—Puede que quiera llegar al aeropuerto —reflexionó en voz alta Bodenstein.
—Esperemos que no —le contestó ella, que esperaba noticias de Tobias Sartorius.
Bodenstein miró de reojo deprisa a su compañera, que estaba blanca de la tensión. ¡Menudo día! Apenas había aflojado la enorme presión de las semanas pasadas al encontrar a Thies y Amelie, los acontecimientos se precipitaron. ¿De veras había despertado esa misma mañana en la cama de Nicola?
—¡Se dirigen a la ciudad! —decía Pia por radio en ese preciso instante, ya que Terlinden enfilaba Westkreuz en lugar de meterse en la A 5—. ¿Qué pretenden?
—Quieren dejarnos atrás en el centro —aventuró Bodenstein.
Los limpiaparabrisas despejaban el cristal a toda velocidad. La nieve había dado paso a una lluvia intensa, y Terlinden conducía a una velocidad muy superior a la permitida. Difícilmente se detendría ante un semáforo en rojo, y solo les faltaba que a algún peatón se le ocurriera cruzar la calle.
—Ha llegado al recinto ferial, tuerce a la derecha en la Friedrich-Ebert-Anlage —avisó Pia—. Va por lo menos a ochenta, ¡despejad las calles!
Bodenstein tenía que concentrarse. El firme mojado reflejaba las luces de freno rojas de los vehículos que se habían pegado al borde de la calzada y la luz azul de los coches patrulla, que, en efecto, bloqueaban el tráfico de todas las bocacalles.
—Creo que dentro de poco voy a necesitar gafas —musitó, y aceleró para no perder a Terlinden, que se saltaba el tercer semáforo en rojo. ¿Qué se proponían? ¿A dónde querían ir?
—¿Te has parado a pensar que igual esa mujer…? —empezó Pia, pero entonces chilló—: ¡Tuerce! ¡A la derecha! ¡Ha girado!
De manera totalmente inesperada, sin reducir la velocidad ni poner el intermitente, en la plaza de la República Terlinden se había metido en la Mainzer Landstrasse, una arteria de la ciudad. Bodenstein dio un volantazo a la derecha y apretó los dientes cuando el Opel derrapó y estuvo a punto de estamparse contra un tranvía.
—Maldita sea, qué poco ha faltado —gruñó—. ¿Adónde ha ido? ¡Ya no lo veo!
—¡A la izquierda, a la izquierda! —Con los nervios, a Pia se le había olvidado cómo se llamaba la calle, aunque había trabajado muchos años justo enfrente, en la antigua Jefatura. Comenzó a mover un dedo ante la cara de Bodenstein—. Se ha metido por ahí, ¡por ahí!
—¿Dónde? —se oyó preguntar por radio—. ¿Dónde están?
—Se han metido por la Ottostrasse —contestó Bodenstein—. Ya los veo; no, no son ellos. ¡Maldita sea!
—¡Que el resto vaya directo a la estación! —dijo Pia por radio a voz en grito—. Puede que solo quiera librarse de nosotros.
Se inclinó hacia delante.
—¿Derecha o izquierda? —preguntó él al llegar a la calle Poststrasse, en la parte norte de la estación central. Tuvo que pisar el freno a fondo, ya que por la derecha venía lanzado un coche. Aceleró de nuevo, profiriendo imprecaciones como un poseso, y decidió instintivamente girar a la izquierda.
—Madre mía —comentó ella sin apartar la vista de la calzada—. No sabía que conocieras semejantes expresiones.
—Tengo hijos —respondió Bodenstein al tiempo que reducía la velocidad—. ¿Tú ves el coche?
—Aquí hay cientos de coches —se quejó Pia. Había bajado la ventanilla y oteaba la oscuridad. Más adelante había coches patrulla con la luz azul parpadeando, y a pesar de la lluvia torrencial que estaba cayendo, los transeúntes se detenían a curiosear—. ¡Ahí! —gritó Pia tan de repente que Bodenstein se llevó un susto de muerte—. ¡Ahí están! ¡Saliendo del aparcamiento!
