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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

Bautismo de fuego (36 page)

BOOK: Bautismo de fuego
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—Si no he entendido mal —Sheala de Tancarville alzó la cabeza—, nos incitas a influir activamente en el curso de los acontecimientos. Por todos los medios. ¿También los fuera de la ley?

—¿De qué ley hablas? ¿De ésa para los pequeños? ¿De la que está escrita en los códigos que nosotros mismos preparamos y dictamos a los juristas reales? A nosotras sólo nos ata una ley. ¡La nuestra!

—Comprendo. —La hechicera de Kovir sonrió—. Así que vamos enton­ces a influir activamente en el curso de los acontecimientos. Si la política de los reyes no nos gusta, simplemente la cambiamos. ¿No, Filippa? ¿Y no será mejor, puestos a ello, derrocar a esos tontos coronados, destronarlos y expulsarlos? ¿Puede que tomar de una vez el poder en nuestras manos?

—Ya hemos sentado en los tronos a gobernantes que eran cómodos para nosotros. El error radica en que no hemos sentado nunca en el trono a la magia. Nunca hemos dado a la magia el poder absoluto. Es hora de reparar ese error.

—¿Piensas, por supuesto, en ti misma? —Sabrina Glevissig se inclinó por encima de la mesa—. ¿Por supuesto, en el trono de Redania? ¿Como su majestad Filippa I? ¿Con Dijkstra como príncipe consorte?

—No pienso en mí. No pienso en el reino de Redania. Pienso en el gran Reino del Norte, en el que surgirá a partir del actual reino de Kovir. Un imperio cuya fuerza será igual a la de Nilfgaard, gracias a lo cual la balanza del mundo, que en este momento se inclina, alcanzará el equilibrio. Un imperio gobernado por la magia, a la que nosotros llevaremos al trono casando al heredero de Kovir con una hechicera. Sí, habéis escuchado bien, queridas confráteres, miráis en la dirección adecuada. Sí, aquí, a esta mesa, precisamente en este sitio vacío, sentaremos a la decimosegunda hechicera de la logia. Y luego la sentaremos en el trono.

Sheala de Tancarville interrumpió el silencio que había sobrevenido.

—Es un proyecto ciertamente ambicioso —dijo con una nota de sarcas­mo en la voz—. Ciertamente digno de todas las que aquí estamos. Justifica por completo la existencia de esta sociedad. Es verdad que nos ofendería una tarea menos sublime, aunque se balanceara en la frontera de la reali­dad y la viabilidad. Sería como clavar un clavo con un astrolabio. No, no, mejor asignarse desde el principio una tarea completamente irrealizable.

—¿Por qué irrealizable?

—Ten piedad, Filippa —dijo Sabrina Glevissig—. Ninguno de los reyes se casará nunca con una hechicera, ningún país aceptará a una hechicera en el trono. En contra tenemos una costumbre de siglos. Puede que esa costumbre no sea muy inteligente, pero existe.

—Existen también —añadió Margarita Laux-Antille— obstáculos de na­turaleza diríamos técnica. La persona que podría unirse con la casa de Kovir tendría que cumplir una serie de condiciones tanto desde nuestro punto de vista como desde el de la propia casa de Kovir. Estas condiciones se exclu­yen mutuamente, se niegan unas a otras. ¿No te das cuenta, Filippa? Para nosotras ha de ser una persona instruida en la magia, totalmente entregada a la causa de la magia, que comprenda su papel y sea capaz de interpretarlo con habilidad, sin ser advertida, sin despertar sospechas. Sin directores ni apuntadores, sin ninguna eminencia gris que se mantenga en la sombra, contra la que siempre se dirige la ira de los súbditos al primer tumulto. Ha de ser al mismo tiempo una persona a la cual el propio Kovir, sin visible presión por nuestra parte, elija como mujer para el sucesor al trono.

—Eso es cierto.

