Beatriz y los cuerpos celestes (23 page)

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Authors: Lucía Etxebarría

Tags: #Novela

BOOK: Beatriz y los cuerpos celestes
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La mismísima escena se repitió tres años después. Pero aquella vez mi padre llegaba absolutamente borracho; no simplemente achispado, no: curda perdido. Yo me daba perfecta cuenta, por su lengua de trapo y sus andares en zigzag, de lo que le pasaba. El caso es que cuando mi madre se cayó al suelo tras la bronca consabida y los insultos saturados de decibelios, él no pareció preocuparse, no sé bien si porque el alcohol no le permitía darse cuenta de la gravedad de la situación o porque había llegado a un punto en el que las crisis de mi madre ya no le inspiraban temor, sino cansancio. Fui yo esta vez la que sujetó a mi madre y le puso una servilleta en la boca, pero, para mi sorpresa, él no corrió al teléfono como yo hubiese esperado, sino que se dirigió a su cuarto con paso inseguro y tambaleante. «¿Pero qué haces?», le dije, «¿vas a dejar a mamá así, o qué?» «Encárgate tú», me respondió. «Al fin y al cabo, ¿no estáis las dos tan hartas de mí? Pues arregláoslas sólitas.» Mi madre seguía entre mis brazos, ya inconsciente. El ataque había sido corto. Le grité a todo pulmón a mi padre que era un hijo de puta y que le odiaba con toda mi alma. Entonces se dio la vuelta en medio del pasillo y se dirigió hacia mí precedido por el estruendo de sus pasos. «A tu padre no le hablas tú así», vociferaba, «¿entiendes? Tú no le hablas así a tu padre.» Y antes de que pudiera darme cuenta ya lo tenía delante. Me arreó un bofetón que cortó el aire. Las lágrimas se me agolparon a los ojos a la vez que mi madre se resbalaba de mis brazos y caía al suelo. Escuché cómo su cabeza golpeaba contra el linóleo de la cocina y me temí lo peor. Odié a mi padre en ese momento como nunca había odiado a nadie, ni a las monjas, ni a las pijas del colegio. De hecho, creo que nunca he vuelto a odiar de esa manera a ninguna otra persona. Para entonces mi madre y yo ya nos habíamos distanciado, pero por un momento volví a experimentar esa simbiosis, ese sentirme parte de ella, integrada en un ejército en lucha contra un enemigo común.

El método casero de fabricación de pastillas resultaba muy simple. Las anfetas se machacaban en un mortero y se mezclaban con algo de jaco y un poco de aspirina infantil. La mezcla resultante se introducía en unas cápsulas de termalgín previamente vaciadas. Y voila. Resultaba tan simple que yo no creía que de verdad fuera a funcionar.

Coco me había explicado, punto por punto, lo que tenía que hacer. Recibí detalladísimas instrucciones referentes al tipo de preguntas que debía hacer a mis clientes para identificar a posibles policías camuflados. Si te asalta la menor duda, decía Coco, no vendas. Si viene alguien mayor de veinticinco, no vendas. Según Coco, yo iba a ser la camello ideal precisamente porque no tenía ninguna pinta de serlo: mi belleza atraería a clientes indecisos y mi aire inocente no despertaría sospechas. ¿Por qué cuando Coco se refería a mi belleza siempre era para encontrarle aplicaciones prácticas? Yo quería que alguien me viera guapa porque sí, sin esperar nada de ello.

Ya habíamos hecho correr la voz por toda La Metralleta de que yo estaba pasando éxtasis. Así que me dirigí a la esquina de rigor a esperar a mis clientes. Iba tranquila: todo había salido bien la primera vez y no tenía que ir peor la segunda. Ya le había cogido el tranquillo a la cosa y creo que, en el fondo, me gustaba hacerlo. Me consolaba la certeza de que existía al menos una actividad en el mundo que se me daba bien.

Le vi atravesar la pista y me quedé de piedra. No pegaba nada en el sitio. Un yuppie-pijo que se las daba de moderno (vaqueros, camiseta de algodón, sonrisa profidén, estructura ósea de atleta yanqui y bíceps de gimnasio; aspecto general de no haber roto un plato en su vida), y que se acercó a Mónica enarbolando su amplia sonrisa como si fuera una bandera blanca. ¡Javier López de Anglada en persona honrando a La Metralleta con su impecable presencia! Había sido el primer novio formal de Mónica, cuando ella tenía dieciséis años y él veintidós. Estuvieron saliendo juntos casi un año, si bien es cierto que no se veían mucho ni tampoco ella parecía muy interesada en él. Siempre pensé que, en realidad, Mónica le utilizó como una excusa para disponer de mayor libertad y así poder entrar y salir a sus anchas, ya que Charo adoraba a Javier (yo le detestaba, en buena lógica) y desde que él empezó a frecuentar su casa se mostró mucho más permisiva con los horarios y salidas de su hija adolescente. Charo no cesaba de insistir en cuán fino y educado era Javier, y cuán fina y educada su familia. (Me veo obligada a hacer constar que la madre de Javier era una Grande de España y que su nombre solía aparecer en las listas de las más elegantes del año.)

