—¡Cierra el pico! —exclamó Pia con dureza. Hasse le dirigió una sonrisa mordaz.
—Me di cuenta desde el principio. Los demás solo se enteraron cuando empezasteis a tutearos.
Bodenstein dio media vuelta y salió de la casa sin despedirse. Por su parte, Pia aún le dijo a Hasse un par de lindezas y después siguió a su jefe. Este no estaba en el coche. Echó a andar por la carretera y lo encontró arriba, en la linde del bosque, sentado en un banco, con el rostro sepultado en las manos. Pia vaciló un instante, pero después se acercó a su superior y se sentó a su lado en silencio; la madera del banco estaba reluciente debido a la humedad de la niebla.
—No hagas caso de las estupideces de ese idiota amargado y frustrado —aconsejó.
Bodenstein no dijo nada; estaba allí sentado, sin más.
—¿Hay algo que haga bien? —musitó con voz áspera al cabo de un rato—. Hasse anda con tejemanejes con el ministro de Educación y roba declaraciones de expedientes judiciales; Behnke trabaja a escondidas en un bar durante años sin que yo lo sepa; mi mujer me engaña desde hace meses con otro… —Alzó la cabeza, y Pia no pudo evitar tragar saliva al ver la expresión de profunda desesperación en su rostro—. ¿Por qué no me entero de nada? ¿De verdad soy tan presuntuoso? ¿Y cómo voy a hacer mi trabajo, si no consigo poner orden en mi propia vida?
Pia observó los rasgos marcados de su perfil y sintió auténtica pena. Eso que Hasse o tal vez también otros consideraban arrogancia y prepotencia era precisamente la forma de hacer las cosas de Bodenstein. No se entrometía, jamás hacía valer su autoridad. Y aunque se muriese de curiosidad, jamás haría preguntas indiscretas a los suyos. Eso no era indiferencia, sino comedimiento.
—Yo tampoco sabía lo del trabajo de Behnke —afirmó Pia en voz baja—. Y que Hasse robara las declaraciones me ha dejado atónita. —Sonrió—. Hasta hace un instante, ni siquiera sabía nada de nuestra relación secreta.
Bodenstein emitió un sonido inarticulado, a medio camino entre la risa y el suspiro. Después cabeceó desalentado.
—Tengo la sensación de que mi vida entera se desmorona. —Miró al frente—. Solo puedo pensar en que Cosima me engaña con otro. ¿Por qué? ¿Qué podía echar en falta? ¿Qué es lo que he hecho mal?
Se inclinó hacia delante y entrelazó las manos detrás de la cabeza. Pia se mordió los labios. ¿Qué podía decir? ¿Había algún consuelo para él en esa situación? Tras un breve titubeo, le puso una mano en el brazo y apretó con suavidad.
—Quizá hayas hecho algo mal —dijo—, pero cuando hay problemas en una relación, nunca hay un solo culpable. En lugar de buscar explicaciones, harías mejor en pensar cómo seguir adelante.
Bodenstein se frotó la nuca y se irguió.
—Tuve que mirar el calendario para acordarme de cuándo fue la última vez que me acosté con ella —admitió con repentina amargura—. Pero las cosas no son tan fáciles con una niña pequeña que viene corriendo a cada momento.
Pia se sentía incómoda. Aunque a lo largo del último año su relación se había vuelto mucho más estrecha que antes, le seguía resultando embarazoso hablar con su jefe de cosas tan íntimas. Se sacó el paquete de tabaco del bolsillo de la cazadora y se lo ofreció. Él cogió un cigarrillo, lo encendió y dio unas caladas antes de continuar hablando.
—¿Desde cuándo? ¿Cuántas noches me he echado a su lado como un idiota ignorante mientras ella pensaba en otro? Es algo que me pone enfermo.
Ah, poco a poco la desesperación se iba tornando rabia; ¡bien! Pia también encendió un pitillo.
—Pregúntaselo sin más —le recomendó—. Y pregúntaselo cuanto antes. Así no seguirás volviéndote loco.