¡En efecto! Segundos después, el Mercedes negro volvía a estar delante de ellos y aceleraba por la calle Baseler de tal modo que a Bodenstein le costó lo suyo no quedarse atrás. Cruzaron a toda velocidad la plaza Baseler hacia el puente Friedensbrücke, y Bodenstein rezó en silencio. Pia seguía informando de su posición. El Mercedes enfiló el paseo Kennedyallee a 120 kilómetros por hora, seguido de una hilera de coches patrulla. Ahora también había compañeros delante, aunque no intentaron detenerlo.
—Se dirigen al aeropuerto —dijo Pia a la altura del hipódromo de Niederrad.
Apenas lo dijo, Terlinden atravesó los tres carriles de la calzada de derecha a izquierda, rozó el bordillo y derrapó un instante en los raíles del tranvía. Pia casi no pudo dar cuenta del cambio de sentido a la misma velocidad que lo hizo Terlinden. Los coches patrulla que lo precedían ya iban por el carril del aeropuerto y no pudieron girar, pero Bodenstein y Pia continuaron detrás cuando el coche, en una arriesgada maniobra, invadió la Isenburger Schneise. En esa carretera, recta, Terlinden aceleró sin miramientos, y Bodenstein sudó tinta cuando se vio obligado a imitarlo. Sin embargo, de pronto ante él se iluminaron las luces de freno, el pesado Mercedes dio un bandazo y se metió en el carril contrario. Bodenstein pisó el freno de tal forma que también su coche patinó. ¿Le habría pegado un tiro Lauterbach a su rehén en plena marcha?
—¡Una rueda trasera ha reventado! —exclamó Pia, que comprendió en el acto la situación—. Así no llegarán muy lejos...
Así fue. Tras la demencial carrera, Terlinden puso el intermitente izquierdo y giró en dirección a Oberschweinstiege. Atravesó el bosque a cuarenta, cruzó las vías y finalmente se detuvo en el aparcamiento del bosque, a unos cientos de metros. Bodenstein también paró, y Pia se bajó del vehículo a toda velocidad, indicó a los compañeros de los coches patrulla que formaran un círculo alrededor del Mercedes y se subió de nuevo al coche. Bodenstein dio orden por radio de permanecer en los vehículos. Daniela Lauterbach aún iba armada, y no quería correr un riesgo innecesario y poner en juego la vida de nadie, tanto más cuanto que en breve entraría en acción una Unidad de Intervención Policial. Sin embargo, de repente se abrió la puerta del conductor del Mercedes. Bodenstein contuvo la respiración y se irguió. Terlinden se bajó del automóvil. Tambaleándose ligeramente, se agarró a la puerta del coche y echó un vistazo a su alrededor. Después levantó las manos y permaneció inmóvil a la luz de los faros.
—¿Qué está pasando? —farfulló alguien por radio.
—Se ha detenido y se ha bajado del coche —informó Bodenstein—. Vamos a salir.
Le hizo una señal a Pia y ambos se bajaron y se acercaron a Terlinden. Pia apuntaba con el arma al Mercedes, preparada para apretar el gatillo al menor movimiento.
—No hace falta que dispare —indicó Claudius Terlinden al tiempo que bajaba los brazos.
Pia tenía los nervios de punta cuando abrió la portezuela trasera del Mercedes y apuntó al interior. La tensión cedió y dio paso a una gran decepción: en el asiento no había nadie.
—De pronto apareció en mi despacho y me amenazó con una pistola —Claudius Terlinden explicó entrecortadamente. Estaba sentado a la estrecha mesa de uno de los coches celulares, pálido y contrito, al parecer en un fuerte estado de shock.
—Continúe —pidió Bodenstein.
Terlinden iba a pasarse la mano por la cara cuando advirtió de nuevo que iba esposado. A pesar de su alergia al níquel, pensó Pia con cinismo, observándolo sin ninguna lástima.
—Me… me obligó a abrir la caja fuerte —prosiguió Bodenstein con voz trémula—. Ya no recuerdo exactamente qué pasó. Abajo, en el vestíbulo, apareció de pronto Tobias. Con la chica. El…
—¿Con qué chica? —lo interrumpió Pia.
