Bomarzo (19 page)

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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

BOOK: Bomarzo
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La niña no podía aclarar lo acaecido. Su debilidad barajaba las imágenes del delirio con las reales. Tenía la impresión de que Beppo había estado a su lado, pero no coordinaba sus memorias. Después supe que no me decía toda la verdad y entendí la razón por la cual callaba Nencia. El topacio de las vírgenes se había volatilizado, se había tornado invisible, como el anillo que, en el
Orlando Enamorado
, su padre dio a Angélica, y que usufructuaba la virtud de hacer desaparecer a quien se lo metía en la boca y de conjurar cualquier encantamiento cuando se lo llevaba en el dedo. El siervo Brunello, mandado por el rey Agramante, robó la sortija de Angélica y consiguió el reino de Tingitana. Alguien había robado la sortija de mi hermosa y había conseguido tal vez otro reino. Torturé a Beppo a preguntas, como un inquisidor. Lo conminé con mi tono más intimidante; le prometí dinero; se lo di. Y no obtuve más que negativas. Su rostro, que el tiempo modelaba y embellecía a semejanza del de mi hermano Girolamo, permaneció impasible. Entonces, puesto que Adriana había sido despojada de la casta piedra que la defendía de las trampas eróticas, presumí —yo contaba todavía catorce años y mi ingenuidad corría paralela con mi complejo apasionamiento, hecho para apuntar simultáneamente a varios seres distintos— que la joven, inerme, me otorgaría su amor, y redoblé el fuego ineficaz de mis baterías poéticas, miradas lánguidas y suspiros, colocándome en el claroscuro de su habitación de manera que sólo mi cara fina, de acentuado patetismo, y mis nobles manos elocuentes obraran como emisarios de mi ternura. Pero ella opuso a mis ataques el muro de su indiferencia desmayada y hasta, algunos días, se me antojó que aparentaba estar amodorrada, cuando yo me introducía en su cuarto. Una hora después me quedaba, como siempre, dormido (porque el pobre jorobado nervioso, flaco, desgastado, se dormía auténticamente) y volvía a soñar que Nencia me acariciaba los brazos y los muslos con perita persuasión.

En el ínterin, sin previo aviso, el cardenal Franciotto Orsini llegó a Florencia.

Mi abuelo viajaba, como correspondía a su investidura, con una comitiva de treinta personas. En su palacio de Monterotondo y en el que habitaba en Roma, no lejos de la iglesia de S. Giacomo degl’Incurabili, su casa alcanzaba a un centenar de servidores. Aunque no me alegró verlo, me alegró pensar que me traería noticias directas de Bomarzo, y su lujo lisonjeó mi vanidad cuando desmontó en el
cortile
. Acudí a recibirlo allí, con el cardenal Passerini, Hipólito y Alejandro. Bastaba ver a mi abuelo para aquilatar su nobleza. La vida militar, la majestad eclesiástica, la educación en el medio de Lorenzo el Magnífico, y la invulnerabilidad que otorgan la sangre vieja y la garantía de encontrar doquier a parientes en posición encumbrada, combinábanse afianzando su prestigio. Ese cúmulo de circunstancias lo había ayudado a triunfar sobre los fastidios de unas finanzas en perpetuo desorden, fruto del despilfarro que imponía la emulación de los demás cardenales. A pesar de que sus rentas eran cuantiosas, no llegaban a cubrir los gastos de Monterotondo y vivía siempre al margen de la ruina. Para ayudarlo, su primo León X le había transferido la herencia del obispo Silvio Panonio, pero luego resultó que esa herencia no era muy sustancial, pues años antes el citado obispo había empeñado parte de sus bienes en favor del cardenal de Aragón, que sin embargo poseía enorme peculio. Franciotto Orsini debió enzarzarse en pleitos con la sucesión del cardenal, a fin de enfrentar a sus propios acreedores, y no le quedó más remedio que entregar algunas de sus propiedades a la viuda del banquero Chigi. Por eso, cuando mis padres se casaron, mi abuelo sólo pudo liquidar el quinto de la dote establecida. Mi padre se entendía con él —eran, lo he dicho ya, muy parecidos—, pero no bien se presentaba un motivo de discusión, le enrostraba la falta de cumplimiento de su promesa. Yo los oí varias veces, en Bomarzo y en Roma, trenzarse en ásperas disputas. Aquellos 1.200 ducados que aún tenía que abonar de la dote —y eso que mi madre ya había muerto— desesperaban al cardenal Franciotto. Su prodigalidad no conocía límites. Las libreas de sus criados, vestidos con los colores de los Orsini, costaban una fortuna, lo mismo que el entretenimiento de sus armas, de sus jaurías, de sus caballos, de los halcones que le enviaban de Chipre, de Creta y del norte de África, y que las fiestas con las cuales pretendía remedar el esplendor mediceo. Mentábanse sus mitras de seda, sus pieles de armiño, de marta cebellina, de camelote forrado, sus espuelas de oro. El cardenal Orsini se ufanaba de su pompa. Sólo conmigo era tacaño. Por eso me sorprendió que, no bien puso pie en tierra y me tendió su mano a besar, me entregara una gruesa cadena adornada con zafiros. Lo hacía para lucirse delante de los Médicis, quienes lo acogieron como a un deudo ilustre; Passerini le besó la mejilla.