—¿Y luego? ¿Y si me dice la verdad? ¡Maldita sea! Lo que más me gustaría sería hacer lo que… —No dijo más; tiró el cigarrillo y lo aplastó con el tacón.
—Pues hazlo. Tal vez así te sientas mejor.
—¿Esa es la clase de consejos que me das? —Bodenstein la miró sorprendido, con un amago de sonrisa asomando a las comisuras de su boca.
—Es que, si no, parece que nadie te los da. En el instituto tenía un novio que me dejó. Me habría gustado pegarme un tiro, de tan triste como estaba. Mi amiga Miriam me obligó a ir con ella a una fiesta, y ahí se me cruzó un tío en mi camino que no paró de echarme piropos. Pues eso. Después me sentí mejor. Hay más peces en el mar.
El móvil de Bodenstein sonó. En un principio no le hizo caso, pero finalmente lo sacó del bolsillo suspirando y lo cogió.
—Era Fachinger —informó después a Pia—. Hartmut Sartorius ha llamado: Tobias ha vuelto a casa. —Se levantó del banco—. A ver si tenemos suerte y aún lo pillamos. Sartorius llamó hace dos horas, pero el agente que estaba de servicio acaba de decírselo a Fachinger.
El portón de la casa de los Sartorius estaba completamente abierto. Entraron, se dirigieron a la puerta y llamaron al timbre, pero nadie abrió.
La puerta está entornada —constató Pia, y la empujó.
—¿Hola? —preguntó, metiendo la cabeza en la casa—. ¿Señor Sartorius?
Nada. Avanzó un poco por el pasillo y probó de nuevo.
Decepcionada, dio media vuelta y regresó con Bodenstein, que esperaba ante la puerta.
—Probablemente se haya largado otra vez. Y su padre tampoco está. Maldita sea.
—Echemos un vistazo a la parte de atrás. —Bodenstein sacó el móvil—. Pediré refuerzos.
Pia rodeó la casa. El día del entierro de Laura Wagner, Tobias había vuelto a Altenhain. Desde luego, no había acudido al cementerio, pero durante el sepelio había ardido el estudio de Thies Terlinden, con ayuda de un acelerante de la combustión, según comprobaron bomberos y compañeros de la brigada de investigación de incendios. Era lógico sospechar que Tobias le prendió fuego al invernadero y después volvió a ocultarse.
—… sin sirena, ¿entendido? —le oyó decir Pia a Bodenstein. Esperó a que estuviera con ella.
—Tobias sabía que el pueblo entero estaría en el entierro y podía provocar el incendio sin que nadie lo viese —aventuró—. Lo que no entiendo es por qué nos llamó su padre.
—Yo tampoco lo entiendo —admitió Bodenstein. Echó un vistazo a su alrededor. En anteriores visitas, el portón y todas las puertas estaban siempre cerrados a cal y canto, algo comprensible después de todas las amenazas recibidas y del ataque que había sufrido Tobias. Entonces, ¿por qué ahora estaba todo abierto de par en par? Justo cuando daban la vuelta a la esquina, percibieron un movimiento al fondo. Dos hombres se escabullían por el portón de arriba, y poco después se oyeron las puertas de un coche y un motor. Pia tuvo un mal presentimiento en el acto.
—Esos no eran Tobias y su padre. —Metió la mano en la cazadora y sacó el arma reglamentaria—. Algo va mal.
Abrieron con cautela la puerta del establo y echaron una ojeada dentro. Después, pasaron a la antigua vaqueriza. En la puerta, abierta, se coordinaron en silencio; Pia alzó el arma y entró en la vaqueriza. Echó un vistazo y se quedó helada: en un rincón, en un taburete, estaba Tobias Sartorius, los ojos cerrados, la cabeza contra la pared.
—Mierda —farfulló Pia—. Creo que hemos llegado demasiado tarde.
