Miró a Pia, y esta adivinó lo que estaba pensando.
—Crees que Amelie podría estar ahí.
Él asintió en tensión y después se frotó la barbilla con aire pensativo y frunció el ceño.
—Llama a Behnke para que se lleve a comisaría a los tres muchachos con un par de hombres —pidió a Pia—. Que un coche patrulla vaya por Lauterbach, a su casa y al despacho, en Wiesbaden. Quiero hablar con él hoy mismo. También hemos de hablar con Claudius Terlinden, todavía no sabe nada del suicidio de su hijo. Y si encontramos ese sótano, necesitaremos a un forense.
—Behnke está suspendido —le recordó Pia—. Pero puede ocuparse Kathrin. ¿Y qué hay de Tobias?
—Les diré a los compañeros que lo lleven a Hofheim. Tendrá que esperarnos allí.
Pia asintió y cogió el teléfono para dar las correspondientes instrucciones. Facilitó a Kathrin los nombres de Felix Pietsch, Michael Dombrowski y Jörg Richter y volvió a la vaqueriza. Vio que Tobias se ponía en pie como podía y se apoyaba pesadamente en su padre.
—Mis compañeros lo llevarán a Hofheim —le dijo a Tobias—. Lo esperarán fuera hasta que esté usted listo.
Tobias Sartorius se limitó a asentir.
—¡Pia! —gritó Bodenstein desde fuera, impaciente—. ¡Vamos!
—Bueno, nos veremos luego.
Se despidió de los dos hombres con un gesto y se fue.
Ante la villa de los Lauterbach se detenía un coche patrulla justo cuando Bodenstein y Pia pasaban por delante. Unos metros más allá cruzaron el portón abierto de la propiedad de los Terlinden, se bajaron y salvaron a pie el césped hasta llegar a los restos aún humeantes del invernadero. Las paredes laterales, ennegrecidas, seguían en pie, pero la mitad del tejado se había desplomado.
—Tenemos que entrar ahora mismo —dijo Bodenstein a uno de los bomberos que se habían quedado allí de retén para vigilar el edificio incendiado.
—Es absolutamente imposible. —El hombre sacudió la cabeza—. Las paredes podrían venirse abajo de un momento a otro, el tejado es inestable. Por ahora, ahí no entra nadie.
—Vamos a entrar —insistió Bodenstein—. Nos acaban de informar de que debajo hay un sótano, y es muy probable que en ese sótano esté encerrada la chica desaparecida.
Eso cambiaba la situación por completo. El bombero se puso a hablar con sus compañeros, llamó por teléfono. Bodenstein, asimismo al teléfono, paseaba arriba y abajo, y rodeó el edificio que había sido pasto de las llamas. Era incapaz de estarse quieto. ¡Esa maldita espera! Los peritos de Criminalística llegaron, y poco después se aproximaron un coche de bomberos y un vehículo azul oscuro de Protección Civil. Pia supo por la patrulla que en la casa de los Lauterbach no había nadie. Obtuvo por Ostermann el número de la secretaría del Ministerio de Educación y Ciencia de Wiesbaden y allí le comunicaron que el ministro llevaba enfermo tres días y no había ido al despacho. Entonces, ¿dónde estaba? Se apoyó en el guardabarros, encendió un cigarrillo y esperó hasta que Bodenstein interrumpió unos segundos su maratón telefónico. Entre tanto, los hombres del cuerpo de bomberos y de Protección Civil habían empezado a examinar los restos del tejado y las paredes del invernadero. Apartaban cuidadosamente los escombros humeantes con maquinaria pesada y disponían reflectores, pues empezaba a oscurecer.
