Una vez contrataron a su primo para animar una fiesta muy especial, que tendría lugar en la residencia de lord Scott-Foreman, una granja de doscientos acres situada entre Fetercairn y Stoneheaven, a unas veinte millas de Aberdeen. Llegaron hasta allí en la vieja camioneta de su primo y, a pesar de que ya estaban acostumbrados a mansiones increíbles, se quedaron boquiabiertos ante la magnificencia del lugar. Había guardas de seguridad y alarmas, jardines cuidadísimos, establos, piscina, helipuerto... Apenas pudieron entrever el interior de la casa, pero Barry imaginaba que aquello debía parecerse a la mismísima residencia de la reina.
La fiesta tuvo lugar en una especie de pub o discoteca, con barra, camareros, luces y pista, recién acondicionado en uno de los sótanos de la enorme casa, que debía de tener unos dos siglos de antigüedad. La reunión, sin embargo, no estaba muy concurrida. Habría allí unas cuarenta personas, a lo sumo. Niños bien borrachos como cubas y niñas pijas y solemnes,
sloane girls
despectivas, dueñas de melenas peinadísimas y brillantísimas, de rostros sin la más leve huella de acné y de cuerpos gráciles y esbeltos (lo que hace la buena alimentación y la práctica constante del deporte...), adolescentes de belleza impecable que no se dignaron a cruzar palabra con aquellos dos macarras contratados para animar la fiesta. Sin embargo, el homenajeado, el hijo pequeño de lord Foreman, resultó ser un chico bastante amable, muy puesto en música, que se pasó un rato largo de charla con el primo de Barry, muy interesado, al parecer, en los discos que pinchaba. El primo le habló de la tienda en la que trabajaba, y, para su mayúscula sorpresa, una semana después se presentó allí el joven Ralph, que compró media tienda con la mayor naturalidad, como si gastarse cien libras (de las de entonces) en discos fuese un lujo al alcance de cualquier jovencito de dieciocho años. A partir de entonces solía descolgarse por la tienda de cuando en cuando, dilapidando siempre cantidades astronómicas. El primo de Barry, que sabía bien que él nunca dejaría de ser, a ojos de gentes como los Scott-Foreman, más que escoria católica de Glasgow, se debatía entre el rencor visceral que le inspiraba aquel niñato forrado de pasta y una irreprimible simpatía derivada del hecho de sentirse admirado; porque aquel niño bien, tímido, apocado y educadísimo, parecía beber de sus palabras y escuchaba sus recomendaciones con la misma atención con la que una beata atendería al sermón. Aquel niñato no podía comprar con sus millones el trabajo de Brian ni su erudición, pero sí podía comprar todos sus discos.
Un buen día el niñato dejo de descolgarse por la tienda. Ni Barry ni Brian repararon realmente en su ausencia. Barry comentó algo como «Ya no vemos al pequeño lord por aquí». Y Brian respondió, irónico: «Sí, no sé en qué andará metido. Probablemente en asuntos de trata de blancas y narcotráfico». Los dos rieron la ocurrencia a mandíbula batiente y no volvieron a hablar de él hasta que un año después saltó a la prensa la noticia de la muerte de lord Scott-Foreman, y se inició un culebrón que se mantuvo en portada de los tabloides amarillistas durante semanas. La historia se resumía más o menos así: El deportivo del lord se había despeñado contra un acantilado. Hasta ahí, nada extraño. Pero la anciana madre del fallecido, que detestaba a su nuera, a la que el testamento designaba como albacea de la fortuna familiar, había insistido en que practicaran la autopsia al cadáver. Se descubrió entonces que éste presentaba una cantidad excesiva de barbitúricos en sangre. Parecía improbable que lord Scott-Foreman hubiese sido capaz de conducir