Ocho pasos de la puerta a la pared. Cuatro pasos de la pared de enfrente a la estantería. Sus ojos se habían acostumbrado hacía tiempo a la oscuridad y su nariz, al olor a podrido y a moho. Por el día entraba algo de luz por una rendija minúscula que había sobre el angosto tragaluz, que por fuera estaba cegado con algo. De esa forma, al menos podía saber si era de día o de noche. Las dos velas se habían consumido hacía tiempo, pero ella sabía lo que había en la caja de la estantería. Aún quedaban cuatro botellas de agua, debía economizar, ya que no tenía la menor idea de cuánto tiempo habrían de durarle. También las galletas empezaban a escasear, al igual que la carne en lata y el chocolate. Y no había nada más. Allí, dondequiera que estuviese, por lo menos adelgazaría unos kilos.
La mayor parte del tiempo estaba cansada, tan cansada que solo dormía, sin poder hacer nada contra ello. Cuando estaba despierta, a veces la invadía una profunda desesperación, y entonces aporreaba la puerta con los puños, lloraba y gritaba pidiendo ayuda. Después volvía a acometerla una indiferencia melancólica, se pasaba horas tumbada en el apestoso colchón e intentaba recordar cómo sería la vida fuera, los rostros de Thies y Tobias. Declamaba de memoria poemas que le venían a la cabeza, hacía flexiones y ejercicios de Tai Chi —no era nada fácil mantener el equilibrio en la oscuridad— o cantaba a voz en grito todas las canciones que se sabía para no volverse loca en ese calabozo húmedo. En algún momento acabaría yendo alguien y la sacaría de allí. Seguro. Creía a pies juntillas en ello. Sencillamente, no tenía la sensación de que el buen Dios la fuera a dejar morir antes de cumplir los dieciocho años. Amelie se hizo un ovillo en el colchón y clavó la vista en la oscuridad. Uno de los últimos trocitos de chocolate se deshacía en su lengua. Masticar y tragar sin más habría sido un auténtico sacrilegio. Poco a poco la fue invadiendo un cansancio plúmbeo, que precipitó sus recuerdos y sus pensamientos en un agujero negro. No paraba de darle vueltas a lo ocurrido. ¿Cómo había ido a parar a ese lugar espantoso? Lo último que recordaba era que había intentado desesperadamente localizar a Tobias, pero ya no era capaz de acordarse de por qué.
Pia se asustó cuando Tobias Sartorius abrió los ojos. No se movió, tan solo la miró en silencio. Los hematomas del rostro habían desaparecido, pero parecía enfermo y exhausto.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Pia al tiempo que se guardaba el arma—. ¿Dónde ha estado todo este tiempo?
Tobias no respondió. Bajo los ojos tenía profundas ojeras, había adelgazado mucho desde la última vez que lo había visto. A duras penas, como si ello le exigiera reunir todas sus fuerzas, levantó un brazo y le entregó una hoja de papel doblada.
—¿Qué es esto?
No le contestó, razón por la cual Pia tomó la hoja y la abrió. Bodenstein apareció a su lado, y ambos leyeron al mismo tiempo los renglones escritos a mano:
Tobi, sin duda te extrañará que te escriba después de tanto tiempo. A lo largo de estos últimos once años no ha pasado un solo día en que no pensara en ti y me sintiese culpable. Has cumplido condena por mí, y yo lo he permitido. Me he convertido en la caricatura de un hombre al que desprecio profundamente. No sirvo a Dios, como siempre quise hacer, sino que soy esclavo de un ídolo. Llevo once años huyendo, me he obligado a no mirar atrás para ver Sodoma y Gomorra. Pero ahora vuelvo la cabeza. Mi huida ha terminado. Soy un fracasado. He traicionado todo lo que significaba algo para mí, hice un pacto con el demonio cuando mentí por primera vez siguiendo el consejo de mi padre. Te traicioné y te vendí a ti, mi mejor amigo. Y el precio ha sido un eterno suplicio. Cada vez que me miraba en el espejo te veía delante. ¡Qué cobarde fui! Yo maté a Laura. No lo hice a propósito, fue un accidente estúpido, pero murió. Le hice caso a mi padre y callé, incluso cuando se supo que te condenarían a ti. Por aquel entonces tomé un camino equivocado que me ha llevado directamente al infierno. Desde aquellos días no he vuelto a ser feliz. Perdóname, Tobi, si es que puedes. Yo no puedo perdonarme. Que sea Dios quien me juzgue.