Kathrin Fachinger llamó para confirmar que Felix Pietsch, Jörg Richter y Michael Dombrowski estaban en comisaría. Ninguno había dado problemas cuando los detuvieron. Pero tenía otra noticia, y esta produjo un gran desasosiego en Pia: en el intervalo, Ostermann había revisado las quinientas fotos que había en el iPod de Amelie Fröhlich y allí encontró instantáneas de unos cuadros que perfectamente podían ser los que Thies le había dado a la chica. En busca de Bodenstein, Pia se iba hundiendo en la tierra reblandecida, que bajo las ruedas del camión se había convertido en un auténtico barrizal. Su jefe estaba ante el invernadero, con cara inexpresiva, fumando un pitillo. Justo cuando iba a hablarle de los cuadros del iPod, en el interior de las ruinas los hombres empezaron a llamarlos y hacer señas. Bodenstein despertó de su ensimismamiento, tiró la colilla y entró, con Pia pisándole los talones. En el edificio, que había ardido como una tea escasas horas antes, aún hacía mucho calor.
—¡Hemos encontrado algo! —anunció el bombero que había asumido la dirección de los trabajos después de que el jefe no apareciera—. ¡Una trampilla! ¡Y se puede abrir!
La carretera estaba seca, el atasco en la A 5 se había disuelto después del cruce de Frankfurt. Nadja aceleró en cuanto aumentó el límite de velocidad y se puso a doscientos. Tobias iba en el asiento del copiloto. Tenía los ojos cerrados y no había dicho ni pío desde que arrancaron. Todo aquello era demasiado para él. No paraba de darle vueltas a lo que había averiguado esa tarde. Felix, Micha y Jörg. Creía que eran sus amigos. Y Lars, que había sido como un hermano para él. Mataron a Laura y luego arrojaron su cadáver en el depósito del antiguo aeródromo, y no dijeron nada. Lo hicieron pasar por un infierno y habían guardado silencio once años. ¿Por qué ahora, de repente, decidían sincerarse? ¿Por qué precisamente ahora y no antes? La decepción era inmensa, insondable. Hacía tan solo unos días habían estado bebiendo con él, riendo e intercambiando recuerdos… y durante todo ese tiempo sabían lo que habían hecho y lo que le habían hecho. Se le escapó un hondo suspiro. Nadja le cogió la mano y se la apretó. Tobias abrió los ojos.
—No me puedo creer que Lars haya muerto —musitó, y carraspeó varias veces para deshacerse de la ronquera.
—Todo esto es de lo más desconcertante —comentó ella—. Pero yo siempre he creído que eras inocente.
Él se esforzó por sonreír. Bajo todas las desilusiones, la amargura y la ira, asomaba un atisbo de esperanza minúsculo. Quizá a Nadja y a él les fueran bien las cosas. Quizá tuvieran una oportunidad cuando las sombras del pasado se disiparan y la verdad saliese a la luz.
—Los policías se van a cabrear —observó.
—Bah —ella le guiñó un ojo—, estarás de vuelta en unos días. Y tu padre tiene mi móvil, por si acaso. Me imagino que todo el mundo entenderá que necesitas poner algo de distancia.
Tobias asintió y se relajó. El dolor omnipresente, lacerante, que sentía por dentro se iba atenuando.
—Me alegro de que estés aquí —le dijo a Nadja—. De veras. Eres estupenda.
Ella sonrió sin apartar la vista de la carretera.
—Tú y yo estamos hechos el uno para el otro —afirmó—. Siempre lo he sabido.
Tobias se llevó la mano de ella a los labios y la besó con ternura. Tenían por delante unos días de descanso. Nadja había cancelado todos sus compromisos. Nadie los molestaría, Tobias no tenía que temer a nadie. La música suave, el calor agradable, los cómodos asientos de piel del coche... Notó que lo invadía el cansancio. Suspiró, cerró los ojos y poco después estaba profundamente dormido.
La herrumbrosa escalera de hierro era estrecha y empinada. Palpó la pared en busca del interruptor y segundos después la bombilla de veinticinco vatios bañó la pequeña habitación en una luz crepuscular. Bodenstein oía con claridad los latidos de su corazón. Habían tardado horas en asegurar las ruinas de forma que pudieran entrar sin correr peligro. La excavadora de Protección Civil había apartado los escombros, y uniendo sus fuerzas, los hombres lograron abrir la trampilla de acero. Uno de ellos, ataviado con un traje ignífugo, había bajado por la escalera y comprobado que abajo todo estaba en condiciones. El sótano había resistido perfectamente el incendio.
