Bautismo de fuego (34 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

BOOK: Bautismo de fuego
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Francesca abrió un cofrecillo y sacó de él una pequeña figura, hecha de jade, jabonosa al tacto, y la colocó en el centro mismo del pentagrama. Retrocedió, miró otra vez el grimorio que yacía sobre la mesa, hizo una profunda aspiración, alzó la mano y gritó un hechizo.

Las velas ardieron al instante con luz más clara, las facetas de los crista­les brillaron y lanzaron franjas de luz. Las franjas se estrellaron contra la figurita, la cual cambió de color al punto: de verde pasó a dorado y, al cabo, se volvió transparente. El aire vibraba a causa de la energía mágica que golpeaba contra la pantalla protectora. Una de las velas lanzó chispas, sobre el pavimento bailaron unas sombras, el mosaico comenzó a vivir, a cambiar su forma. Francesca no bajó las manos, no interrumpió el cántico.

La figura creció de tamaño rápidamente, pulsando y latiendo, cambió su estructura y forma como si fuera una nube de humo que se arrastrara por el suelo. La luz que surgía de los cristales atravesaba el humo, en las franjas de luz apareció un movimiento y una materia que se endurecía. Un momen­to más y en el centro del círculo mágico surgió de pronto una figura huma­na. La forma de una mujer morena, que yacía inerte sobre el pavimento.

Las velas se apagaron en unas cintas de humo, los cristales se apaga­ron. Francesca bajó las manos, estiró los dedos y se limpió el sudor de la frente.

La mujer morena se hizo un ovillo y comenzó a gritar.

—¿Cómo te llamas? —preguntó sonoramente Francesca. La mujer se estiró, aulló, apretándose ambos brazos sobre el bajo vientre.

—¿Cómo te llamas?

—Ye... Yennef... ¡Yennefer! Aaaaaah...

La elfa suspiró con alivio. La mujer todavía se retorcía, aullaba, gemía, golpeaba con los puños en el pavimento, intentaba vomitar. Francesca esperaba con paciencia. Y con tranquilidad. La mujer que había sido sólo unos instantes atrás una estatua de jade estaba sufriendo, era evidente. Y normal. Pero no tenía afectado el cerebro.

—Bueno, Yennefer —dijo al cabo de un largo rato, cortando los gemi­dos—. Ya vale, ¿no?

Yennefer, con evidente esfuerzo, se alzó sobre las cuatro patas, se lim­pió la nariz con el antebrazo, miró a su alrededor, perdida. Su mirada pasó por Francesca como si la elfa ni siquiera estuviera en el patio, se detuvo y se animó sólo al ver la fuente de la que brotaba agua. Yennefer se arrastró con enorme trabajo, se encaramó al revestimiento de la fuente y, con un chapuzón, se arrojó al estanque. Se atragantó, comenzó a toser, estornu­dar y escupir, por fin, abriéndose paso por entre las lilas acuáticas, alcan­zó a cuatro patas la náyade de mármol y se sentó, apoyando sus espaldas sobre el zócalo de la estatua. El agua le llegaba a los pechos.

—Francesca... —balbuceó, tocando la estrella de obsidiana de su cuello y mirando a la elfa con una mirada un tanto más consciente—. Tú...

—Yo. ¿Qué recuerdas?

—¿Me empaquetaste...? Joder, ¿me empaquetaste?

—Te empaqueté y desempaqueté. ¿Qué recuerdas?

—El Garstang... Los elfos. Ciri. Tú. Y quinientos quintales que se me cayeron de pronto sobre la cabeza... Ahora ya sé lo que fue. Una compre­sión de artefacto...

—La memoria funciona. Eso está bien.

Yennefer bajó la cabeza, miró entre sus muslos, alrededor de los cuales nadaban peces amarillos.

—Haz que cambien luego el agua del estanque, Enid —murmuró—. Me acabo de mear en ella.

—Minucias —sonrió Francesca—. Presta atención, sin embargo, a si se ve sangre en el agua. A veces la compresión destroza los ríñones.

—¿Sólo los ríñones? —Yennefer tomó aliento con cuidado—. Dentro de mí no hay, me parece, ni un solo órgano sano... Al menos, me siento así. Al diablo, Enid, no sé por qué me merecía tal tratamiento...

