En cinco minutos me enteré de todo. Nencia no podía escondérmelo ya. Además Nencia se hubiera valido de cualquier método solapado para atacar el amor que yo sentía por Adriana, y seguramente pensó que esa revelación secundaría eficazmente sus fines. Me informó, rehuyendo mis ojos, que la niña moría loca de amor por el paje. Beppo la había visitado varias veces y ambos, Adriana dalla Roza y él, habían ganado el mutismo de la cuidadora quien, creyendo que la llama de ese amor devolvería la salud a la pequeña (así me lo explicó, por lo menos) se había convertido en su cómplice. Me juró que no había sucedido nada, pues nada hubiera podido suceder, dada la extrema languidez de la joven, y que ésta ni siquiera le había entregado voluntariamente la sortija a Beppo, quien una mañana se la quitó del dedo exangüe. Pero la lucidez de los celos me hizo intuir la verdad debajo de esa cháchara anhelosa. Lo que Beppo se había propuesto, ante todo, era erigirse en rival de su amo, derrotarlo; luego, porque cuando inició sus visitas no se vislumbraba todavía el desenlace, que pudo ser otro y desembocar en el restablecimiento de Adriana, había calculado que, si ésta recobraba la salud, acaso huirían juntos y uniría su destino al de la doncella noble, rehabilitándose de su bastardía y de su innata sujeción; y por último, por más que Nencia protestara de su actitud de prescindente neutralidad y de la forma en que había amonestado a Beppo, yo adivinaba que su ciega devoción por los Orsini la había empujado a ayudar a uno que, si bien ilegítimo y ocultado, participaba tal vez del linaje que le inspiraba devoción tan servil; y presentía que ella había calculado quizás que de esa manera se vería libre de una antagonista poderosa y, en consecuencia, estaría en condiciones inmejorables para consagrarme sin trabas su fervor dinástico y su sensualidad equívoca, ganando una victoria cuyos frutos materiales yo no me atrevía a concebir, pero que se vinculaban, sin duda, con las caricias que me había dedicado. Si Nencia tardó escasos minutos en ponerme al tanto de la aventura, yo tardé mucho en alcanzar estas deducciones. Le arrojé el topacio a la cara y salí en busca de Abul. Estaba resuelto: era menester anular a Beppo, el dañino, el temerario; terminar con sus trampas, con sus audacias, con sus burlas. Se lo comuniqué al africano en vagas palabras que implicaban una orden. Al día siguiente, Hipólito de Médicis saldría de caza. Yo le pediría que llevara con él a mis pajes, y dejaba a Abul la iniciativa de su proceder. Hasta en eso fui cobarde: eché sobre sus hombros la responsabilidad del crimen, desligándome de ella con insinuaciones, con eufemismos.
El esclavo se inclinó y puso su frente sobre mi mano extendida, en señal de obediencia. No volví a verlo esa noche, ni la mañana siguiente cuando, al alba, se alejó del palacio, hacia Cafaggiolo, el séquito de los cazadores. No volví a verlo jamás. La idea cruel de que eso sucedería ni me pasó por el espíritu que, de haberlo yo sospechado, nunca le hubiera sugerido una actitud que lo desgarraría de mi existencia; pero la vida es misteriosa y juega con dados invisibles, no nos deja prever la secuencia dilatada que se esconde en la semilla de nuestros gestos fugaces. Cuando partí de Bomarzo, no presumí que mis ojos tímidos no se posarían de nuevo sobre la figura imponente de mi padre; y cuando, temblando de ira, impulsé a Abul para que acabara con la pesadilla de Beppo, no recelé que, al proceder de ese modo, también lo perdía a él, también perdía a Aquilante el Negro, y que aunque Abul no muriera, era como si los enviara juntos a la muerte.
