—Pero la mujer dijo… —empezó Barbara Fröhlich, si bien acto seguido enmudeció desconcertada.
—¿Vio usted los cuadros? —se interesó Bodenstein.
—No… Ella registró la habitación y encontró una puerta oculta tras la cómoda. Y detrás había unos cuadros enrollados. Debió de esconderlos Amelie… Pero no vi lo que había en ellos. La mujer se los llevó, incluso quiso extenderme un justificante.
—¿Y qué aspecto tenía esa supuesta compañera nuestra? —preguntó Pia.
Barbara Fröhlich pareció entender que había cometido un error. Encorvó la espalda y se apoyó en el guardabarros del coche al tiempo que se llevaba un puño a los labios. Pia fue hacia ella y le pasó un brazo por los hombros.
—Tenía… tenía una placa —musitó la madrastra de Amelie, pugnando por no llorar—. Fue tan comprensiva y amable… Dijo… dijo… que con esos cuadros encontrarían a Amelie, y a mí eso era lo único que me importaba.
—No se preocupe —trató de consolarla Pia—. ¿Se acuerda de cómo era la mujer?
—Pelo corto y oscuro. Gafas. Delgada. —Barbara Fröhlich se encogió de hombros, en sus ojos un miedo cerval—. ¿Cree usted que Amelie sigue con vida?
—Pues claro —contestó Pia en contra de lo que en realidad pensaba—. La encontraremos, no se preocupe.
—En los cuadros de Thies aparece el verdadero autor, estoy convencida de ello —le aseguró Pia poco después a su jefe, cuando iban en el coche hacia Neuenhain—. Thies se los dio a Amelie para que se los guardara, pero ella cometió el error de hablarle a alguien de esos cuadros.
—Exacto. —Bodenstein asintió sombrío—. A Tobias Sartorius. Y él envió a alguien a casa de los Fröhlich por los cuadros. Probablemente ya los haya destruido.
—Sin embargo, lo lógico es que a Tobias le dé lo mismo si aparece en los cuadros —objetó Pia—. Ya ha cumplido su condena. ¿Qué podría pasarle? No, no, tiene que ser otra persona que está muy interesada en que esos cuadros no vean la luz nunca.
—¿Quién?
A Pia le costó centrar su sospecha. Comprendió que la primera impresión que le había causado Claudius Terlinden no podría haber sido más falsa.
—El padre de Thies —repuso.
—Puede —confirmó él—. Pero también puede tratarse de alguien a quien ni siquiera estamos teniendo en cuenta porque no lo conocemos. Tuerce aquí a la izquierda.
—Pero ¿a dónde vamos? —Pia accionó el intermitente izquierdo, esperó a que hubiera terminado de pasar el tráfico que venía en sentido contrario y giró.
—A ver a Hasse —contestó Bodenstein—. Vive en la última casa de la izquierda, arriba, en la linde del bosque.
Su jefe no se había inmutado cuando ella le contó lo de la llamada de Ostermann de antes, pero parecía determinado a llegar al fondo de la cuestión sin demora. Poco después aparcó delante de la casita con el jardín diminuto que, como ella sabía, Andreas Hasse terminaría de pagar cuando se jubilara, pues su compañero lo mencionaba a menudo, rebosante de odio por el sueldo miserable que, a su juicio, percibía por su trabajo. Bajaron del coche y se acercaron a la puerta. Bodenstein pulsó el timbre, y fue el propio Hasse el que abrió. Este palideció en el acto y bajó la cabeza con turbación. De manera que Ostermann había dado en el blanco. Increíble.
—¿Podemos pasar? —preguntó Bodenstein.
Entraron en un recibidor oscuro con el suelo de linóleo gastado. En el aire flotaba un olor a comida mezclado con tabaco. La radio sonaba. Hasse cerró la puerta de la cocina. Ni siquiera intentó negarlo, lo confesó todo en el acto.
—Un amigo me pidió que le hiciera un favor —admitió incómodo—. Pensé que no sería para tanto.
