Tobias se fue del hospital y echó a correr. Nadie intentó detenerlo. Atravesó la oscura calle Eichwald, y poco a poco el frío fue poniendo en orden el revoltijo de ideas. Nadja, Jörg, Felix, su padre. Todos lo habían abandonado, traicionado o decepcionado, ya no tenía a nadie a quien acudir. En el gris uniforme de su desamparo se mezclaban notas de ira de un rojo vivo. Con cada paso que daba aumentaba su odio hacia quienes le habían destrozado la vida, le cortaba el aire y hacía que se detuviera jadeando. El corazón le pedía a gritos venganza por todo lo que les habían hecho a él y a sus padres. No tenía nada que perder, nada en absoluto. En su cabeza iban encajando cada vez más piezas del puzle; de pronto todo tenía sentido. Tobias fue consciente de repente de que con la muerte de su padre, probablemente él fuese el último que estaba enterado del secreto de Claudius Terlinden y Daniela Lauterbach. Apretó los puños con fuerza cuando recordó lo que había sucedido veinte años antes, algo que su padre encubrió para ayudarlos a ambos.
Por aquel entonces él tenía siete u ocho años y, como tantas otras veces, había pasado la tarde en la pieza contigua al restaurante. Su madre no estaba, por lo cual nadie se había acordado de mandarlo a la cama. Acabó despertando en el sofá, en mitad de la noche. Se levantó, se dirigió a la puerta y escuchó una conversación que no supo explicarse. A la barra se hallaban sentados únicamente Claudius Terlinden y el anciano señor Fuchsberger, que cenaba casi todas las noches en el Zum Goldenen Hahn. Tobias había visto ya bastantes borrachos para saber que don Herbert Fuchsberger, el venerable notario, estaba como una cuba.
—¿Qué importancia tiene? —dijo Claudius Terlinden al tiempo que le hacía una señal a su padre para que llenara de nuevo el vaso del notario—. A mi hermano le traerá sin cuidado, está muerto.
—Me meteré en un lío —masculló Fuchsberger de manera casi ininteligible—. Si llegara a saberse...
—¿Y por qué iba a llegar a saberse? Nadie sabe que Willi cambió el testamento.
—No, no y no. No puedo —se lamentó el notario.
—Subo la oferta —replicó Terlinden—. No, no la subo, la duplico. Cien mil. No está mal, ¿eh?
Tobias vio que Terlinden le guiñaba un ojo a su padre. Así estuvieron un rato, hasta que el anciano se dio por vencido.
—Bien —accedió—. Pero tú te quedas aquí. No quiero que nadie te vea por casualidad en la notaría.
A continuación, el padre de Tobias se llevó al señor Fuchsberger mientras Claudius Terlinden permanecía en la barra. Tobias probablemente no hubiera entendido nunca lo que pasó esa noche de no haber encontrado años después en la caja de caudales del despacho de su padre un testamento cuando buscaba el justificante del seguro. Por un momento se preguntó qué hacía el testamento de Wilhelm Terlinden en la caja de su padre, pero la matriculación de su primer coche propio era mucho más importante. Tobias no volvió a pensar en ello en los años que transcurrieron, lo apartó de su cabeza y terminó olvidándolo, pero de pronto todo volvía a estar presente, como si el shock sufrido por la muerte de su padre hubiese abierto una cámara secreta en su cerebro.
—¿A dónde vamos?
La voz de Amelie sacó a Tobias de sus sombríos recuerdos. La miró, apoyó su mano en la de ella y se sintió reconfortado. Los oscuros ojos de la chica rebosaban auténtica preocupación por él. Sin todo ese metal en la cara y el peinado extravagante, era preciosa. Mucho más de lo que nunca lo había sido Stefanie. Amelie no había vacilado un segundo en abandonar el hospital con él de tapadillo cuando le dijo que aún tenía una deuda que saldar. Las maneras rudas y ariscas de la chica no eran más que una fachada, se había dado cuenta de ello nada más conocerla, en la iglesia. Tras sufrir tantos desengaños y traiciones, a Tobias le seguía sorprendiendo todavía la honradez desinteresada y la falta de premeditación de Amelie.