—Sal del estanque.

—No. Estoy a gusto aquí.

—Lo sé. Deshidratación.

—Degradación. ¡Desnudación! ¿Por qué me hiciste esto?

—Sal, Yennefer.

La hechicera se levantó con esfuerzo, apoyándose con las dos manos en la náyade de mármol. Se quitó de encima los nenúfares, con un brusco tirón se rasgó y arrancó el vestido chorreante de agua, estuvo de pie delante de la fuente, bajo los chorros que caían. Se limpió y bebió, salió del estanque, se sentó al borde de la fuente, se retorció los cabellos, miró a su alrededor.

—¿Dónde estoy?

—En Dol Blathanna.

Yennefer se limpió la nariz.

—¿Todavía continúa el lío de Thanedd?

—No. Terminó. Hace un mes y medio.

—Debo de haberte hecho mucho daño —dijo al cabo Yennefer—. Debo de haberte dado una buena, Enid. Pero puedes considerar que nuestra cuenta se ha nivelado. Te has vengado adecuadamente, aunque esto fue quizá un poco sádico. ¿No te podrías haber contentado con cortarme la garganta?

—No digas tonterías. —La elfa frunció la boca—. Te empaqueté y te saqué del Garstang para salvarte la vida. Luego volveremos a ello, pero algo más tarde. Toma, una toalla. Aquí tienes una sábana. Después del baño te daré un vestido nuevo. En el lugar adecuado, en una bañera con agua caliente. Ya has perjudicado bastante a los peces amarillos.

Ida Emean y Francesca bebían vino. Yennefer bebía glucosa y zumo de zanahoria. En cantidades enormes.

—Resumiendo —dijo, al escuchar las revelaciones de Francesca—. Nilfgaard conquistó Lyria, deshizo Aedirn a medias con Kaedwen, quemó Vengerberg, puso en vasallaje a Verden y ahora está venciendo a Brugge y Sodden. Vilgefortz desapareció sin huella. Tissaia de Vries cometió suicidio. Y tú te has convertido en reina del Valle de las Flores, el emperador Emhyr te re­compensó con la corona y el cetro a cambio de mi Ciri, a la que buscó durante tanto tiempo y a la que ahora tiene y utiliza a voluntad y gusto. A mí me empaquetaste y durante mes y medio me tuviste en una caja como esta­tua de jade. Y seguramente estás esperando que te lo agradezca.

—No estaría mal —respondió Francesca Findabair con frialdad—. En Thanedd hubo un cierto Rience que consideraba como cuestión de honor el darte una muerte lenta y cruel, y Vilgefortz le prometió hacerlo posible. Rience recorrió en tu busca todo el Garstang. Pero no te encontró, porque ya eras una figurilla de jade en mi escote.

—Y fui esa figurilla durante cuarenta y siete días.

—Sí. Yo, por mi parte, cuando se me preguntaba, podía responder sin mentir que Yennefer de Vengerberg no estaba en Dol Blathanna. Puesto que preguntaban por Yennefer y no por la estatua.

—¿Qué ha cambiado para que por fin te hayas decidido a desempaque­tarme?

—Mucho. Ahora te lo explicaré.

—Antes me aclararás algo. En Thanedd estaba Geralt. Un brujo. Recor­darás que te lo presenté en Aretusa. ¿Qué ha sido de él?

—Tranquilízate. Está vivo.

—Estoy tranquila. Habla, Enid.

—Tu brujo —dijo Francesca— hizo más en el curso de una hora que muchos durante toda su vida. Sin extenderme: le rompió un pie a Dijkstra, le cortó la cabeza a Artaud Terranova y asesinó bestialmente a unos diez Scoia'tael. Ah, y sin olvidarnos: despertó también los deseos enfermizos de Keira Metz.

—Terrible. —Yennefer frunció exageradamente el ceño—. Pero Keira ya habrá vuelto en sí, ¿no? No le guardará rencor, espero. El que, una vez habiendo despertado sus deseos, no se la jodiera, se debió con toda segu­ridad a la falta de tiempo, no a falta de respeto. Asegúraselo en mi nombre.

