Elminster en Myth Drannor

BOOK: Elminster en Myth Drannor
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Ha llegado la hora de la gran ciudad élfica de Cormanthor, cuando las Tierras Centrales son el hogar de los bárbaros, dragones perversos dominan los cielos y el pueblo elfo con confía en nadie. Hechiceros y guerreros amenazan su civilización en vanas y arrogantes búsquedas de gloria.

Elminster fue guiado hasta Cormanthor, a las Torres del Canto, donde Eltargrim era soberano. Allí vivió durante más de doce veranos, estudiando con muchos magos poderosos, y aprendiendo a sentir la magia, a dirigirla y a someterla a su voluntad.

Quedó registrado en las crónicas que, cuando se conjuró el Mythal y Cormanthor se convirtió en Myth Drannor, Elminster fue uno de los que concibieron e hilaron esa poderosa magia.

Ed Greenwood

Elminster en Myth Drannor

ePUB v1.0

Garland
16.07.11

Para Cheryl Freedman y Merle von Thorn,

dos damas que Elminster hubiera deseado tener a su lado

(con sus espadas, buen humor, y todo lo demás)

cuando estuvo en Myth Drannor

Prólogo

Fue una época de crecientes discusiones en el hermoso reino de Cormanthor, en que señores y damas de las casas más antiguas y arrogantes vieron amenazado su rutilante orgullo. Una amenaza propiciada por el mismo trono que los gobernaba y surgida de sus más tenebrosas pesadillas de juventud; la Bestia Hedionda que Aparece de Noche, el Acechador Velludo que aguarda la mejor ocasión para asesinar, robar, violar y saquear; el monstruo cuyas garras se apoderan de más reinos cada día: el horror llamado Hombre.

Shalheira Talandren, gran bardo elfo de la Estrella Estival

Espadas de plata y noches estivales:

una historia extraoficial pero verídica de Cormanthor

Año del Arpa

—En efecto prometí algo al príncipe a cambio de la corona —dijo el rey, alzándose en toda su estatura y aspirando hasta que el pecho se estremeció. Se ajustó con cierta afectación la reluciente corona de piedras preciosas y agujas de oro que adornaba su frente, sonrió satisfecho de su propia astucia al haberse proporcionado tan teatral pausa, y añadió, bajando la voz para recalcar la nobleza de sus palabras—: Le hice la promesa de concederle su mayor deseo.

Los allí reunidos emitieron ahogadas exclamaciones de asombro en una especie de coro que resultaba burlonamente sonoro.

El obeso monarca no les prestó atención, sino que por el contrario se volvió con un exagerado revuelo de prendas doradas, y adoptó una majestuosa postura triunfal, con un pie sobre un cráneo de dragón a todas luces falso. La luz de las flotantes esferas blancopurpúreas que lo acompañaban relució en el harto visible alambre, allí donde éste se arrollaba hacia lo alto desde el cráneo hecho de retazos para sujetar la espada que supuestamente había horadado el hueso con un poderoso y mortífero golpe.

Como un viejo gobernante sabio, el monarca contempló unos momentos con ojos centelleantes la remota lejanía, observando cosas que sólo él podía ver. Luego, casi con timidez, miró por encima del hombro al sirviente arrodillado.

—Y dime, por favor —ronroneó—, ¿qué es lo que él más desea?

El criado se arrojó cuan largo era sobre la alfombra, golpeándose la cabeza contra las losas del suelo al hacerlo. Puso los ojos en blanco y se retorció brevemente de dolor —lo que provocó innumerables risitas disimuladas entre los presentes— antes de atreverse a alzar la mirada por primera vez.

—Mi señor —contestó al fin con evidente perplejidad—, desea morir rico.

El rey giró de nuevo y avanzó a grandes zancadas. El sirviente se alzó veloz hincando una rodilla en tierra y se encogió sobre sí mismo ante el resuelto monarca... para quedar acto seguido petrificado de asombro, al contemplar la jubilosa sonrisa que brillaba en el regio rostro.

