Se dio la vuelta y miró al cielo. El sol estaba en lo alto, pero no parecía que su luz le diera ningún calor. El aliento se transformaba en vaho dentro de su boca.
Se sentó en el suelo mientras su cuerpo se quejaba y el cuello le crujía, y se agarró la pierna, masajeándose los músculos en un intento por lograr que la sangre le circulara. Se llevó una tremenda sorpresa cuando se tocó con las manos la piel de la pantorrilla y la encontró ampollada y en carne viva. Al echar un vistazo, vio lo que parecía la cicatriz de una quemadura. Era el lugar por donde la había sujetado la cadena de plata. Sabía que la plata podía matarla, que podía matar a la loba. Tal vez el simple contacto con el metal bastase para hacerle daño.
«Espera», pensó. Había algo que no encajaba. Bobby la había encadenado para que no les hiciera daño ni a él ni a Lester. La cadena la había retenido incluso mientras se transformaba. Eso lo recordaba bien. Pero ahora había desaparecido. ¿Acaso Bobby la habría liberado mientras dormía?
Pero entonces, ¿por qué no se hallaba todavía en el claro, junto al pequeño lago? Miró en torno a sí, sin acordarse siquiera de que estaba desnuda, y llamó a Bobby por su nombre. No vio ni rastro del helicóptero. Debía de haber recorrido un buen trecho en su forma de loba.
Se sacudió la nieve de los brazos y del pecho con manos temblorosas y se puso en pie aunque los huesos le crujieran. No moriría helada, eso ya lo había entendido, pero su cuerpo se rebelaba igualmente contra el aire frío que la envolvía, contra la tierra fría bajo sus pies. Le exigía ropa y un lugar donde guarecerse.
Dio un paso y se llevó otra sorpresa. Una sorpresa mala, mala de verdad. El ventisquero estaba cubierto de sangre roja. Parecía que se hubiera derramado a galones.
Se cubrió la boca con ambas manos. Sintió una opresión en el pecho. ¿Qué... de dónde... de dónde había salido la sangre?
«Oh, Dios mío —pensó—.Oh, no.»
De alguna manera, había logrado soltarse de la cadena. Se había liberado cuando estaba con los dos hombres. Su loba era más rápida que cualquier humano, más fuerte. Bobby tenía balas de plata, pero... pero tal vez le hubiera atacado antes de que pudiera sacar el arma.
«Asesinato —pensó—. Asesinato, asesinato, asesina, asesina», farfullaba su cerebro. Pero no, pensó, no, tenía que tranquilizarse. En realidad, no sabía lo que había ocurrido. Tenía vagos recuerdos de gruñidos, y de mordiscos, y de correr por el bosque. Aún sentía el sabor de la sangre en el paladar. La conclusión obvia, la más plausible, era que había matado a los dos hombres, y tal vez... tal vez los hubiese devorado...
Cayó de rodillas y trató de vomitar sobre la nieve. Algunas gotas de sangre roja mancharon su blancura, pero, más allá de eso, su cuerpo no hizo otra cosa que revolverse en arcadas que no daban ningún resultado.
Si había matado a Bobby y a Lester, se había transformado en una criatura idéntica a su demonio, al trauma que había devorado su vida entera. La criatura que durante tantos años había querido destruir, la criatura que la había destruido a ella. No era ya mejor que Powell.
Chey se había visto acosada en muchos momentos de su vida por recuerdos y preguntas. Si había algo que supiera hacer, era soportar el horror. No acabar con él, no ponerle fin, sino únicamente soportarlo. Sabía lo que tenía que hacer. Tenía que concentrarse en su situación inmediata. Tenía que llegar a un lugar seguro.
Echó a andar. Eso la ayudó, ya que desplazarse sobre un terreno tan quebrado exigía cierto grado de concentración. Al abrirse paso entre la densa maleza, consumió las energías mentales de las partes de su cerebro que le decían que se sentara en el suelo y chillase. Por el momento. No tenía brújula, ni mapa. No sabía dónde se encontraba, ni adonde quería ir. No podía regresar a la cabaña de Powell, ¿verdad? El lobo sabía ya quién era. Estaría en guardia y probablemente la atacaría y la mataría en cuanto la viese.
Podía regresar al pequeño lago —si es que lograba desandar el camino—, pero ¿qué encontraría allí? ¿Unos huesos rotos a los que se les había succionado la médula? ¿Las gafas de una pieza de Bobby, sus lentes destrozadas contra las rocas?
Lo más importante era hallar un sitio donde guarecerse. Tenía que refugiarse en un lugar cálido. Necesitaba ropa, aunque sólo fuera para sentirse humana de nuevo. Sabía que no sería fácil encontrarla en el bosque borracho, pero de todas maneras tenía que haber algo.