—Tú misma vas a tener ocasión de hacerlo —dijo fría la Margarita del Valle—. Y pronto. Volvamos, sin embargo, al asunto respecto al cual finges indiferencia. Tu brujo se entusiasmó tanto con la defensa de Ciri que actuó de un modo bastante poco razonable. Se lanzó sobre Vilgefortz. Y Vilgefortz lo destrozó. El que no lo matara se debió seguramente a falta de tiempo, no a falta de propósito. ¿Y qué? ¿Vas a seguir fingiendo que no te conmueve?

—No. —La mueca de los labios de Yennefer dejó de reflejar burla—. No, Enid. Me conmueve. Dentro de poco unas cuantas personas van a conocer mi conmoción. Te doy mi palabra.

Del mismo modo que antes no se había visto afectada por las burlas, ahora Francesca no se inmutó por las amenazas.

—Triss Merigold teleportó al torturado brujo hasta Brokilón —dijo—. Por lo que sé, las dríadas lo siguen curando. Parece que está bien, pero lo mejor es que no saque la nariz de allí. Lo persiguen los agentes de Dijkstra y los secretas de todos los reyes. A ti, por cierto, también.

—¿Cómo me he merecido ese honor? Pues si yo no le rompí nada a Dijkstra... Ah, no me lo digas, yo misma lo adivinaré. Desaparecí de Thanedd sin dejar huella. Nadie se imagina que aterricé en tu bolsillo, reducida y empaquetada. Todos están convencidos de que escapé a Nilfgaard junto con mis compañeros de conspiración. Todos menos los verdaderos conspi­radores, ha de entenderse, pero éstos no van a sacar a nadie del error. La guerra continúa, la desinformación es un arma cuya hoja siempre debe estar bien afilada. Y ahora, después de cuarenta y siete días, ha llegado la hora de usar ese arma. Mi casa en Vengerberg quemada, estoy perseguida. Nada, sólo me queda unirme a un comando de Scoia'tael. O unirme a la lucha por la libertad de los elfos de otro modo.

Yennefer dio un trago de zumo de zanahoria y clavó la mirada en los ojos de Ida Emean aep Sivney, quien seguía manteniéndose serena y silenciosa.

—¿Qué, doña Ida? ¿Señora de los libres Aen Seidhe de las Montañas Azules? ¿He acertado bien la suerte que me está reservada? ¿Por qué es­táis callada como una muerta?

—Yo, doña Yennefer —respondió la elfa de cabellos rojos—, acostumbro a callar cuando no tengo nada sensato que decir. Siempre es mejor eso que inventar suposiciones infundadas y enmascarar la inquietud con charla­tanería. Ve al grano, Enid. Explícale a doña Yennefer de qué se trata.

—Soy toda oídos. —Yennefer tocó con los dedos la estrella de obsidiana sobre el terciopelo—. Habla, Francesca.

La Margarita de Dolin apoyó la barbilla en las manos unidas.

—Hoy —anunció— es la segunda noche desde que la luna está llena. Dentro de un instante nos vamos a teleportar al castillo de Montecalvo, sede de Filippa Eilhart. Tomaremos parte en la reunión de una organiza­ción que debería interesarte. Siempre fuiste de la opinión de que la magia es el valor superior, que está por encima de todas las divisiones, disputas, opciones políticas, intereses personales, resquemores, resentimientos y animosidades. Seguro que te alegrará saber que no hace mucho se formó el núcleo de una institución, algo así como una logia secreta, dedicada exclusivamente a defender los intereses de la magia, que habrá de cuidar para que la magia ocupe en la jerarquía de los diversos asuntos el lugar que le corresponde. Aprovechando el privilegio de recomendar a nuevos miembros de la mencionada logia, me he permitido tener en cuenta dos candidaturas, la de Ida Emean aep Sivney y la tuya.

—Vaya un inesperado honor y promoción —se burló Yennefer—. Desde una inexistencia mágica elevada directamente a miembro de una logia se­creta, elitista y todopoderosa. Que se encuentra por encima de resquemo­res y resentimientos personales. Pero, ¿acaso serviré yo de verdad? ¿En­contraré acaso la fuerza de carácter para eliminar mi odio hacia las perso­nas que me quitaron a Ciri, torturaron a un hombre que no me es indife­rente y a mí misma...?

