Beatriz y los cuerpos celestes (27 page)

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Authors: Lucía Etxebarría

Tags: #Novela

BOOK: Beatriz y los cuerpos celestes
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Se me escapó una de mis características risitas nerviosas. Un estremecimiento me recorría la columna al pensar en clavarle a alguien una navaja, algo que ni remotamente imaginaba hacer, y también al sospechar que Coco hablaba de algo que probablemente había hecho.

—Ahora, me debes un regalo —me dijo Coco poniéndome la navaja en la mano—; siempre que te regalan un cuchillo tú tienes que dar algo a cambio. Si no, trae mala suerte.

Mónica, escéptica como siempre, nos conminó a que dejásemos de decir chorradas. Yo me guardé la navaja en el bolsillo trasero del pantalón.

Salimos del baño y nos dirigimos a la barra. Coco pidió dos güisquis a su amiga la camarera, que parecía bastante simpática.

—Voy muy ciego —dijo Coco—; de repente me está entrando un muermo sideral. Necesito despejarme un poco.

—Prueba una de las capsulitas de marras —sugirió Mónica—; al fin y al cabo, la mayor parte es anfetamina.

—Paso. Ya me he metido demasiado como para atreverme con mezclas raras...

—No me seas aprensivo, que pareces Bea —le dijo ella—. Además, mala hierba nunca muere.

—Vale. Bea, ¿me das uno de esos termalgines rellenados? Le pasé una de las capsulitas y se la metió acompañada de un trago de güisqui. Luego me pidió otra.

Los omnipresentes termalgines... Cápsulas de paracetamol. En Edimburgo siempre había que tenerlos a mano, para combatir los síntomas de los inevitables resfriados del invierno. Pero en marzo ya no hacían falta. El frío desaparecía y con él los ojos lacrimosos, las narices moqueantes, las gargantas irritadas y los dolores de cabeza. Llegaba marzo a Edimburgo y los días se iban haciendo más claros. Los rayos de sol, aún tímidos, arrancaban destellos turquesas a las hojas, y la ciudad ofrecía un aspecto de dama elegante y digna, imponente y desdeñosa, con sus edificios juzgándonos mudos desde lo alto de sus torres de piedra.

Una tarde de marzo Ralph me dijo que tenía que pasarme por su casa para ver sus discos. No vivía muy lejos de la universidad. Podíamos ir dando un paseo ahora que había mejorado el tiempo. ¿Con quién vives?, le pregunté. Me sorprendí cuando me dijo que vivía solo, ya que no conocía a ningún otro estudiante que pudiera permitírselo: todos vivían en habitaciones en pisos compartidos o en residencias de estudiantes. Ralph me había dicho que tenía treinta y un años. Lo cierto es que tampoco conocía a muchos estudiantes de su edad. Supuse que su familia tendría dinero, si es que él podía permitirse vivir del cuento a sus años, y no quise hacer demasiadas preguntas, porque consideré que no era asunto mío.

Vivía en Baker Street, no demasiado lejos de mi casa, en realidad. Un lugar tan bueno o tan malo como cualquier otro. Ascendimos a través de unas escaleras mugrientas. Él abrió la puerta. Y nada más entrar, contemplé el cielo.

Lo primero que me sorprendió fue el orden y la limpieza de la casa. En Edimburgo no conocen la manía española por la limpieza diaria, y desde el principio me sorprendió el aire decrépito y lúgubre de todas las casas que había conocido. Manchas de humedad en los techos, montones de trastos inútiles desperdigados por doquier, moquetas que no habían conocido un aspirador. Los destartalados interiores de las casas de Edimburgo transmitían una sensación de abandono y desidia que se adhería a los huesos como el frío. Pero el apartamento de Ralph era distinto a todos los precarios refugios temporales, aquellos apartamentos de estudiantes rebosantes de provisionalidad que yo había conocido.

