Bautismo de fuego (44 page)

Read Bautismo de fuego Online

Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

BOOK: Bautismo de fuego
2.4Mb size Format: txt, pdf, ePub

—De algún modo salió así —repitió Geralt, con una leve sonrisa—. Eres un altruista incorregible, Zoltan Chivay.

—Cada persona tiene algún defecto. Tú, por tu parte, sigues en busca de tu muchacha.

—Sigo. Aunque el asunto se ha complicado.

—¿A causa de ese nilfgaardiano que antes os seguía y que ahora se ha unido a la compaña?

—En parte. Zoltan, ¿de dónde son esos refugiados? ¿De quién huían? ¿De los nilfgaardianos o de los Ardillas?

—Difícil saberlo. Los crios no saben una mierda, las mozas son poco habladoras y tienen miedo de no sé qué. Blasfemas delante de ellas, y al punto ves que se ponen rojas como estos rábanos... No importa. Pero en­contramos a otros fugitivos, leñadores, por ellos sabemos que andan por acá los nilfgaardianos. Nuestros viejos amigos, creo, el pelotón que venía desde el oeste, desde el otro lado del Ina. Pero aquí también hay al parecer otros destacamentos que vinieron desde el sur. Del otro lado del Yaruga.

—¿Y contra quién luchan?

—Esto es un enigma. Los leñadores hablaron de un ejército que dirige no sé qué Reina Blanca. La tal reina ataca a los Negros. Al parecer incluso se lanza con su ejército a la otra orilla del Yaruga, lleva el fuego y la espada a las tierras imperiales.

—¿De qué ejército puede tratarse?

—No tengo ni idea. —Zoltan se rascó la oreja—. ¿Sabes?, cada día algu­nos cascos de caballo huellan la trocha, pero no les preguntamos quiénes son. Nos escondemos en los matorrales...

Regis interrumpió la conversación, después de haber acabado de ocu­parse del brazo quemado de la muchacha.

—Hay que cambiarle el vendaje cada día —le dijo al enano—. Os dejaré crema y algo de tul, que no se pega a las quemaduras.

—Gracias, barbero.

—La mano le sanará —dijo el vampiro en voz baja, mirando al brujo—. Con el tiempo hasta la cicatriz le desaparecerá junto con la piel joven. Peor es lo que pasa en la cabeza de esta desgraciada. Esto mis cremas no lo curan.

Geralt guardó silencio. El vampiro se limpió las manos con un trapo.

—El hado o una maldición —dijo a media voz—. Poder percibir en la sangre la enfermedad, toda la esencia de la enfermedad y no poder curar...

—Cierto —suspiró Zoltan—, aderezar la piel es una cosa, pero si el seso está jodido, no se pue hacer na. Si no es cuidar y ocuparse de ella... Gra­cias por tu ayuda, barbero. Por lo que veo, también te has unido a la com­pañía del brujo.

—De algún modo salió así.

—Humm. —Zoltan se acarició la barba—. Y entonces, ¿dónde habéis idea de buscar a Ciri?

—Vamos al este, a Caed Dhu, al círculo de los druidas. Contamos con la ayuda de los druidas...

—De ningún lugar vendrá la ayuda —habló con una voz sonora y metá­lica la muchacha, que estaba sentada junto a una pila de troncos con los brazos vendados—. De ningún lugar vendrá la ayuda. Sólo sangre. Y bau­tismo de fuego. El fuego purifica. Y también mata.

Regis agarró con fuerza por el brazo al estupefacto Zoltan, le ordenó silencio con un gesto. Geralt, que sabía lo que era un trance hipnótico, guardó silencio y no se movió.

—Quien sangre derramara y quien sangre bebiera —dijo la muchacha sin alzar la cabeza— pagará con sangre. Tres días no habrán pasado y uno morirá en el segundo y entonces algo morirá en cada uno. Poco a poco morirán, poquito a poco... Y cuando al final choquen las almadreñas de hierro y se sequen las lágrimas, entonces morirá el restito que haya queda­do. Morirá incluso lo que nunca muere.

—Habla —dijo en voz suave y bajita Regis—. Di qué es lo que ves.

