—Y eso, ¿por qué? —replicó Kathrin furiosa—. ¿Por qué todo el mundo protege a ese miserable? Hace lo que le da la gana, descarga su mal humor en nosotros, y no pasa nada.
Eso mismo pensaba Pia. Por alguna razón, Frank Behnke podía hacer lo que le viniera en gana. En ese instante, Bodenstein entró en el pasillo.
Pia miró a Kathrin.
—Tú sabrás —dijo.
—Lo sé —replicó Kathrin, y se dirigió a Bodenstein con resolución—. Me gustaría hablar un momento con usted, señor. A solas.
Amelie decidió que investigar sobre los asesinatos de las chicas en Altenhain era mucho más importante que el instituto, y por ello al término de la tercera hora le anunció a la profesora que no se encontraba bien.
Sentada a su mesa delante del ordenador, introdujo el apellido del hijo del vecino en Google y obtuvo cientos de resultados. Cada vez más fascinada, fue leyendo las noticias de la prensa que informaban de lo sucedido el verano de 1997 y del juicio en el que se condenó a Tobias Sartorius a diez años de prisión. Fue un proceso judicial basado en pruebas circunstanciales, ya que nunca se encontraron los cadáveres. Precisamente eso era lo que se reprochaba a Tobias; su silencio hizo que se agravara la pena. Amelie observó las fotos, que mostraban a un muchacho de cabello oscuro con unos rasgos faciales aún poco hechos, que permitían barruntar el adulto en el que se convertiría. Hoy día, Tobias Sartorius debía de ser bastante guapo. En las imágenes iba esposado, pero no escondía el rostro bajo una cazadora ni tras un archivador, sino que miraba directamente a las cámaras. Lo tildaban de «asesino frío», de arrogante, insensible y sanguinario.
Los padres de las muchachas asesinadas se personaron como acusación particular en el proceso contra Tobias S., hijo de un restaurador del pueblecito de la región del Vordertaunus. Pero ni siquiera las súplicas desesperadas de Andrea W. y Beate S. hicieron mella en el estudiante de sobresalientes. A la pregunta de qué hizo con el cuerpo de las dos muchachas, S. guardó silencio. El informe psicológico dictaminó que el joven posee una inteligencia por encima de la media. ¿Táctica o arrogancia? La jueza obtuvo también la callada por respuesta cuando ofreció a S. cambiar la acusación de asesinato contra Stefanie S. por homicidio si confesaba. La absoluta falta de empatía sorprendió incluso a observadores experimentados. A la fiscalía no le cabe la menor duda sobre su culpabilidad, dado que tanto las pruebas como la reconstrucción de los hechos son irrefutables. Aunque previamente S. intentó probar su inocencia recurriendo a la difamación y a supuestas lagunas en sus recuerdos, el tribunal se mantuvo en sus trece. Tobias S. recibió la sentencia sin reflejar emoción alguna. El tribunal desestimó el recurso de casación.