Su afán por brillar en el círculo de los descendientes del Magnífico —de quienes, empero, se mofaba en conversaciones con los otros Orsini, pues los juzgaba advenedizos y bastardos— era obvio. Costaba reconocer en aquel caballero cortesano, tan obsequioso con las damas, que extremaba los melindres hasta el amaneramiento, al anciano colérico de Bomarzo. Como muchos grandes señores, reservaba la mala educación y el mal humor constante para entrecasa, de modo que el propio Hipólito, cuando quise darle a entender que esa actitud no pasaba de un disfraz superficial y que en nuestras tierras tenía fama de violento, me reprendió diciéndome que exageraba y que no debía permitir que se agriara mi carácter, pues el collar de zafiros que colgaba sobre mi pecho proclamaba los sentimientos generosos del padre de mi madre.

Pavoneándose, en la primera tertulia, el cardenal refirió la ocasión en que había contribuido a salvar la vida de León X. Yo había escuchado el cuento veinte veces, y la compañía reunida en la sala de aparato lo conocía también, pero seguimos prolijamente el relato (yo pensaba en Adriana, en Nencia, en lo que estarían haciendo), mientras mi abuelo declamaba como un actor que vuelve y vuelve a repetir su parte, y describía la caza en la que un lobo atacó al papa y en la cual Francisco Orsini y los cardenales Salviati, Cibo y Cornaro lo ampararon, en la polvareda que levantaban los perros, hasta que, cuando el capitán Aníbal Rengoni ultimó a la fiera de una estocada, Su Santidad —cuyo cielo estaba poblado de muchos dioses— declaró que su cabeza no hubiera estado mejor protegida si hubiese tenido a Marte por defensor. En aquella misma oportunidad se habían celebrado los funerales de un halcón de mi abuelo en una torre del castillo de Palo (creo que esto lo he narrado ya; probablemente me estoy repitiendo como él) y esa anécdota gustó más que la otra. Clarice Orsini declaró que no hay mejores halcones que los de Creta, que son verdaderos príncipes, y miró de soslayo a los ilegítimos, a Alejandro y a Hipólito.