—Vamos un momento a mi casa, después he de hablar con Claudius Terlinden —le contestó—. Pero tú te quedas en el coche. No quiero que te pase nada.
—No pienso dejarte solo con ese cerdo —se opuso ella—. Si estamos juntos, no te hará nada.
Pese a todo, no pudo evitar sonreír. Además, la chica era valiente. En su corazón se encendió una minúscula llama de esperanza, como una vela cuya luz quisiera abrirse paso entre la niebla y la oscuridad. Después de todo, tal vez hubiese un futuro para él cuando aquello terminara de una vez.
Cosima no se había movido del sitio. Seguía tras el sillón, viendo cómo su marido abría las maletas y metía dentro su ropa.
—Esta es tu casa —dijo transcurrido un buen rato—. No tienes por qué irte.
—Aun así me voy. —No la miró—. Era nuestra casa. No quiero seguir viviendo aquí. Puedo irme a la vieja casa del cochero, en la finca, lleva vacía algún tiempo. Es la mejor solución. Así cuando te vayas, mis padres, o bien Quentin y MarieLouise podrán cuidar de Sophia.
—Menudas prisas —comentó, mordaz—. Ya veo que has hecho borrón y cuenta nueva.
Él lanzó un suspiro.
—No, yo no —repuso—. Has sido tú. Yo únicamente acepto tu decisión, como he hecho siempre, e intento adaptarme a la nueva situación. Te has decidido por otro, y yo no puedo hacer nada, pero tengo intención de seguir viviendo a pesar de todo.
Durante un segundo se planteó si contarle a Cosima que se había acostado con Nicola. Se acordó de algunas observaciones cáusticas que Cosima había hecho de esta desde que se enteró de que él trabajaba con su ex. Pero habría sido bajo y rastrero.
—Alexander y yo trabajamos juntos —dijo Cosima—. No me he… decidido por él.
Bodenstein siguió metiendo camisas en las maletas.
—Pero tal vez congenie más contigo que yo. —Levantó la mirada—. ¿Por qué, Cosima? ¿Tanta necesidad de aventuras tenías en tu vida?
—No, no es eso. —Se encogió de hombros—. No hay ninguna explicación racional. Ni tampoco excusas. Sencillamente, Alex se cruzó en mi camino en el momento equivocado. Estaba enfadada contigo, por lo de Mallorca.
—Y te metiste en la cama con él porque estabas enfadada conmigo. —Bodenstein sacudió la cabeza y cerró una de las maletas. Se irguió—. Pues qué bien.
—Oliver, por favor, no lo eches todo por la borda —dijo Cosima, suplicante—. He cometido un error, lo sé. Y lo siento mucho. Pero son tantas las cosas que nos unen...
—Y más aún las que nos separan —espetó él—. Nunca podré volver a confiar en ti, Cosima. Y yo sin confianza no puedo ni quiero vivir.
Bodenstein la dejó allí plantada y fue al cuarto de baño. Cerró la puerta, se desvistió y se metió en la ducha. Bajo el agua caliente, sus músculos agarrotados se relajaron, la tensión cedió. Se retrotrajo a la noche anterior y a las muchas noches que vendrían. No volvería a estar desvelado y muerto de preocupación por lo que Cosima estuviera haciendo en el otro hemisferio del mundo, si estaba bien o no, si corría algún peligro, había sufrido un accidente o estaba con otro en la cama. Le sorprendió que esa idea, en lugar de entristecerlo, le proporcionara un alivio inmenso. Ya no tenía por qué seguir viviendo conforme a las reglas de Cosima. Y en ese preciso instante se propuso firmemente que nunca más volvería a vivir conforme a las reglas de nadie salvo las suyas propias.