—La niebla. Una torre en la niebla. Es la Torre de la Golondrina... En un lago que se convierte en hielo.

—¿Qué más ves?

—Niebla.

—¿Qué sientes?

—Dolor...

A Regis no le dio tiempo de hacer la siguiente pregunta. La muchacha agitó la cabeza, lanzó un salvaje grito, lloriqueó. Cuando alzó los ojos, ver­daderamente no había en ellos otra cosa que niebla.

Zoltan, recordó Geralt, todavía recorriendo con los dedos la hoja cubierta de runas, cobró respeto a Regis después de este incidente, dejó el tono familiar con el que solía dirigirse al barbero. Conforme a la petición de Regis, no dijeron al resto ni una palabra acerca del extraño acontecimien­to. Al brujo el asunto no le afectó mucho. Había visto ya otras veces pare­cidos trances y tendía a opinar que la charla de los hipnotizados no era profética, sino una simple repetición de los pensamientos propios y de las sugestiones subconscientes del hipnotizador. Ciertamente, en este caso no se trataba de hipnosis, sino de un encantamiento vampírico, y Geralt reflexionó un poco sobre lo que hubiera extraído la muchacha del pensa­miento de Regis si el trance hubiera durado más.

Durante medio día anduvieron junto con los enanos y sus protegidos. Luego Zoltan Chivay detuvo la marcha y se llevó al brujo a un lado.

—Hay que separarse —afirmó—. Nosotros ya hemos tomado una decisión, Geralt. Al norte se perfila ya Mahakam, este valle conduce directo a la cumbre. Basta de aventuras. Volvemos a nuestra tierra. Al monte Carbón.

—Lo comprendo.

—Me alegro de que lo comprendas. Te deseo suerte, a ti y a tu compa­ñía. Una extraña compañía, me atrevo a decir.

—Quieren ayudarme —dijo en voz baja el brujo—. Eso es algo nuevo para mí. Por eso decidí no preguntar por los motivos.

—Muy bien hecho. —Zoltan se quitó de la espalda su sihill enanil en su vaina de lacre, envuelta en pieles de cabra—. Toma, cógela. Antes de que se separen nuestros caminos.

—Zoltan...

—No hables, sólo cógela. Nosotros pasaremos la guerra en las monta­ñas, no necesitamos el yerro para nada. Pero al menos será agradable recordar, mientras se toma uno una cerveza, que el acero cortado en Maha­kam silba en buena mano y por buena causa. Que no se avergüenza. Y tú, cuando con esa hoja vayas a tajar al que le hizo daño a tu Ciri, dale al menos un tajo en nombre de Caleb Stratton. Y recuerda a Zoltan Chivay y las herrerías de los enanos.

—Puedes estar seguro. —Geralt aceptó la espada, se la cruzó a la espal­da—. Puedes estar seguro de que me acordaré. En este asqueroso mundo, Zoltan Chivay, el bien, la honestidad y la nobleza se quedan grabados a fuego en la memoria.

—Ciertamente. —El enano entrecerró los ojos—. Por eso yo tampoco te olvidaré a ti ni a los desertores del claro del bosque, ni a Regis y la herradu­ra al rojo. Se trata, pues, de reciprocidad en lo que a esto respecta...

La voz se le quedó colgada, tosió, carraspeó y escupió.

—Nosotros, Geralt, robamos a un mercader en Dillingen. Un ricachón que engordó con el mercadeo javecar. Cuando cargó el oro y las joyas en el carro y huyó de la ciudad, nos tiramos contra él. Defendió sus haberes como un león, pidió auxilio, así que unas cuantas veces le tocó cobrar en la testa con una tranca y luego ya se estuvo tranquilito y silencioso. ¿Recuerdas el cofrecillo que arrastramos, luego llevamos en el carro y por fin enterramos en la tierra junto al río O? Precisamente allí estaba la riqueza javecar roba­da. Botín de ladrones, sobre el que planeamos construir nuestro futuro.

—¿Por qué me cuentas esto, Zoltan?

