«Sigue caminando —se dijo a sí misma—. Tú le das más miedo del que... »
No habría podido terminar la frase sin echarse a reír. Y, en realidad, no quería reírse.
Encontró un claro entre la techumbre de ramas por el que se filtraba un débil fulgor de luz de luna, suficiente para echar un vistazo alrededor. El cielo estaba preñado de colores: la aurora boreal ardía y bullía en lo alto. Pero Chey se obligó a sí misma a no mirarla... tenía que escudriñar las sombras que la rodeaban y buscar cualquier indicio de que alguien la estuviera siguiendo.
Escudriñó la penumbra y bizqueó con tanta concentración que estuvo a punto de perder el equilibrio, así que tuvo que agitar los brazos para sostenerse en pie. Entonces se dio cuenta de que también había que tener los ojos puestos en el suelo. El terreno, deformado por el permagel, no era llano, sino que estaba surcado por rugosidades en las que se le podía quedar atrapado el tobillo si no prestaba atención. Los negros árboles crecían en todas direcciones, en ángulos variados respecto al suelo. El terreno estaba cubierto de empinados montículos e inesperadas grietas en las que se ocultaba hielo brillante. Los pies de Chey tropezaban una y otra vez con raíces y trozos de roca. En cualquier caso, no podía fiarse mucho de sus propias percepciones, y menos después de lo que había pasado, de no tener nada que comer aparte de las barritas energéticas, de no haber dormido de verdad y de no tener nada con lo que guarecerse, salvo el destrozado anorak de tejido polar.
Se dijo a sí misma que allí no había nada. Se había dejado engañar por su cerebro abrumado por el hambre. En aquel bosque no había indicios de vida. En todo el día no había visto ni una sola ave, ni una sola ardilla listada. Se detuvo sobre sus pasos y se volvió para mirar atrás, para cerciorarse de que nadie la seguía.
Entre dos de los árboles, con un centelleo, cobraron vida un par de ojos amarillos, refulgentes como las bombillas de un par de linternas. Capturaron la blanquísima luz de la luna y atravesaron con ella a Chey. La inmovilizaron. Lentamente, con languidez, los dos ojos se cerraron de nuevo y desaparecieron, igual que se extinguen las últimas ascuas de la hoguera de una acampada.
«Mierda», murmuró Chey, y al instante se tapó la boca con la mano. Sintió que el vello de los brazos se le erizaba bajo las mangas del anorak. Giró lentamente sobre sí misma. Un lobo. Había sido un lobo, un tobo gris. Estaba segura de que era eso. ¿Habría más? ¿Acaso estaba cerca de una jauría?
Entonces los oyó aullar. Había oído en otras ocasiones perros que le aullaban a la luna, pero no era lo mismo. Los aullidos siguieron, y siguieron, y siguieron, y nuevas voces se hicieron oír y se unieron a ellos, en un tono casi plañidero. Hablaban entre ellos y Chey se figuró que se estarían contando dónde encontrarla a ella.
No le quedaban energías para dar ni un solo paso más. Su rostro se contrajo en un rictus de verdadero terror. Sacó fuerzas de lo más hondo, de unas profundidades que no había conocido hasta entonces, y echó a correr.
Los árboles pasaban fugazmente por su lado, inclinándose unas veces a la izquierda, y otras a la derecha. El quebrado terreno le hería los pies y hacía que los tobillos le doliesen y le escocieran. Iba en todo momento con los brazos extendidos hacia delante, ya que a pesar de la luna medio llena, no veía casi nada, y habría podido estrellarse contra un tronco de árbol y partirse el cuello. Sabía que estaba cometiendo una estupidez, sabía que la peor opción era correr. Pero no fue capaz de hacer otra cosa.
