Plata. Plata. Plata.
Plata en su cuerpo. Plata en la luna. Balas de plata que golpeaban el suelo y desaparecían sollozando en la oscuridad.
La loba corría... plata. Plata plata plata. Plata por todas partes, la olía en el aire. Era lo único que le inspiraba miedo.
La loba tenía muchísimo miedo.
La loba estaba aterrorizada.
La loba corría.
Plata. Descendía como lluvia maligna desde el helicóptero. Las balas acribillaban la tierra al ritmo de los jadeantes pensamientos de la loba, de su corazón acelerado.
Plata plata plata plata plata.
Avanzó a toda velocidad por la orilla del estanque y sus zarpas chapotearon en las horribles aguas cargadas de residuos tóxicos. El helicóptero dio una sacudida y giró bajo el rotor, y fue tras ella. La loba corría tan despacio... su cuerpo estaba a punto de rendirse. Las balas seguían cayendo, como rayos invisibles que la querían atravesar, hacerla pedazos.
En la lejanía, el otro lobo aullaba. Estaba ya más cerca, mucho más cerca. Pero demasiado lejos como para ayudarla.
La loba corría. Las balas perforaban el suelo a su izquierda, a su derecha. El arma que escupía desde lo alto no parecía capaz de dar en ningún blanco, pero la loba sabía que hasta el momento había tenido pura suerte. Al final, una de las balas iba a alcanzarla. Y, entonces, moriría.
La plata perforaba el suelo por el que iba a pasar. Se detuvo y se dio la vuelta, y corrió hacia el helicóptero, como si pudiera arrojarse sobre él, como si pudiera saltar lo bastante arriba como para clavar las garras en su vientre de metal. Gruñó de alegría porque el helicóptero dio una sacudida en el aire y se balanceó de un lado a otro como si le hubiera tenido miedo. La loba sabía que dentro del helicóptero había humanos. Lo había hecho el hombre y dentro de él había humanos, humanos, humanos. Olía la sangre en el interior de sus cuerpos, olía el sudor de su piel. Llegó a reconocer el hedor característico de uno de ellos, de uno, del que la había encadenado. Ah, cuánto anhelaba sentirle la garganta entre sus enormes dientes.
Una bala le pasó tan cerca que los trocitos de roca que saltaron se le metieron en el ojo como motas de polvo. La loba sacudió la cabeza e hizo una finta hacia la izquierda, y luego se arrojó hacia la derecha.
Un buen movimiento. El helicóptero viró frenéticamente en un intento de seguirla, perdió estabilidad y estuvo a punto de ponerse de lado. Pero la loba se sentía cada vez más débil. No podría correr mucho más.
El lobo aulló, tan cerca ya que la hembra le oía correr. ¿Qué haría el lobo? ¿Daría la vida por ella? ¿Recibiría la bala prevista para el cráneo de la loba? Esta lo dudaba. El lobo había querido matarla, matarla, matarla. La loba se había equivocado con aquel macho. No era su enemigo. Era el único que podía ayudarla. Era y tenía que ser su compañero. La loba anhelaba su compañía. Entonó un largo aullido solitario por él. Por un instante se olvidó de mirar hacia dónde corría...
La plata le atravesó la zarpa delantera izquierda.
Soltó un gañido de sorpresa y luego aulló de dolor. Su sangre dejó huella en el suelo. La loba estaba ya jadeante, y su nueva herida la hizo retorcerse, hizo que se le retorciera el vientre, que quisiera tenderse en el suelo, rendirse, morir. Pero los que estaban allí arriba eran hombres, humanos, y no se detendría por ellos. Jamás se rendiría ante los humanos.
Se encontró frente a una colina. Le habría sido difícil subir por ella aun cuando hubiera contado con todas sus fuerzas. Tendría que ir aún más lenta. Pero en lo alto había edificios, edificios altos, de planta cuadrada, antinaturales, construidos por los hombres, y sus sombras ocultaban la luz de las estrellas. Si podía correr entre ellos, si podía, si podía, estaba ya muy cansada, si podía correr entre los edificios, esconderse en sus sombras, el helicóptero no podría seguirla. Apoyó en el suelo las patas traseras y se propulsó, brincó, saltó cuesta arriba.
Plata plata plata plata plata plata plata plata plata plata plata; no se detenía. Los rayos de luz de luna caían a su alrededor, rayos de la luz plateada de la luna congelados, endurecidos y transformados en algo cruel, en algo mortífero. La tierra bajo sus patas se agitaba con los suaves impactos: las balas se estrellaban a su alrededor.
Allí... en lo más alto de la pendiente, en la loma, en la cumbre, lo vio. Siguió adelante y adelante, y se empujó a sí misma por el aire, saltó como el salmón que salta río arriba. Frente a ella estaban los edificios, edificios anómalos, de planta cuadrada, su única salvación posible. Se lanzó a toda velocidad por una calle lateral. Plata plata plata tras ella, plata, no le quedaban energías, no podía correr, sólo podía encogerse de miedo, plata plata plata.