El soberano se inclinó para tomarle la mano y lo hizo alzarse de la alfombra, depositando al mismo tiempo algo tintineante en la mano del senescal.

El hombre bajó la mirada. Era una bolsa repleta de monedas. Volvió a contemplar al monarca con incredulidad, y tragó saliva.

—¿Morir rico? —La regia sonrisa se ensanchó—. Pues así será... Deposita esto en sus manos y luego traspásalo con tu espada. Varias veces es lo que se lleva ahora, según tengo entendido.

Las risitas del público se convirtieron en carcajadas y silbidos de regocijo, una algarabía que no tardó en dar paso a los aplausos cuando los hechizos de vestuario que envolvían a los actores se desvanecieron en medio de las tradicionales nubes de humo rojo, indicando el final de la escena.

Los presentes se pusieron en movimiento al instante y se alejaron a toda prisa. Algunos de los juerguistas de más edad se dispersaron con más calma, pero los jóvenes salieron disparados en medio de la noche como peces enfurecidos que se persiguieran entre sí para devorarse... o ser devorados. Se abrieron paso por entre corrillos de lánguidas chismosas y danzaron en el aire, centelleando en los límites del perfumado campo hechizado. Sólo unos pocos se quedaron para presenciar la siguiente escena grosera de
El digno final del rey humano Halthor
, tales parodias de las vulgares y codiciosas costumbres de los Velludos resultaban divertidas al principio, pero muy repetitivas, y, por encima de todo, los elfos de Cormanthor detestaban aburrirse... o, por lo menos, admitir que se aburrían.

No podía decirse tampoco que aquélla no fuera una gran fiesta. Los Erladden no habían escatimado gastos a la hora de tejer los hechizos de fondo. Una constante colección de sonidos, olores e imágenes conjurados se arremolinaba y flotaba sobre los festejadores, y el poder del campo mágico permitía que todos pudieran volar, avanzando por el aire hasta cualquier punto al que dirigieran la mirada y al que desearan llegar. La mayoría de los presentes flotaba en aquellos momentos, y sólo descendían de vez en cuando en busca de refrescos.

Aquella noche, los muros normalmente desnudos del jardín aparecían cubiertos de esculturas de unicornios, pegasos, danzarinas elfas y ciervos encabritados. Cuando uno de los invitados tocaba una estatua, ésta se abría por la mitad, mostrando jarras en forma de lágrima repletas de chispeante vino de luna o de cualquiera de una docena de cosechas Erladden de color de rubí. Entre las jarras había delgadas agujas de cristal finísimo rematadas por figurillas esculpidas en quesos selectos, nueces tostadas o estrellas de azúcar.

En medio de las luces multicolores que circundaban a los jubilosos elfos fluían vapores que hacían que cualquiera con pureza de sangre se sintiera alegre, inquieto y lleno de vida. Algunos cormytas juerguistas y risueños maniobraban por el aire de nube en nube, con los ojos demasiado brillantes para poder ver el mundo que los rodeaba. Medio centenar de risitas resonaban por entre las ramas de los imponentes árboles que se alzaban sobre el lugar, mientras titilantes estrellas mágicas se deslizaban y parpadeaban aquí y allá entre sus hojas. Cuando la luna salió para eclipsar tan tenues resplandores, alumbró un panorama de frenética y jubilosa celebración. Medio Cormanthor danzaba aquella noche.

—Sorprendentemente, todavía recuerdo las palabras que solían traerme aquí.

La voz surgió de la noche sin previo aviso. Su tono alegre lo impulsó a recordar tiempos pasados.

Había estado esperando su llegada, y ni siquiera se sorprendió al escuchar la voz queda y melodiosa que surgía de las sombras en la parte más espesa del cenador, donde se encontraba el lecho.

