Bitterblue (3 page)

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Authors: Kristin Cashore

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico

BOOK: Bitterblue
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—No haré más pronunciamientos sin consultaros antes —manifestó con sencillez.

—Bueno, ya está —dijo Thiel, aliviado—. ¿Ve? Esa es una sabia decisión. La sabiduría es una cualidad deseable en una reina, majestad.

Thiel la tuvo cautiva durante una hora, más o menos, tras montañas de papeles. Por el contrario, Runnemood estuvo caminando en círculos a lo largo de las ventanas, lanzando exclamaciones respecto a la luz rosa mientras se balanceaba sobre sus pies, además de distraerla con relatos sobre analfabetos que eran sumamente felices. Menos mal que, por fin, se marchó a una reunión nocturna concertada con otros nobles de la ciudad. Runnemood era un hombre de presencia agradable y un consejero que ella necesitaba, el más ducho en espantar a ministros y lores que querían presentarse ante la reina para hablarle hasta el empacho de peticiones, quejas y muestras de deferencia. Pero eso se debía a que él también se valía de las palabras para ser insistente. Su hermano menor, Rood, era asimismo consejero de Bitterblue. Los dos hermanos, así como Thiel y su secretario y cuarto consejero, Darby, rondaban los sesenta años, más o menos, si bien Runnemood no los aparentaba. Los otros, sí. Los cuatro habían sido consejeros de Leck.

—¿Andamos hoy cortos de personal? —le preguntó Bitterblue a Thiel—. No recuerdo haber visto a Rood.

—Rood descansa hoy, y Darby no se encuentra bien —informó Thiel.

—Ah. —Bitterblue sabía descifrar el significado de esas palabras: Rood pasaba por uno de sus episodios nerviosos agudos y Darby estaba ebrio. Apoyó la frente en el escritorio un momento por miedo a ser incapaz de contener la risa. ¿Qué opinión le merecería a su tío, rey de Lenidia, el estado en que se encontraban sus consejeros? Ror había elegido a esos hombres para que fueran su equipo, juzgando —sobre base de su experiencia previa— que poseían un conocimiento más amplio de las necesidades del reino para llevar a cabo su reactivación. ¿El comportamiento de hoy lo sorprendería? ¿O eran los consejeros de Ror igual de pintorescos? A lo mejor ocurría lo mismo en los siete reinos.

Y quizá no importaba. No tenía quejas en cuanto al rendimiento de sus consejeros. Con una salvedad, quizá: eran demasiado productivos. Los documentos que se amontonaban en el escritorio a diario, de hora en hora, lo ponían de manifiesto: recaudación de impuestos, sentencias judiciales, propuestas de encarcelamiento, leyes promulgadas, fueros de ciudades… Páginas, páginas y más páginas, hasta que los dedos le olían a papel, los ojos le lloraban a la vista de documentos y, a veces, la cabeza le martilleaba.

—Sandías —dijo, con la cara apoyada en el tablero del escritorio.

—¿Perdón, majestad? —preguntó Thiel.

Bitterblue se frotó las pesadas trenzas enroscadas alrededor de la cabeza y se sentó derecha.

—Ignoraba que hubiera huertas de sandías dentro de la ciudad, Thiel. En el recorrido que hagamos en mi próximo cumpleaños, ¿podré ver una?

—Planeamos que el siguiente recorrido coincida con la visita de su tío el próximo invierno, majestad. No soy un experto en sandías, pero no creo que tengan nada digno de ver en enero.

—¿Y no puedo hacer un recorrido por la ciudad ahora?

—Majestad, estamos en pleno mes de agosto. ¿De dónde creéis que podríamos sacar tiempo para algo así?

El cielo en derredor de la torre tenía el color de la pulpa de una sandía. El tictac del reloj de pie que había en la pared marcaba el final de la tarde y, por encima de Bitterblue, a través del techo de cristal, la luz adquiría un tono purpúreo a medida que oscurecía. Apareció el brillo de una estrella.

—Oh, Thiel —dijo la reina con un suspiro—. Márchate ya, por favor.

—Desde luego, majestad. Pero antes quiero hablar del tema del matrimonio de vuestra majestad.

—No.