Los dos días siguientes casi no me aparté del lado de Adriana, sin importárseme que Clarice Strozzi me llamara y me censurase por tan exagerada exhibición de mis sentimientos. Pensó, por descontado, que Adriana y yo éramos unos niños, y que una vehemencia como la mía carecía de gravedad. Por lo demás, eso me interesó poco. Viví, a lo largo de horas dolorosas, para observar la declinación de mi amada; para aguardar noticias de los cazadores; para espiar, en los rostros de los moradores del palacio, lo que sabían acerca del miserable papel que Pier Francesco Orsini había desempeñado en la casa de Pantasilea y que seguramente, a través de la insidia de Beppo, habría trascendido.
Adriana se fue agotando más y más, en medio de los cirios sofocantes y de las letanías. Con un rosario entre los dedos, respondí al rezo quejumbroso de las monjas. De Hipólito y sus servidores no hubo novedades, y no osé enviar a Ignacio de Zúñiga hasta el valle de Mugello, en pos de algún rumor concerniente a su comitiva, de miedo de avivar las sospechas. En cambio cada vez que abandonaba el aposento de Adriana para andar espectralmente por el palacio, y me cruzaba en las galerías y en el
cortile
con la gente numerosa de los Médicis, mi susceptibilidad me daba a entender que todos me miraban de distinta manera, como si me escrutaran con sorna, aun aquellos que incuestionablemente no podían tener aviso de mi traspié en lo de la cortesana. Hasta, en una ocasión, reprendí con rabia desmesurada a un mozo escudero de los Strozzi porque se divertía como un tonto imitando los ladridos de un perro, para hacer reír a otros pajes, y me pareció que remedaba al can maltés de Pantasilea que hubiera merecido los pinceles del Carpaccio.
Clarice y Catalina participaban de las plegarias en la habitación de Adriana, con Nencia y otras mujeres palatinas, pero el flaco alivio que obtuve para mis inquietudes no provino de ellas sino de un niño de doce o trece años quien, con desconcertante apego, no se alejó de mí durante esos dos días, como si intuyera los diversos conflictos que en mi ánimo guerreaban. Era Lorenzino, Lorenzaccio de Médicis, el curioso personaje a quien yo había visto entre sus parientes, cuando llegué al palacio de la via Larga y con quien me había encontrado desde entonces en contadas ocasiones.
He leído últimamente varios libros que tienen por tema su escurridiza personalidad, y en ninguno de ellos he hallado una alusión a las visitas que en esa época hizo a Hipólito y de las cuales no queda rastro en documentos. Huérfano de un despilfarrador absurdo, Lorenzino vivía con su madre y sus hermanos menores, cerca de Florencia, en la villa ancestral de Cafaggiolo, disfrazando la escasez económica con las apariencias del señorío. Era moreno, endeble y aristocrático, más bien agraciado que hermoso. Se movía con natural galanura, tan delgado y armónico que conmovía verlo. Lo roía una tristeza elegante (los ingleses la llamarían
becoming
), que probablemente derivaba de su patricio aislamiento consagrado a las lecturas clásicas; de su pobreza; del comprender que él, primer varón legítimo de las dos ramas de la estirpe, estaba condenado a una existencia oscura; de las sutiles insinuaciones con que Clarice y Felipe Strozzi le indicaban la injusticia de su posición y preparaban su espíritu, arteramente, como ya lo había preparado su padre, para la represalia. No tenía más que un amigo, un hijo de Ricardo de Médicis, y hasta se murmuró algo acerca de esa apasionada intimidad, como se comentó también, en un momento, el afecto excesivo que Clemente VII mostró por este sobrino misterioso, pero puedo asegurar, pues conocí bastante su medio, que fueron calumnias. Lorenzino no había dado todavía pruebas de la posibilidad de una mudanza de su carácter como la que luego se produjo, y que transfiguró al niño grave en un parásito descarado, organizador de los placeres de ese mismo Alejandro de Médicis a quien asesinó. Aparecía de tarde en tarde por la via Larga, con su pedagogo Zeffi, un viejo sacerdote de rudimentaria cultura, y su goce mayor consistía en escuchar al maestro Pierio Valeriano y en conversar con Hipólito y con Giorgino Vasari, sobre Plutarco y sobre Virgilio. Aprendió más allí que en Padua y en Bolonia. Solía encerrarse con Felipe Strozzi, a oírle glosar temas de la historia florentina, y no hay duda de que ese escéptico