—Con… con…, ahora mismo no recuerdo su nombre.
—¿Amelie?
—Sí, eso, creo que se llama así.
—Bien. Continúe.
—Daniela disparó a Tobias sin vacilar, y luego me obligó a subir al coche.
—¿Qué fue de Amelie?
—No lo sé. —Terlinden se encogió de hombros—. No sé nada más. Me limité a conducir sin parar, tal como me ordenó ella.
—Y en la estación central se bajó —razonó Bodenstein.
—Sí. Me dijo: «Ahora a la derecha». Y luego: «Ahora a la izquierda». Yo hice exactamente lo que me decía.
—Comprendo. —Bodenstein asintió y después se inclinó hacia delante. Su voz se tornó cortante—. Lo que no entiendo es por qué no se bajó usted en la estación. ¿A qué vino esa peligrosa carrera por la ciudad. ¿Tiene usted idea de lo fácilmente que podría haberse producido un accidente?
Pia se mordía el labio inferior sin perder de vista a Terlinden. Justo cuando Bodenstein se volvió hacia ella, Claudius Terlinden cometió un error. Hizo algo que no habría hecho nadie en un fuerte estado de shock: consultó el reloj.
—¡Miente usted más que habla! —espetó Pia enfadada—. ¡Están conchabados! Solo quiere ganar tiempo. ¿Dónde está Lauterbach?
Terlinden aún trató por unos minutos de mantener la tapadera, pero Pia no cejó en su empeño.
—Tiene razón —admitió el detenido al fin—. Queríamos irnos juntos. El avión sale a las 23.45. Si se dan prisa, quizá la cojan.
—¿Dónde? ¿Adónde pensaban ir? —Pia tuvo que hacer un esfuerzo para no agarrar a Terlinden por los hombros y zarandearlo—. ¡Hable de una vez! ¡Esa mujer ha disparado a una persona! Eso se llama asesinato. Y si no empieza a soltar la verdad, le juro que va a saber usted lo que es bueno. ¡Así que hable! ¿Qué avión pretende coger Daniela Lauterbach? ¿Con qué nombre?
—El de São Paulo —musitó Terlinden, cerrando los ojos—. Como Consuelo la Roca.
—Yo voy al aeropuerto —decidió Bodenstein fuera, delante del coche celular—. Tú continúa con Terlinden.
Pia asintió. Le estaba destrozando los nervios el hecho de no saber nada de los compañeros de Altenhain. ¿Qué sería de Amelie? ¿Le habría disparado Lauterbach también a la chica? Pidió a uno de los agentes que se informara sobre su estado y subió de nuevo al Volkswagen.
—¿Cómo ha podido hacerlo? —inquirió Pia—. Daniela Lauterbach ha estado a punto de matar a su hijo Thies, después de tenerlo completamente drogado durante años.
Terlinden cerró un momento los ojos.
—Usted no lo entiende —replicó cansado, y desvió la mirada.
—Pues entonces explíquemelo. Explíqueme por qué Daniela Lauterbach maltrató de tal forma a Thies y le prendió fuego al invernadero.
Claudius Terlinden abrió los ojos y los clavó en Pia. Pasó un minuto, dos.
—Me enamoré de Daniela la primera vez que mi hermano la trajo a casa —dijo de pronto—. Un domingo, el 14 de junio de 1976. Fue amor a primera vista. A pesar de todo, un año más tarde se casó con mi hermano, aunque no tenían nada que ver. Fueron muy desgraciados. Daniela triunfaba en su profesión, mi hermano estaba a su sombra. Él la maltrataba cada vez más a menudo, incluso delante del personal. El verano de 1977 sufrió un aborto, al año otro, y luego otro más. Mi hermano quería un heredero, estaba furioso y le echaba la culpa a ella. Luego, cuando mi mujer tuvo gemelos, la cosa ya se salió de madre.
Pia escuchaba en silencio, cuidándose mucho de interrumpir la confesión.