—¿Y a quién piensas que elegirá ese Kovir no presionado? A una mu­chacha de familia real, que lleve en las venas sangre real desde hace gene­raciones. A una muchacha joven, adecuada para un príncipe joven. Una muchacha que pueda engendrar, porque se trata de la dinastía. Este listón te excluye a ti, Filippa, me excluye a mí, excluye incluso a Keira y Triss, las más jóvenes de entre nosotras. Excluye también a todas las adeptas de mi escuela, quienes, al fin y al cabo, también son poco interesantes para no­sotras, porque son retoños de los que no se sabe todavía el color de sus pétalos, y por eso no es de pensar que cualquiera de ellas pudiera sentarse en el decimosegundo puesto, el vacío, de esta mesa. En otras palabras, incluso si todo Kovir se hubiera vuelto loco y estuviera dispuesto a aceptar el matrimonio de un príncipe con una hechicera, no encontraremos tal hechicera. Así que, ¿quién iba a ser la dicha reina del norte?

—Una muchacha de estirpe real —respondió serena Filippa—. En cu­yas venas corre sangre real, la sangre de algunas grandes dinastías. Joven y con capacidad de engendrar. Una muchacha de inusuales capacidades mágicas y proféticas, la portadora de la anunciada profecía de la Antigua Sangre. Una muchacha que interpretará su papel sin directores, apunta­dores, consejeros ni eminencias grises, porque es lo que quiere su destino. Una muchacha cuyas verdaderas capacidades sólo son y serán conocidas por nosotras. Cirilla, hija de Pavetta de Cintra, nieta de la Leona Calanthe. Antigua Sangre, Helado Fuego del Norte, Destructora y Renovadora, cuya venida fue profetizada hace cientos de años. Ciri de Cintra, la reina del norte. Y su sangre, de la que nacerá la reina del mundo.

Ante la vista de los Ratas cayendo en emboscada, dos de los jinetes que escoltaban a los carros se dieron la vuelta de inmediato y emprendieron la huida. No tenían ni una posibilidad. Giselher, Reef y Chispas les cortaron la retirada y tras una corta lucha los rajaron sin ceremonias. Kayleigh, Asse y Mistle cayeron sobre los dos restantes, que estaban dispuestos a una defensa desesperada de la carreta a la que iban uncidos cuatro caba­llos tordos. Ciri estaba decepcionada y muy enfadada. No le habían dejado ninguno. Se hizo a la idea de que no iba a tener a quién matar.

Pero todavía quedaba un jinete, que iba delante de la carreta como avanzada, con armadura ligera, en un caballo rápido. Podría haber huido, pero no huyó. Se dio la vuelta, hizo un molinete con la espada y galopó directo hacia Ciri.

Ella permitió que se acercara, incluso detuvo un poco el caballo. Cuan­do él golpeó, alzándose sobre los estribos, giró en la silla, evitando hábil­mente la hoja, y de inmediato se hundió, alejándose de las riendas. El jinete era rápido y hábil, consiguió dar un nuevo tajo. Esta vez ella lo paró de través, cuando la espada se deslizó, rajó al jinete desde abajo, corto, dobló la espada en una finta hacia el rostro y cuando él se cubrió instinti­vamente la cabeza con la mano izquierda, ella volvió con agilidad la hoja en la mano y le cortó bajo la axila, en un tajo que había ejercitado durante horas en Kaer Morhen. El nilfgaardiano se deslizó de la silla, cayó, se puso de rodillas, lanzó un salvaje aullido mientras con un movimiento brusco intentaba detener la sangre que brotaba de la arteria cortada. Ciri le con­templó durante un momento, fascinada como siempre ante la vista de un hombre que luchaba con todas sus fuerzas contra la muerte. Esperó a que se desangrara. Luego se fue sin mirar atrás.

La emboscada había terminado. La escolta yacía a sus pies. Asse y Reef detuvieron la carreta, sujetando con los muslos los pares de riendas. El mozo que iba agarrado a la rienda derecha, un jovencito de librea colorea­da, cayó al suelo, lloró y pidió piedad a gritos. El carretero soltó las otras riendas y también pidió merced, colocando las manos como para rezar. Giselher, Chispa y Mistle corrieron hacia la carreta, Kayleigh saltó del ca­ballo y abrió la puertecilla. Ciri se acercó más, desmontó, todavía con la espada cubierta de sangre en la mano. .