Bodenstein esperó hasta que Pia, Kröger y Henning Kirchhoff hubieron bajado la pronunciada escalera y se situaron a su lado en la minúscula estancia. Puso la mano en el tirador de la pesada puerta de hierro, que se abrió sin hacer el menor ruido. Los recibió un aire caliente en el cual flotaba un olor dulzón a flores marchitas.
—¿Amelie? —gritó Bodenstein. Tras él se encendió una linterna que iluminó una habitación rectangular sorprendentemente grande.
—Un antiguo búnker —constató Kröger. Se oyó un clic cuando le dio al interruptor, y en el techo se encendió con un zumbido un fluorescente titilante—. La instalación eléctrica es independiente para que, en caso de que el edificio resulte dañado, el sótano siga teniendo abastecimiento.
El mobiliario era sencillo: un sofá y una estantería con un equipo de música. La parte posterior de la estancia estaba separada con un biombo antiguo. Ni rastro de Amelie. ¿Habían llegado demasiado tarde?
—Puf —farfulló Kröger—. Menudo calor hace aquí.
Bodenstein cruzó la habitación, el sudor corriéndole por el rostro.
—¿Amelie?
Apartó el biombo, y su mirada descansó en la cama estrecha de hierro. No pudo por menos de tragar saliva. La chica que vio tendida en ella estaba muerta. El cabello, negro y largo, aparecía desplegado como un abanico sobre la almohada blanca. Llevaba un vestido blanco y tenía las manos unidas en el vientre. El carmín rojo resultaba grotesco en los labios resecos de la momia. Junto a la cama había un par de zapatos. Flores marchitas en un jarrón de la mesilla, al lado una botella de cola. Bodenstein tardó unos segundos tan solo en comprender que la muchacha de la cama no podía ser Amelie.
—Blancanieves —dijo Pia a su lado en un susurro—. Por fin.
Eran poco más de las nueve cuando entraron en comisaría. Ante la puerta del puesto de control, tres compañeros se ocupaban de un borracho alborotador cuya acompañante no estaba menos ebria y no paraba de soltar barbaridades. Pia sacó una cola light de la máquina dispensadora antes de dirigirse a la sala de reuniones de la primera planta. Bodenstein estaba inclinado sobre la mesa, observando las fotos de los cuadros del iPod de Amelie, que Kathrin había impreso. Ostermann y Kathrin se encontraban sentados frente a él. Bodenstein alzó la mirada cuando Pia entró. Esta pudo ver las arrugas que el agotamiento había grabado en su rostro, pero sabía que en ese momento no se permitiría tomarse un respiro. No cuando faltaba tan poco para el final y desde luego no ahora que podía ahuyentar sus preocupaciones personales con una actividad incesante.
—Los interrogaremos a los tres a la vez —decidió Bodenstein al tiempo que consultaba el reloj—. También hay que hablar con Terlinden. Y con Tobias Sartorius.
—¿Y dónde está? —preguntó, sorprendida, Kathrin.
—Creo que abajo, en una de las celdas.
—No lo sabía.
—Yo tampoco —intervino Ostermann. Bodenstein lo miró, y su subordinado arqueó las cejas.
—Esta tarde les dijiste a los muchachos de la patrulla que esperaban en casa de Sartorius que lo trajeran aquí, ¿no?
—No. Les dije que fueran a casa de Lauterbach —replicó él—. Pensé que llamarías a otra patrulla.
—Y yo pensé que lo habías hecho tú —contestó Pia.
—Ostermann, llame a Sartorius —ordenó Bodenstein—. Que venga aquí ahora mismo.
