con los tacones en el aire.
—Sí, reíd, reíd, chicas. Pero no es broma. No lo es cuando uno lo está sufriendo. Me dio puerta por un ligue de una noche. Soy un imbécil por haber hecho eso. Pero ella es peor por haber tratado así a su marido. A ver, ¿quién quiere otro trago?
Las mujeres pidieron Bacardi con Coca-Cola e hicieron todo lo posible por entablar conversación conmigo. Pero yo había estado bebiendo demasiado y me había vuelto un poco —no demasiado— taciturno e introspectivo. A pesar de todos los esfuerzos no podía alejar la melancolía, y las mujeres pronto perdieron interés en mí. Oí que una de ellas cuchicheaba:
—Es demasiado viejo. No tiene pólvora en la escopeta, Jackie.
—Corren rumores, ¿sabes? Mi marido dice que no es lo que parece.
Al oírle decir eso me paralicé. Porque acababa de entender quién era su marido: nada menos que el taxista entrometido. Sentí que se me cerraba el puño pero me contuve admirablemente.
—Papito —dije—, pórtate como un buen Papá.
Al volver del club a altas horas de la madrugada, me animé pensando en lo perfecto que había sido que Ronan Collins tocara un disco de John Martyn el día que encontré a Catherine, cuando mi búsqueda había llegado a su fin. Él o alguien que sonaba muy parecido a él: ronco y profundamente espiritual, de otro mundo.
—Ojalá nunca apoyes la cabeza sin tener a alguien de la mano —canté en voz baja, para mis adentros.
Eso quedaba muy lejos de la agobiante y furtiva atmósfera de un odioso club nocturno, con sus codiciosas, falsas y debiluchas bailarinas. Y desconfiadas mujeres de taxistas que mascullaban acusaciones contra ti. Todos habitando un sitio que carecía de atractivos, un lugar muerto y superfluo, calcificado.
Porque eso era lo que me parecía ahora: un mundo de cenizas.
Comparado con nuestro castillo de cristal del corazón, nuestro hogar de bosque frío donde perduraríamos para siempre y más allá.
Como diría Ned:
«Hasta que no quede un solo guisante en la olla,
hasta que los ángeles abandonen las áureas moradas del cielo».
Cuando anuncié mi algo drástica decisión de dejar Taxis Aungier y regresar definitivamente a las montañas de Slievenageeha, todo el mundo se quedó literalmente anonadado en la empresa.
Es decir, todos menos Larry Kennedy, que gritó desde el interior de la oficina:
—¡Lo supe desde el primer momento! ¡Papito es un montañero de corazón! ¡Sí, quizá piense que es un dublinés criado en la ciudad como nosotros pero en el fondo es un auténtico palurdo! Lo llevan en la sangre. Tarde o temprano, todos regresan. Pero te diré una cosa, Papito, gigante rústico y follaovejas, ¡todos te echaremos de menos!
Los demás temieron que yo me ofendiera. Pero no me conocían. Le tenía demasiado cariño a Larry para que pasara algo así.
Además, el hombre había dicho la verdad. Durante demasiado tiempo yo había estado viviendo una mentira.
Lo cierto era que en lo más íntimo de mi corazón nunca me había gustado la ciudad. Nunca, en ningún momento, me había sentido a gusto en ella. A pesar de mi insistencia en sostener lo contrario. Sobre todo cuando había trabajado en la RTE. Si me hubierais oído en esa época, discurseando sobre vinos y viajes al extranjero, pensaríais que era tan refinado como el que más. Me habríais aceptado de inmediato como el típico habitante de un barrio residencial, dublinés desde hacía varias generaciones. Hasta que llegarais a conocerme, quizá después de arrearme un par de botellas de vino.
Quizá entonces os entrarían algunas dudas y revisaríais del todo vuestra opinión. Después de más o menos una hora oyéndome decir tonterías incoherentes sobre «el viejo código de las montañas» y sobre lo que Slievenageeha había significado personalmente para mí. Incluso podría haber llegado a hablar de un par de «días hechizados», fugazmente entrevistos a través de las espesas brumas del recuerdo, y que quizá nunca hubieran ocurrido, de los tiempos en los que aún vivía mi madre. Pero a los que seguía dando vueltas porque los añoraba mucho, hasta el momento… bueno, en realidad, hasta el momento en el que expiré.