Amelie leyó por encima otros artículos similares sobre el proceso, hasta que finalmente dio con uno que se ocupaba de los acontecimientos previos. La noche del 6 al 7 de septiembre de 1997, Laura Wagner y Stefanie Schneeberger desaparecieron sin dejar rastro. En Altenhain se celebraban las fiestas, y el pueblo entero andaba de un lado para otro. Tobias Sartorius no tardó en pasar a ser el centro de la investigación, ya que esa tarde los vecinos vieron entrar a ambas chicas en la casa de sus padres, pero no salir. Con Laura Wagner, su exnovia, Tobias mantuvo una fuerte discusión, que incluso llegó a las manos, delante de la puerta. Los dos habían bebido en exceso durante los festejos. Poco después llegó Stefanie Schneeberger, la novia actual de Tobias. Más adelante, él mismo declaró que esa tarde ella había roto con él y que, desesperado, se bebió además casi una botella entera de vodka en su habitación. Al día siguiente, los perros policía encontraron rastros de sangre en el terreno de los Sartorius; el maletero del coche de Tobias estaba lleno de sangre, y además se encontraron sangre y partículas de piel que se demostraron pertenecían a las dos chicas en su ropa y en la casa. Esa misma noche hubo testigos que reconocieron a Tobias al volante de su coche, circulando por la calle principal a una hora avanzada. Finalmente, en su cuarto encontraron la mochila de Stefanie Schneeberger, y la cadena de Laura Wagner apareció en el establo, bajo una pila. A todo ello había que añadir los episodios de una historia de amor: Tobias había dejado a Laura por Stefanie, y después esta lo dejó a él. A continuación se cometieron los crímenes; posiblemente la abundante ingesta de alcohol actuara de catalizador en Tobias. Aunque hasta el último día del juicio él negó tener algo que ver con la desaparición de las chicas, el tribunal no tuvo en cuenta sus supuestas lagunas, y tampoco se presentó ningún testigo de descargo. Antes bien, sus amigos declararon ante el tribunal que Tobias era irascible, se enfurecía a menudo y estaba acostumbrado a que las chicas se lo rifaran; era posible que, frustrado por el desaire de Stefanie, se excediera en su reacción. No tuvo nada que hacer.
Precisamente eso fue lo que avivó la curiosidad de Amelie, que no había nada que odiara más que las injusticias, ya que al fin y al cabo ella también había sido víctima a menudo de acusaciones injustificadas. Se podía imaginar cómo debió de sentirse Tobias si de verdad era inocente como afirmaba. Amelie decidió que seguiría indagando, todavía no sabía cómo exactamente. Pero primero tenía que conocer a Tobias Sartorius.
Las cinco y veinte. Aún debía pasarse más de media hora en el andén hasta que aparecieran los chicos y tal vez lo llevaran con ellos al centro juvenil para ensayar. Nico Bender se había saltado a propósito el entrenamiento de fútbol para encontrarse con ellos cuando llegaran en el cercanías de Schwalbach a las seis menos cinco. Aunque le volvía loco jugar al fútbol, la pandilla y su grupo eran mucho más importantes para él. Antes eran amigos, pero desde que sus padres lo habían obligado a ir al instituto a Königstein, en lugar de a Schwalbach, se había quedado fuera. Y eso que resultaba mucho más útil que Mark o Kevin, ya que se le daba de miedo la batería. Nico suspiró y observó al hombre con barba y gorra de béisbol que llevaba media hora sin moverse en el otro extremo del andén. A pesar de la lluvia, no se había unido a él en la marquesina; por lo visto le daba lo mismo mojarse. Llegó el cercanías procedente de Frankfurt. Ocho vagones en hora punta. ¿Estaba en un buen sitio? Si los chicos iban en el primer vagón, tal vez no los viese. Las puertas se abrieron, se bajaron muchas personas, que abrieron paraguas y echaron a correr encogidas hacia la pasarela para los peatones o pasaron por delante de él para dirigirse al pasadizo subterráneo. Sus amigos no iban en el tren. Nico se levantó y recorrió despacio el andén. Entonces volvió a ver al hombre de la gorra de béisbol, que ahora seguía a una mujer hacia el paso elevado hasta que la abordó. Ella se detuvo, pero después pareció entrarle miedo, ya que soltó la bolsa de la compra y salió corriendo. El hombre corrió detrás, la agarró por el brazo y ella se defendió. Nico se quedó de piedra. ¡Era como en una película! El andén volvía a estar desierto, las puertas de los vagones se cerraron y el tren reanudó la marcha. Después él los vio a ambos en la pasarela. Daba la impresión de que se peleaban. Y de repente, la mujer desapareció. Nico oyó frenazos, seguidos de ruidos sordos y metálicos y de cristales rotos. La interminable sucesión de faros deslumbrantes que se distinguía al otro lado de la vía se detuvo. Desconcertado, Nico comprendió que acababa de ser testigo de un delito: ¡el hombre había empujado sin más por la barandilla del puente a la mujer, que había ido a parar a la Limesspange, la transitada autovía de abajo! Y ahora iba directo a él, con la cabeza gacha y el bolso de la mujer en la mano. El corazón de Nico latía desbocado. Sintió miedo. Si el tipo se daba cuenta de que él lo había visto, no se andaría con tonterías. Presa del pánico, echó a correr. Corrió como una liebre hacia el paso subterráneo, corrió todo lo deprisa que le permitieron las piernas hasta llegar a su bicicleta, que había dejado en el lado de la vía de Bad Sodener. A la porra los chicos, el grupo y el centro juvenil. Se montó en la bici y, respirando con dificultad, se puso a pedalear cuando el hombre bajaba por la escalera y le decía algo a gritos. Nico se arriesgó a volver la cabeza y comprobó aliviado que no lo seguía. Así y todo atravesó Eichwald a la mayor velocidad posible hasta llegar a su casa y sentirse fuera de peligro.