Franciotto Orsini trajo también noticias de la situación de la Iglesia. Había sabido que algún tiempo antes, durante la peste de Roma, un griego había embaucado al pueblo con una farsa. Aseguraba el griego que había domado un toro, murmurándole al oído palabras secretas, y lo había sacrificado en el Coliseo con ritos paganos, delante de un grupo de imbéciles, para aplacar, según decía, a las potencias infernales. Los romanos supusieron terminadas sus penurias y hubieron de convertir al toro en dios. Cuando los esbirros papales trataron de encarcelar al engañador, se produjo un tumulto, así que fue menester organizar procesiones expiatorias, con gente que se golpeaba el pecho. Me acordé de Abul hablándole al elefante Annone. Entonces adiviné que algún día mandaría elevar un monumento al elefante, y que Annone, por su vínculo con Abul, para mí sería como un dios. Pero su evocación del griego sacrílego no agotaba el capítulo de agravios del cardenal. En las calles de la Ciudad Eterna habían surgido unos ermitaños sospechosos, que vociferaban y llamaban anticristo al Santo Padre, y la gente había descubierto el presagio de un astrólogo de Urbino, quien le había confiado a Agnesina Colonna, hacía más de veinte años, que Roma sería saqueada por enemigos venidos del norte, pues se lo anunció el examen de las constelaciones de Cáncer y de Capricornio. Mi abuela se escandalizaba. Ponía los ojos en blanco y unía hipócritamente los dedos orantes. ¡Dónde iría a parar el mundo! En el fondo le encantaba asustar a los parientes de Clemente VII, mientras proclamaba su respeto filial por el pontífice. No había conseguido absolutamente nada en pro de Maerbale, que ya tenía trece años; ni siquiera una promesa. A Rafael Riario, a Juliano della Rovere, el que fue Julio II, y a Hipólito de Este, les habían dado a los diecisiete el capelo. Hipólito fue obispo a los nueve; y un decenio después, Nicolás Caetani di Sermoneta fue exaltado a la púrpura a los doce. Contrariamente, para Maerbale Orsini no parecía haber perspectivas y las alusiones de su abuelo se deshacían frente al despego del Vicario. Claro que el cardenal calló esos descalabros íntimos y continuó enumerando calamidades públicas. Su colega Silvio Passerini meneaba la desconfiada cabeza de pajarraco avariento y se encomendaba a la Virgen María.

La única vez que mi abuelo me recibió a solas, sin una nube de gentileshombres y criados alrededor —en realidad no había ido a verme; Florencia constituía una etapa en su viaje hacia sus más lejanas posesiones—, me dio sobre los míos informes muy escasos. Mi padre y Girolamo guerreaban de nuevo. La ruptura del tratado de Madrid por el rey Francisco de Francia, una vez libre, avivaba las brasas del odio. Mi abuela empezaba a decaer. Salía con Maerbale —al nombrármelo junto a Diana Orsini, aprovechó para hincarme un aguijón de celos—, a caminar lentamente por el jardín de Bomarzo. Los imaginé, pesaroso: ella, erecta, apoyada en su bastón; él brincando graciosamente, respirando las flores; un paje y unos galgos detrás. Las obras de la
villa
progresaban poco. El cardenal no aprobaba los desembolsos de su yerno, que en su opinión eran inútiles, así que cambió de conversación. Mis estudios no le interesaban. Plinio… Horacio… Catulo… Bostezó; me observó con el lente que usaba plagiando a León X, y su ojo, que el grueso cristal abultaba como el de un batracio, paseó sobre mi espalda, sobre mis piernas. Me despidió con un breve ademán del guante y abrió su libro de horas. No sé si el cardenal rezaba, pero de tanto en tanto hojeaba un devocionario muy hermoso, miniado por Cosimo Rosselli.

Pocos días antes de su partida, mi abuelo mostró las uñas y tuvo una idea despiadada. Acaso lo hizo para burlarse de mí; acaso para probarme; acaso de buena fe, porque su plan se ajustaba a su concepto de la virilidad; acaso para llevarse a Bomarzo, de regreso, los detalles picantes de una anécdota que haría reír hasta las lágrimas a mi padre y a Girolamo, procurándoles una maldita y turbia alegría; acaso, por último, para congraciarse socarronamente con los Médicis, pues no sabía qué pensaban de su nieto, el jorobado, y por nada del mundo hubiera interrogado a Hipólito o a Clarice sobre tan espinoso tema, ni menos hubiera querido dejarles suponer que la consanguinidad lo cegaba torpemente cuando se trataba de mí.