Cogió las fotos y abandonó la sala. Pia puso los ojos en blanco y lo siguió.
—¿Puedo ver los cuadros antes de que entremos? —le pidió. Él le dio las fotos en silencio, sin aminorar el paso. Estaba mosqueado porque había cometido un error. Un malentendido, algo normal cuando los acontecimientos se precipitaban. En la sala de interrogatorios aún no había nadie. Bodenstein se fue y volvió poco después.
—Esto es un desastre —refunfuñó.
Pia no dijo nada. Pensaba en Thies Terlinden, que había custodiado el cuerpo de Stefanie Schneeberger once años. ¿Por qué lo había hecho? ¿Se lo había ordenado su padre? ¿Por eso le había escrito Lars Terlinden la carta a Tobias y se había suicidado precisamente ahora? ¿Por qué había ardido ese día el estudio de Thies? ¿Sabía alguien de Blancanieves o el incendio tenía por objeto destruir los cuadros de Thies? En ese caso, tras ello podía estar la misma persona que había enviado a la policía de pega a casa de Barbara Fröhlich. ¿Y dónde estaba Amelie? Thies le había enseñado la momia de Blancanieves y luego la dejó marchar, de lo contrario ella no habría podido escribir nada en su diario. ¿Qué le contó a Tobias? ¿Por qué había desaparecido? ¿Y si su desaparición no tenía nada que ver con el antiguo caso?
Su cerebro barajaba un millar de hipótesis, y no era capaz de poner en orden aquella gran cantidad de información. Bodenstein hablaba por teléfono de nuevo, en esta ocasión, a todas luces, con Engel, su superiora. Principalmente escuchaba con cara de perro, solo decía de vez en cuando «sí» o «no». Pia suspiró. El caso entero se estaba convirtiendo en una pesadilla, y ello se debía menos al trabajo en sí que a las circunstancias en las que se veían obligados a llevar la investigación. Notó que Bodenstein la miraba y levantó la cabeza.
—Cuando hayamos cerrado el caso, tomará las medidas pertinentes, dice. No, más bien amenaza. —Echó la cabeza atrás y se echó a reír de pronto, aunque sin alegría—. Se ve que hoy ha recibido una llamada anónima.
—Ya. —A Pia no le interesaba lo más mínimo. Quería hablar con Claudius Terlinden, averiguar lo que sabía. Cualquier dato adicional que obtuviera le permitiría pensar con más claridad.
—Alguien le ha ido con el cuento de que estamos liados. —Bodenstein se pasó ambas manos por el cabello—. Al parecer nos han visto juntos.
—Anda, que eso es difícil —repuso con sequedad—. Nos pasamos el santo día dando vueltas por ahí juntos...
Una llamada a la puerta puso fin a la conversación. Los tres amigos de Tobias Sartorius entraron. Se sentaron a la mesa y Pia hizo lo propio. Bodenstein se quedó de pie y observó uno por uno a los hombres. ¿Cómo era que ahora, al cabo de once años, les entraba de pronto el arrepentimiento? Dejó que Pia se ocupara de tomar los datos pertinentes para el interrogatorio, que era grabado, y a continuación puso en la mesa las ocho fotos. Felix Pietsch, Michael Dombrowski y Jörg Richter contemplaron los cuadros y palidecieron.
—¿Saben qué cuadros son estos?
Gestos negativos.
—Pero sí saben lo que representan.
Asentimientos.
Bodenstein se cruzó de brazos. Parecía relajado y sereno, como de costumbre. Pia no pudo evitar admirar su autocontrol. Nadie que no lo conociera bien habría sospechado lo que le pasaba.
—¿Podrían decirnos a quiénes y qué se ve en esos cuadros?
Los tres hombres guardaron silencio un momento. Después tomó la palabra Jörg Richter. Enumeró los nombres: Laura, Felix, Michael, Lars y él.
—¿Y quién es el hombre de la camiseta verde? —quiso saber Pia. Los tres vacilaron y se miraron un instante.