LARS
Pia dejó caer la carta. Lars Terlinden había fechado su carta de despedida dos días antes, el miércoles, y la escribió en papel del banco en el que trabajaba. Pero ¿cuál había sido el detonante de esa confesión y de su suicidio?
—Lars Terlinden se suicidó ayer —informó Bodenstein, y se aclaró la garganta—. Encontramos su cadáver esta mañana.
Tobias Sartorius no reaccionó, tan solo miraba al frente con fijeza.
—En fin... —Bodenstein le quitó a Pia la carta—. Ahora al menos sabemos por qué Claudius Terlinden asumió las deudas de sus padres y fue a verlo a usted a la cárcel.
—Venga. —Pia tocó en el brazo a Tobias. Solo llevaba una camiseta y unos vaqueros; estaba helado—. De lo contrario le dará algo. Vayamos a casa.
—Violaron a Laura cuando salió de nuestra casa —dijo él de pronto, inexpresivo—. Aquí mismo, en el establo.
Bodenstein y Pia se miraron sorprendidos.
—¿Quiénes? —preguntó Bodenstein.
—Felix, Jörg y Michael. Mis amigos. Estaban borrachos. Laura había estado provocándolos toda la noche. La cosa se descontroló y Laura salió corriendo, directa a los brazos de Lars. Tropezó, se cayó y murió.
Lo dijo sin emoción alguna, casi con indiferencia.
—¿Cómo lo sabe?
—Acaban de estar aquí y me lo han dicho.
—Con once años de retraso —observó Pia. Tobias exhaló un suspiro.
—Metieron a Laura en el maletero de mi coche y la echaron al depósito del viejo aeródromo. Lars se fue. Nunca volví a verlo; era mi mejor amigo. Y hoy llega esta carta…
Sus ojos azules se clavaron en Pia. Solo entonces comprendió ella que, en contra de lo que dictaba el sentido común, no se había equivocado al suponer que Tobias Sartorius era inocente.
—Y de Stefanie ¿qué fue? —inquirió Bodenstein—. ¿Y dónde está Amelie?
Tobias inspiró aire y negó con la cabeza.
—No lo sé. De veras. No tengo ni la más remota idea.
Alguien entró en la vaqueriza. Bodenstein y Pia se volvieron. Era Hartmut Sartorius. Estaba blanco como la pared y a duras penas podía controlar su nerviosismo.
—Lars ha muerto, papá —anunció Tobias en voz baja.
Hartmut Sartorius se agachó delante de su hijo y lo abrazó torpemente. Tobias cerró los ojos y se apoyó en su padre. La estampa conmovió sobremanera a Pia. ¿Acabaría alguna vez el calvario de ambos? El móvil de Bodenstein rompió el silencio. Cogió el teléfono y salió fuera.
—¿Van… van a detener a Tobias? —preguntó Hartmut con voz vacilante, mirando a Pia.
—Tenemos que hacerle algunas preguntas —replicó ella con pesar—. Por desgracia, sigue pesando la sospecha de que Tobias ha tenido algo que ver con la desaparición de Amelie Fröhlich. Y mientras no se disipe…
—¡Pia! —la llamó Bodenstein desde fuera. Ella se volvió y salió. Para entonces ya había llegado el coche patrulla que habían solicitado, los dos agentes se aproximaban a ellos—. Era Ostermann —informó mientras marcaba un número en el teléfono—. Ha descifrado la escritura del diario de Amelie. En lo último que escribió, dice que Thies le enseñó la momia de Blancanieves en el sótano que hay debajo del invernadero. Sí, Bodenstein … Kröger, les necesito a usted y a los suyos en la propiedad de los Terlinden, en Altenhain. Donde se produjo el incendio hoy. Sí, sí, de inmediato.