En la carreta estaba sentada una gorda matrona con vestido palaciego y cofia, abrazando a una muchacha joven y terriblemente pálida vestida de negro, cubierta hasta el cuello con un vestido de cuellecito calado. En el vestido, observó Ciri, llevaba una gema prendida. Muy bonita.

—¡Vaya unos tordones! —gritó Chispas, mirando el tiro de caballos—. ¡Manchaditos y preciosos, como de un cuadro! ¡Por estos cuatro nos darán unos buenos florines!

—Y la carreta —Kayleigh mostró los dientes a la mujer y la muchacha— la llevarán tirando hasta la ciudad el mozo y el carretero, con la cabezada puesta. ¡Y las dos señoritas les ayudarán a subir las cuestas!

—¡Señores bandoleros! —gritó la matrona de la cofia, a la que la sonrisa mordaz de Kayleigh claramente había asustado más que el sangriento hie­rro que Ciri llevaba en la mano—. ¡Apelo a vuestro honor! ¡No mancilléis a esta joven doncella!

—Eh, Mistle —gritó Kayleigh, riéndose burlón—. ¡Aquí, por lo que escu­cho, se está apelando a tu honor!

—Cierra el pico —se enfadó Giselher, todavía sobre la silla—. A nadie le divierten tus bromas. Y tú tranquilízate, mujer. Somos los Ratas. No lu­chamos con mujeres ni las dañamos. ¡Reef, Chispa, soltad a los trotones! ¡Mistle, captura a los caballos! ¡Y largo!

—Nosotros, los Ratas, no peleamos con mujeres. —Kayleigh sonrió de nuevo, mirando el pálido rostro de la muchacha del vestido negro—. A veces sólo nos divertimos con ellas, si tienen ganas. ¿Tienes tú, señorita? ¿No te pica entre las piernas, por un casual? Venga, no hay de qué aver­gonzarse. Basta con menear la cabeza.

—¡Más respeto! —gritó la dama de la cofia con la voz quebrada—. ¡Cómo te atreves a hablar así a su merced la baronesa, señor bandolero?

Kayleigh se rió, después de lo cual hizo una exagerada reverencia.

—Pido disculpas. No quería mancillar. ¿Qué, que no se puede preguntar?

—¡Kayleigh! —gritó Chispa—. ¡Ven aquí! ¿Por qué andas remoloneando? ¡Ayúdame a soltar los tordos! ¡Falka! ¡Muévete!

Ciri no levantaba la vista del escudo que había en las puertas de la carre­ta, un unicornio de plata en campo negro. Un unicornio, pensó. Yo vi una vez un unicornio así... ¿Cuándo? ¿En otra vida? ¿O fue tan sólo un sueño?

—¡Falka! ¿Qué pasa contigo?

Soy Falka. Pero no lo fui siempre. No siempre.

Se sacudió, apretó los labios. He sido desagradable con Mistle, pensó. Le hice daño. Tengo que disculparme de algún modo.

Puso el pie en la escalerilla de la carreta, mirando la gema del vestido de la muchacha pálida.

—Dámela —dijo seca.

—¿Cómo te atreves? —se atragantó la matrona—. ¿Sabes acaso con quién hablas? ¡Ella es la bien nacida baronesa de Casadei!

Ciri miró alrededor, se aseguró de que nadie la escuchaba.

—¿Baronesa? —silbó—. Un título muy bajo. Incluso si esta cría fuera condesa, tendría que agacharse ante mí de forma que su culo estuviera sobre la tierra y la cabeza todavía más baja. ¡Dame el broche! ¿A qué espe­ras? ¿Te lo tengo que arrancar junto con el corsé?

El silencio que sobrevino en la mesa tras la revelación de Filippa fue susti­tuido enseguida por una algarabía. Las magas demostraban a porfía su asombro y su incredulidad y exigían aclaraciones. Algunas, sin duda, sabían mucho de la profetizada señora del norte Cirilla o Ciri, a otras el nombre no les era extraño, pero sabían mucho menos. Fringilla Vigo no sabía nada, pero albergaba sospechas y se sumió en sus pensamientos, los cuales giraban sobre todo alrededor de cierto mechón de cabellos. Assire, sin embargo, guardaba silencio y le ordenó con la mirada que ella también debía guardarlo. Filippa Eilhart tomó de nuevo la palabra.