—Vuestra majestad tiene dieciocho años y no hay un heredero. Hay seis reyes con hijos solteros, incluidos dos de sus primos…

—Thiel, si empiezas a enumerar príncipes otra vez te arrojaré el tintero. Y si susurras siquiera los nombres de mis primos…

—Majestad —la interrumpió Thiel—, aunque no tengo el menor deseo de molestarla, esta es una realidad a la que hay que hacer frente. Ha entablado una buena relación con su primo Celaje en el curso de sus visitas como embajador. Cuando el rey Ror venga este invierno, es muy probable que el príncipe lo acompañe. En algún momento entre ahora y entonces habremos de sostener esta conversación.

—No, no lo haremos. —Bitterblue apretó la pluma con fuerza—. No hay nada que hablar al respecto.

—Sí lo haremos —repuso con firmeza Thiel.

Si lo miraba de cerca, Bitterblue distinguía las marcas tenues de las cicatrices en las mejillas del hombre.

—Hay algo que sí quiero discutir contigo —dijo—. ¿Te acuerdas de aquella vez que entraste en los aposentos de mi madre para decirle algo a mi padre que lo enfureció y él te llevó abajo, a través de la puerta oculta? ¿Qué fue lo que te hizo allí?

Fue como si hubiese apagado una vela de un soplido. Thiel se quedó plantado delante de ella, alto, flaco y desconcertado. Después, hasta la expresión de desconcierto desapareció y la luz se apagó en sus ojos. Se alisó la impecable pechera de la camisa con la vista clavada en la prenda, dándole tironcitos, como si la pulcritud fuera algo muy importante en ese momento. Entonces, en silencio, hizo una reverencia, se dio media vuelta y salió de la habitación.

A solas, Bitterblue reordenó los documentos, firmó cosas, estornudó con el polvo… Intentó, sin lograrlo, convencerse de que no tenía por qué sentir ese asomo de vergüenza. Lo había hecho a propósito. Sabía con toda seguridad que él no podría soportar la pregunta. De hecho, casi todos los hombres que trabajaban en las oficinas —aquellos que habían estado al servicio de Leck, desde sus consejeros hasta los escribientes pasando por su guardia personal— rehuían alusiones directas que les recordaban la época del reinado de Leck; las evitaban o se desmoronaban. Era el arma de la que se valía siempre cuando uno de ellos la presionaba demasiado, porque era la única que le funcionaba. Sospechaba que no se volvería a hablar más de matrimonio durante un tiempo.

Sus consejeros eran de ideas fijas y hacían gala de una tenacidad que a veces la superaba. Por eso le daba miedo hablar de matrimonio. Cosas que comenzaban como una simple conversación entre ellos parecían convertirse de repente, a la fuerza, en algo establecido antes de que ella hubiera conseguido comprenderlo o formarse una opinión. Había ocurrido con la ley de amnistía general para todos los delitos cometidos durante el reinado de Leck. Había ocurrido con la disposición de la carta constitucional que permitía a las ciudades liberarse de sus lores gobernadores para gobernarse por sí mismas. Había ocurrido con la sugerencia —¡una simple sugerencia!— de tapiar los aposentos en los que había vivido Leck, derribar las jaulas de sus animales, que tenía en el jardín trasero, y quemar todas sus pertenencias.

Y no es que se opusiera a cualquiera de esas medidas, ni que lamentara haber dado su visto bueno una vez que las cosas se calmaban lo suficiente para que ella comprendiera que las habría aprobado de todos modos. Lo que pasaba era que no sabía cuál era su opinión, que necesitaba más tiempo que ellos, y se sentía frustrada al mirar atrás y constatar que había dejado que la empujaran a hacer algo.

—Es premeditado, majestad —le decían—. Una filosofía premeditada de innovación con visión de futuro.

—Pero…

—Majestad, estamos tratando de sacar a la gente del influjo enajenador de Leck y ayudarla a seguir adelante, ¿comprende? —dijo Thiel con suavidad—. De otro modo, las personas se regodearán en sus propias historias perturbadoras. ¿Ha hablado con su tío sobre esto?

Sí, lo había hablado. Tras la muerte de Leck, el tío Ror había recorrido medio mundo por su sobrina. El rey lenita había redactado la nueva legislación de Monmar, había instaurado ministerios y tribunales de justicia, había elegido a sus administradores y después había puesto el reino en manos de su sobrina de diez años. Se había ocupado de que se incinerara el cadáver de Leck y había llorado por su hermana asesinada, la madre de Bitterblue. Ror había puesto orden en el caos de Monmar.

—Leck sigue metido en las mentes de muchas personas —le había dicho a Bitterblue—. Su gracia es una enfermedad que perdura, una pesadilla que tu pueblo tendrá que olvidar, y tú tendrás que ayudarle a conseguirlo.