Después de que Mónica le dejara, Javier le escribió cartas y cartas. Estaba obsesionado con su ex novia, y ella se las había arreglado para utilizar esa obsesión y mantener la amistad durante años, porque le convenía. Siempre conviene contar con alguien que te adora y que además nada en dinero. Pero creo que había algo más que ella no reconocía: que en el fondo le conmovía aquella admiración perruna que se mantenía inalterable con los años. En cuanto terminó Empresariales, a los veintidós años, Javier había pasado a ocupar un puesto directivo en una de las empresas de su padre, cobrando un sueldo astronómico, y a los veinticinco ya presentaba ese aspecto serio y contenido, un tanto estúpido, de las personas establecidas prematuramente. Observé cómo él la besaba en la mejilla y cómo ella abrazaba su cintura con naturalidad, sin dejar de preguntarme qué diablos haría Javichu en aquel antro, en el que desentonaba como Alfredo Landa en una carpa dance, y no me cupo duda de que había ido allí buscando a Mónica. Todavía se veían con asiduidad y de vez en cuando se acostaban juntos. Ella me había comentado alguna vez, entre risas, que Javier tenía un aparato enorme, y cuando pensaba en aquello me sentía como ahogada en una especie de vacío mudo, oscuro e inclasificable.

Unos leves toquecitos en el hombro distrajeron mi atención de la escena. Me di la vuelta y me encontré, otra vez, con aquel tipo alto que parecía perseguirme. Me llamó rubita y me dijo si no sabía dónde podía encontrar algo para «animarse un poco». No me puse nerviosa.

—Por la forma en que me estás mirando, creo que yo ya te animo suficiente —le dije—. Por cierto, es Belcor.

—¿El qué?

—El sujetador. Como lo miras tanto... Sonrió.

—Gracias por la información. Belcor. Compraré acciones.

—Mejor compras Levis. Creo que están subiendo —le sugerí, señalando con un gesto su entrepierna—. Ahora, si me disculpas, creo que voy a ir a bailar un ratito. —Y desaparecí hacia la pista, fundiéndome entre las sombras como un negativo de mí misma.

Me resultaba muy fácil ser descarada por una razón muy sencilla: no estaba interesada en entablar ninguna relación íntima con él, y por tanto, era capaz de dedicarle todo tipo de comentarios equívocos sin el menor rubor, ya que me importaba un comino la impresión que pudiera causarle. Era tímida —soy tímida—, y por eso la gente solía creerme menos lista de lo que en realidad era, pero con dos copas encima podía ser tan ocurrente como Mónica, aunque por lo general no se me presentaban muchas oportunidades de demostrarlo.

Supongo que cuando Mónica me contaba sus noches con Javier yo sentía los mismos celos que tanto reconcomían a Caitlin cuando algunas de sus amantes le narraban sus experiencias con los hombres. Supongo que en el fondo todos sentimos lo mismo, puesto que al fin y al cabo venimos de lo mismo: hidrógeno, helio, oxígeno, metano, neón, argón, carbono, azufre, silicio y hierro, los compuestos básicos del universo, moléculas elementales que existen desde el principio de los tiempos y que, recombinadas entre sí, han dado lugar a otras más complejas. El desarrollo de la vida es un milagro inevitable, una milagrosa combinación de elementos según una trayectoria de mínima resistencia. Dadas las condiciones de la Tierra primitiva, la vida tenía necesariamente que surgir; del mismo modo que el hierro inevitablemente se oxidará en el oxígeno húmedo. Cualquier otro planeta que se pareciese física y químicamente a la Tierra desarrollaría vida. Todos somos inevitables, todos venimos de lo mismo, todos constituimos un milagro en nosotros mismos. Energía y moléculas es vida. Amor y frustración igual a celos. Milagros que provocan en mí reacciones elementales e inevitables. Mujeres que son mundos en sí mismas, mundos habitados por millones de seres vivos —células y microbios y bacterias y parásitos microscópicos que significan a nuestro cuerpo lo mismo que nuestros cuerpos a la Tierra—, mundos similares aunque distantes. Mundos todas nosotras, planetas que orbitamos en torno a una fuente básica de energía: el afecto, o su carencia. Órbita cementerio.