El cruce de carreteras de la estación de cercanías Sulzbach Nord ofrecía una imagen desoladora. Habían chocado siete vehículos, los bomberos intentaban desenmarañar el amasijo de hierros con sopletes y maquinaria pesada y esparcían arena en los charcos de gasolina. Habían acudido varias ambulancias, que se ocupaban de los heridos. A pesar del frío y de la lluvia, tras los precintos policiales se habían congregado algunos curiosos, que, ávidos de sensaciones, seguían la espeluznante escena. Bodenstein fue preguntando a unos y otros hasta verse frente al comisario Hendrik Koch, del distrito de Eschborn, que había sido uno de los primeros en llegar.
—A lo largo de mi vida he visto bastantes cosas, pero ninguna tan terrible como esta.
El veterano policía tenía el horror escrito claramente en el rostro. Les explicó a Bodenstein y Pia en pocas palabras lo sucedido. A las 17.26 una mujer había caído desde la pasarela peatonal y había acabado sobre el parabrisas de un BMW procedente de Schwalbach. El conductor giró bruscamente a la izquierda, sin frenar, y se abalanzó contra los coches que venían en sentido contrario. A continuación se habían producido varios accidentes en ambos lados. Un conductor que esperaba ante un semáforo en rojo en Sulzbach creía haber visto que alguien arrojaba a la mujer por la barandilla.
—¿Qué ha sido de la mujer? —se interesó Pia.
—Está viva —respondió el comisario Koch, y añadió—: Aún. El médico la está atendiendo en una de las ambulancias.
—Nos han avisado de que había un fallecido.
—El conductor del BMW sufrió un infarto de miocardio y murió. Posiblemente del susto. No fue posible reanimarlo.
El comisario señaló con la cabeza hacia el centro del cruce. Junto al BMW, completamente destrozado, había un cuerpo. De una manta mojada asomaba un par de zapatos. Al lado del precinto se levantó un revuelo. Dos agentes sujetaban a una mujer de cabello cano que trataba en vano de salvar la barrera. La radio del comisario Koch carraspeó y se oyó el crepitar de una voz.
—Probablemente sea la mujer del conductor del BMW —anunció con voz tensa a Bodenstein y Pia—. Discúlpenme.
Dijo algo por radio y se dispuso a cruzar el campo de batalla. Pia no envidió precisamente la labor que tenía por delante. Informar a los familiares de la muerte de alguien era una de las cosas más duras de su oficio, y ni su formación psicológica ni los años de experiencia lo hacían más fácil.
—Encárgate de la mujer —dijo Bodenstein—. Yo hablaré con el testigo.
Pia asintió y fue hacia la ambulancia donde trataban a aquella mujer gravemente herida. La puerta posterior se abrió y vio al médico. Pia lo conocía de otras intervenciones.
