—Ah...
—Al año de jubilarse. Como le gusta al Estado. Uno se desloma hasta los sesenta y cinco y después, directo a la caja.
Pia pasó por alto la amargura habitual de su voz. Sin duda, Hasse no se había expuesto en toda su vida al riesgo de morir deslomado.
Después de dejar al doctor Kirchhoff en la estación de cercanías próxima al estadio, Bodenstein continuó por la vía de acceso en dirección al cruce de Frankfurt. Ese día, los padres de Laura Wagner por fin sabrían con certeza cuál fue la suerte que corrió su hija. Posiblemente les supusiera un alivio poder dar sepultura a los restos de la chica al cabo de once años y, con ello, decirle adiós de una vez por todas. Estaba tan sumido en sus pensamientos que tardó unos segundos en reconocer la matrícula del X5 oscuro que tenía justo delante. ¿Qué hacía Cosima allí, en Frankfurt? ¿Acaso no se había quejado esa mañana de que probablemente tuviera que pasarse el resto de la semana en el estudio en Maguncia, porque no avanzaban con el montaje del material? Bodenstein la llamó al móvil. A pesar de la mala visibilidad que había debido a la llovizna y las salpicaduras de los coches, vio que, delante de él, la conductora se llevaba el teléfono a la oreja. Él sonrió al oír esa voz familiar. Mira por el retrovisor, iba a decir, pero un pensamiento repentino se lo impidió. Las palabras de su hermana le bailaban en la cabeza. Pondría a prueba a Cosima y se convencería de que su desconfianza era injustificada. De manera que preguntó:
—¿Qué estás haciendo?
La respuesta de su mujer le cortó el habla.
—Todavía estoy en Maguncia. Hoy no ha salido nada a derechas —respondió en un tono en el que por regla general a él no le habría hecho dudar. La mentira le supuso un golpe tan fuerte que comenzó a temblar por dentro. Sus manos se aferraron con más fuerza al volante, levantó el pie del acelerador, se quedó rezagado y dejó que lo adelantara otro coche. ¡Mentía! ¡Y seguía mintiendo! Mientras su mujer ponía el intermitente derecho y se metía en la A5 le contaba que había echado por tierra toda la planificación de las escenas y por eso no había terminado el montaje a tiempo—. Solo teníamos la sala de montaje hasta las doce —explicó ella.
A Bodenstein la sangre se le agolpó en los oídos. Averiguar que Cosima, su Cosima, le mentía de un modo tan frío y descarado era más de lo que podía soportar. Le habría gustado chillarle, pedirle: por favor, te lo ruego, no me mientas, estoy detrás de ti, pero no fue capaz de articular palabra, se limitó a farfullar algo y colgó. Condujo el resto del camino hasta comisaría como en trance. En el garaje, donde se hallaba el parque móvil, apagó el motor y permaneció sentado en el coche. La lluvia tamborileaba sobre el techo del BMW y corría por los cristales. Su mundo se desmoronaba. ¿Por qué demonios le mentía Cosima? La única explicación era que había hecho algo de lo que él no debía enterarse. Qué podía ser, era algo que no quería saber. Esas cosas les pasaban a los demás, no a él. Tardó un cuarto de hora en estar en disposición de bajar del coche e ir al edificio.
Bajo una llovizna incesante, Tobias cargó el remolque del tractor para después llevarlo todo hasta los contenedores que habían depositado junto a la fosa de purín vacía. Madera, enseres, desechos. El tipo de la empresa de recogida de basuras le había dado a entender reiteradamente que la broma le saldría muy cara si no clasificaba la basura como era debido. En cuanto al metal, el chatarrero había ido a la granja a última hora de la mañana. Al hombre le hicieron los ojos chiribitas cuando vio la mina que tenía delante. Lo cargó todo con dos ayudantes, empezando por las cadenas herrumbrosas con las que antes aseguraban a las vacas y terminando por las partes grandes de la vaqueriza y el pajar. El chatarrero le dio a Tobias cuatrocientos cincuenta euros y le prometió volver a la semana siguiente para llevarse el resto. Tobias era perfectamente consciente de que cada uno de sus movimientos era seguido con atención por Paschke, el vecino. El viejo se escondía tras las cortinas, pero de vez en cuando miraba por una abertura. Tobias no le hacía caso. Cuando su padre volvió del trabajo, a las cuatro y media, de las montañas de basura de la parte delantera no quedaba ni rastro.
