Hablaba y hablaba sin parar, y encontró en mis silencios el caldo de cultivo ideal para desarrollar su vena parlanchina. Siempre daba por hecho que el resto del mundo prestaría, como prestaba, en efecto, atención a lo que a ella le sucedía, y no en sentido inverso. Me fascinó porque era mi alma gemela y a la vez, paradójicamente, mi opuesto total, mi complementario. Me pasaba horas escuchándola embobada, arrastrada por su corriente de energía, mientras ella despotricaba incesantemente contra Charo, contra las monjas, contra nuestras embobadas condiscípulas. Acabó por convertirse en mi amiga, en mi única amiga, y por compartir mis gustos musicales y mis rarezas. Con el tiempo intercambiaríamos libros y discos y álbumes de cómics y construiríamos poco a poco entre las dos un universo privado que yo imaginé eterno. No lo fue.
Al poco de conocerme, me invitó a merendar a su casa. Ni su padrastro ni su madre llegaban nunca antes de las diez, de forma que su casa era un territorio libre, en el que se podía ver cualquier programa que a una le apeteciera en la televisión, escuchar música a todo volumen, atiborrarse de patatas fritas y Coca-cola, en fin, todo lo que a una le apetece hacer a los doce años, todo lo que en mi casa no me permitían hacer. A mi madre no le hacía ninguna gracia ver cómo yo me iba alejando de ella gradualmente, y fue precisamente en aquella temporada cuando comenzaron nuestras discusiones a gritos. Y aquello se convirtió en un círculo vicioso, porque cuantas más tardes pasaba alejada de casa, más insoportable se volvía mi madre, y cuanto más me chillaba mi madre, menos ganas tenía yo de volver a casa. Así que acabó por convertirse en una costumbre que yo me fuera del colegio a casa de Mónica, con la excusa de hacer los deberes, y que muchas noches me quedara a dormir allí. Entonces le tocaba a Charo lidiar con mi madre para convencerla de que no había nada malo en que yo me quedase a dormir en su casa, y que tanto Mónica como yo estábamos en esa edad en la que las adolescentes necesitan intercambiar confidencias y tan importantes se hacen las amistades. Estoy segura de que a mi madre no le hacía ninguna gracia que yo intercambiara confidencias con nadie, y mucho menos con Mónica, pero le impresionaban tanto la elegancia y la mundanidad de Charo que no se atrevía a discutir, y acabó aceptando, aunque a regañadientes, su derrota, y permitiendo que mi intimidad con Mónica se afianzara. Eso sí, lo pagué caro, porque desde entonces todo fueron discusiones y reproches y lágrimas por cualquier cosa, nada de lo que yo hacía o decía le gustaba y se declaró entre las dos una guerra tenaz y callada que se mantendría durante años.
Desde los doce hasta los dieciocho años fue Mónica la persona más importante de mi vida, por encima de mi propia madre, y aunque yo no tuviera entonces una conciencia muy clara de lo que el deseo significaba, puesto que entonces no había, como ahora, artículos sobre el sexo y sus modos y maneras en cada una de las revistas femeninas, sí sabía que, de una forma oscura y poco definida, mi noción de deseo estaba relacionada con Mónica, íntimamente ligada a su imagen, y podría decir que opté por enamorarme de ella, quién sabe, porque las monjas y el mundo se habían encargado de repetirme una y otra vez que yo no era una chica con todas las letras, sino una chica falsa, una farsante que se hacía pasar por tal. Y si yo no era una chica, si era algo así como una especie de alienígena infiltrado que no era
él
ni era
ella
, ¿por qué tenía entonces que enamorarme de un hombre y casarme y tener hijos si a mí no me apetecía? ¿Por qué no iba a enamorarme de quien a mí me diera la gana?