—Ah, señora Kirchhoff —la saludó—. La hemos estabilizado y vamos a llevarla al hospital a Bad Soden. Varias fracturas, contusiones en la cara, probablemente también lesiones internas. No está en condiciones de hablar.
—¿Han averiguado algo sobre su identidad?
—Tenía las llaves de un coche en… —El médico enmudeció y dio un paso atrás, ya que la ambulancia se puso en movimiento, y la sirena imposibilitó toda conversación. Pia habló un instante más con él y a continuación le dio las gracias y se dirigió hacia sus compañeros. En el bolsillo del chaquetón de la herida habían encontrado las llaves de un coche; por lo demás, nada. La mujer, que tendría unos cincuenta años, no llevaba bolso, tan solo una bolsa de la compra llena de alimentos que habían encontrado cuando registraban el puente y el andén. Entre tanto, Bodenstein había hablado con el conductor que vio precipitarse a la mujer. Juraba por lo más sagrado que alguien la había empujado, un hombre; a pesar de la oscuridad y la lluvia, estaba seguro.
Bodenstein y Pia subieron las escaleras de la pasarela.
—Cayó desde aquí. —Pia miró el lugar señalado desde el puente—. ¿Cuánta altura crees que hay?
—Mmm… —Bodenstein se asomó a la barandilla, que le llegaba por la cadera—. Cinco o seis metros. Casi no me creo que haya sobrevivido. Al fin y al cabo, el coche iba a cierta velocidad.
Desde allí arriba la visión de los vehículos destrozados, el parpadeo azul y anaranjado de las luces, los chalecos reflectantes de quienes ayudaban, era un tanto surrealista. La lluvia atravesaba la luz de los faros en diagonal. ¿Qué se le pasaría por la cabeza a la mujer cuando cayó y fue consciente de que no había salvación? ¿O sucedió demasiado deprisa como para pensar?
—Tenía un ángel de la guarda —observó Pia, y se estremeció—. Esperemos que ahora no la deje en la estacada.
Se volvió y fue hacia el andén, seguida de Bodenstein. ¿Quién era la mujer? ¿De dónde venía y adónde se dirigía? Hacía unos instantes iba en el regional tan tranquila y minutos después se hallaba en una ambulancia con los huesos rotos. Así de deprisa podían pasar las cosas. Un paso en falso, un movimiento en falso con la persona equivocada… y ya nada era como antes. ¿Qué quería el hombre de ella? ¿Sería un ladrón? Eso parecía, pues Bodenstein veía raro que la mujer no llevara bolso.
—Todas las mujeres llevan bolso —le dijo a Pia—. Además había hecho la compra, así que necesitaba dinero, un monedero.
—¿De verdad crees que el hombre quería robarle a las cinco y media en una estación concurrida? —inquirió Pia, y miró a izquierda y derecha de la vía.
—Puede que viera la oportunidad. Con este tiempo, todo el mundo quiere irse a casa cuanto antes. Quizá ya la siguiera en el regional, quizá la vio antes de sacar dinero de un cajero.
—Mmm. —Pia señaló la cámara que vigilaba el andén—. Deberíamos ver las cintas. Con un poco de suerte, el ángulo de la cámara nos permita ver la pasarela.
Bodenstein asintió con aire pensativo. ¿Había que destrozar a dos familias esa noche solo porque un ladrón había visto la ocasión de birlar un bolso? No es que ello cambiara en nada el trágico resultado, y sin embargo, a Bodenstein se le antojaba horrible que un motivo tan ridículo pudiera ser causa de muerte y mutilación. Dos agentes salieron del paso subterráneo. Habían localizado en el aparcamiento que había junto al talud del andén un Honda Civic rojo en el que encajaba la llave que llevaba la mujer en el bolsillo. Al comprobar la matrícula del coche averiguaron que la titular del vehículo vivía en Neuenhain. Se llamaba Rita Cramer.