La moqueta estaba aspirada y se notaba que alguien se había encargado de quitar el polvo a las estanterías. El apartamento entero estaba ordenado con una pulcritud minimalista. Pero lo que me llamó la atención, lo que consiguió transportarme a dimensiones de dicha casi olvidadas, lo que me devolvió recuerdos arrinconados tanto tiempo en mi cerebro, fueron los discos y los libros. Había muchos, muchos, muchos. Cientos, ¿miles?, reposando unos contra otros en estanterías que ascendían del suelo al techo, alineados como los soldados de un ejército de notas y palabras. Arrastré mi dedo índice de un lado a otro de cada estantería, embarcada en una singladura de letras a través de los cantos de los ejemplares, embelesada, embobada, entusiasmada, atónita, y repetía en voz baja los nombres de cada uno de los autores: Malouf, Maquiavelo, Marais, Mauriac, Melville, Milton, Mishima... Ralph era tan metódico...

Y los discos. Discos en vinilos, de los que ya no se fabrican. Discos de grupos cuya existencia tenía casi olvidada.

Ska, punk, góticos, siniestros. Lounge, ambient acid jazz, trip hop. Grunge, blues, rock and roll, indies. Sones, guarachas, boleros, vallenatos. Rai, sufi, soka, zen. Samba, tango, merengue, calypso. Ragas, reggae, be bop, new age. Toiki, sukú, forró, gamelán. Gnawa, bhangra, qawwali, sefharad... Nombra algo, estaba allí. Allí había de todo, incluidos Sinatra y Tony Bennet. Había orquestas clásicas y boleros, y discos de rai, de Lokua Kanza y de Ruychi Sakamoto y de otra gente cuyo nombre no me decía nada.

Me sentía como Hansel y Gretel al descubrir la casa de chocolate.

Había permanecido tan absorta contemplando el tesoro almacenado en aquella casa que ni siquiera me había parado a pensar en mi anfitrión hasta que sentí su aliento calentándome la nuca. Me estaba abrazando con su cuerpo de oso, acomodando cada mano sobre uno de mis pechos. «¿Pero qué pretendes?», le pregunté. «¿No se nota?», respondió él, e impostaba la voz para hacerla sonar profunda y cavernosa en una especie de imitación de lo que él debería de pensar que era sexy. «¿Pero tú no eres gay?», pregunté yo, y según acababa de formular la pregunta me di cuenta de lo inapropiado de la frase en semejante situación. Por toda respuesta me volteó y me colocó cara a cara contra él. Sonreía. No dijo más palabras, simplemente acercaba un cuerpo interrogante. No ofrecí resistencia cuando acercó sus labios a los míos y sabía muy bien que la primera razón por la que iba a permitirle besarme radicaba en su impresionante colección de libros y discos antes que en ninguna otra de sus cualidades.

Creí que había encontrado a mi segunda Mónica.

Besaba bien, y nuestras lenguas se entrelazaban, húmedas, como dos anguilas en el lecho de un río. Se me aceleró la respiración y sentí un calor desconocido en los pezones y en la ingle. Sus manos me examinaban el cuerpo con la codicia y la impaciencia de un buscador de tesoros, y al llegar a mi espalda, hizo que sus dedos tamborilearan de arriba abajo por la columna, dejando a su paso huellas de escalofríos. Adelantó su pierna y la plegó entre las mías. Sentí un bulto duro contra mi pubis. Escuchaba nuestras respiraciones entrecortadas superponiéndose la una a la otra como una sinfonía de jadeos amplificados a su máximo volumen, estrellándose contra el silencio de la tarde. En inglés puedo describirlo mejor que en español.
I fancied him
. Él me gustaba, me apetecía. Me apetecía con la misma urgencia imperiosa con la que a mis trece años me sentía atraída, cuando me puse por primera vez a régimen, por las palmeras de chocolate que exhibían los escaparates de las pastelerías. Quería devorarle a bocados y saborearle entero. Me apetecía tanto, así, de pronto, que fui incapaz de pararme a pensar en las razones ocultas tras semejante capricho absurdo, porque yo no debía desearle, porque yo ya estaba comprometida.