—Pero las sillas… —objetó Hartmut Sartorius, pesaroso—. Tobias, las sillas estaban bien. Y las mesas. Podríamos haberles dado una mano de pintura…
Tobias llevó a su padre a casa y después encendió un cigarrillo y se concedió el primer y merecido descanso desde esa mañana. Se sentó en el último escalón de la entrada y contempló satisfecho el terreno despejado, en cuyo centro aún se alzaba el viejo castaño. Nadja. Por vez primera permitió que sus pensamientos vagaran hasta la noche anterior. Aunque tuviera treinta años, en lo tocante al sexo era un auténtico principiante. En comparación con lo que Nadja y él habían hecho, sus experiencias anteriores se le antojaron infantiles. A falta de algo con lo que comparar, a lo largo de los años su fantasía las había elevado a algo maravilloso, único, pero ahora podía ponerlas en el sitio que en realidad les correspondía. Escarceos juveniles, el presuroso metesaca en la cama con olor a cerrado de la adolescencia, los pantalones vaqueros y los calzoncillos en las corvas, siempre con los oídos alerta, no fuera a ser que los padres irrumpieran de improviso, puesto que en la puerta de la habitación no había llave.
—Uf —suspiró meditabundo.
Sonaba cursi, pero no cabía duda de que Nadja era quien realmente lo había hecho un hombre. Tras el primer contacto, presuroso, en el sofá se fueron a la cama, y él supuso que ahí acababa la cosa. Permanecieron abrazados, acariciándose, hablando, y Nadja le confesó que ya lo amaba antaño. No había sido consciente de ello hasta que él desapareció de su vida. Y durante todos esos años, sin querer, había medido con él a cada hombre que conocía. Esa confesión salida de la boca de esa belleza desconocida a la que ya no podía relacionar con la amiga de la infancia, lo desconcertó y lo hizo profundamente feliz a un tiempo. Ella había conseguido motivarlo para que su cuerpo, empapado en sudor, realizara unas proezas de las que él nunca se habría creído capaz. Seguía oliéndola, saboreándola y sintiéndola. Sencillamente maravilloso. Estupendo. Excitante. Tobias estaba tan abismado en sus pensamientos que no oyó unos pasos silenciosos, y dio un respingo cuando una figura apareció por la esquina de la casa inesperadamente.
—¿Thies? —preguntó sorprendido.
Se puso en pie, pero no hizo ademán de ir hacia el hijo de los vecinos ni de darle un abrazo. A Thies Terlinden no le gustaban esas confianzas. Tampoco lo miró a los ojos, se limitó a quedarse allí plantado, en silencio, con los brazos pegados al cuerpo. Seguía sin notársele su minusvalía, así que en la actualidad Lars debía de parecérsele mucho. Lars, el gemelo menor por dos minutos, que debido a la enfermedad de su hermano, había ascendido involuntariamente a la categoría de príncipe heredero de la dinastía Terlinden. Después de aquel aciago día de septiembre de 1997, Tobias no había vuelto a ver al que fuera su mejor amigo. Solo entonces cayó en la cuenta de que no había hablado de Lars con Nadja, aunque antes eran como hermanos. Kalle, Anders y Eva-Lotte, los llamaban, la Rosa Blanca, como en los libros de Astrid Lindgren. De repente Thies dio un paso hacia Tobias y, para asombro de este, le tendió la mano con la palma hacia arriba. Sorprendido, Tobias comprendió lo que esperaba Thies: así se saludaban antes, con tres palmadas. Primero era la contraseña secreta del grupo; después, una broma que habían mantenido. Una leve sonrisa afloró al bello rostro de Thies cuando Tobias le chocó la mano.