Esperaba no llegar demasiado tarde, pero apenas llevaban un cuarto de hora en el coche cuando apareció el Mercedes negro y se detuvo prácticamente delante del portón con remates puntiagudos del recinto empresarial de Terlinden. El portón se deslizó hacia un lado como por ensalmo, y las luces de freno del Mercedes se apagaron y él arrancó y desapareció.
—¡Ahora, deprisa! —siseó Tobias.
Se bajaron del coche y cruzaron la puerta justo antes de que se cerrara. La garita estaba desierta. De noche solo había cámaras de vigilancia, hacía tiempo que no había guarda, como antes, Tobias se había enterado por su amigo Michael, que trabajaba para Terlinden. Trabajaba antes, se corrigió mentalmente, pues ahora Michael estaba en la cárcel, al igual que Jörg y Felix y Nadja.
Había empezado a nevar ligeramente. Siguieron en silencio las huellas que habían dejado los neumáticos del Mercedes. Tobias aminoró ligeramente el paso. Iba agarrado a Amelie, que tenía la mano congelada. Durante los días de cautiverio había adelgazado mucho, y en realidad estaba demasiado débil para hacer lo que iban a hacer. Pero ella había insistido en acompañarlo. Pasaron por delante de las grandes naves industriales en silencio. Al doblar la esquina vieron que en la última planta del edificio de administración se encendía la luz. Abajo, a la entrada, estaba el Mercedes negro, bajo la luz anaranjada del alumbrado nocturno. Tobias y Amelie atravesaron el aparcamiento, que no estaba iluminado, y llegaron a la entrada del edificio.
—La puerta está abierta —susurró Amelie.
—Preferiría que esperaras aquí —dijo Tobias, mirándola.
Amelie, cuyos ojos parecían enormes en su rostro afilado y pálido, sacudió la cabeza con vehemencia.
—Ni hablar. Voy contigo.
—Está bien. —Él respiró hondo y le dio un abrazo breve y fuerte—. Gracias, Amelie. Gracias por todo.
—No digas bobadas —rechazó ella—. Vamos.
Tobias esbozó una sonrisa y asintió. Cruzaron el amplio vestíbulo, pasaron por delante del ascensor y subieron por la escalera, que tampoco estaba cerrada. Al parecer, Claudius Terlinden no tenía miedo de los ladrones. En la cuarta planta, Amelie estaba ya sin aliento, y se apoyó un momento en el pasamanos hasta que su respiración se hubo normalizado. La pesada puerta de cristal hizo un ruido sordo cuando Tobias la abrió. Se detuvo un instante para aguzar el oído en los oscuros pasillos, iluminados únicamente por lucecitas tenues situadas cerca del suelo. Avanzaron por el pasillo cogidos de la mano. Tobias notaba que el corazón le golpeaba en el pecho debido al nerviosismo. Paró al oír la voz de Claudius Terlinden a través de una puerta entreabierta al fondo del pasillo.
—… prisa. Si nieva más, tal vez el aparato no pueda despegar.
Tobias y Amelie se miraron un instante. Por lo visto, Terlinden estaba hablando por teléfono. Era evidente que habían llegado justo a tiempo, pues daba la impresión de que quería ir a alguna parte en avión. Siguieron andando. De pronto oyeron otra voz, y su timbre hizo que Amelie se estremeciera y cogiera de la mano a Tobias.
—¿Qué te pasa? —preguntó Daniela Lauterbach—. ¿A qué estás esperando?
La puerta se abrió por completo y una luz viva inundó el pasillo. Tobias pudo abrir la puerta de un despacho que tenía detrás justo a tiempo. Tiró de Amelie y se refugió en la oscuridad con ella, con el corazón latiéndole a toda velocidad.
—¡Vaya! ¿Qué está haciendo esa aquí? —musitó Amelie desconcertada—. ¡Quiso matarnos a Thies y a mí! Y Terlinden lo sabe perfectamente.
Tobias asintió, tenso. Pensaba febrilmente cómo detenerlos. Debía impedir que se fueran y desapareciesen para siempre. De haber estado solo, sencillamente les habría pedido cuentas, pero no podía poner en peligro a Amelie bajo ningún concepto. Su mirada recayó en el escritorio.