Sí lo había, y lo encontró por pura casualidad. La única idea que de verdad había tenido era tratar de trepar hasta un terreno elevado para ver mejor el entorno. Al encaramarse por una sinuosa cresta, descubrió un camino abierto por el hombre, uno de los tortuosos senderos de leñadores por los que se movía Dzo. Estaba cubierto de vegetación y de pequeños arbolillos —era evidente que llevaba varios años abandonado—, pero en otro tiempo unas manos humanas lo habían despejado, y eso ya era algo. Se dirigió hacia el sur, hacia el sol, y siguió el camino, sin importarle los rodeos que diera, ni las veces que volviera sobre sí mismo. De vez en cuando trepaba a un árbol para echar una mirada a los alrededores. Gracias a su nueva fuerza, era mucho más fácil que cuando había trepado para escapar del lobo de Powell. Pero desde la copa de los árboles no veía nada, salvo más árboles que crecían en todas direcciones sin orden ni concierto.
El camino parecía alargarse kilómetro tras kilómetro. Al cabo de lo que le parecieron horas enteras, Chey empezó a pensar que había cometido un error, que no haría otra cosa que andar por el camino de leñadores hasta que volviera a transformarse. En el momento de mayor desesperación, se detuvo y miró hacia arriba por última vez. Y allí, entre dos árboles, encontró por fin lo que buscaba. Un pabellón de techo bajo instalado sobre un andamiaje de vigas de metal oxidadas. Una torre... una torre de vigilancia contra incendios. No era gran cosa, pero tenía cuatro paredes y techo. Corrió entre los árboles y subió de dos en dos por los peldaños de la desvencijada escalera.
Chey descubrió en seguida los límites de su nuevo hogar. La torre constaba de una única habitación cuadrada de seis metros de costado. Tenía un techo de madera con una capa de brea por el que se colaba la luz del sol. Las paredes estaban pintadas de un verde desconchado y tenían una especie de postigos a la altura del talle que se podían abrir hacia arriba. Las paredes, el suelo y el techo estaban cubiertos de grafitos en letra de imprenta tallados en la madera con una navaja. Apenas si había nada que fuera legible, o comprensible. Consistían sobre todo en nombres y fechas, probablemente recuerdos que dejaron las personas que habían montado guardia en solitario entre las copas de los árboles para proteger del fuego a sus congéneres. Chey abrió uno de los postigos, aunque dejara entrar una racha de aire gélido y le helara todavía más el cuerpo. Echó una larga mirada al mismo paisaje que debían de haber visto sus predecesores en la torre. El bosque borracho se ondulaba y encrespaba en todas las direcciones cual océano que se hubiese detenido a mitad de una oleada. A lo lejos, divisó unos destellos sobre una superficie de agua, pero no llegó a averiguar si se trataba del mismo lago en el que Bobby había acampado. No vio por ningún lado la cabaña de Powell. No tenía otros puntos de referencia. Aparte de esos dos lugares, el bosque era una palpitante masa unicelular, una entidad sin límites ni forma. Dejó caer el postigo, y el estruendo con el que se cerró la hizo estremecerse.
Junto a una de las paredes había un baúl relativamente grande, pero estaba bien cerrado. Chey tiró de los cierres como si hubiera podido abrirlos con las manos, pero eran de metal, sólidos, y tal vez se hubieran oxidado. Chey respiró hondo. No permitiría siquiera que un misterio tan pequeño quedara sin resolver, si podía evitarlo. Así que empleó todas las fuerzas que le había dado la loba y abrió el baúl por la fuerza; pedazos del cerrojo salieron volando por la sala.
Dentro del baúl había lámparas de queroseno (pero no queroseno), cajas con material para encender fuego, platos y vasos de hojalata, y otros suministros de acampada. Bajo los suministros encontró un jersey viejo con una rasgadura muy larga en una de las mangas, y se lo puso. Era demasiado grande para ella y le llegaba hasta la mitad del muslo. Revolvió el baúl por si había más prendas de vestir, pero no encontró nada. Había libros viejos, pero olían a humedad, y al sacar uno de ellos, Chey se encontró con que la cubierta, efectivamente, estaba húmeda y tenía manchas de moho. Las páginas estaban pegadas como si se hubiera tratado de una única masa de papel.
En el otro extremo de la habitación había una mesa y un par de sillas plegables. Encontró una toma de corriente grande bajo la mesa —tal vez en otro tiempo hubiera servido para enchufar una radio— y una única bombilla que colgaba del techo, pero que ya no tenía electricidad. Al bajar los postigos, la habitación quedaba oscura y opresiva. Si los levantaba, el viento entraba directamente y la calaba hasta los huesos. Chey optó por una solución intermedia: dejó uno de los postigos abierto a medias y se sentó en una silla plegable. Ésta crujió estrepitosamente, aunque Chey no pesaba mucho. Sus tornillos llevaban varios años oxidándose.
Si Chey no se movía, la silla no hacía ningún ruido. La joven probó a recoger las piernas y se quedó sentada en lo que casi parecía la posición del loto. Metió las rodillas debajo del jersey y tiró de éste para que quedaran bien cubiertas.