Una cama que le seguía resultando muy cómoda, incluso ahora que la edad empezaba a filtrarse en sus huesos. El Ungido de todo Cormanthor giró la cabeza a la luz de la luna, apartando la mirada de las tersas aguas que rodeaban su isla jardín, y, con una sonrisa que consiguió reflejar más felicidad de la que su corazón sentía, dijo:

—Sed bienvenida, gran señora de los Starym.

Reinó el silencio entre las sombras unos instantes antes de que la voz se dejara escuchar otra vez.

—En otros tiempos fui más que eso —musitó casi con melancolía.

Eltargrim se levantó y tendió la mano hacia donde su auténtica visión le decía que ella se encontraba.

—Venid hasta mí, amiga mía. —Tendió la otra mano, casi implorante—. Mi Lyntra.

Las sombras se movieron, e Ildilyntra Starym salió a la luz de la luna. Sus ojos eran aquellos mismos pozos oscuros llenos de promesas que recordaba con tanta nitidez en sus sueños, sueños que lo habían visitado durante todos los largos años transcurridos hasta esta noche. Sueños basados en recuerdos que todavía conseguían perturbarlo...

El Ungido notó de improviso la boca seca, y la lengua espesa y torpe.

—¿Queréis...? —farfulló entre dientes, señalando en dirección al Asiento Viviente.

Los Starym se consideraban la familia más antigua y pura de todas las familias del Reino Verdadero, y, desde luego, era la más orgullosa. Su matriarca se deslizó hacia él sin apartar los oscuros ojos de los del monarca.

Eltargrim no tenía que mirar para saber que los años no habían hecho mella en su impecable piel blanca ni en su figura, tan perfecta que seguía dejándolo sin habla. Las trenzas eran de un azul que parecía negro, como siempre, e Ildilyntra seguía llevándolas sueltas, cayendo a sus pies hasta el suelo. Iba descalza, y los hechizos de su cinturón mantenían tanto pies como cabellos a pocos centímetros por encima del polvo del suelo. Lucía la vestimenta oficial de la familia, los dos dragones que descendían del escudo de armas de los Starym dibujados con relucientes gemas sobre su estómago, las alas esculpidas envolviendo sus senos con un dentado reborde de oro.

Los muslos, que las aberturas de su túnica desde la cintura a los pies dejaban a la vista, estaban rodeados por las espirales negras y doradas de un manto de honor. Los extremos del manto se unían para sostener la trabajada vaina de diente de dragón de su espada de honor, que se balanceaba como un pequeño farol, envuelta en el profundo resplandor rojo de su poder despertado. El Anillo del Wyvern Vigilante relucía en su mano. A todas luces, aquello no era una visita extraoficial.

La luna era perfecta para una charla entre amigos, pero ninguna matriarca se presenta irradiando todo su poder para tal menester. El Ungido sintió un gran pesar, pues era consciente de lo que se avecinaba.

Y, naturalmente, ella lo sorprendió. Ildilyntra se detuvo ante él, como el monarca ya sabía que haría. Se apartó el vestido y apoyó las manos en las caderas, para dejarle ver la luz de todo el poder concentrado en su espada de honor. También esto lo esperaba, al igual que la profunda y estremecida inhalación que siguió.

Ahora se desataría la tormenta, las ásperas palabras llenas de frío o ardiente sarcasmo, el mordaz veneno por el cual era famosa en todo Cormanthor. Las retorcidas palabras que conjuraban hechizos dañinos rondarían entre ellos, y él tendría que...

En medio de un plácido silencio, la matriarca de los Starym se arrodilló ante él, sin que sus ojos se apartaran ni un segundo de los suyos.

Eltargrim volvió a tragar saliva, y bajó la mirada a las rodillas de la mujer, blancas con un suave matiz azulado, allí donde se hundían en el círculo de musgo situado a sus pies.

—Ildilyntra —musitó—. Señora, yo...

A los oscuros ojos de la mujer siempre habían aflorado motas doradas cuando ésta experimentaba una emoción intensa, y destellos dorados refulgían ahora en ellos.

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