Vendí éxtasis en Madrid, mi novia los vendía en Edimburgo: la ciudad es siempre la misma, la llevas contigo. Allá donde yo fuera acababa enredada en historias de negocios clandestinos, y atraída por mujeres que demostraban un desprecio arrogante hacia leyes en las que no creían. Lo digo porque la venta de estas pastillitas le arregló el presupuesto a Mónica aquel verano, y constituiría después una de las principales fuentes de ingresos de la chica con la que vivía: Caitlin.

Caitlin y yo siempre teníamos problemas de dinero. Yo vivía, supuestamente, de mi beca, pero lo cierto es que la beca apenas hubiese dado para pagar el alquiler, en el caso de que hubiera debido pagarlo. Como no lo pagaba, parecía evidente que debía encargarme de comprar la comida y abonar las facturas. Aunque nunca lo acordamos de palabra, funcionamos así desde el primer momento. Así que, para redondear el presupuesto, yo daba clases de español a estudiantes de la Universidad, previsibles y aburridos, la cara repleta de granos y el cerebro de aire, y de vez en cuando trabajaba de camarera en un bar que estaba al lado de nuestra casa. No me pagaban muy bien, no tanto como a Cat, porque el mío no era un bar de moda y además no cocinaba, pero el sitio me gustaba. La música sonaba siempre a un nivel más que discreto y el jefe era un tío tranquilo que nunca hablaba demasiado ni se metía en lo que no le concernía. A la hora de comer el local se llenaba de dependientas de Boots que rumiaban sandwiches de pepino con los ojos bajos, mientras leían novelas escritas por la tía abuela de Lady Di. Por las tardes les sucedía algún que otro grupito de estudiantes tranquilos o de treintañeros que jugaban a los dardos. Caitlin, como ya he dicho, trabajaba de chef en un local coqueto que se reseñaba en
The List
como uno de los lugares más interesantes de la ciudad. Cat estaba bien pagada, para lo que era habitual, porque el encargado, una loca desorejada que llevaba el pelo teñido de rosa, sabía bien que la cocinera era uno de los mayores reclamos del local entre la clientela femenina. Pero aunque la paga fuese generosa, eso no quitaba que siguiese siendo exigua, como en toda la hostelería. De manera que Cat redondeaba sus ingresos trapicheando éxtasis que vendía entre sus muchas admiradoras y su miríada de amigos.

En Glasgow, el negocio de los éxtasis había llegado a ser tan provechoso que las mafias que los distribuían se enfrentaban a balazos por las calles. En Edimburgo la cosa todavía no había alcanzado aquellas dimensiones, pero parecía que faltaba poco para llegar a una situación parecida. En las fiestas siempre había un tío o tía delgadísimo apostado cerca de la cocina o en el cuarto de baño, distribuyendo entre los invitados la pastillita indispensable. En Cream y en Taste, los dos clubes que se habían convertido en las catedrales norteñas del techno, la masa bailaba en comunión al ritmo de un solo latido, una sola música, una sola droga, un único espíritu que hermanaba a los fieles.

Traficar era muy arriesgado. No se consideraba un delito menor, como en Madrid. Día tras día había redadas en Cream, en Taste, en Negotians, en The Honeycomb, en La Belle Angele. Se cerraban unos clubes y se abrían otros, y la clientela seguía en hordas a sus DJs de un local a otro como un pueblo elegido seguiría a su profeta en el exilio.

Entre los que trapicheaban los más listos se hacían de oro y los menos avispados acababan con sus huesos en la cárcel. Cat estaba entre los unos y los otros. Yo fingía no querer enterarme de sus actividades, le repetía una y otra vez que estaba harta de drogas, que ya me había metido en un buen lío en Madrid y no quería meterme en otro en Edimburgo. Pero la verdad es que cada vez nos costaba más llegar a final de mes, así que no me quedaba más remedio que transigir y dejar que la cosa siguiera adelante, por necesidad y porque no quería controlar demasiado la vida de Cat. Sabía que a ella la sacaba de quicio cuando le decía lo que debía o no debía hacer.

Los jueves libraba Cat y solíamos salir. Primero íbamos a Negotians a tomar una copa y charlar con Barry, luego íbamos a bailar a cualquiera de los clubes en los que pinchara Aylsa. Yo me metía un éxtasis y me lanzaba a la pista a diluirme en techno y en MDMA. Baila, olvídate de todo, deja de ser persona, fúndete en esa masa que baila contigo. Deja de existir como individuo, deja de pensar por tu cuenta y dejarás de sufrir, mientras el tiempo sigue desangrándose minuto a minuto. En aquellos momentos entendía por qué los hombres y las mujeres de todo el orbe, pese a todo, se empeñan en creer en poderes superiores a las manifestaciones humanas; y es que en medio de aquella extrema exaltación sentía que me perdía por algunos momentos en una vida superior, divina, que me absorbía y me integraba en ella. Como un lucero al despuntar el día, mi identidad se borraba ante una luz mayor.