—Por favor, Andreas, ¿es que te has vuelto loco? —Pia estaba fuera de sí—. ¿Robar declaraciones de documentos judiciales?
—¿Cómo iba a saber yo que algo de hace tanto tiempo aún era importante? —se limitó a decir—. Me refiero a que de eso hace años, el caso se cerró hace mucho… —Calló al darse cuenta de lo que estaba diciendo.
—Ya sabe lo que significa esto —terció Bodenstein con gravedad—. Tendré que suspenderlo y abrirle un expediente disciplinario. ¿Dónde están los documentos?
Hasse hizo un ademán suplicante.
—Los destruí.
—¿Y eso por qué? —Pia no podía creer lo que estaba oyendo. ¿De verdad pensaba Hasse que nadie se daría cuenta?
—Pia, Sartorius mató a dos muchachas y difamó a todo el mundo, incluso a sus amigos y a su profesor. Lo vi ya entonces, tomé parte en la investigación desde el principio. Era un cerdo frío, y ahora pretende remover de nuevo toda la historia y…
—¡Eso no es cierto! —le cortó Pia—. Soy yo quien tiene dudas. Tobias Sartorius no tiene nada que ver con esto.
—¿Quién es ese amigo que le pidió tan dudoso favor? —inquirió Bodenstein.
Hasse titubeó por un momento.
—Gregor Lauterbach —admitió finalmente, con la cabeza gacha.
En el Zum Schwarzen Ross no cabía un alfiler. Después del entierro, el pueblo entero se había reunido allí para tomar algo en memoria de la fallecida, pero con el café y los bocadillos se habló menos de Laura Wagner que del incendio que habían sufrido los Terlinden, y surgieron conjeturas y especulaciones. Michael Dombrowski, jefe del retén de bomberos de Altenhain, había dirigido la operación. Ya de regreso al parque, se apeó para entrar en el Zum Schwarzen Ross, con el olor a humo y la ropa y el pelo quemados.
—La Policía Judicial cree que ha sido intencionado —informó a sus amigos Felix Pietsch y Jörg Richter, que estaban sentados juntos a una mesita en un rincón con el semblante adusto—. La pregunta es por qué le prendería alguien fuego a esa construcción. —Solo entonces reparó en el abatimiento de sus dos amigos—. ¿Y a vosotros qué os pasa?
—Tenemos que encontrar a Tobi —respondió Jörg—. Y acabar de una vez con todo este asunto.
Felix hizo un gesto de asentimiento.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Michael, sin entender nada.
—¿Es que no ves que la historia se repite? Igual que la otra vez. —Jörg Richter dejó el bocadillo de queso mordido en el plato y sacudió la cabeza asqueado—. Yo no pienso pasar por lo mismo de nuevo.
—Ni yo tampoco —coreó Felix—. La verdad es que no nos queda más remedio.
—¿Estáis seguros? —Michael miró al uno y al otro con incomodidad—. Ya sabéis lo que eso significa. Para todos nosotros.
Felix y Jörg asintieron. Eran conscientes de la gravedad de su plan.
—¿Qué dice Nadja?
—Lo que diga o deje de decir, da lo mismo —repuso Jörg, y respiró hondo—. No podemos esperar más. Si no lo hacemos, puede que ocurra otra desgracia.
—Mejor es un final espantoso que un espanto sin fin —añadió Felix.
—Maldita sea. —Michael se restregó el rostro—. No puedo. Es que… es que… de eso hace tanto tiempo. ¿No podemos dejarlo estar?
Jörg lo miró fijamente y por último negó con la cabeza con resolución.
—Yo no. Nadja acaba de decir en el cementerio que Tobi está en su casa. Voy a verlo ahora mismo y a poner fin a esto.
—Te acompaño —dijo Felix.
Michael vaciló, buscando desesperadamente la forma de mantenerse al margen.
—Tengo que pasarme más tarde por el invernadero —afirmó por fin.