—La mayoría de nosotras vio a Ciri en Thanedd, donde su don profético pronunciado en trance produjo un buen lío. Algunas de nosotras tuvieron con ella contacto cercano e incluso muy cercano. Pienso sobre todo en ti, Yennefer. Es hora de que hables.

Cuando Yennefer habló a las allí reunidas acerca de Ciri, Triss Merigold contempló con atención a su amiga. Yennefer hablaba serena y sin emo­ción, pero Triss la conocía desde hacía demasiado tiempo y demasiado bien. La había visto ya en diversas situaciones, también en aquéllas que producían estrés, la mortificaban y la conducían al borde de la enfermedad y a veces a la enfermedad misma. Ahora, sin duda alguna, Yennefer estaba en esa situación. Tenía un aspecto abatido, cansado y enfermo.

La hechicera narraba, pero Triss, que conocía tanto la narración como a la persona a la que se refería, se dedicó a examinar discretamente a toda la audiencia. Especialmente a las dos hechiceras de Nilfgaard. Assire var Anahid, muy cambiada, de aspecto muy cuidado, pero que a todas luces todavía se sentía insegura con su maquillaje y su vestido a la moda. Y Fringilla Vigo, la más joven, simpática, de gracia natural y sencilla elegan­cia, de ojos verdes y cabellos negros como los de Yennefer, pero menos abundantes, más cortos y peinados lisos.

Ambas nilfgaardianas no parecían estar perdidas entre las revueltas de la historia de Ciri, aunque la narración de Yennefer era larga y bastante enmarañada. Comenzó desde la famosa historia de amor de Pavetta de Cintra con el joven hechizado Erizo, habló del papel de Geralt y del Dere­cho de la Sorpresa, de la predestinación que unía a Geralt y Ciri. Yennefer habló del encuentro entre Ciri y Geralt en Brokilón, de la guerra, de su desaparición y de su hallazgo, de Kaer Morhen. De Rience y los agentes nilfgaardianos que perseguían a la muchacha. De los estudios en el san­tuario de Melitele, de los enigmáticos poderes de Ciri.

Escuchan con rostros de piedra, pensó Triss, mientras miraba a Assire y Fringilla. Como esfinges. Pero está claro que algo enmascaran. Curioso, qué será. ¿Asombro? ¿No sabían entonces a quién llevó Emhyr a Nilfgaard? ¿O saben de todo desde hace tiempo, incluso mejor que nosotras? Yennefer hablará dentro de poco de la llegada de Ciri a Thanedd, de lo que dijo en el trance profético, aquello que produjo tal alboroto. De la sangrienta lucha en el Garstang, a resultas de la cual Geralt fue destrozado y Ciri raptada. Entonces se terminará el tiempo de fingir, pensó Triss, caerán las másca­ras. Todas saben que detrás de lo de Thanedd estaba Nilfgaard. Y cuando todos los ojos se dirijan a vosotras, nilfgaardianas, no habrá otra salida, tendréis que hablar. Y entonces se aclararán algunos asuntos, entonces puede que yo también me entere de más. De qué forma desapareció Yennefer de Thanedd, por qué apareció de pronto aquí, en Montecalvo, en compañía de Francesca. Quién es y qué papel juega Ida Emean, elfa Aen Saevherne de las Montañas Azules. Por qué tengo la sensación de que Filippa Eilhart dice todo el tiempo menos de lo que sabe, aunque declara entrega y fideli­dad a la magia, y no a Dijkstra, con el que intercambia incansablemente correspondencia.

Y puede que me entere por fin de quién es de verdad Ciri. Ciri, para ellas reina del norte, y para mí la bruja de cabellos cenicientos de Kaer Morhen, en la que pienso todo el tiempo como en una hermanita menor.

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