—Quizá Daniela se hubiese divorciado, pero unos años después mi hermano enfermó de cáncer. Incurable. Y en ese estado, ella ya no quiso abandonarlo. Murió en mayo de 1985.
—Qué oportuno para ustedes dos —observó Pia con sarcasmo—. Pero eso no explica por qué quería usted ayudarla a huir, a pesar de que hubiera secuestrado a Amelie y Thies y los encerrara en un sótano. De no haberlos encontrado nosotros por casualidad, se habrían ahogado, porque la señora Daniela Lauterbach inundó el sótano.
Claudius Terlinden alzó los ojos perplejo.
—¿De qué está hablando?
De repente, Pia cayó en la cuenta de que Terlinden tal vez no supiera lo que había hecho Daniela Lauterbach. Antes había ido al hospital a ver a su hijo, pero probablemente no llegaran a hablar debido al trágico incidente. Aparte de que Thies apenas habría podido contarle nada a su padre. De manera que Pia expuso a Claudius Terlinden con pelos y señales la tentativa a traición de Daniela Lauterbach de matar a Amelie y Thies.
—No es cierto —musitó él con creciente desconcierto.
—Lo es. Daniela Lauterbach quería matar a su hijo Thies porque él vio cómo su marido, Gregor, mataba a Stefanie Schneeberger. Y en cuanto a Amelie, tenía que morir porque había averiguado el secreto por boca de Thies.
—¡Dios mío! —Terlinden se pasó ambas manos por el rostro.
—Me da la impresión de que no conocía muy bien a su gran amor, si de verdad quería huir con ella. —Pia cabeceó.
Terlinden miraba al frente.
—Soy un idiota. Toda la culpa es mía. En su día, yo mismo le ofrecí la casa a Albert Schneeberger.
—¿Qué tiene que ver con esto Schneeberger?
—Stefanie volvió completamente loco a Thies. Estaba colado por ella, y un día la vio haciendo con Gregor… bueno…, ya sabe. Thies sufrió un acceso de rabia, atacó a Gregor y tuvimos que ingresarlo en el psiquiátrico. Una semana antes de la tragedia, mi hijo volvió a casa, de lo más cuerdo otra vez. La medicación había obrado un milagro en él. Después, Thies vio cómo Gregor mataba a Stefanie.
Pia se quedó sin aliento, casi con la boca abierta.
—Gregor quiso salir corriendo, pero de pronto, Thies se le plantó delante. Así, de repente, mirándolo y sin decir palabra, a su manera. Gregor echó a correr a casa despavorido, llorando como un niño. —La voz de Terlinden se tiñó de desdén—. Daniela me llamó, nos vimos en el pajar de Sartorius. Thies estaba sentado junto a la chica muerta. En ese momento me pareció que lo mejor sería ocultar el cuerpo en alguna parte, y solo se me ocurrió para ello el antiguo búnker que había bajo el invernadero. Pero no había manera de apartar a Thies: tenía fuertemente agarrada la mano de Stefanie. Entonces, a Daniela se le ocurrió la idea de decirle que él cuidaría de Stefanie. Era arriesgado, pero funcionó. Durante once años. Hasta que apareció la tal Amelie. Sí, esa pájara curiosa lo fastidió todo.
Así que él y Daniela habían sabido la verdad sobre Laura y Stefanie todos esos años y no habían dicho nada. ¿Cómo habían podido vivir sabiendo algo tan horrible?
—¿Y quién pensaba usted que había secuestrado a esa chica y a su hijo?
—Nadja —contestó Claudius Terlinden con tono desabrido—. La noche que Gregor mató a Stefanie la vi en el pajar, pero no se lo conté a nadie. —Lanzó un hondo suspiro—. Después hablé con ella —continuó—. Se mostró muy razonable, y cuando le conseguí un contacto en televisión gracias a un viejo amigo, me prometió no decir palabra jamás. Se fue de Altenhain, como siempre había querido, e hizo carrera. Así volvió la calma. Todo iba bien... —Se frotó los ojos—. No habría pasado nada si todo el mundo se hubiera atenido a las reglas del juego.