—Y podrás hacerlo. Después —repuso Jörg—. La cosa no se alargará tanto. Venga, vamos.
Daniela Lauterbach se había cruzado de brazos y observaba a su marido con una mezcla de incredulidad y desprecio. Cuando regresó de casa de su vecina se lo encontró sentado a la mesa de la cocina, pálido, envejecido. Antes de que le diera tiempo a quitarse la chaqueta, él empezó a hablar de anónimos, de correos electrónicos y fotos. Las palabras salían de su boca como una cascada, amargas, desesperadas, rebosantes de autocompasión y de miedo. Daniela lo escuchó en silencio y con perplejidad creciente, sin interrumpirlo. Al oír su última petición, no supo qué contestar. Durante un buen rato, en la espaciosa cocina reinó un silencio absoluto.
—¿Qué esperas ahora de mí? —le preguntó con frialdad—. Bien sabe Dios que entonces te ayudé más de la cuenta.
—Ojalá no lo hubieras hecho —replicó él con voz bronca.
Al oír esas palabras, a ella le acometió la furia, una furia sorda, rabiosa, adormecida en lo más profundo de su ser todos esos años. No tendría que haber hecho nada por él, por ese calzonazos sin agallas, ese farolero que no sabía hacer más que darse pisto y pronunciar palabras grandilocuentes. En cuanto se veía en un aprieto, venía arrastrándose y se pegaba a sus faldas lloriqueando. Antes, a ella le gustaba que escuchara sus consejos y le pidiese ayuda cuando no sabía qué hacer. Era su atractivo aprendiz de brujo, su fuente de la juventud, su creación. Cuando se conocieron, hacía más de veinte años, Daniela supo ver en el acto el talento de aquel muchacho de veintiún años. Entonces ella ya era una profesional de éxito, veinte años mayor que él y acomodada gracias a una herencia sustanciosa. En un principio solo quería pasar el rato con él en la cama, pero después le pagó la carrera al hijo sin recursos de un trabajador y lo instruyó en arte, cultura y política. Gracias a sus contactos, le consiguió un empleo de profesor de bachillerato y le allanó el camino hacia la política; el cargo de ministro de Educación y Ciencia fue la guinda. Sin embargo, tras lo ocurrido hacía once años, tendría que haberlo echado de casa. Ese hombre no valía la pena. Era un blandengue ingrato que nunca había sabido apreciar sus esfuerzos ni sus favores.
—Aquella vez debiste hacerme caso y enterrar el gato en el bosque, en lugar de cogerlo con las manos sin más y echarlo en la fosa de Sartorius; de ese modo no habría pasado nada —aseveró ella—. Pero no, querías ser más listo. Por tu culpa, Tobias fue a la cárcel. Por tu culpa, no por la mía.
Al oír sus palabras, el ministro agachó la cabeza como si le estuviesen dando latigazos.
—Cometí un error, Dani. Estaba sometido a una presión tremenda, por el amor de Dios.
—Te acostaste con una alumna menor de edad —le recordó con voz glacial—. Y ahora vienes y te atreves a pedirme en serio que quite de en medio a un testigo ocular que además es paciente mío e hijo de nuestros vecinos. ¿Qué clase de persona eres?
—No es eso lo que te pido —musitó Gregor Lauterbach—. Solo quiero hablar con Thies. Nada más. Tiene que seguir con el pico cerrado. Tú eres su médico, a ti te dejarán verlo.
—No. —Daniela Lauterbach negó resuelta con un gesto—. De ninguna manera. Deja en paz al chico, ya lo tiene bastante difícil. A decir verdad, lo mejor sería que desaparecieras del mapa una temporada. Vete a la casa de Deauville hasta que las aguas hayan vuelto a su cauce.
—La Policía ha detenido a Claudius.
—Lo sé. Y me pregunto por qué. ¿Qué hicisteis en realidad el sábado por la noche tú y Claudius?
—Por favor, Dani —suplicó Gregor Lauterbach, y se bajó de la silla y se arrodilló ante ella—. Déjame hablar con Thies.