Así que los jueves me metía mi pastilla de rigor y el resto de la semana me dedicaba a martirizar al ángel que me la había regalado acribillándole con mis remordimientos fariseos.

Hipócrita de mí. No hacía más que recriminarle a Cat que pasara pastillas, pero luego no me sentía capaz de sobrevivir sin ellas. Me hacían feliz, me hacían olvidarme de mí misma, me hacían querer a Cat, me hacían pensar que la vida merecía la pena. No era la misma sin aquellas ayuditas blancas y redondas. A pesar de todo, nunca me metía más de dos a la semana (jueves siempre, sábado a veces). Sabía que todo lo que sube baja, y que lo peor de cualquier escalada es el descenso.

Necesitaba las pastillas, ya no sabía vivir sin ellas. A veces pensaba en mí misma y en la vida que había llevado y me daba la impresión de que era una mujer marcada que ya nunca podría llevar una vida normal, y que, por mucho que me esforzara, me iba a resultar imposible querer a la gente o sentir la más mínima empatía hacia la mayoría de las personas. Mi cerebro, creía yo, ya estaba tocado y durante el resto de mi vida me acometerían de forma cíclica accesos incontrolables de llanto y descensos drásticos de autoestima. Me sentía como si llevase en mi interior una especie de interruptor que una vez accionado desencadenara lo peor de mí, y que se podía activar de varias maneras, existían diversos métodos para ponerme fuera de mis cabales: los gritos de cualquier tipo, las recriminaciones violentas o las frases desagradables repentinas o aparentemente inmotivadas, del tipo de las que usaba Caitlin cuando perdía la paciencia. Entonces volvía a sentirme como cuando tenía ocho años, y empezaban las lágrimas. A las lágrimas sucedían los hipidos y los sollozos. Después llegaban los temblores. Al cabo de diez minutos me había convertido en un patético guiñapo lacrimoso que apenas recordaba la razón de su llorera. Las crisis podía provocarlas por la menor estupidez. Cualquier día llegaba a casa cansada y de mala leche, con los huesos baqueteados del traqueteo del autobús, y la cabeza aturdida, resonantes todavía los ecos de las preguntas estúpidas de mis alumnos, esos estudiantes acneicos a los que intentaba, sin mucho éxito, colocarles algo de gramática española en los intersticios de sus cuatro neuronas. Llegaba a casa y me la encontraba, como de costumbre, hecha un desastre, y a Caitlin hecha un ovillo en el sofá desvencijado y lleno de lamparones, mirando embobada cualquier concurso de la televisión, con el mando a distancia en una mano y una lata de cerveza en la otra. Le reprochaba su abulia con mi tono más áspero. «¿Es que no eres capaz de hacer algo para ti misma?, ¿es que pretendes seguir malviviendo toda tu vida? Tienes cabeza, joder, y tienes tiempo. Ahora no trabajas ni cuatro noches por semana. Podrías dedicar el tiempo que te sobra a estudiar, a intentar hacer algo para salir de esta vida que llevas.» Ella volvía la cabeza y me clavaba en los ojos su mirada, dos brasas verdosas llameando de ira, y me recordaba que ella también trabajaba y también estaba cansada, y que si lo que yo buscaba era otro tipo de persona ya podía salir a la calle a ver qué encontraba y no empeñarme en hacer de ella otra mujer que no era, que más me valía intentar cambiar de persona que cambiar a una persona. Me acusaba de dominante y de histérica. «No me extraña que nadie te aguante, que mis amigos no te puedan ni ver», decía. «No me extraña que nunca recibas una sola carta desde España. Con ese carácter no me extraña que todo el mundo te haya dado de lado. Lo que me asombra es que yo te haya aguantado tanto.» Y seguía en esa línea, soltando sapos y culebras por la boca, frustrada, amargada, cansada, harta. A mí se me saltaban las lágrimas y de repente era como el destello repentino de un flash en el interior de mi cerebro: zas, lo veía todo claro. Nadie me aguantaba y nadie me aguantaría nunca porque era una persona insufrible, incapaz de controlar mis arrebatos y mi mala leche, porque estaba tocada. Y no podía estar de otra manera con semejante padre y semejante madre. Tanto por herencia como por educación, estaba condenada a que la cabeza no me rigiese. La autocompasión me inundaba el cerebro y bloqueaba sus conductos, la comunicación entre sus neuronas.

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