Se le ocurrió que yo, que aún no había cumplido quince años, ya estaba en edad de conocer lo más íntimamente posible a una de las meretrices famosas a las que cortejaban caballeros y prelados y cuyos séquitos, señalados por un boato y una seriedad que rivalizaban con los de las damas principales, me habían deslumbrado desde mi llegada, a su paso que anunciaba el áureo tintineo de las mulas, por las calles florentinas. De haber sido otro su carácter y otra su disposición frente a mi desgracia, tal vez yo pudiera deducir ahora que, al proceder así, mi abuelo trataba de destruir los complejos que sin duda embarazaban y sofocaban a su nieto deforme, pero descarto esa probabilidad y me atengo a la conjetura primera de que el suyo fue un pensamiento gratuitamente incompasivo, con ciertos ribetes sádicos. Confió su plan a Hipólito, quien lo halló acertado —él, sí, estoy seguro, al actuar de esa suerte, lo hizo calculando que era para mi bien—, y entre ambos maquinaron la conspiración en la que ingresó pronto, sin revelarme tampoco palabra del asunto, Beppo, listo siempre para expediciones de esa laya. Conmigo iría también Giorgino Vasari, para hacer frente a igual experiencia. Pero no era sencillo llevar a la práctica un proyecto como el que combinaban y se requirió el influjo del
capo
Hipólito y del cardenal para que se cumpliera en corto plazo.

Las cortesanas —que antes se habían llamado, con más exactitud, pecadoras,
peccatrici
— se dividían a la sazón en tres grandes grupos. Había las meretrices
honestae
, las de prestigio mayor; las de candela, de
lume
, así designadas, según algunos, porque, a falta de servidores, iluminaban ellas mismas las traidoras escaleras ante sus huéspedes, y que frecuentaban de noche los bancos de piedra que flanqueaban las fachadas de los palacios; y había por fin las que sumaban a la prostitución distintas profesiones (camiseras, lavanderas) y solían reunirse en los barrios alejados, en casas que simulaban dedicarse al negocio de colocar criadas, a las cuales acudían los funcionarios y los literatos pobres, los desventurados que mi maestro Pierio Valeriano describe, quienes allí comían, charlaban y realizaban los ejercicios más o menos trascendentes que motivaban su presencia en tales sitios. Entre unas y otras categorías, circulaban por los pórticos de Florencia determinadas viejas insalubres organizadoras de citas y vendedoras de hierbas, untos y filtros de amor. Un muchacho de mi condición, hijo del duque de Bomarzo y nieto de un cardenal de la Santa Iglesia Católica, sólo podía ensayar sus armas en batallas de ese género, dentro del primer grupo, el de las
honestae
, lo cual complicaba las cosas, pues las
honestae
eran sumamente difíciles y se daban grandes aires. He aludido ya a la inquieta maravilla con que yo veía desfilar sus cortejos numerosos, cuando se dirigían a misa o a los baños públicos o se visitaban entre sí, trasladándose con un tren que podían envidiar las señoras de linaje y fortuna. Los jóvenes patricios aprendían en sus casas el arte de las buenas maneras. En ese sentido fueron tan útiles aliadas de la civilización como las
cocottes
de la Francia de Napoleón III y de comienzos de este siglo. Para obtener una cita en una de sus fastuosas residencias, centro del snobismo intelectual, era menester poner en marcha todo un mecanismo de empeños y créditos importantes, y aun así a veces era necesario aguardar largo tiempo para alcanzar tan alto favor. Eso, como es natural, las había engreído. Hubo una, en Roma, que era hija (así se murmuraba, por lo menos, cosa que ella no desmentía) precisamente de ese poderoso cardenal de Aragón que dilapidó, antes de que mi abuelo la usufructuara, la herencia del obispo Panonio. En su casa se discutía a Petrarca, e Hipólito de Médicis elogió su cabellera en versos que perduran. Hubo otra tan soberbia que no toleraba que ningún hombre se le acercase si no lo hacía de rodillas, para lo cual su casa estaba sembrada de almohadones. La que a mí me tocó en suerte era, por cierto, una de las
honestae
en cuestión, pero una de las menos ilustres. Respondía al nombre de Pantasilea, de acuerdo con la costumbre que exigía que las meretrices
comme il faut
buscaran sus apodos en la historia antigua o en los mitológicos entreveros.

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