—Hola, Tobi —lo saludó con esa voz peculiar, carente de entonación—. Me alegro de que hayas vuelto.
Amelie limpió la barra. El comedor del Zum Schwarzen Ross todavía estaba desierto; las cinco y media era demasiado pronto para la clientela vespertina. Para su sorpresa, ese día no le había costado renunciar a su ropa de siempre. ¿Tendría razón su madre de nuevo y su identidad gótica no era, como afirmaba ella, una forma de vida, sino tan solo una fase contestataria de la pubertad? En Berlín se sentía bien con su ropa negra y holgada, con los piercings, el maquillaje y el complicado peinado. Todos sus amigos eran así, y nadie se daba la vuelta para mirarlos cuando vagaban por las calles como una bandada de cuervos negros, les daban patadas a las farolas con las botas militares y, si se terciaba, jugaban al fútbol con cubos de basura. Lo que dijeran los profesores y los demás burgueses le importaba un pepino, ella nunca les había hecho el menor caso. Objetos molestos que movían los labios y decían gilipolleces. Sin embargo, de pronto todo había cambiado. Las miradas de reconocimiento de los hombres el domingo, que sin duda iban dirigidas a su cuerpo y a su generoso escote, le habían gustado. Más aún: se sintió en el séptimo cielo cuando comprendió que todos los hombres del Zum Schwarzen Ross le miraban el trasero, incluidos Claudius Terlinden y Gregor Lauterbach. Esa agradable sensación persistía. Jenny Jagielski salió de la cocina moviendo las caderas; las suelas de goma de sus zapatos hacían un ruidito curioso. Al ver a Amelie arqueó las cejas.
—De espantajo a vampiresa —observó mordaz—. Bueno, para gustos…
Acto seguido miró con ojo crítico el resultado del trabajo de Amelie, pasó el dedo por la barra y se sintió satisfecha.
—Puedes lavar los vasos —dijo—. Supongo que, para variar, mi hermano no lo habrá hecho.
Aún había docenas de vasos sucios del mediodía junto al fregadero. A Amelie le daba lo mismo hacer una cosa que otra. Lo principal era que por la noche le dieran la pasta. Jenny se encaramó a un taburete delante de la barra y, pese a la prohibición de fumar, se encendió un cigarrillo. Solía hacerlo cuando estaba sola y tranquila, como era el caso ese día. Amelie aprovechó tan favorable oportunidad para sonsacarle información sobre Tobias Sartorius.
—Claro que lo conozco de antes —respondió Jenny—. Tobi era un buen amigo de mi hermano y venía a menudo a casa. —Suspiró y sacudió la cabeza—. A pesar de todo, sería mejor que no hubiera vuelto.
—¿Por qué?
—Bueno, piensa cómo debe de ser para Manfred y Andrea cruzarse con el asesino de su hija.
Amelie secó los primeros vasos limpios y les sacó brillo esmeradamente.
—En realidad, ¿qué fue lo que pasó? —inquirió como si tal cosa, si bien no hacía falta motivación alguna, ya que su jefa estaba parlanchina.
—Tobi estuvo primero con Laura y luego con Stefanie, que era nueva en Altenhain. El día que desaparecieron las dos se celebraban las fiestas del pueblo. Todo el mundo estaba en la carpa. Por aquel entonces yo tenía catorce años y me parecía genial poder pasarme ahí la noche entera. Para ser sincera, ni siquiera me enteré de lo que ocurrió. Solo a la mañana siguiente, cuando se presentó la Policía, con perros y helicópteros y demás, supe que Laura y Stefanie habían desaparecido.
—Jamás se me habría pasado por la cabeza que en un pueblucho como Altenhain pudiera pasar algo tan sensacional —comentó Amelie.