La amaba a los dieciocho de la misma manera que la amaba a los doce. No pensaba en acostarme con ella: me bastaba con sentirla cerca. Estábamos cenando en la cocina —tallarines con queso, para variar: fáciles de preparar y baratos— y la mera presencia de Mónica convertía en acogedor aquel espacio, aquella misma cocina cuyas sucesivas transformaciones yo había presenciado durante seis años, cada vez que a Charo le daba por modernizarla; la misma cocina en la que había cenado o merendado unas tres veces por semana desde los doce años. Ellos devoraban lo que parecían a mis ojos gusanos ensangrentados y yo, como de costumbre, jugueteaba con la comida. No engañaba a Mónica; ella ya sabía que yo no comía, pero hacía tiempo que había desistido de convencerme. Mientras yo me entretenía enrollando y desenrollando la pasta con el tenedor, ellos discutían sobre lo que íbamos a hacer aquella noche. Salir de marcha, por supuesto. Para eso existían las noches: para apurarlas a tragos. El plan estaba decidido. Sólo restaba acordar el itinerario y el medio de transporte.
—El coche no lo sacamos —nos advirtió Mónica—. Eso está muy claro. Y mañana mismo va al taller.
—Bueno, pues vamos en metro —dijo Coco.
—Tú flipas. Yo no voy en metro. Luego sales oliendo a Eau de Metro. Cogemos un taxi, que para eso están —remató Mónica, dándonos a entender que su decisión era irrevocable.
Fuimos en metro, por supuesto. Y fue Mónica, precisamente, la que propuso la idea de meternos en el fotomatón a hacernos una foto de los tres juntos, para la posteridad. El espacio allí dentro resultaba bastante exiguo, de manera que la única solución que parecía adecuada para poder conseguir la foto era que Mónica y yo nos sentásemos sobre las rodillas de Coco. Lo intentamos, pero no resultaba tan fácil, puesto que el taburete sobre el que debíamos apoyarnos nos venía demasiado estrecho, así que, inevitablemente, alguna de nosotras resbalaba, y nos parecía imposible encontrar la posición correcta. Finalmente nos acomodamos como pudimos y Coco introdujo las monedas por la ranura. Yo noté muy bien cómo una mano avanzaba por debajo de mi camiseta y me acariciaba delicadamente la curva de la cintura. No sabía si se trataba de Coco o de Mónica, así que contuve la respiración y me abstuve de hacer comentarios.
Recorrimos los bares de siempre: el Iggy, el Louie, la Vía... y a las tres de la mañana estábamos acodados de nuevo en la barra de La Metralleta. Coco
abrazaba a
Mónica por la cintura, cariñoso. Yo contemplaba pensativa mi vaso de güisqui, y veía surgir de entre los hielos figuras oscilantes cuyos contornos se desdibujaban y se alteraban a medida que yo iba dándole vueltas al vaso entre mis dedos. Estaba completamente borracha. Necesitaba mojarme la cara. Cuando me incorporé me di cuenta de que me costaba mantener el equilibrio. Calculé unos diez metros de distancia hasta el cuarto de baño, y consideré que podía recorrerlos sin excesiva dificultad, sin caerme ni dar el numerito. Lo importante era mantener la cabeza erguida, fijar los ojos en la puerta del baño, concentrarse en no perder el equilibrio, y avanzar en línea recta imprimiendo un ritmo ágil a mis pasos.
Estaba a punto de alcanzar la puerta cuando una figura oscura me interceptó el paso. Alcé la cabeza y a duras penas reconocí el rostro —desdibujado por mi visión borrosa— del tipo alto que conocí en aquel mismo local la última vez que estuvimos allí, el mismo al que todo el mundo tomaba por policía.
—Hola, ¿te acuerdas de mí? —me dijo—. El otro día intenté hablar contigo.
—Si, me acuerdo. ¿Querías algo? —respondí, intentando aparentar indiferencia y disimular mi lengua de trapo.
—No sé, eres tan guapa que no sé qué decirte.