Mas ¿cómo podía olvidarse algo así? ¿Podía olvidar ella a su propio padre? ¿Podía olvidar que su padre había matado a su madre? ¿Cómo iba a olvidar las veces que asaltó su propia mente?

Bitterblue dejó la pluma y se acercó despacio, con precaución, a una ventana orientada al este. Puso una mano en el marco para sujetarse, apoyó la frente en el cristal y cerró los ojos hasta que la sensación de estar cayendo en el vacío desapareció. Al pie de la torre, el río Val trazaba el límite septentrional de la ciudad. Abrió los ojos y siguió con la mirada la margen sur hacia el este, más allá de los tres puentes, más allá de donde imaginaba que estaban los muelles de la plata y los viejos muelles de madera, los de pescadores y los mercantiles.

—La huerta de sandías —dijo con un suspiro. Por supuesto, estaba demasiado lejos y demasiado oscuro para ver semejante cosa.

Aquí el río Val chapaleaba en las murallas septentrionales del castillo y discurría lento y tan anchuroso como el agua de una bahía. El terreno pantanoso de la otra orilla seguía sin explotar, apenas transitado salvo por quienes vivían en la parte más septentrional de Monmar; pero, aun así, por alguna razón inexplicable, su padre había construido los tres puentes, cada cual más alto y magnífico de lo que era necesario. El Puente Alígero, el más cercano, tenía el piso de mármol blanco y azul, como nubes. El Puente del Monstruo era el más alto y su pasarela se elevaba tanto como el arco más elevado. El Puente Invernal, hecho de espejos, resultaba misteriosamente difícil de distinguir del cielo durante las horas diurnas, y resplandecía con la luz de las estrellas, del agua y de la ciudad durante la noche. Ahora, en el ocaso, los puentes eran formas púrpuras y carmesí, irreales y casi animalescas. Criaturas enormes, esbeltas, que se extendían hacia el norte a través de la destellante corriente del río para comunicar una tierra improductiva.

La sensación de caída volvió a apoderarse de Bitterblue. Su padre le había contado una historia sobre otra ciudad resplandeciente, también con puentes y un río, uno de corriente rápida que se precipitaba por un acantilado, caía a plomo en el aire y se zambullía en el mar, allá, muy abajo. Bitterblue se había reído con deleite al oír la historia de aquel río volador. Por entonces tenía cinco o seis años, y él la sostenía sentada en su regazo.

P
UENTE
A
LÍGERO

«Leck, que torturaba animales. Leck, que hizo que desaparecieran niñas y cientos de personas más. Leck, que se obsesionó conmigo y me persiguió a través del mundo. Leck, que me llamaba Gramilla».

»¿Por qué me obligo a venir a estas ventanas cuando sé que me sentiré demasiado mareada para echar un buen vistazo a todo? ¿Qué es lo que intento ver?».

Esa noche entró al distribuidor de sus aposentos, giró a la derecha y accedió a la sala de estar. Encontró a Helda cosiendo en el sofá. La criada, Raposa, fregaba las ventanas.

Helda, que era gobernanta, dueña y jefa de espías de Bitterblue, metió la mano en un bolsillo y le pasó dos cartas.

—Ya está aquí, querida. Llamaré para que le traigan la cena —dijo y, levantándose, se atusó el cabello y salió del cuarto.

—¡Oh! Dos cartas. Dos. —Bitterblue enrojeció de placer. Rompió los sencillos sellos y echó un vistazo. Ambas estaban cifradas y escritas con caligrafías que reconoció al instante. La letra garabateada y descuidada pertenecía a lady Katsa de Terramedia, mientras que la pulcra y firme pertenecía al príncipe Po de Lenidia, hermano menor de Celaje y, con Celaje, uno de los dos hijos solteros de Ror que podrían proponerle como maridos, nada menos. Real y cómicamente terrible.

Buscó un hueco del sofá donde acurrucarse y leyó primero la de Po. Su primo se había quedado ciego hacía ocho años. No podía leer palabras escritas en papel, pues, aunque la parte que le permitía percibir el mundo físico a su alrededor lo ayudaba a compensar así muchos aspectos de su ceguera, su gracia tenía problemas para interpretar las superficies planas y no percibía los colores. Escribía letras grandes con un trozo de grafito afilado, pues era más fácil de controlar que la tinta, además de utilizar una regla como guía, ya que no veía lo que escribía. Asimismo, usaba un pequeño juego de letras movibles de madera como referencia que lo ayudaba a tener identificados sus códigos con precisión.

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