Distinguió un centelleo dorado a su izquierda. Los ojos, una vez más. ¿Sería el mismo animal? No lo sabía. Los ojos flotaban a su lado y no parecía que tuviesen ningún problema para seguirla. No tenían que esforzarse en absoluto. Las patas que pertenecían a aquellos ojos conocían por instinto los abruptos parajes, sabían dónde posarse sin necesidad de mirar. Los Territorios del Noroeste eran de aquellos ojos, de aquellas patas. No estaban hechos para la debilidad humana.
Oyó un jadeo a su derecha. Por aquel lado también había más de uno. Era una jauría, una jauría entera, y la estaban poniendo a prueba. Querían ver si podía correr muy rápido, comprobar lo fuerte que era.
Chey moriría allí, a la máxima distancia de la civilización. Iba a morir.
No. Todavía no.
La evolución le había dado ciertas ventajas. Le había dado manos. Sus lejanos ancestros habían empleado las manos para trepar, para escapar de los depredadores. Chey tendría que olvidar en unos instantes dos millones de años de civilización. Ante ella se erguía un árbol que había crecido hacia lo alto en medio de un bosque de árboles inclinados, un gigantesco abedul medio muerto con gruesas ramas que empezaban a unos dos metros del suelo. Se elevaba, por lo menos, cinco metros más que cualquiera de los árboles circundantes. Chey tensó todos los músculos, cerró y abrió varias veces los puños, y se encaramó al tronco de un salto, apoyando sus pies doloridos en la corteza, que se desprendía como una piel en plena mudanza. Alargó los brazos y se agarró a unas finas ramas que no podrían soportar su peso, meras ramitas en realidad. Trepó árbol arriba, apretando el cuerpo y el rostro contra el tronco con todas sus fuerzas, hasta que una masa de corteza arrancada y nieve cristalina le cubrió el rostro. De pronto, se vio a sí misma agarrada a una gruesa rama, a tres metros del suelo. Se subió encima y se aferró a ella con todo el cuerpo.
Miró hacia abajo. Seis lobos adultos le devolvieron la mirada. Sus ojos dorados mostraban satisfacción y sosiego. Casi le pareció reconocer en ellos una risa. Sus cuerpos largos y esbeltos brillaban a la media luz. Estaban meneando la cola.
«Marchaos», les rogó, pero su líder, un animal grande de cara peluda, echó la cabeza hacia atrás, estiró las patas delanteras y se dejó caer sobre la húmeda alfombra de pinaza y hojas amarillentas. No pensaba marcharse.
Otro de los miembros de la jauría, algo más pequeño (¿una hembra, tal vez?) arañó el abedul con las zarpas. Tenía la lengua colgando fuera de la boca. Sus zarpas llegaban cada vez más arriba. Abrió mucho las fauces, como para bostezar, y emitió un diabólico gimoteo que se prolongó hasta transformarse en aullido. Los demás se le unieron, hasta que Chey tembló en lo alto, con la sensación de que las bestias podrían hacerla caer de su refugio tan sólo con sus aullidos.
¿Acaso estaban riéndose de ella? ¿Se burlaban de su desgracia? O también podía ser que tan sólo cantaran para pasar el rato, mientras esperaban a que su cena se cayera del árbol.
—¡Marchaos! —les chilló, pero su voz apenas lograba hacerse oír en el coro de aullidos y gimoteos. Gritó y chilló, pero no consiguió sobreponerse a sus voces. Habría querido taparse los oídos con las manos, para no tener que oírlos, pero, entonces...
... la algarabía cesó. De repente. En el silencio que se hizo entonces, Chey oyó los copos de nieve que caían desde las ramas más altas.
Y, desde lo más profundo del bosque, se oyó otra voz. Ligeramente distinta. Recordaba en algo a un gruñido. Un desafío. Al instante, los lobos se incorporaron y miraron de un lado para otro. Bajaron la cola y se miraron como para preguntarse si todos ellos lo habían oído.
La nueva voz volvió a oírse. No se parecía al triste gemido de los lobos. Era más perversa, más fría. Era odiosa.