Una bala pasó a pocos centímetros de su columna vertebral. Se alojó en su hígado, y la loba sintió que una nueva oleada de veneno le recorría el cuerpo. Chilló, chilló de horror y sufrimiento, y dio vueltas, dio vueltas de costado y más vueltas, se deslizó hasta una sombra, dio vueltas en la oscuridad. Una bala rebotó en el costado metálico de un edificio justo encima de su cabeza.
Plata dentro de ella, plata, plata dentro de ella, plata en sus entrañas, plata en su pata. No podía dar otro paso. El dolor era demasiado grande. Se derrumbó, hecha un ovillo, y luego pugnó, hizo fuerza, se incorporó sobre las zarpas. Recobró aliento y dio voz a un último aullido, un grito de agonía, una sinfonía plañidera de una sola nota.
Sobre ella, el helicóptero descendía por el aire frío. Su ruido era muy fuerte, muy alto, muy fuerte. La plata rebotó en la fachada del edificio, esta vez aún más cerca de ella. Plata de nuevo. Pum. El helicóptero bajó todavía más, bajó hasta ponerse a la altura del tejado del edificio. La loba no podía hacer nada salvo contemplar a la muerte que venía por ella.
Entonces, él, el otro lobo, saltó del tejado del edificio y clavó las zarpas en la cabina de plástico del helicóptero. Su cuerpo se balanceó como un péndulo, flexible y musculoso, mientras el helicóptero daba vueltas, calaba y giraba. El peso de la bestia se impuso y lo arrastró por el aire. Se lo sacaron de encima casi al instante. El cuerpo del lobo se precipitó al vacío, pero no antes de que hubiera sobrecargado uno de los costados del helicóptero y lo hubiera puesto de lado.
Una punta del rotor besó la pared de chapa acanalada del edificio y profirió un estridente alarido. En aquel enfrentamiento, ninguno de los dos bandos podía triunfar. La pared se abrió como por efecto de un gigantesco abrelatas, mientras que el compuesto de resina del rotor se astilló y se partió. El helicóptero trazó un amplio arco. Había perdido el centro de gravedad de su propio impulso angular. Como si un gigante lo hubiera arrojado a modo de enorme disco, dio vueltas en el aire, fuera de control, y finalmente se estrelló contra el costado de otro de los edificios. Luego cayó como una roca. Se oyó el metal despedazado, el plástico hecho añicos y los chillidos de los humanos. Hubo un destello de luz, y entonces el fuego alumbró Port Radium por primera vez en varias décadas, porque el combustible del helicóptero se inflamó al instante. Sin embargo, no ardió durante mucho rato.
El otro lobo había ido en su busca. La hembra lo había visto caer al vacío, y aunque no había oído el impacto contra el suelo, sí sabía que debía de haber quedado herido. En efecto, al caminar empleaba sólo una de las patas traseras. Tal vez la otra se le hubiese roto. No gemía ni lloriqueaba mientras se movía furtivamente por las sombras. Fruncía el hocico: estaba buscando el rastro de la hembra.
Encontró a la loba apenas consciente. El aliento entraba y salía, entraba y salía, corrientes de aire escasas que entraban y salían, entraban y salían de sus pulmones. Aquello no eran jadeos, sino la extenuada respiración de quien está a punto de morir.
Tenía plata dentro del cuerpo. La habían envenenado y no tenía salvación. El lobo no perdió tiempo en saludarla, sino que se arrojó al instante sobre ella con un gruñido cruel. Clavó en ella sus poderosas fauces y desgarró su piel. Le abrió las tripas y éstas se derramaron, acompañadas por un olor fétido, sobre la quebrada superficie de la carretera. Le arrancó la pata y la arrojó a la oscuridad como si no hubiera sido nada más que un pedazo de carne emponzoñada.
El dolor era intenso, pero la loba no podía quejarse ni defenderse de él. No le quedaban energías ni para levantar la cabeza. El lobo desgarraba y mordía y arrancaba sus carnes y la loba tan sólo podía experimentarlo pasivamente, como si lo contemplara desde lejos.
Sabía que, de alguna manera, el macho no la estaba matando.
Que la estaba salvando.
En cuanto hubo terminado, en cuanto hubo arrancado toda la plata de su cuerpo y la hubo arrojado lejos de ella, la hembra respiró con mayor tranquilidad, y luego se sumió en un sueño irregular. El lobo la veló durante la noche entera, y aulló de vez en cuando a la luna que trazaba su arco por el cielo nocturno. De vez en cuando le lamía la cara, las orejas, para despertarla, para impedir que se muriera. En cierta ocasión en que no pudo despertarla, la sujetó por la nuca y la sacudió con violencia, hasta que abrió los ojos, la lengua le colgó de la boca y masculló un gimoteo de rabia.
La luna desapareció tras los edificios de Port Radium y la loba se alegró de ello. La loba se alegró por primera vez de la transformación.
