Authors: John Norman
La chica del pantalón corto miró a las otras.
—¿Y si nos obligan a besarles? ¿Qué vamos a hacer?
—Besarles —dijo la chica del jersey rojo.
—¿Crees que querrán algo así? —preguntó una morena.
—Quién sabe lo que querrán.
—¡Tenemos nuestros derechos! —dijo la rubia.
—¿Los tenemos? —preguntó la del jersey. Parecía la más femenina de todas.
Las chicas se quedaron un rato en silencio. Luego habló la del pantalón corto:
—¿Qué clase de prisioneras somos?
—Esperemos que sólo seamos eso, prisioneras —respondió la del jersey rojo.
—No lo entiendo. ¿Qué otra cosa podríamos ser?
—¿No puedes imaginarlo?
—No.
—Tal vez seamos esclavas —dijo la del jersey.
—No bromees —dijo la rubia horrorizada.
Pasó por allí otro esclavista, y las chicas dieron un respingo.
Me pregunté si habrían venido en la misma nave que la chica que encontré en la casa de Samos.
Sentí hambre y me alejé de las chicas. Me dirigí a comer a uno de los restaurantes públicos de la feria.
Había pensado comprar las dos chicas del extremo, la rubia y la del jersey rojo, pero luego cambié de opinión. Todavía no estaban adiestradas y pensé que mis hombres podrían matarlas. Intuía que ambas tenían sorprendentes potencialidades para ser magníficas esclavas, mejores incluso que muchas otras chicas de la Tierra. Sería una lástima que tales capacidades se perdieran si las chicas acababan siendo arrojadas a las fauces de los urts.
Me acabé el Calda. No lo había probado desde Tharna.
En el restaurante había unas doscientas mesas bajo la tienda.
Me limpié la boca con la manga y me levanté.
Había muchos hombres en las mesas cantando canciones de Ar.
Vi salir de su tienda a un individuo, a unas mesas de distancia. Algo en él me inquietó vagamente. No le vi la cara, porque me daba la espalda. Pensé que no me había visto. Salí de la tienda. Hay que pagar la comida por adelantado, y se lleva un pequeño disco de metal a la mesa. Luego se le entrega el disco a una esclava que pone la comida ante ti. La chica lleva un delantal de piel y un cinturón de hierro. Si uno quiere tener a la chica, tiene que pagar más.
Volví a mezclarme entre la multitud. No había nada interesante hasta el día siguiente, en que empezaría el torneo.
Por un momento me inquietó el recuerdo del hombre que había visto salir del restaurante.
Me dirigí hacia las plataformas.
Volví a ver al tipo de la base polar, con sus pantalones y sus botas de piel. Recordé que había vendido algunas tallas a un curioso aquella mañana.
Me apetecía ver de nuevo a las chicas de la Tierra. La última vez que las vi se acercaban a ellas dos hombres, uno con un cuchillo y otro con túnicas blancas y leves. Tenía curiosidad por ver cómo estarían vestidas con ropas que más servían para poner de manifiesto su femineidad que para ocultar sus cuerpos.
—¿Dónde están las tarimas de Tenalion de Ar? —le pregunté a un hombre. Las esclavas eran de Tenalion.
El tipo me señaló el camino.
—Gracias. —Tenalion era un esclavista muy conocido.
Qué complacido me sentí al volver a ver a las esclavas. Ahora quedaba patente que eran unas bellezas. Pero la mayoría de las esclavas de Tenalion eran bonitas.
Todavía llevaban los collares al cuello, y seguían encadenadas unas a otras. Pero ahora los collares les sentaban de maravilla. Ya no llevaban el absurdo atavío de la Tierra, sino las túnicas goreanas de tarima. Eran túnicas blancas, de profundos escotes, sin mangas y muy cortas. Las chicas estaban de rodillas.
—Apenas me atrevo a moverme —dijo la rubia. Estaba arrodillada, como las otras, con las piernas muy juntas.
Tenían las muñecas atadas a la espalda. No podrían cubrirse si les abrían las túnicas.
—Ni yo —dijo la chica del extremo—. ¿Qué van a hacer con nosotras?
—No lo sé —dijo la tercera—. ¡No lo sé!
Un hombre se acercaba a ellas caminando muy lentamente.
Las chicas retrocedieron.
Tenían los tobillos confinados en anillas bastante sueltas, pero no tanto como para poder soltarse. Por las anillas pasaba una cadena lo suficientemente larga como para que ellas pudieran juntar los tobillos, según los deseos del amo, o abrir totalmente las piernas.
Pasaron dos hombres y echaron una ojeada a la mercancía encadenada.
Los hombres no vieron nada de interés en ellas. Había expuestas muchas bellezas.
Volví a ver al tipo de la base polar; estaba mirando mujeres.
—Mira —oí que decía un hombre—, es Tabron de Ar.
Me di la vuelta. Entre el gentío avanzaba un tarnsman, con el cuero rojo de sus derechos de guerra. Casualmente se detuvo ante las cuatro chicas.
La rubia dio un respingo cuando sus ojos la examinaron.