tras haber ingerido un cóctel de pastillas que debía haberle dejado, por fuerza, medio dormido, y se barajó la hipótesis de que alguien hubiese colocado el cuerpo inconsciente en el coche y hubiese despeñado el vehículo acto seguido. Todas las sospechas apuntaban a su esposa. Salieron a la luz entonces todos los trapos sucios familiares: historias de alcoholismo, de abuso y maltrato. Lord Scott-Foreman, por muy lord que fuera, no dejaba de ser un borrachuzo que golpeaba frecuentemente a su mujer y que una vez la había empujado rodando por las escaleras de la casa, provocándole un aborto. Ella, por otra parte, mantenía desde hacía años una relación con un hombre mucho más joven que ambos, al que se le suponía cómplice del presunto asesinato. Se hicieron pruebas y análisis, pero nadie pudo certificar la veracidad de las afirmaciones. Era cierto que se había encontrado una alarmante presencia de barbitúricos en el cadáver, pero también lo era que el fallecido consumía cantidades desmedidas de tranquilizantes y que era aficionado a mezclarlos con alcohol. Hubo juicio, pero el forense no pudo asegurar con certeza que el conductor estuviera inconsciente en el momento del accidente, por muy probable que esa afirmación pudiera resultar. Aylsa y Cat, que recordaban vagamente la historia, opinaron que, como de costumbre, se había presupuesto la culpabilidad de la esposa sólo porque ella era infiel, y, para colmo, con un hombre joven; y que, de haberse tratado de un hombre, ni siquiera habría habido juicio partiendo de una acusación basada en tan débiles pruebas. El caso es que finalmente la esposa fue absuelta de todos los cargos. Pero el escándalo había sido sonado y debió de afectarla sobremanera, porque desde entonces renunció a la vida pública, y falleció poco después de un ataque al corazón; o eso creía Barry, al qué le parecía recordar haber leído la noticia en un periódico. Ralph, según Barry, tenía otro hermano, un chico muy guapo que solía ir acompañado de tías despampanantes, muy dado a las broncas y a las juergas, y que, si la memoria no le fallaba, era famoso en todos los clubes de Edimburgo, de Manchester y de Londres porque se bebía hasta el agua de los ceniceros, y Barry suponía que durante los últimos años debía de haberse pulido en alcohol y drogas la fortuna que había heredado...
Me levanté de la mesa muy despacio, procurando aparentar tranquilidad. No quería que ninguno de los presentes advirtiera cuánto me había impresionado la historia para que no dedujeran hasta qué punto apreciaba a su protagonista. Me disculpé aduciendo cansancio, cosa que a nadie le sorprendió, puesto que estaban más que acostumbrados a mi escasa sociabilidad, y me fui al cuarto de baño a vomitar el té, un líquido tan bilioso y oscuro como la historia que acababa de escuchar.
Acababa de comprender que Ralph no me querría nunca.
Ralph no me querría nunca, Mónica no me querría nunca... Mónica había elegido a su novio de apellido compuesto, que tenía dinero, y posición, trabajo estable, sueldo fijo y un pene que le colgaba entre las piernas.
Castellana abajo caminé durante lo que a mí me parecieron horas, y mis pasos me condujeron, por pura inercia, al Retiro. Busqué un hueco fresco y sombreado frente al lago, al abrigo de un sauce llorón. El dolor me había bloqueado, como bloquea el miedo a todos los animales, y me había dejado paralizada, incapaz de reaccionar. Se sucedieron las horas sin que yo me diese cuenta; el cielo fue cambiando de color; a mi alrededor las parejas se sustituían por otras parejas; aparecían y desaparecían señores y perros y ciclistas; y los cisnes recorrían una y otra vez el lago buscando miguitas de pan.