Chey despertó con el cuerpo hecho un ovillo, desnuda, aterida de frío, hambrienta y abrumada por el dolor, pero viva. Levantó el brazo izquierdo y vio que no tenía sangre. Ni tampoco heridas de bala. Se tocó todo el cuerpo, se acarició la piel y la encontró tersa, y se dio cuenta de que estaba intacta.
La cabeza le dolía terriblemente, pero logró sentarse sobre el suelo. No tenía ni idea de lo que había ocurrido durante la noche. Pero sí sabía algo: que Bobby había muerto. No lograba recordar las circunstancias exactas, pero estaba segura de ello.
—Toma —le dijo Powell, arrojándole una manta. Había estado de pie detrás de ella desde el primer momento. Él mismo se había envuelto también con una manta, y se sentó a su lado, lo bastante cerca como para que su temperatura corporal le diera cierto calor. Chey se arrimó a él, le agarró el brazo y se lo puso sobre los hombros.
El hombre pareció sorprenderse de que la joven quisiera tenerlo cerca.
—¿Ahora resulta que me has perdonado? —le preguntó.
—No, no te perdonaré jamás —le respondió ella con toda franqueza.
—Pero las cosas han cambiado entre nosotros.
Chey se encogió de hombros. Sin embargo, vio que con eso no bastaba.
—Sí —le dijo—. Quiero quedarme contigo. No quiero estar sola.
—Lo entiendo —dijo Powell.
El sol ya había llegado a su cénit cuando se pusieron a caminar. Ambos oyeron un sonido, un sonido familiar y no deseado. El estruendo de un helicóptero al cortar el aire. Juntos, arropándose aún más fuerte con la manta, se pusieron en pie de un salto y se marcharon por un costado del abandonado hangar, siempre entre las sombras.
Un gran helicóptero con dos rotores sobrevoló los edificios de Port Radium. Chey reconoció el símbolo pintado en el vientre de la máquina: una hoja de arce de color rojo dentro de un círculo azul. También se imaginó quién viajaría dentro.
Antes de que Powell pudiera detenerla, corrió hasta el aparcamiento y le hizo señas al helicóptero con los brazos. El piloto lo guió hasta allí y aterrizó suavemente a veinte metros de la joven. Una escotilla se abrió en el costado y por ella salieron soldados vestidos con un uniforme gris y azul. Detrás de ellos apareció un hombre en traje azul oscuro. Parecía un uniforme, pero no lo era. El hombre estaba retirado y ni siquiera era canadiense.
El estruendo de los rotores impidió que Chey oyese nada. El tío Bannerman hizo un gesto a los soldados y todos ellos retrocedieron. Luego corrió hacia su sobrina, y sólo se detuvo cuando ella le advirtió con ambas manos que se mantuviera a cierta distancia.
—Escucha —le dijo—, estoy bien. Todo va bien. Pero dentro de poco me voy a transformar. —Chey presentía la luna trémula en el horizonte. Iba a salir al cabo de quince minutos, tal vez menos. No sabía si los soldados que aguardaban en formación junto al helicóptero tendrían balas de plata. No quería descubrirlo—. Tienes que marcharte ahora mismo.
El tío Bannerman la miró a los ojos. Como siempre lo había hecho. Luego echó una mirada, de reojo, a Powell, que se había quedado entre las sombras de la puerta de entrada al hangar. Bannerman contempló a Powell durante un segundo y luego se volvió hacia Chey.
—¿Ése es... ? —preguntó Bannerman.
«El licántropo que devoró a mi hermano. A tu padre.» La joven leyó las palabras en los ojos de su tío.
—Sí —respondió ella.
—He traído equipo adecuado. Puedo ponerte a salvo. Podría impedir que le hicieras daño a nadie —le dijo. Era una pregunta.
Chey se podía imaginar a qué clase de equipo se refería. Cadenas. Jaulas. Tal vez quisiera llevársela a su rancho de Colorado, donde le sería posible tenerla encerrada en un cobertizo cada vez que saliera la luna.
La joven no podía aceptarlo. No podría aceptarlo jamás. Era una mujer loba y necesitaba la libertad. Si su tío la encerraba, se volvería loca.
—Me marcho con él —dijo. Powell dio un paso adelante, pero Chey le ordenó con un gesto que retrocediera—. Nos iremos a un lugar donde no haya seres humanos.
Podrían haberse dicho muchas cosas —era evidente que BannerManh quería discutirlo con ella—, pero no les quedaba tiempo. Chey estaba a punto de transformarse.
—No sé qué le ocurrió a Fenech —dijo su tío, por fin—, pero dudo que los canadienses os dejen en paz.
Era una advertencia. No una amenaza, ni un intento de presionarla para que cambiara de opinión. Chey le dio las gracias con un simple asentimiento.
Al cabo de tres minutos, el helicóptero se elevó por los aires y se marchó hacia el sur.
Un momento después, salió la luna, y dos lobos se pusieron en camino hacia el norte.
Fin