dilettante, ya inflamado, ya irónico, lo fue emponzoñando con su desprecio de las cosas divinas y humanas y con el desdén y la envidia de los usurpadores. Felipe era un hombre ambiguo, formado en la escuela de Maquiavelo. Cuando le convenía, se presentaba como uno de los jefes de la oposición oligárquica frente a los bastardos; y cuando eso secundaba sus intereses, se pasaba al bando opuesto. Muchos grandes señores compartieron entonces su acomodada actitud. Fue él quien prestó a Alejandro de Médicis, duque de Florencia, su anterior enemigo, el dinero para construir la fortaleza destinada a poner coto a los sueños levantiscos de los toscanos. En esa fortaleza pagada por él murió, encarcelado, escribiendo sonetos e invocando a la libertad, como un héroe de la vieja Roma. Poseía una seducción personal que obraba sobre Lorenzino, el auténtico sucesor desheredado del mando mediceo. Lo modelaba como si estuviera hecho de cera. Pero Lorenzino nos abandonó pronto. Su madre, no bien se acentuó el riesgo de una invasión por parte de las tropas imperiales, lo mandó a Venecia, con su pedagogo, y aun allí el muchacho debió sufrir nuevas humillaciones, ya que, a pesar de ser él el mayor, tanto el dux como los embajadores de Francia y de Inglaterra agasajaron a su primo Cosme, el futuro gran duque, que había llegado a Venecia al mismo tiempo y que, aleccionado por su ambiciosa madre, lo relegó arbitrariamente a un segundo plano. Todo eso contribuyó, como se deducirá, a amargarlo, a extraviarlo y a afilar su acero homicida.
Nada permitía prever, en la época en que me dio tan discretos testimonios de bondad, su evolución posterior. Acaso sus contenidos agravios fraternizaron con los míos. Lo cierto es que, durante esas horas aciagas, sentí a mi lado su presencia amistosa, y que aquella suave figura infantil, puesta de hinojos en la cámara que olía a cirios y a pociones, es inseparable para mí de un recuerdo profundo. A veces, sin decir palabra, Lorenzino me tomaba una mano y me sonreía levemente, con una sonrisa fatigada de niño anciano, y su grácil elegancia que atravesaba la habitación como en un baile o en un sueño, me distraía de mis pesares.
Adriana dalla Roza murió a la medianoche del segundo día. Nuestro vínculo había sido tan singular que todavía hoy no consigo definir concretamente la índole del sentimiento que me inspiraba y que se parece tanto al amor (un ansia, una insatisfacción provocada por mi soledad y mi físico, por la urgencia de que alguien hermoso, deseable, me asegurase que no era ilógico; si no que me amaran, por lo menos que necesitaran de mi cariño), ni puedo conocer con certeza hasta donde alcanzaron los lazos que la unieron a Beppo. La imagen —la última— que me ha legado, y que la convirtió en una pétrea escultura, me hizo pensar a la sazón (pues cuanto me sucedía se exaltaba al influjo de los estudios latinos) en lo que refiere Ovidio en sus
Metamorfosis
acerca de la joven que, amada sin esperanzas por un adolescente de Chipre, dejó que se suicidara a su puerta y, mientras se llevaban el cadáver, fue mudada por Venus en una estatua de piedra. Verdad que quien había muerto no era yo, pero algo mío, muy mío, cierto candor, cierta nobleza, murió junto al lecho de Adriana, para siempre. Quiso el destino que la enterraran en Roma, en la misma iglesia de Santa Maria in Traspontina donde fui bautizado. La esfinge que erigí después en Bomarzo fue consagrada a su memoria. Nadie lo ha dicho hasta este instante. Adriana ha sido para mí como una esfinge, por momentos tierna y hasta audaz, como cuando su mano acarició la mía en el palacio de los Médicis, o cuando sentí la dulzura de su pecho en la balaustrada del
cortile
; por momentos también despiadada y traidora, como cuando se prendó de mi paje, desairando mi cuidadosa porfía, y afrentó mi orgullo. Me inspiró muchos versos perdidos. Años más tarde, en un tiempo en que su recuerdo amoroso había sido sustituido por otros, más hondos, seguí cantándola por medio de estériles ejercicios literarios. Había sido una emoción y se transformó en un tema. En el curso de aquella remota noche florentina, la lloré abrazado a Lorenzino y a Clarice creyendo, en mi ingenuidad y en mi desengaño, que no me consolaría nunca. Lloraba también por mi vergüenza en lo de Pantasilea, por Beppo, por Abul. Lloraba por ella y por mí mismo, tal vez más por mí mismo.