—Escóndete ahí debajo —pidió con un susurro. Amelie iba a protestar, pero él se mantuvo en sus trece. Esperó a que ella estuviera bajo la mesa y acto seguido cogió el teléfono y se lo llevó al oído. Con la tenue luz de fuera apenas veía el aparato. Pulsó un botón con la esperanza de que fuese de una línea externa. ¡Bingo! Oyó la señal para marcar. Con dedos temblorosos marcó el 112.
Estaba delante de la caja fuerte, abierta, con una mano se masajeaba el cuello dolorido, absorto en sus pensamientos y con la mirada perdida. Desde el accidente en el hospital, estaba aturdido. No dejaba de pensar que el corazón le latiría a destiempo y se detendría. ¿Tendría que ver con la breve falta de oxígeno que había sufrido? Sartorius se había abalanzado sobre él como una fiera y le apretó el cuello con una fuerza inesperada, hasta el extremo de que llegó a ver puntitos centelleantes. Durante unos segundos tuvo la certeza de que le había llegado su hora. Nunca antes lo habían agredido físicamente, hasta ese día la expresión «morirse de miedo» carecía de significado para él. Sin embargo, ahora sabía qué se sentía al ver la muerte tan de cerca. No recordaba cómo había conseguido librarse de las garras de ese loco, pero de pronto, Sartorius estaba tendido en el suelo, en medio de un charco de sangre. Tremendo, absolutamente tremendo. Claudius Terlinden fue consciente de que seguía en estado de shock.
Observó a Daniela, que estaba arrodillada bajo su mesa, atornillando la carcasa del ordenador con cara de concentración. El disco duro, que había cambiado por otro, ya estaba en una de las maletas. Daniela había insistido en ello, aunque él no lo consideraba necesario, ya que no había guardado nada en el ordenador que pudiera interesarle a la Policía. Nada había salido como él planeara. A posteriori, Claudius Terlinden tuvo que admitir que haber encubierto la participación de Lars en el asesinato de Laura Wagner había sido un gravísimo error. No sopesó lo bastante las consecuencias que se derivarían del hecho de apartar a su hijo de la línea de fuego. Esa decisión, en sí misma insignificante, hizo luego necesarias muchas más. La red de mentiras acabó por volverse tan densa e intrincada que había provocado unos daños colaterales lamentables, pero inevitables. Si esos aldeanos idiotas le hubieran hecho caso en lugar de actuar por su cuenta, no habría pasado nada. Pero la pequeña grieta que se había abierto con el regreso de Tobias Sartorius se convirtió en un agujero enorme, un abismo negro. Y toda su vida, sus normas, los rituales cotidianos que le proporcionaban seguridad, todo eso se había visto arrastrado por aquella vorágine de acontecimientos infernales.
—¿Qué te pasa? ¿A qué estás esperando?
La voz de Daniela lo arrancó de sus pensamientos. Daniela se puso de pie con un ¡ay! y lo escrutó con una expresión desdeñosa. Claudius Terlinden se dio cuenta de que aún tenía la mano en el cuello y se volvió. Sin duda ella debía de contar desde hacía tiempo con que la cosa pudiera salir mal. Su plan de fuga era perfecto, estaba pensado hasta el más mínimo detalle. A él, por el contrario, lo había pillado por sorpresa. ¡Nueva Zelanda! ¿Qué iba a hacer allí? El centro de su vida estaba aquí, en el pueblo, en ese edificio, en esa habitación. No quería irse de Alemania, aun cuando en el peor de los casos ello significara pasar unos años en la cárcel. La idea de instalarse en un país extranjero con una identidad falsa le desagradaba, es más, le daba miedo. En Altenhain era alguien, la gente lo conocía y lo respetaba, y sin duda las aguas volverían a su cauce. En Nueva Zelanda sería un don nadie, un fugitivo anónimo para siempre.