Comparado con la dulzura envolvente y felina de Cat, Ralph resultaba una catástrofe natural, como un tornado imparable que a su paso arrasaba casas y devastaba maizales, como un torrente desbordado, como una tormenta de granizo. ¿De qué hubiera servido oponer resistencia? Me sujetó las manos tras la espalda con una de las suyas y me arrastró contra las estanterías. Comenzó a recorrer a lametazos el camino que descendía desde mi oreja izquierda al pecho, demorándose tranquilo por mi cuello mientras me desabrochaba el pantalón con la mano que le quedaba libre. Cuando éste cayó al suelo me bajó las bragas de un tirón y me separó las piernas. Se ensalivó el dedo índice y comenzó a masajearme el clítoris arriba y abajo. Sentí cómo se hinchaba.

La percepción de su deseo activó el mío, como la proximidad de un fósforo encendido prende a otro. Mi cuerpo respondía, era evidente, así que debía de ser que yo también le deseaba. Una parte de mí le había deseado durante mucho tiempo, una corriente subterránea de deseo que yo misma había negado albergar. Sexo es sexo, pensé. No va a haber mucha diferencia, no tengas miedo. Millones de personas hacen esto a diario. No va a hacerte daño. Déjate llevar.
Go with the flow.

—¿No deberíamos ir a la cama? —articulé en un susurro heroico.

Caímos en la cama entrelazados y nos despojamos mutuamente de la ropa a tirones impacientes. Desnudo, su cuerpo compacto resultaba imponente hasta la intimidación. Todo en él era grandioso, casi monumental en su anatomía: el torso, los muslos, los antebrazos, el cuello, y su miembro, por supuesto. Cincelados en piedra, trabajados. Se colocó sobre mí apoyándose sobre los brazos, como si hiciera flexiones en una clase de gimnasia. Entró sin hacer daño, entró sin hacer ruido. Me sorprendió lo fácil que estaba resultando. No hay que temer aquello de lo que nada se sabe. Ni al sexo, ni al amor ni a la muerte. Me adapté a su ritmo. Era simple. Realmente, no se diferenciaba mucho de una clase de gimnasia. Él hacía flexiones y yo puentes. Arriba, abajo, arriba, abajo. Cierra los ojos, no pienses con quién lo estás haciendo, flotando en un mar de sensaciones cuyas olas se hacen más inmensas por segundos, y de repente los diques se rompen, todo el agua se desborda. Después yacer el uno al lado del otro, exhaustos pero no ahítos, perlados de sudor, el silencio punteado por nuestros jadeos agitados. Intentar recuperar el aire, boqueando como una lubina recién pescada.

Lo hicimos tres veces seguidas. Y lo hubiéramos hecho más si yo no hubiese mirado el reloj y caído en la cuenta de que Cat debía de estar a punto de llegar a casa.

Me despedí dejándole en los labios un beso apresurado, de mariposa arrepentida, que le di de puntillas en la puerta de su casa. No quise decirle que había sido mi primera vez. Él no reparó en ello. No hubo dolor ni sangre para que él los advirtiera. De jovencita me habían prevenido tanto contra este momento que yo imaginé durante mucho tiempo que tras el primer encuentro amoroso una debía guardar cama durante semanas para curar su herida, y me veía a mí misma en el hospital, con un ramo de rosas rojas, muy rojas, reposando en la mesilla de noche. Pero las monjas y mi madre me habían mentido: hay virginidades cuya pérdida no se hace notar. Y si él advirtió algo, nada dijo. De todas formas, yo no era virgen. Sólo técnicamente se me podía considerar así.