Y a la mañana siguiente, tibias aún mis lágrimas, fui pérfidamente desleal a la remembranza de Adriana dalla Roza.
Salía yo, temprano, de la mortuoria cámara, cuando Nencia se acercó a hablarme.
—Has sufrido, príncipe —me dijo—, lo sé. Y no has sufrido únicamente por el fin de Adriana.
La alusión a mi fracaso ante Pantasilea era demasiado clara para que no la entendiese. Estaba junto a mí con su maduro cuerpo brindado en la generosidad del ropaje. Me tomó una mano:
—No te inquietes —añadió—; un Orsini no puede ser objeto de menoscabos.
Apartóse luego un poco y me hizo una reverencia:
—Quisiera ayudarte.
La miré con más detención que otras veces, y eso que la conocía bien: opulenta, firmes las caderas pródigas, una sombra en el labio superior, los ojos negros, con una expresión entre autoritaria y suplicante. Me alzó, me envolvió en sus brazos, me besó en la boca largamente, y sentí que mi cuerpo despertaba de su sopor y le respondía.
—Tenemos que considerar este asunto más por lo menudo —me susurró al oído, y recordé palabras casi iguales de Pantasilea—. Aquí te aguardo dentro de una hora.
Regresó a la habitación de Adriana y yo me dirigí a la mía. Temblaba y creí que iba a dar diente con diente. Aquella mujer de cuarenta años, tan fuerte y tan sumisa, tan obsecuente y tan experimentada, ante quien los de mi casa poseían un prestigio legendario; aquella mujer que había heredado de sus mayores un fervor enriquecido a lo largo de centurias de servidumbres dedicadas a glorificar a los Orsini, quienes habían concluido transmutándose, para ella y los suyos, en unos ídolos lejanos y todopoderosos, labrados en un metal tan divino que sus jorobas se volvían aureolas y su ronquera majestad; aquella mujer fanática, efervescente, transportada en su frivolidad modesta por los ritos del acatamiento mundano, codiciosa de señores, ávida de familiaridades ilustres; aquella mujer había esperado pacientemente la muerte de Adriana para invadir mi intimidad, como si con Adriana se hubiera quebrado la única traba que se interponía entre nosotros, y ya no pudiera contenerse en su afán de obtener una relación extrema. Su actitud me llenó de ufanía y de miedo. Alguien, fuese por lo que fuese, me deseaba concretamente, me deseaba. Para los cálculos de alguien, el pequeño exiliado de la espalda deforme representaba la pasión, con su violencia y sus complicaciones. Libre del recato que le imponía mi sentimiento agudo, que ardía como una lámpara mientras yo velaba junto al lecho de la joven agonizante, libre de esa joven y de su fascinación, la plebeya osaba aproximarse a sus dioses y convivir con ellos. Yo intuí en su actitud, antes que la probabilidad del placer, la hipotética ocasión de redimirme. Si Nencia, que me conmovía tan extrañamente, no lo lograba, ninguno podría conseguir mi rehabilitación. Era imprescindible que yo lo intentase, pero vacilé. Tantas zozobras me habían agitado en el curso de las últimas horas, sucediéndose sin concederme descanso, que actuaba como un autómata en las manos del Destino. Acudiría… no acudiría… Si todo terminase como en la casa de Pantasilea, estaba perdido para siempre. No pensé en Adriana, en su rígida carne aún templada, en su alma que flotaba alrededor de nosotros. Pensé solamente en mí mismo.