—Estoy segura —le interrumpió la elfa— de que encontrarás en ti sufi­ciente fuerza de carácter, Yennefer. Te conozco y sé que no te faltará tal fuerza. No te faltará tampoco ambición para disipar tus dudas en lo referi­do a la promoción y honor que se te hacen. Si, sin embargo, es eso lo que quieres, te lo diré sin rodeos: te recomiendo a la logia porque te considero persona que se lo merece y que puede servir con provecho a la causa.

—Gracias. —La sardónica sonrisa no parecía estar dispuesta a desapa­recer de los labios de la hechicera—. Gracias, Enid. Cierto, siento cómo me hinchan la ambición, el orgullo y el egoísmo. Estoy que voy a estallar en cualquier momento. Y ello antes de que todavía comience a reflexionar por qué en vez de a mí no recomiendas a la logia a otra elfa de Dol Blathanna o a elfas de las Montañas Azules.

—En Montecalvo —respondió Francesca con voz fría— te enterarás de por qué.

—Lo preferiría ahora.

—Díselo —murmuró Ida Emean.

—Se trata de Ciri —dijo Francesca al cabo de un instante de reflexión, mientras elevaba hacia Yennefer sus ojos impenetrables—. La logia está interesada en ella y nadie conoce a esa muchacha tan bien como tú. Del resto te enterarás allí.

—De acuerdo. —Yennefer se rascó enérgicamente en los omoplatos. La piel reseca por la compresión todavía picaba insoportablemente—. Dime solamente quién más compone la tal logia. Aparte de vosotras y Filippa.

—Margarita Laux-Antille, Triss Merigold y Keira Metz, Sheala de Tancarville de Kovir, Sabrina Glevissig. Y dos hechiceras de Nilfgaard.

—¿La república internacional de las hembras?

—Se la puede llamar así.

—Seguro que ellas todavía me consideran aliada de Vílgefortz. ¿Me acep­tarán?

—Me aceptaron a mí. El resto lo harás tú misma. Se te pedirá que expli­ques tus lazos con Ciri. Desde el principio, hace quince años, cuando tuvo lugar la historia de tu brujo en Cintra, hasta los acontecimientos de hace mes y medio. Y que confirmes tu lealtad al convento.

—¿Quién dijo que hay algo que confirmar? ¿No es demasiado pronto para hablar de lealtad? No conozco ni siquiera los estatutos y programas de esta internacional de las damas...

—Yennefer. —La elfa frunció levemente sus cejas regulares—. Te reco­miendo a la logia. Pero no tengo intenciones de obligarte a nada. Y sobre todo a la lealtad. Tienes elección.

—Me imagino cuál.

—Bien imaginas. Pero sigue siendo una libre elección. Por mi parte, sin embargo, te animo calurosamente a que elijas la logia. Créeme, de esta forma puedes ayudar a tu Ciri de una forma mucho más efectiva que arro­jándote a ciegas en el torbellino de los acontecimientos, que es de lo que, me imagino, tienes muchas ganas. A Ciri le amenaza la muerte. Sólo la puede salvar nuestra actuación solidaria. Si escuchas lo que se va a ha­blar en Montecalvo, te convencerás de que he dicho la verdad... Yennefer, no me gusta nada el brillo que veo en tus ojos. Dame tu palabra de que no vas a intentar huir.

—No. —Yennefer agitó la cabeza, cubriendo con la mano la estrella so­bre el terciopelo—. No, no te la doy, Francesca.

—Querría prevenirte lealmente, mi querida. Todos los portales estacio­narios de Montecalvo están bloqueados. Todo el que sin el permiso de Filippa quisiera entrar o salir de allí aterrizará en mazmorras de paredes cubiertas de dwimerita. No podrás abrir un telepuerto propio sin tener los compo­nentes. No te quiero quitar tu estrella porque tienes que estar en completo dominio de tu mente, pero si intentas una locura... Yennefer, no puedo permitir... La logia no podría permitir que volaras loca y sola a salvar a Ciri y buscar venganza. Yo todavía tengo tu matriz, tengo el algoritmo del he­chizo. Te reduciré y te empaquetaré de nuevo en una estatua de jade. Si hace falta, durante meses. O años.

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