—Sensacional sí fue —repuso Jenny, contemplando ensimismada el cigarro, que humeaba entre las morcillas que tenía por dedos—. Pero desde entonces, aquí ya nada es como era. Antes todos eran amigos de todos, y eso se terminó. El padre de Tobias llevaba el Zum Goldenen Hahn, todas las noches estaba animado, más que esto. Tenían un comedor inmenso, en carnaval nos lo pasábamos de miedo. Por aquel entonces no existía el Zum Schwarzen Ross. Mi marido antes trabajaba de cocinero en el Zum Goldenen Hahn. —Calló, abandonándose a sus recuerdos. Amelie le pasó un cenicero—. Sí, sé que la Policía estuvo horas interrogando a Jörg y sus amigos —continuó Jenny al rato—. Nadie sabía nada. Después dijeron que Tobi había matado a las dos chicas. La Policía encontró sangre de Laura en su coche y cosas de Stefanie debajo de su cama. Y el gato con el que mataron a golpes a Stefanie apareció en la fosa de Sartorius.
—Qué fuerte. ¿Conocía usted a Laura y Stefanie?
—A Laura, sí. Era de la pandilla de mi hermano, Felix, Micha, Tobi, Nathalie y Lars.
—¿Nathalie? ¿Lars?
—Terlinden. Y Nathalie Unger, que ahora es una actriz famosa. Ahora se llama Nadja von Bredow. Puede que la hayas visto en televisión. —Jenny se quedó con la mirada extraviada—. Los dos han llegado lejos. Tengo entendido que Lars tiene un puestazo en un banco. Nadie sabe exactamente cuál. No volvió a pisar Altenhain. Bueno, yo también soñaba con conocer mundo. Pero a menudo las cosas no salen como crees…
A Amelie le costó ver a su jefa, gorda, siempre de mal humor, como a una chica de catorce años feliz y contenta. ¿Tendría por eso siempre esa mala uva, porque se había quedado varada en el pueblucho con tres niños pequeños que siempre estaban berreando y un marido que, refiriéndose a su cuerpo, la llamaba desdeñosamente «michelín» delante de todo el mundo?
—¿Y Stefanie? —inquirió Amelie cuando Jenny amenazaba con hundirse en sus recuerdos—. ¿Cómo era?
—Mmm… —Jenny miró al vacío con aire pensativo—. Era guapa. Blanca como la nieve, roja como la sangre, negra como el ébano. —Miró a Amelie. Sus ojos claros con las pestañas rubias recordaban los de un cerdo—. Tú te pareces un poco a ella. —No lo dijo como si fuera un cumplido.
—¿En serio? —Amelie dejó lo que tenía entre manos.
—Stefanie era muy distinta de las chicas del pueblo —prosiguió Jenny—. Acababa de mudarse aquí con sus padres, y Tobi se quedó prendado de ella en el acto y dejó a Laura. —Jenny soltó una risilla desdeñosa—. Entonces, mi hermano vio que era su oportunidad. Todos los chicos estaban locos por Laura. Era guapísima. Pero también muy caprichosa. Se pilló un buen cabreo cuando eligieron a Stefanie miss de las fiestas y no a ella.
—¿Por qué se marcharon de aquí los Schneeberger?
—¿Te quedarías tú en el pueblo donde le pasó algo tan horrible a tu hija? Aguantaron unos tres meses más, y un buen día se marcharon.
—Ah. ¿Y Tobi? ¿Cómo era?
—Bueno, todas las chicas estaban enamoradas de él. Yo también. —Jenny sonrió con melancolía al recordar los tiempos en que aún debía de ser joven y delgada y tenía sueños—. Estaba de miedo y era… guay. Y encima no era un estirado, como los demás chicos. Cuando iban a la piscina, no le importaba que yo los acompañase. Los demás decían que ni de coña, que la pequeña lapa podía quedarse en su casa y esas cosas. No, él era un encanto. Y encima, listo. Todos pensaban que llegaría muy lejos. En fin. Y luego pasó eso. Pero el alcohol cambia a la gente. Cuando Tobi bebía, no era el mismo…