Él miró a la chica morena. Para mi sorpresa y placer la vi arrodillarse muy erguida y alzar el cuerpo ante él. El hombre miró luego a las otras dos chicas y siguió su camino. La morena volvió a sentarse sobre los talones.
—¡Te he visto! —dijo la chica del extremo.
—Era muy guapo —dijo la morena—. Y yo soy una esclava.
—No te ha comprado —se burló la tercera chica—, zorra de lujo.
—Tampoco te ha comprado a ti —respondió la morena—, idiota de baja clase.
Sonreí. No eran más que esclavas.
—Soy más bonita que tú —dijo la tercera chica.
Me agradó ver que la tercera chica parecía ahora mucho más consciente de su femineidad que antes. Tal vez no tardaría tanto como yo pensaba en descubrir que era una mujer. Los machos goreanos se lo enseñarían deprisa. Estaría preciosa, pensé, arrastrándose hasta su amo con las sandalias en la boca.
—Ya que discutimos estas cosas tan sórdidas —dijo la del extremo—, soy yo la más bonita de todas.
—Soy yo —dijo la morena enfadada, indignada.
—No —dijo la rubia—. Seguro que soy yo la más bonita.
—Tú ni siquiera quieres que te toque un hombre.
—No, pero aun así soy la más bonita.
La morena miró a la multitud.
—Ellos decidirán quién es la más bonita —dijo.
—¿Ellos? —preguntó la rubia.
—Los amos.
—¿Amos? —balbuceó la rubia.
—Sí —dijo la morena—, los amos. Los hombres que hay aquí, los que nos comprarán, nuestros amos, ellos decidirán quién es la más bonita.
Las chicas se sentaron arrodilladas sobre los talones.
—¡Oh! —exclamó la rubia.
Un hombre fornido, vestido con el atuendo de los guardianes de tarn y oliendo a tarn, se paró para mirarla. Ella se echó hacia atrás y sacudió la cabeza.
—¡No! —Tenía el miedo en los ojos.
El hombre echó una mirada en torno y vio a uno de los vendedores que se acercó hasta él.
—¿Son esclavas nuevas? —preguntó el cuidador de tarn.
—Carne de collar —dijo el esclavista.
—Necesito una criada. Que no cueste mucho. La necesito para que esté de día en las chozas, para que limpie los excrementos de tarn y que se quede de noche en mi cabaña.
—Estas cuatro mozas están totalmente indicadas para tales tareas —dijo el vendedor haciendo un gesto hacia la cadena. Se subió a la tarima—. Mira ésta —dijo señalando a la rubia que era la primera de la cadena.
Le cogió la túnica.
—¡No me toques! —gritó ella dando un respingo.
—Una bárbara —dijo el cuidador de tarn.
—Sí.
—¿Y las otras?
—Todas son bárbaras, señor.
La chica morena se estremeció al ver que el cliente la miraba.
El cuidador de tarn se dio la vuelta y se alejó. Las chicas se miraron asustadas, pero aliviadas. Aunque sin duda su alivio era prematuro. Otro esclavista se unió a su colega en la plataforma.
—No vamos a venderlas nunca —dijo el primero—. Son novatas, ineptas, torpes, son zorras inútiles. Ni siquiera hablan goreano.
—Tenalion no tiene intención de ponerlas en la tarima principal del pabellón —dijo el segundo. Llevaba al cinto un látigo de cinco colas.
—Sería un desperdicio. ¿Quién iba a querer unas mujeres tan ignorantes? Seguramente habrá que llevarlas de vuelta a Ar.
—Podemos venderlas aquí como alimento para el eslín.
—Es cierto.
—Atiende las plataformas del cuarenta al cuarenta y cinco —dijo el segundo, que parecía tener más autoridad que el primero—. Yo me quedaré un rato por aquí.
El otro hombre asintió y se marchó.
El segundo esclavista se quedó mirando a las cuatro chicas, que no le miraron a la cara. El hombre llevaba una túnica azul y amarilla y muñequera de cuero. Al cinto colgaba el látigo. Las chicas parecían asustadas. Y no las culpo. Las vi mirar el látigo, pero no parecían entender realmente. No comprendían todavía lo que era el látigo ni lo que harían con ellas. Me di cuenta de que nunca habían sido azotadas.
—Las pujas han comenzado en el pabellón —oí decir.
—Moveos —dijo el esclavista a las chicas en goreano. Ellas no entendieron sus palabras, pero su gesto estaba claro. Asustadas, de rodillas todas avanzaron hacia el borde de la tarima. Ahora estaban más cerca de la multitud. Antes habían estado un metro más o menos dentro de la plataforma; cuando una chica está un poco apartada, se la puede apreciar mejor.
Las chicas se miraban aterrorizadas unas a otras. Ahora estaban cerca de los hombres.
—¡No, por favor! —suplicó la rubia. Un hombre le había puesto la mano en el muslo.
Intentó retroceder, pero el esclavista al verlo se sacó el látigo del cinto e indicó con él el lugar en que la esclava debía tener las rodillas, muy cerca del borde de la plataforma. Las otras chicas también se aseguraron de que sus rodillas estaban perfectamente alineadas. Las ropas de los hombres que pasaban les rozaban las rodillas.