—Porque a ti, me da la sensación, las apariencias engañosas te la jugaron no hace tanto. Lo que tenías por bueno y por noble resultó ser la vileza y el desho­nor escondido bajo una bonita máscara. Es fácil engañarte, brujo, porque no preguntas por los motivos. Pero no quiero engañarte. Así que no mires a esas mujeres y esos niños, no tengas al enano que está delante de ti por honesto y noble. Delante de ti hay un ladrón, un criminal y puede que un asesino. Porque no excluyo que el javecar golpeado la diñara en aquel camino de Dillingen.

Guardaron silencio largo rato, mirando a las lejanas montañas del nor­te, hundidas entre las nubes.

—Adiós, Zoltan —dijo por fin Geralt—. Puede ser que las fuerzas de cuya existencia poco a poco estoy dejando de dudar nos permitan todavía encontrarnos alguna vez. Me gustaría que fuera así. Me gustaría poder presentarte a Ciri, me gustaría que te conociera. Pero incluso si no fuera así, sabe que no te olvidaré. Adiós, enano.

—¿Me ofreces tu mano? ¿A un ladrón y bandido?

—Sin dudarlo. Porque a mí ya no se me puede engañar tan fácilmente como antes. Aunque no pregunto por los motivos, poco a poco estoy apren­diendo el arte de mirar detrás de la máscara.

Geralt agitó el sihill y cortó por la mitad una mariposa nocturna que revo­loteaba alrededor.

Una vez que se separaron de Zoltan y su grupo, recordó, nos tropeza­mos en el bosque con un grupo de campesinos. Unos cuantos salieron pitando al vernos, pero Milva detuvo a varios amenazándolos con el arco. Los campesinos, resultó, habían sido hasta hacía poco prisioneros de los nilfgaardianos. Los utilizaron para talar cedros, pero hacía algunos días un destacamento había atacado a los guardianes, los había destrozado y a ellos los había liberado. Ahora volvían a sus casas. Jaskier se empeñó en aclarar quiénes habían sido aquellos libertadores, indagó con tenacidad y penetración.

—Los tales guerreros —repitió el campesino— a la Reina Blanca sirven. ¡Les calientan a los Negros que es un primor! Dijeron que son como maniquís a las espaldas de los enemigos.

—¿Como qué?

—Pos si lo dicho. Como maniquís.

—Maniquís, su perra madre. —Jaskier frunció el ceño y agitó la mano—. Ay, paisanos, paisanos... ¿Qué señales, os pregunté, portaban esos soldados?

—De muy varias, señor. En especial los caballos. Los de a pie, no sé qué cosa colorada llevaban.

El campesino tomó un palito y trazó sobre la arena la forma de un rombo.

—Un diamante —se asombró Jaskier, buen conocedor de la heráldica—. No es la flor de lis temería, sino un diamante. Las armas de Rivia. Curioso. De aquí a Rivia hay sus buenas doscientas millas. Por no recordar el hecho de que los ejércitos de Lyria y de Rivia resultaron destruidos completamen­te durante las batallas de Dol Angra y Aldersberg, y el país está ocupado por Nilfgaard... ¡No entiendo nada!

—Eso es normal —le cortó el brujo—. Basta de charla. En marcha.

—¡Ja! —gritó el poeta, que todo el tiempo estaba pensando y analizando la información extraída a los campesinos—. ¡Cuidado que metí la pata! ¡No eran maniquís, sino maquis! ¡Partisanos! A las espaldas de los enemigos, ¿os dais cuenta?

—Nos damos cuenta. —Cahir afirmó con la cabeza—. En una palabra, en estos terrenos están actuando los partisanos norteños. Algún destaca­mento, seguro que formado de los restos de los ejércitos de Lyria y de Rivia, que fueron deshechos a mitad de julio en Aldersberg. Oí hablar de esa batalla cuando estaba con los Ardillas.

—Considero que la noticia es consoladora —afirmó Jaskier, orgulloso de haber sido capaz de descifrar el enigma de los maquis—. Incluso si los campesinos confundieron los escudos, no se trata de los ejércitos temerios.

Y no pienso que hasta los maquis rivios haya llegado la noticia de dos
espías que no hace mucho escaparon enigmáticamente de los cadalso
del mariscal Vissegerd. Si nos tropezáramos con esos partisanos, t
nemos una posibilidad de escaquearnos.