—Debe de ser porque se te está yendo la sangre del cerebro en dirección sur. Pronto no te acordarás de tu nombre.
—La verdad es que me olvido de cualquier cosa cuando te veo...
Aquél era exactamente el tipo de frase que me producía ganas de vomitar, y de hecho, experimenté al instante la sensación de una especie de remolino que me ascendía por el esófago. Aunque en aquel caso las náuseas estuvieran provocadas, casi con seguridad, por el alcohol.
—Corta, tío. Cuando me dicen cosas así, me pregunto por qué no llevo un rollo de cinta aislante en el bolso —le respondí, con los ojos fijos todavía en la puerta del cuarto de baño.
—Deja en paz a mi amiga, viejo verde. —Mónica acababa de surgir de entre la penumbra del bar. Supuse que me habría visto hablando con el tipo y le habría faltado tiempo para plantarse disparada a mi lado intentando evitar males mayores. Exactamente lo mismo que había hecho Coco la última vez. Me fastidiaba muchísimo la superprotección que ambos se empeñaban en ofrecerme, como si dieran por hecho que yo era incapaz de manejar ese tipo de situaciones o de mantener la boca cerrada.
El tipo desapareció, como era de esperar, y Mónica volvió a endilgarme la consabida charla, la misma lata que ya me había dado Coco: que si debía tener cuidado con quien hablaba, que si la pinta del tipo era sospechosa. A mí me parecía que exageraban y que seguramente el pobre no era más que un chico normalito al que yo le gustaba. Seguro que la policía tenía cosas mejores que hacer que andar por ahí intentando trincar a dos aprendices de camellos de tres al cuarto, pero yo estaba demasiado mareada como para que me apeteciera ponerme a discutir con Mónica. Sólo alcancé a articular que no me encontraba bien y que necesitaba ir al cuarto de baño. Ella me observó con expresión preocupada y me tomó de la mano. Yo me dejé arrastrar.
En cuanto llegamos al cuarto de baño, Mónica me colocó agachada frente al lavabo y abrió uno de los grifos para que el agua fría me cayera en la nuca. Me preguntó si me sentía mejor y yo asentí con la cabeza.
—Has bebido demasiado. Eso es todo. No estás acostumbrada. Suerte que tía Mónica está aquí. Anda, ven conmigo.
Me hizo un gesto con la cabeza señalando a uno de los váteres. Entramos y cerramos la puerta tras nosotras. Entonces ella abrió su mochila y sacó su navajita roja y la cartera. De la cartera extrajo una papelina y su carnet de identidad.
—No quiero jaco —le dije.
—Esto no es jaco. Es coca. Exactamente lo que necesitas tú ahora.
Apoyó la cartera sobre la cisterna y depositó un poco de polvo blanco sobre ella. Con el carnet dividió el montoncito de polvo en dos montoncitos más pequeños que fue alineando en vertical hasta que se convirtieron en dos rayas. Después sacó un billete de su pantalón y lo enrolló para formar un tubo cilíndrico, que me pasó acto seguido. Ella esnifó primero, y luego yo. Al áspero roce del polvo en las fosas nasales le sucedía un regusto amargo y familiar en la boca. El espacio de la cabina era muy reducido y nos obligaba a permanecer muy próximas la una a la otra, prácticamente tocándonos. Yo era más alta que Mónica, pero aquella noche nuestras miradas quedaban a la misma altura porque ella se había puesto unas sandalias con plataforma.