—Quiero ver ésta —dijo un curtidor parándose ante la rubia.
La chica dio un respingo.
—Es bonita, ¿verdad? —sonrió el vendedor—. Abre su túnica y verás lo que puede ofrecerte.
El curtidor se acercó a la chica, pero ella retrocedió.
—¡No me toques! —gritó. La chica morena también gritó de dolor al sentir el tirón de la cadena.
El curtidor de pieles estaba atónito.
—Creo que no me interesa —dijo—. Ésta también es bárbara. No está acostumbraba al collar.
—Espera, noble señor —dijo el vendedor—. ¡Espera! ¡Mira qué delicias te aguardan!
El hombre vaciló.
—¡Prodicus! —llamó el esclavista.
En un momento llegó el primer esclavista que había ido a supervisar las plataformas cuarenta y cuarenta y cinco. El esclavista que llevaba el látigo señaló a la rubia con la cabeza.
El vendedor subió a la plataforma y rápidamente forzó a la rubia a arrodillarse ante el esclavista del látigo y el curtidor. Entonces soltó el nudo del cinturón de la rubia.
—¡No! —gritó ella. El hombre retiró la túnica exponiendo a la esclava. Era muy hermosa. La túnica yacía tras ella, sobre sus muñecas encadenadas. El hombre le abrió las piernas de una patada y se agachó sobre ella agarrándola por los brazos. Ella se debatía y comenzó a gritar con la cabeza hacia atrás, juntando con fuerza las rodillas. El esclavista del látigo subió furioso a la tarima y volvió a abrir las piernas de la chica. Ella gritaba y lloraba. Los hombres reían.
—¿Ves, amo? —dijo el hombre del látigo. Pero el curtidor ya se había ido. El esclavista miró furioso a la rubia encadenada. Otro hombre de la multitud se acercó y cogió el tobillo de la morena. Ella lo apartó bruscamente mirándole aterrorizada.
Tenalion de Ar, su amo, estaba en el borde de la tarima. No estaba nada contento.
—No valen nada —dijo el hombre del látigo, tras azotarlas a todas.
—Vendedlas por lo que os den —dijo Tenalion antes de marcharse.
—Dos —dijo una voz—. Dos, ¿cuánto?
Era el tipo de la base polar. En la mano derecha llevaba un fardo de pieles, más pequeño ahora, y un saco más vacío que la última vez que lo vi.
Me acerqué más, pensando que tal vez tuviera dificultades para comunicarse con el vendedor.
—Ésas —dijo aquel hombre de piel cobriza señalando a la rubia y a la morena. Las chicas sollozaban.
—¿Sí? —dijo el vendedor.
—¿Baratas?
—¿Estas dos?
El cazador asintió.
El vendedor hizo que las dos chicas se arrodillaran ante el cazador.
Ellas le miraron con temor.
Era un hombre. Habían sentido el látigo.
—Sí, baratas. Muy baratas —dijo el vendedor—. ¿Tienes dinero?
El cazador sacó una piel del fardo que llevaba. Era una piel nívea y gruesa, la piel de invierno de un lart de dos estómagos. El vendedor reconoció su valor. Una piel así podría venderse en Ar por medio tarsko de plata. Cogió la piel y la examinó. El lart de nieve caza en el sol. Puede conservar la comida en el segundo estómago casi indefinidamente.
—No basta —dijo el vendedor. El cazador gruñó. Ya lo suponía.
El cazador sacó del fardo dos pequeñas pieles de leem. Eran marrones.
—No es bastante —dijo el vendedor. El cazador gruñó y se agachó para volver a atar el fardo de pieles. Cogió sus cosas y se dispuso a marcharse. —¡Espera! —rió el vendedor—. ¡Son tuyas!
Las chicas reaccionaron.
—Hemos sido vendidas —susurró la chica morena. El vendedor se puso las pieles al cinto. Con la mano derecha obligó a la rubia a agachar la cabeza hasta las rodillas. Lo mismo hizo con la morena. Ellas obedecieron. Habían sentido el látigo.
Entonces el esclavista les liberó los tobillos de las anillas de acero y abrió las cadenas que ataban sus muñecas. Las túnicas cayeron al suelo. Mientras tanto, el cazador había cortado un trozo de la cuerda que llevaba al hombro. El esclavista abrió los collares de las esclavas y los tiró al suelo.
El cazador las hizo bajar de la plataforma, y las chicas se quedaron allí asustadas, atadas la una a la otra por el cuello. La tercera y la cuarta chica observaban la escena con manifiesto terror. Sabían que también ellas podían ser objeto de una transacción que las pondría totalmente a merced de su comprador, de su amo.
El cazador rojo ató las manos de las dos bellezas a las espaldas y luego, rápidamente, las ató una a la otra. La rubia se sobresaltó.
—¡Oh! —dijo de pronto la morena. Vi que el cazador tenía experiencia en atar mujeres. Estaban totalmente indefensas.
Los cazadores rojos suelen ser gente amable y pacífica, excepto con los animales. En el norte se domestican dos tipos de bestias: la primera es el eslín de nieve, la segunda es la mujer blanca.