Rilke dijo que la belleza consiste en el grado de lo terrible que todavía podamos soportar. Yo había soportado cosas terribles, o no. Terribles son las imágenes de los telediarios, los cuerpos calcinados en las guerras, los niños famélicos, las mujeres violadas, la mirada imborrable del odio en los rostros infantiles, esos conmovedores llantos inaudibles que nacen de las sordas minas del hambre. Quizá había víctimas de primera y segunda categoría. Quizá nada importaba nada, si, al fin y al cabo, todos venimos de lo mismo y acabaremos en lo mismo. Al morir nos descompondremos en hidrógeno, helio, oxígeno, metano, neón, argón, carbono, azufre, silicio y hierro y retornaremos, después de millones de años, cruzando la atmósfera, a nuestro lugar de origen, el sol, una estrella agonizante, una bomba de hidrógeno en permanente explosión.
El sol, la luna y las estrellas salen siempre por el este y se ocultan por el oeste. Resucitan cada noche, cada noche, y completan idénticos ciclos que vuelven a repetir una y otra vez. Ahí seguirían, pensé, aunque yo muriera. Existía allí arriba un orden, una predicibilidad, una permanencia en los astros casi tranquilizadora, que me hacía sentirme insignificante. Porque ajeno a lo que a mí me sucediera, el mundo seguía su curso, y así lo demostraba la tarde que caía, inexorablemente, derramando sobre el cielo violetas y grises, como venía repitiéndose desde hace trillones de años, como seguiría haciendo trillones de años más, cuando mi cuerpo se hubiese reinsertado en la rueda de la naturaleza, y se hubiese convertido en tierra, en planta, en animal.
Saqué mi cartera y la registré. Aparecieron papelillos, unas cuantas pastillas envueltas en papel de celofán, una papelina de coca, las fotos del fotomatón... Nuestras tres caras impuestas al olvido.
El cielo, convertido de noche en un lienzo brillante, presidía mi angustia nocturna. La luna llena a la que tanto había temido de pequeña reinaba allí arriba, bien arropada por su corte de estrellas, la muy zorra. Ella, tan acompañada, me hacía sentir más sola. Daba la impresión de que se reía de mí. De niña me enseñaron que alguien que me amaba vivía allí arriba, que las nubes ocultaban la ciudad de Dios. La bóveda estrellada sobre mi cabeza aún excitaba mi curiosidad. Allí vivían, en mi infancia, los ángeles, los santos y los profetas, y yo miraba al cielo como si esperase una respuesta escrita a golpe de luz. Deseaba que alguien en quien no creía escuchase mis plegarias, comprendiese mi desazón. Pero el cielo me decía únicamente que había llegado el fin de un día largo, que se hacía tarde, que debía regresar a casa. Que allí no vivía nadie, sólo unos cuantos satélites solitarios condenados a acabar sus días en la órbita cementerio.
Y entonces me levanté y caminé hasta la salida. Frente a la puerta de Alcalá encontré una cabina. Y cuando mi padre descolgó le dije sencillamente: Soy Beatriz. Quiero volver a casa.
No hay nada que conecte físicamente la Tierra y la Luna, y sin embargo la Tierra está constantemente tirando de la Luna hacia nosotros. La Luna sigue una línea tangencial a su órbita alrededor de la Tierra. La Luna ama a la Tierra, que ama a su vez al Sol, para demostrarnos que estos pequeños dramas de amor y desamor que día a día vivimos no son patrimonio de la Humanidad; como tampoco lo son estos sistemas familiares o laborales en los que los unos dependen de los otros. La Luna controla las mareas y los ciclos de vida de muchos animales. La Luna es femenina porque el ciclo de la Luna, que se completa cada veintiocho días, coincide con el ciclo menstrual (un dato crucial para una especie apasionada, y obsesionada por su continuidad). Está comprobado estadísticamente que existen más asesinatos en las noches de luna llena. No es extraño que de pequeña yo tuviera miedo a la luna llena. Tenía razón.
Ralph también me dejó en luna llena. Volvimos a vernos muchas tardes, volvimos a encontrarnos en la cafetería, volvimos a mantener conversaciones triviales como si nunca nos hubiésemos abrazado, como si no hubiésemos compartido cama, sudores y orgasmos. Como si no tuviéramos memoria. Esa frialdad tan absurda que acepté sin discutir, con la resignación con la que se toma lo que viene dado.