—No te dirá nada.
—Puede que sí, si tú estás presente.
—Entonces, menos.
Miró a su marido, agazapado en el suelo como un niño asustado. Le había mentido y engañado, repetidas veces. Ya antes de casarse, sus amigos le vaticinaron que eso pasaría. Gregor tenía veinte años menos, era sumamente guapo y un orador elocuente, y tenía carisma. Chicas y mujeres bebían los vientos por él, porque veían en Gregor un espejismo. Solo ella sabía lo débil que era en realidad. De eso y de su dependencia se nutría ella. Lo perdonó con la condición de que no volviera a hacer algo así. Una relación con una alumna era algo prohibido. Sus distintas amantes, por el contrario, le daban lo mismo a Daniela Lauterbach, incluso le divertían. Ella era la única que estaba enterada de los secretos de su marido, de sus miedos y sus complejos, lo conocía mucho mejor de lo que se conocía él mismo.
—Por favor —pidió de nuevo, mirándola con esos ojos grandes suplicantes—. Ayúdame, Dani, no me dejes en la estacada. Ya sabes lo que me juego.
Daniela Lauterbach exhaló un hondo suspiro. Su intención de no sacarle las castañas del fuego esa vez se desvaneció. Como siempre. Y ciertamente, en aquella ocasión era mucho lo que había en juego, en eso tenía razón. Se inclinó hacia él, le acarició la cabeza y enterró los dedos en su cabello abundante y suave.
—Está bien —accedió—. Veré qué puedo hacer. Pero tú coge tus cosas y vete unos días a Francia, hasta que todo vuelva a la normalidad, ¿de acuerdo?
Él la miró y le cogió la mano y la besó.
—Gracias —susurró—. Gracias, Dani. No sé qué haría sin ti.
Daniela sonrió. Ya no estaba furiosa con su marido. Sintió que la invadía una dicha profunda, serena. Volvía a reinar la armonía, vencerían fácilmente la amenaza que venía de fuera… siempre y cuando Gregor apreciara lo que estaba haciendo por él.
—¿El ministro de Educación y Ciencia? —Al recibir de su compañero una respuesta completamente distinta de la que esperaba, Pia se quedó perpleja—. ¿De qué lo conoces?
—Mi mujer es prima hermana de la suya —explicó Andreas Hasse—. Siempre coincidimos en celebraciones familiares. Además, los dos formamos parte del coro de Altenhain.
—Estupendo —masculló Bodenstein—. No le puedo decir lo mucho que me ha decepcionado, Hasse.
Andreas Hasse lo miró y adelantó el mentón con rebeldía.
—¿En serio? —repuso con voz trémula—. No sabía que pudiera decepcionarlo, como tampoco sabía que se interesara usted por mi persona.
—¿Cómo dice? —Bodenstein arqueó las cejas.
Entonces Hasse estalló, ahora que comprendía que de todas formas sus días en la K 11 estaban contados.
—Nunca ha intercambiado conmigo más de tres frases. Yo debería estar al frente de la K 11, pero entonces llegó usted de Frankfurt, con su arrogancia y su prepotencia, y lo puso todo patas arriba, como si todo lo que habíamos hecho hasta ese momento nosotros, los estúpidos polis paletos, estuviera mal. A usted le damos completamente igual todos nosotros. Polis tontos a los que el señor Von Bodenstein se siente muy superior —espetó Hasse—. Pronto verá de qué le sirve. Le están haciendo la cama.
Bodenstein miró a Hasse como si acabase de escupirle a la cara. Pia fue la primera en recobrar el habla.
—¿Es que te has vuelto loco? —le dijo a su compañero.
Él se rio de mala leche.
—Tú también deberías tener cuidado. Toda la brigada sabe desde hace tiempo que vosotros dos estáis liados, y eso es, cuando menos, una infracción del reglamento, como el otro trabajo de Frank, del que el señor nunca supo nada.