Cosa que ocurrió —a estas alturas, no tengo más remedio que revelarlo— a fines del año pasado, en el otoño de 2005, tras dejar instrucciones y dinero para que me sepultaran en Slievenageeha, mi tierra natal, la Montaña del Viento. Lo cual puede resultar cínico para algunos, teniendo en cuenta lo que dije sobre ella en otros tiempos.
Pero todavía se encuentran allí una paz y una sensación de arraigo que no he logrado encontrar en ningún otro sitio. Una paz dichosa y un sentimiento de patria chica que ninguna ciudad de la tierra podría brindar, al menos ninguna ciudad que haya visitado o pueda llegar a visitar ahora.
Ahora que estoy vestido con mi magnífico pijama de madera, como dijo una vez Ned de un vecino después de un entierro.
Ahora que he abandonado este valle de lágrimas.
Llevaba tendido en el sillón más de dos días cuando la policía derribó la puerta del piso de Sutton, donde seguía viviendo después de la partida de Casey. Ya habían aparecido referencias en los periódicos a «importantes novedades» en el caso de la «niña desaparecida». Y comentarios en algunos medios sobre un arresto inminente. Algo que no me parecía nada improbable, sobre todo después de llegar un día y encontrar al interventor conversando muy serio con un detective de paisano.
Me oculté para escuchar lo que decían. Según todos los indicios, se había tomado la decisión de entrevistar a todos los taxistas de la empresa. Temblé al oír el nombre de Karen Venner, la señora norteamericana a quien había ofendido con mi conducta aquel día en el Royal Dublin Hotel. Me sentí enfermo y estúpido al recordar mi innecesaria brusquedad. Me temblaron las piernas al oír al detective usar pragmáticamente las palabras «llamamiento por Internet».
Recordé el modo en que Karen Venner me había mirado: como si, por instinto, hubiera notado que algo andaba mal, que pasaba algo.
En la oficina de la empresa de taxis, aferrado al quicio de la puerta, temí desmayarme en cualquier momento. Pero en ese instante ¿quién pasó por allí sino el audaz Larry Kennedy?
—¡No es un mal día, Larry! —gorjeé—. ¡Si no llueve no tendremos motivos para quejarnos!
—¡Así se habla, Papito! —dijo con una carcajada.
La ceremonia de entierro se celebró, como era de esperar, sin la presencia de nadie, exactamente dos días antes de «Una Navidad en Bosque Frío».
Que yo llevaba esperando meses, después de haber comprado los regalos ya por Halloween: una colección de discos de John Martyn para Catherine y de cosméticos para Immy, ahora que era ya toda una señorita.
Para contribuir a la atmósfera, un viento huracanado gemía constantemente y la lluvia barría las altas y abruptas cimas de las montañas. Era, desde luego, una situación de soledad, y sin duda hay mejores maneras de despedirse. Pero al menos regresé… a Slievenageeha, mi hogar de la montaña.
Aunque me hayan metido sin más, hay que reconocerlo, en una oscura y lúgubre cárcel que, órdenes son órdenes, debo soportar sin la menor protesta. Con las rodillas apretadas contra el pecho, como una caja de huesos amarillentos de niño, compartida con otras almas igualmente solitarias, en esta tierra baldía donde no crecen las rosas.
La montaña avanza, como es su deber, al ritmo imparable del clamoroso progreso, mientras los jeeps Suzuki —que se dirigen al Gold Club, lanzando rugidos que parecen las ovaciones triunfales de los vivos— apuntan hacia los temerosos, derrotados e intrascendentes muertos.
Slievenageeha, orgullosa Montaña del Viento. El valle donde nací hace unos sesenta y cuatro años y donde antaño caminé con mi padre a orillas del cantarín arroyo. Donde estábamos juntos mientras él se acariciaba la barba roja, apoyándome la fornida mano en el hombro, mientras decía:
—De una cosa podemos estar seguros, pequeño Red. Fanann na cnoic i bufad uainn. Las montañas durarán más tiempo que nosotros, Redmond, hijo mío.
Antes de volver juntos a la vieja casa y sentarnos en silencio en nuestra humilde cabaña. Mientras él canturreaba un rato y después encendía un puro y alargaba la mano para coger la jarra de claro. Con aquel gesto viejo y conocido, tan de la montaña.