Sucedió una noche en la que Cat estaba trabajando en el bar y yo volvía a atravesar uno de mis momentos negros. De pronto me encontré sola y desamparada, lejos de Madrid, de mi casa, de Mónica, inmersa en una vida que no entendía y en la que no participaba. Necesitaba desesperadamente hablar con alguien, sentir a alguien cercano, atravesar las aguas de aquel océano fangoso, ascender a la superficie y tocar la luz con las puntas de los dedos. No podía contar con Cat en ese momento, porque ella tenía prohibido recibir llamadas en el trabajo excepto por urgencia absoluta. Así que llamé al servicio de información telefónica y pregunté por el número de Ralph. Mr Scott-Foreman; 9, Baker Street. Por increíble que resulte, no sabía su número, nunca le había llamado por teléfono.
Su voz grave y oscura, aislada de su persona, disociada de su consistencia física, adquiría un matiz distinto y sonaba intensamente follable. Me atrapaba con la inmediatez con la que la música se hace con los sentidos. De pronto me invadió una necesidad imperiosa de sentirle cerca, de bailar al ritmo de esa voz cadenciosa, de dejarme llevar por su corriente de testosterona. A pesar de que yo nunca le había llamado antes ni él me había proporcionado su teléfono, no parecía sorprendido. ¿Cómo estás?, preguntó. Dejé transcurrir unos segundos durante los cuales podía escuchar el
ambient
que sonaba en el fondo del auricular. No sé, respondí finalmente. No muy bien. ¿Qué sucede?, preguntó él. Me siento sola. Todos estamos solos, respondió. Cuanto antes te acostumbres a ello, mejor. No quiero empezar a acostumbrarme esta noche. No precisamente esta noche. Esperaba que me invitase a su casa, pero él no dijo nada. Los sintetizadores de The Orb volvieron a tomar posesión del silencio. ¿Qué haces?, pregunté al final. Trabajando en mi tesis, respondió, y debo volver a ella. Cuídate. Nos vemos pronto. Y colgó.
Salí a la calle. Iba cayendo la helada, iba cayendo la noche, y la niebla iba tomando posesión de la ciudad a igual velocidad que la inquietud que devoraba mi organismo; se diluían los contornos de los edificios amenazantes, el mundo parecía liviano y un tanto vacío. Caminaba por Edimburgo y me sentía como en un sueño. Los puntos de referencia —el castillo, el puente, la montaña— suspendidos en el aire como decorados de tramoya, aislados e inconexos entre la niebla. Avanzaba a la deriva en un paisaje incompleto, una especie de boceto del Edimburgo que conocía, farolas y torres flotando fuera de contexto, en el aire salpicado de puntitos luminosos.
De pronto la vi en el cielo, inmensa, presagiante, velada por las lágrimas y por las nubes y por el vaho de mi propia respiración. La imagen empañada de la luna llena. Superstición absurda, pero el caso es que yo, por tradición, hacía el amor todas las lunas llenas, desde que conocí a Cat. Todas las lunas llenas, excepto aquélla. Oh sí, hubiera podido volver a casa y esperar hasta que ella llegase, cómo no. Pero no deseaba hacerlo con Cat, porque estaba deprimida y no disponía, por tanto, de la energía ni la sonrisa necesarias. Debía tener una especie de fidelidad absurda hecha un cromosoma, impresa en mi dotación genética, que me forzaba a desear a Ralph y sólo a Ralph, al menos esa noche. Así que desanduve el camino a casa zigzagueando por las aceras, esquivando a borrachos, pensando. Mi rival, mi competidor, mi amante, aquel hombre al que le envidiaba de corazón el dinero, la tranquilidad y la sangre fría de las que yo carecía, me había fallado cuando le necesitaba.