A la mañana siguiente me levanté con su perfume en mi piel. Me pasé el día obsesionada, olisqueándome la piel con curiosidad canina, intentado mantenerlo vivo, captarlo para siempre en el olfato, enterrarlo en la pituitaria, porque sabía que al cabo de un rato su olor abandonaría mi piel y después sería imposible recordarlo de manera exacta. Sabría que olía a cedro y a naranjo, y eso sería todo, ya no sentiría aquel cosquilleo familiar en la nariz. De ese modo, a pesar de sentirme agotada aquella mañana, me conservaba de un excelente humor, inusitado en mí, el humor que Ralph me transmitió, el humor que se me pegó de su piel junto con su perfume, y cruzaba los pasillos de mi casa, o debería decir, de la casa de Cat, casi de puntillas, como si en realidad anduviera por encima del suelo, de lo feliz que me sentía. No sabía cuánto duraría, cuánto tardaría en evaporarse, cómo lo recordaría al cabo de una semana, pero en aquel momento la sensación era tan viva que sólo con cerrar los ojos volvía a ver a Ralph, como una fotografía.

Cat me había dicho que ella sabía si una mujer había estado con un hombre porque una mujer a la que un hombre había penetrado se ensanchaba. Aproveché que la rutina de nuestra convivencia había distanciado bastante nuestros encuentros para esperar unos días hasta estar con ella. Me sentí mentirosa, pese a que no mentía; sólo ocultaba la verdad, que no es lo mismo. No quería perderla. Puede que me acostara con otro, que echase en falta muchas cosas, pero no quería perderla.

La conexión con Ralph fue algo inesperado. Había cerrado la puerta de mi casa, pero supongo que, deseando algo sin saberlo, me olvidé de cerrar las ventanas, y ellas esperaban, sin fe, que Ralph entrara.

En el hotel me despertó la insidiosa luz de la mañana que, filtrándose por la rendija que separaba las cortinas, se difundía por la habitación. Emergí lentamente de un sueño que no recordaba, pero que había dejado una vaga huella en mi memoria. Algo así como si acabara de atravesar un corredor de dolor, largo, estrecho y ciego, sin puertas ni ventanas, un recorrido que me había dejado la cabeza pesada, embotada de sueños destruidos, de trozos de recuerdos estrellados. A mi lado, Mónica dormía plácidamente. La abracé intentando concentrarme en su respiración rítmica y regular y aspiré su olor, una mezcla de sudor, feromonas y perfume caro, de una dulzura densa y penetrante, que había aprendido a reconocer como familiar. Mónica suspiró en sueños y se desasió ligeramente de mi abrazo. De pronto sentí el peso de un brazo tibio que se desplomaba sobre mí como un tronco caído. Era Coco. Su mano fue bajando y se detuvo en mi pecho. Comenzó a acariciarme uno de los pezones. Me desasí e intenté incorporarme. Visto y no visto, él colocó sus manazas sobre cada uno de mis hombros y me empujó hacia atrás, contra la almohada. Su cara descendió oscuramente sobre la mía, sentí su aliento agrio como una bofetada y unas gotas de saliva me golpearon los labios. Comencé a debatirme y a morder. Se abalanzó sobre mí y me inmovilizó con las piernas. No creí que fuese en serio y, en voz baja, para no despertar a Mónica, le dije que parara, que no me apetecía, que no le veía la gracia al jueguecito. Noté su verga hinchada frotándoseme contra la ingle. Entonces fue cuando me puse a gritar.

—¿SE PUEDE SABER QUÉ COÑO HACES?

Instantáneas que se suceden a toda velocidad, como en un vídeo que se rebobina: Mónica se despierta, se despereza, se frota los ojos con los nudillos. El aliento rancio de Coco, y la visión se oscurece. Pataleo, le golpeo con los puños. Quiero que Mónica reaccione, que me ayude, y los segundos se eternizan. Su cuerpo sobre el mío. Fundido en negro. Luego Coco retrocede, se aparta y se tumba a mi lado.

—Joder, Bea; eres una histérica.

—Y tú un macarra.

—Y tú una pija, no te jode.

No dijimos más. Un silencio tenso sucedió a toda aquella algarabía. Coco se incorporó y se dirigió a la nevera. Sacó una botellita de güisqui, desenroscó el tapón y se la bebió prácticamente de un trago.

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