—¿Sabes, Betty? Estás guapa con las mechas éstas. No me extraña que al Chano le entrase semejante perra contigo... —me dijo, mientras agarraba una de mis mechas blancas y la enrollaba entre sus dedos. Luego tiró de la mecha de forma que fue aproximando mi cara hacia la suya hasta que nuestras narices se tocaron, y nuestras bocas quedaron a unos milímetros una de la otra. Desde aquella distancia me parecía que Mónica tenía cuatro ojos, cuatro bolas negras y redondas, cada una presidida por una pequeña bombillita que la iluminaba desde el centro. Permanecí inmóvil, y entonces ella giró ligeramente la cabeza para que nuestros labios se rozaran, pero me dejó a mí responsable de la última decisión. Fruncí los labios y la besé. En realidad fue un beso muy casto, apenas un suave contacto de los labios. Entonces ella volvió a besarme, esta vez acariciándome el labio inferior con la lengua. Retrocedí y me recosté contra el lavabo, y allí me quedé, esperando, con los ojos muy abiertos. Ella volvió a acercarse a mí y percibí su boca inmóvil pegada a mí, sus labios carnosos, calientes y duros. Me recorrió un leve estremecimiento y me apoyé un poco más para atajarlo. Mi corazón estaba tan feliz que no lo reconocía como mío. Luego mis labios se abrieron, despacio, como una flor que saludase al alba. Ella se animó y su lengua se animó con ella. En seguida se tornó apremiante, hábil. Demasiado hábil. Me desasí de su abrazo, jadeante.
—¿Qué va a pensar Coco de esto? —alcancé a articular en un susurro heroico. En mi cabeza, Coco era el único obstáculo que impedía que cediésemos a lo inevitable.
Por toda respuesta, me agarró del cuello y volvió a atraerme hacia ella. Yo nunca había besado en la boca a nadie hasta entonces, por difícil que resulte creerlo. Y ella lo sabía, estoy segura. No sé si sabía también que a ella ya la había besado, muchas veces, en mis sueños. No sé si se divertía conmigo, si jugaba como el gato que simula liberar al ratón poco antes de rematarlo. No sé si era cruel o simplemente inconsciente. No sé, no sé, no sé... Todavía hoy no he encontrado la respuesta.
La oficina de mi padre estaba situada en uno de los pisos más altos de un enorme rascacielos en la Castellana. Para acceder al edificio resultaba imprescindible presentar el carnet de identidad a un guardia que inquiría acerca de la persona a la que querías ver y el motivo de tu visita («personal», en mi caso). Pero se trataba sólo del primer control. Luego había que subir en el ascensor y entrar a la oficina de mi padre, y allí superar el segundo control, más sutil, menos severo y no por eso menos desagradable: el de una recepcionista cuarentona que dirigió una mirada crítica a mi minifalda. Se notaba que, debajo del traje caro y los dos kilos de maquillaje, se trataba de una mujer no demasiado guapa. Me preguntó a quién buscaba. Le informé que venía a ver al señor de Haya. Ella quiso saber si tenía cita.
—Soy su hija —le dije.
—Veré si puede recibirla —replicó, con tono de estar convencida de que el señor de Haya no se dignaría a hacer tal cosa.
Llamó por el interfono y comunicó a mi padre mi presencia en un susurro, como si le suministrara información confidencial. Esperó respuesta y luego me hizo saber con tono desabrido que mi padre me esperaba. Avancé por el pasillo enmoquetado sin rebajarme a dirigirle la mirada. Sabía perfectamente cómo llegar al despacho de mi padre.
Mi padre habitaba diez horas al día un pequeño cubículo cuya relativa intimidad —o sea, el hecho de que tuviera una puerta que pudiera cerrarse si el ocupante de la celda deseaba resguardarse de miradas insidiosas— le confería un cierto estatus dentro de su empresa. Era un despacho como tantos otros, de esos en los que se fotografían los ejecutivos de la revista Ranking: mesa de caoba, amplios ventanales de cristales blindados y ahumados, una litografía de Saura tras el respaldo del sillón tapizado, mucho lujo y tronío en general y cierto aire caduco y un tanto egoísta. Mi padre se desenroscó, sinuoso, desde su sillón, haciéndose cada vez más alto. Cuando se hubo alzado del todo me tendió la mano, me indicó con un gesto que me sentara frente a él y me rogó que cerrara la puerta. Así lo hice.