No tenía ni idea de lo que haría a continuación. Si Bobby y Lester habían muerto, si Powell pretendía matarla en cuanto volviera a verla. .. no podía quedarse allí. Sabía que, para sobrevivir, tendría que marcharse. Pero no podría regresar a pie hasta un lugar civilizado. Y si lo hacía, pondría en peligro a otras personas. ¿Qué haría entonces? ¿Presentarse en un hospital y preguntarles si podían tratarle la licantropía? No tenía curación. Powell se lo había dicho bien claro. Le dijo que había estado buscándola durante un centenar de años.
Se comió a mordiscos las uñas mientras pensaba qué hacer. Entonces, se incorporó de un salto, abrió el baúl y sacó uno de los libros. Se llamaba Sol negro y era de un tal Edward Abbey. No había oído hablar nunca de él, pero tampoco le importaba. Arrancó la cubierta y empezó a separar las páginas una a una. Las alineó meticulosamente en el suelo, de izquierda a derecha, y luego, cuando llegó a la pared opuesta, siguió en dirección transversal. El papel estaba húmedo, pero se deshacía si lo manoseaba demasiado. Tuvo cuidado de no manosearlo. Se le había ocurrido que podía secar las páginas y luego leerlas una tras otra junto al postigo abierto por el que entraba la luz.
Antes de que hubiera tenido tiempo de poner cincuenta páginas a secar, una luz plateada vino y se la llevó consigo.
Despertó, desnuda y agarrotada, tendida sobre el suelo, dentro de la misma torre de vigilancia contra incendios. Aunque la oscuridad era casi total, Chey reconoció la textura de los tablones sobre los que reposaban su mejilla y su vientre.
Al ver que se encontraba en el mismo lugar que antes, se sintió reconfortada. Pero se llevó cierta sorpresa por el hecho de seguir allí. Seguramente, su loba habría querido bajar al bosque para perderse entre los árboles, correr y cazar. Entonces vio la trampilla por la que se salía a la escalera. Se abría fácilmente. De hecho, tenía un muelle, así que bastaba con tirar de una anilla con el dedo para levantarla. Pero, claro, cabía la posibilidad de que una tarea tan fácil para un dedo humano fuera imposible para la zarpa de una loba.
Se puso en pie y levantó uno de los postigos para que entrara la luz de la mañana. Luego se volvió y dio un salto sorprendida.
La loba había trabajado mucho mientras ella no estaba.
Debía de haber enloquecido al darse cuenta de que no podría abrir la trampilla. Las paredes de la pequeña sala estaban cubiertas de arañazos, llenas de marcas que el animal había hecho con las zarpas, cortes en la madera que podían alargarse varios metros y que, en algunos casos, eran lo bastante amplios como para meter un dedo dentro. Los grafitis que habían inscrito los ocupantes humanos de la torre habían desaparecido bajo los cortes. La mesa y las sillas estaban hechas cedazos, mientras que el baúl se había destrozado contra la pared y su contenido se había esparcido por la sala, maltratado y pisoteado. No había quedado nada del libro de Edward Abbey, salvo trocitos de papel que cubrían el suelo cual copos de nieve a medio derretir.
Chey comprendió lo ocurrido, por supuesto. Todos aquellos objetos eran obra del ser humano. Podía ser, incluso, que la loba reconociese en ellos el olor de sus antiguos propietarios. Atrapada y sola, la loba había recurrido a lo único que de verdad comprendía, que era la destrucción.
El olor de la loba impregnaba la pequeña sala. Recordaba al de un perro mojado, pero era más penetrante. Chey abrió todos los postigos y dejó entrar un viento gélido, en un intento por eliminar aquel hedor. Luego se sentó en el suelo, puesto que las sillas estaban inutilizables, rotas, y apoyó la cabeza sobre las manos.
En un primer momento no oyó siquiera el helicóptero, porque estaba totalmente hundida en su propia tristeza. Por otra parte, no era un sonido muy fuerte, ni captaba su atención. Tan sólo un rítmico traqueteo arrastrado por el viento. Cuando se le acercó más, sí levantó los ojos, pero no tenía ni idea de lo que oía. Entonces, la luz que entraba por los postigos cambió, y Chey se levantó de un salto.
En lo alto, sobre las copas de los árboles, tal vez a unos quinientos metros de allí, pasaba el helicóptero de Bobby trazando un largo arco. Se volvió hacia donde estaba ella para poder ver mejor la torre. Chey movió los brazos y gritó, y luego se le ocurrió abrir y cerrar rápidamente los postigos a modo de señal. El helicóptero levantó el morro y se detuvo en el aire, y luego se acercó lentamente. Chey redobló sus esfuerzos, hasta que el piloto le imprimió un balanceo al vehículo para darle a entender que la había visto. Exploró el terreno durante un minuto y luego descendió a un claro que Chey divisaba a lo lejos.
Chey no perdió el tiempo. Corrió escalera abajo y luego por el bosque. Sus pies desnudos le dolían por la frialdad del suelo, por las rocas afiladas y las pinas y las ramas rotas. Tropezaba y daba traspiés, pero corrió igualmente, corrió con todas sus fuerzas hasta el claro.
Cuando llegó, Bobby y Lester la esperaban. No parecía que hubieran sufrido ningún daño.