Los lobos que se encontraban bajo la rama de Chey se dispersaron, desapareciendo en la oscuridad, con tanto sigilo como habían llegado. La nueva voz se hizo oír por tercera vez, pero, en esta ocasión, se encontraba mucho, mucho más cerca.
Chey retrocedió con manos y pies sobre la rama. Sentía la necesidad de acercarse al tronco del árbol, de escudarse en la medida de lo posible tras madera sólida. Cada vez que el fiero aullido se oía en el bosque, se le erizaba literalmente el vello del cuerpo, y sentía que la carne se le ponía de gallina, notando un cosquilleo que le subía por los brazos y le bajaba por la espalda.
Allí abajo había una criatura, una criatura hambrienta y de voz fuerte. Una criatura tan temible que había aterrorizado a una jauría de lobos grises. ¿Qué podía ser? ¿Alguna especie de oso? Pero su voz no se parecía a la de ningún oso que hubiera oído por televisión, o en el cine.
Escrutó el terreno que circundaba el árbol, esforzándose por ver en la oscuridad, en busca de cualquier indicio, de cualquier atisbo de movimiento, de cualquier huella, de ramas bajas agitadas por una criatura que pasara entre ellas.
Pero no encontró nada. Ni siquiera el destello de un par de ojos, ni el reflejo de un pelaje lustroso que se moviera sigilosamente entre la maleza. Tampoco oyó nada. Canalizó todos sus sentidos hacia el suelo, contuvo el aliento y oyó los crujidos del árbol, el leve quejido de la rama sobre la que se encontraba. No oyó ningún jadeo, ni pisadas casi silenciosas. Pensó que quizá se hubiera marchado. Quizá no hubiera sentido ningún interés por ella, quizás hubiera aullado de ese modo para espantar a los lobos grises. Quizá no tuviera ningún problema con ella. Quizá no hubiese podido siquiera oírla ni olería en lo alto del árbol.
Entonces oyó un estrépito, como si una criatura de gran tamaño se acercara corriendo sobre el humus, y estuvo a punto de chillar de puro terror. Chey sentía la desesperada necesidad de orinar, pero estrechó las piernas con más fuerza todavía en torno al árbol y eso la ayudó un poco.
Oyó que la criatura husmeaba en el suelo a menos de diez metros de ella. Metía el morro entre la maleza como un jabalí. Chey estaba segura de que la bestia seguía su rastro. Metió la mano en el bolsillo y, para tranquilizarse, agarró el teléfono móvil. Tal vez... tal vez había llegado la hora de pedir ayuda. Tal vez había llegado demasiado lejos con todo aquello. Pero no, ni siquiera el teléfono le serviría de nada. La ayuda no llegaría a tiempo para salvarla. Apretó con fuerza el teléfono, como si fuera un talismán mágico capaz de salvarla. Se le ocurrió que, si era necesario, podría arrojarlo como si fuera una piedra. Era lo más parecido a un arma que tenía a mano.
Se acurrucó contra el árbol, sin dejar de aferrarse a la rama con ambas piernas. Tomó aliento por la nariz y trató de no dejarse llevar por el pánico. Permaneció inmóvil.
No servía de nada, por supuesto, ya que, probablemente, la bestia habría podido olería a kilómetros de distancia.
Por fin la vio. No hubo un momento en el que pasara de ser invisible a ser visible, sino que, de pronto, resultó que el animal estaba ya allí abajo, en movimiento. Demasiado cerca. Daba la vuelta en torno al abedul como una sombra líquida, como oscuridad derramada sobre el suelo.
Entonces se detuvo y los músculos se le tensaron bajo la flácida piel. Chey se quedó sin aliento. La bestia miró hacia arriba.