—Podemos contar con ello —dijo Geralt, mientras intentaba tranquili­zar a Sardinilla, que estaba retozando—. Pero, si he de ser sincero, preferi­ría no tropezarme con ellos.

—Al fin y al cabo, se trata de tus compatriotas, brujo —dijo Regis—. Pues a ti te llaman Geralt de Rivia.

—Un error —respondió con fría voz—. Yo mismo me llamo así para que sea más bonito. Un nombre con tal añadido produce confianza a mis clientes.

—Lo comprendo. —El vampiro sonrió—. Sin embargo, ¿por qué escogis­te el nombre de Rivia?

—Lo jugué a unos palitos que tenían diversos nombres muy sonoros. Mi preceptor brujeril me sugirió este método. No de primeras. Sólo cuando me empeñé en tomar el nombre de Geralt Roger Eryk du Haute-Bellegarde. Vesemir lo consideró ridículo, pretencioso y cretino. Y resulta que tenía razón.

Jaskier bufó muy fuerte, mirando significativamente al vampiro y al nilfgaardiano.

—Mi apellido compuesto —dijo el vampiro, un tanto herido por la mira­da— es un apellido verdadero. Y acorde con la tradición vampírica.

—El mío también —se apresuró Cahir a aclarar—. Mawr es el nombre de mi madre y Dyffryn del bisabuelo. Y no hay en ello nada ridículo, poeta.

Y tú, por curiosidad, ¿cómo te llamas? Porque Jaskier, que en la lengua
común significa ranúnculo, es por supuesto un pseudónimo.

—No puedo usar ni revelaros mi verdadero nombre —respondió miste­rioso el bardo, alzando la nariz con orgullo—. Es demasiado famoso.

—Y a mí —Milva, que llevaba largo rato triste y callada, se unió de improviso a la conversación— se me arregüerven las entrañas cuando me nombran por lo corto: Mari, Mariquilla o Marieta. Pos cuando alguno tal nombre oye, se piensa que es libre de tentarme el culo.

Oscurecía. Las garzas habían volado, su tableteo se había ido apagando en la lejanía. El vientecillo que soplaba desde las colinas enmudeció. El brujo guardó el sihill en su vaina.

Esto fue esta mañana. Esta mañana. Y a mediodía comenzó el pro­blema.

Pudimos comenzar a sospechar antes, pensó. ¿Pero quién de nosotros, excepto Regis, conoce esos asuntos? Cierto, todos se percataron de que Milva vomitaba al alba. Pero habíamos comido a veces tales cosas que a todos se les revolvían las tripas. Jaskier también vomitó una o dos veces, y a Cahir le entró una vez tal cagalera que se asustó pensando que había cogido la disentería. Y el que la muchacha cada dos por tres saltara de la silla y se metiera entre los marojos lo tomé por una infección de la vejiga...

Valiente idiota he sido.

Regis, parece, se imaginó la verdad. Pero guardó silencio. Guardó si­lencio hasta el momento en que ya no pudo callar más. Cuando nos detu­vimos a acampar en una choza de leñadores abandonada, Milva se lo llevó al bosque, habló con el mucho tiempo y a veces muy alto. El vampi­ro volvió solo del bosque. Pesó y mezcló unas hierbas, luego nos llamó a todos de pronto a la choza. Comenzó sin rodeos, con su enervante tono de profesor.

—Me dirijo a todos —repitió Regis—. Constituimos al fin y al cabo un equi­po y tenemos una responsabilidad mutua. Nada cambia en ello el hecho de que seguramente no esté entre nosotros el que tiene la responsabilidad más elevada. Directa, por así decirlo.

—Exprésate más claramente, joder. —Jaskier se puso nervioso—. Equi­po, responsabilidad... ¿Qué le pasa a Milva? ¿Está enferma?

Other books

Hell on the Prairie by Ford Fargo
Dark Moonlighting by Scott Haworth
Tengu by Graham Masterton
Silent Victim by C. E. Lawrence
The Holy City by Patrick McCabe
Bearing Secrets by Marissa Dobson
Entwined With the Dark by Nicola Claire
A Christmas In Bath by Cheryl Bolen
Storm Tide by Kari Jones