Aquel horror no era mucho más grande que los lobos grises, quizá dos metros desde el hocico hasta el rabo, quizás un metro y medio desde el suelo hasta la clavícula. Tenía la misma faz ancha y plana que los lobos. Su morro era más chato, pero aparentaba mucha más crueldad. Si se diferenciaba en algo, era en los dientes. Los lobos grises tenían muchos dientes, por supuesto, amarillos y afilados. Esa criatura tenía unos colmillos enormes y blancos como perlas. No se podía usar otra palabra más que «colmillos». Eran grandes, y gruesos, tanto que los labios no alcanzaban a cubrirlos. Parecían perfectamente adecuados para la tarea de destrozar huesos. Huesos grandes. Huesos humanos.
La otra gran diferencia entre aquella criatura y los lobos grises se hallaba en la manera totalmente distinta en que sus zarpas se desplegaban sobre la nieve, anchas como manos humanas, con cada uno de los dedos rematado por una uña ganchuda. Su pelaje era de color plateado y negro, y por ello resultaba más llamativo que el apagado camuflaje de los lobos grises.
Por un instante, Chey logró contemplar la totalidad de su figura, pero luego le costó fijarse en algo que no fueran sus ojos. Aquellos ojos... no eran amarillos como los de los lobos grises, sino de un verde gélido, rasgados y fríos. En aquellos ojos brillaba la inteligencia, y también algo más: una tremenda ira. Chey lo vio en seguida, igual que habría podido verlo en los ojos de un ser humano. El animal no quería devorarla. No la consideraba un mero alimento. Lo que quería era matarla.
Aquellos ojos.
Sus recuerdos se iluminaron cual carteles de neón que trataran de captar su mirada. Esos recuerdos nunca se habían alejado mucho de la superficie. Chey conocía esos ojos. Había atravesado medio continente para encontrarlos. Y estaban a punto de matarla.
El monstruo la despreciaba tanto que quería despedazarla y esparcir sus restos por el bosque. Quería derramar su sangre sobre la tierra y destrozarle el cráneo con sus gigantescos dientes. El peso de sus ojos, de su malévola mirada, hizo que Chey apretase el cuerpo con más fuerza todavía contra el árbol. Suscitaron en ella el deseo de esconderse, de hacer lo que fuera con tal de escapar de su vehemente odio.
La bestia andaba con el pelambre erizado y la cola baja. Enseñó los colmillos, y brotó de entre sus fauces un sonido como de motocicleta al arrancar. Entonces saltó sobre ella.
Se dio impulso con las patas traseras y saltó hacia lo alto. Las zarpas delanteras arañaron justo debajo de donde colgaban los pies de Chey. La bestia abrió la boca para morderle las piernas y transformarlas en pulpa. El salto le llevó a unos pocos centímetros de sus pies. Volvió a caer al suelo entre rugidos y jadeos, y arañó y desgarró la corteza, rugiendo y gruñendo por su frustración. Chey apenas tuvo tiempo de sujetarse mejor al árbol antes de que el lobo volviera a saltar.
« ¡No!», suplicó, pero la bestia se arrojó sobre ella con tal velocidad que pareció que la gravitación se hubiera invertido y el animal cayera hacia arriba, hacia ella. Los dientes le rechinaron a medio salto. Chey se encogió en un desesperado intento de escapar, pero una de las patas delanteras de la bestia le alcanzó el tobillo, y su garra cruel le atravesó piel y músculo hasta arañarle el hueso. El dolor le recorrió el cuerpo como la luz de un estroboscopio rojo. Por un instante oyó tan sólo la sangre que se le agolpaba en la cabeza y no vio nada, salvo los vasos sanguíneos que tenía detrás de los ojos.
El monstruo cayó de nuevo al vacío, soltando su zarpa de la carne de Chey.
El siguiente intento le saldría mejor. Chey estaba convencida de ello. Se dio cuenta de que iba a morir al cabo de unos segundos. Moriría, víctima de la furiosa criatura, si no hacía nada, y de inmediato.