Bajo la hiedra (11 page)

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Authors: Elspeth Cooper

Tags: #Ciencia ficción, fantástico

BOOK: Bajo la hiedra
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—Eso parece. —Alderan sonrió—. Vamos, no lejos de aquí hay una buena fonda.

La calle discurría a través de otras dos arcadas hacia zonas más antiguas de la ciudad, y la pendiente se volvía cada vez más pronunciada a medida que ascendía por la ladera hacia la amenazadora ciudadela de piedra rojiza. Finalmente, Alderan condujo al caballo a través de una puerta doble que había bajo un balcón enmaderado.

Sombras azuladas trepaban por las murallas del patio, y el olor de los preparativos de la cena inundaba el ambiente de la fonda. El estómago de Gair gruñó para darle a entender que hacía mucho de la última comida. En el interior del espacioso salón, una barra recorría la pared contraria, entre la puerta de la cocina y la escalera, con una fila de toneles chatos tras ella, como cerdos en un comedero. Alderan dio golpes secos en la barra.

—¡Posadero!

Un tipo orondo con delantal blanco salió de la habitación trasera, secándose los brazos con un trapo.

—¿Qué se te ofrece, señor? —preguntó con el rostro iluminado, colgándose el trapo del hombro—. ¿Bebida? ¿Vino? Nos acaba de llegar un espléndido vino blanco de Tylan.

—Busco alojamiento para mí y para mi escudero, y algo de cenar. —Alderan improvisó el tono y se apoyó en el mostrador como si el negocio le perteneciera—. Un comedor privado, si es que tienes algo así.

—Pues claro, mi señor. Un momento, por favor.

El dueño desapareció en el cuarto trasero después de dedicarle una inclinación de cabeza. Regresó acompañado por una camarera.

—Maura te mostrará la habitación, mi señor. Cualquier cosa que te haga falta no tienes más que pedírsela.

Una mirada fría evaluó el aspecto de la camarera de la cofia a los zapatos, demorándose en la silueta que le ocultaba el delantal. La doncella se puso colorada, y Gair arrugó el entrecejo.

—Gracias —dijo el anciano, arrastrando un poco las palabras—. ¿Vamos?

La doncella hizo una honda y torpe reverencia, y encabezó el camino hasta un conjunto de habitaciones situado en la segunda planta, lo bastante apartado del salón para que el ruido no los molestara. Atendió las arrogantes instrucciones de Alderan respecto a la disposición del equipaje, los baños y la cena, en ese orden, y luego se retiró entre reverencias con la mano del anciano en la nalga. En cuanto se hubo cerrado la puerta, Gair se encaró con él.

—¿Siempre tratas así a las mujeres? ¡Ella no es una de tus propiedades!

—Un cazabrujos anda pisándote los talones, ¿recuerdas? Procuro que el dueño se acuerde de mí en lugar de acordarse de ti, y con un poco de suerte nos escurriremos de la ciudad como una anguila —replicó Alderan—. Y ahora tengo que asegurarme de reservar pasaje para ambos. Volveré dentro de un par de horas.

Sin más explicaciones, abandonó la estancia y Gair le oyó bajar la escalera dando fuertes pisotones. Por su parte se dejó caer en un sillón y miró ceñudo el hogar vacío. Estaba perplejo. Sucedía algo y él estaba en el ojo del huracán, pero no tenía la menor idea de qué podía ser. Alderan estaba cubierto de más capas que una cebolla, y, al igual que una cebolla, le arrancaba lágrimas de los ojos si pensaba en ello. Una vez se hubo marchado el anciano, no había nada que hacer salvo esperar y ver si a su regreso estaría dispuesto a responder a sus preguntas.

7

VIEJOS AMIGOS

E
l baño y la cena pasaron como una exhalación sin la presencia de Alderan. Aburrido, Gair rondó por las habitaciones hasta que no pudo soportar el tedio y seguidamente se dirigió a la puerta. Recordó que la doncella había mencionado la existencia de un jardín en lo alto del edificio. Pensó que un soplo de aire fresco le sentaría bien.

Dos tramos de escalera lo llevaron ante una puerta baja que daba al tejado, donde en efecto encontró el jardín. Lo habían allanado para cubrirlo después con baldosas cuadradas de pizarra, sobre las que descansaban macetas y barriles que contenían flores y árboles en miniatura, cuidados con esmero. Algunos bancos dispersos permitían a los parroquianos relajarse. El viento soplaba procedente del río, pero las baldosas conservaban el calor absorbido a lo largo del día, de modo que los clientes estaban en mangas de camisa.

Gair vagabundeó entre las plantas, disfrutando de la fragancia y el color. La terraza tenía vistas a dos terceras partes de la ciudad, y el paisaje revelaba un número sorprendente de otros jardines similares, algunos iluminados incluso con linternas con pantallas de colores. El canto de las golondrinas rasgaba el aire nocturno.

—Encantador, ¿verdad? —dijo una voz a su espalda.

Gair giró sobre sí. Vio a un hombre, con una copa de plata en la mano, tumbado en un banco de madera junto a la pared. Llevaba el cuello desabrochado, y suelto el pelo negro que le caía sobre las hombreras de una camisa de seda color violeta. Levantó la copa a modo de saludo.

—A tu salud —dijo.

—Discúlpame, señor, no creo que nos conozcamos. —Gair se inclinó ante él, formal.

—Tenemos un amigo común en Alderan —dijo el hombre—. Espero que podamos vernos mientras esté en la ciudad.

—No tardará en regresar. Si quieres que le diga algo de tu parte…

—Ah, no tiene importancia. —El hombre sacudió la copa con desenfado—. Pensé que podríamos recordar los viejos tiempos. Tengo algunos negocios en la capital. Todo es muy tedioso, pero sirve para pagar los impuestos.

—Le diré que preguntaste por él. —Gair hizo una pausa, preguntándose cómo había sabido ese tipo dónde encontrar al anciano en toda Mesarilda—. ¿Te alojas en la fonda?

—Ay, no. Hoy tengo citas en otros lugares. Es una lástima, porque el dueño del lugar tiene una buena bodega. Pero dile a Alderan que Savin estuvo aquí. ¿Eres nuevo?

«¿Nuevo? ¿Nuevo en qué?»

—Hace poco que nos conocemos, sí.

—Pareces muy distinto de los críos extraviados que suele acoger. Debo admitir que la mayoría son unos desharrapados, pero tú pareces un gato de buena casa. —Savin señaló con un gesto el banco contiguo—. Siéntate y tómate un vino mientras me hablas de ti.

¿Quién era ese hombre? Por mucho que asegurara conocer a Alderan, su comportamiento resultaba chocante. A Gair le daba la impresión de que era de esa clase de personas que aplastan una abeja en lugar de abrir la ventana para dejarla salir.

—Gracias, señor, pero no.

Savin tomó la botella del suelo y llenó la copa.

—¿Seguro que no te apetece un trago? No muerdo. —Gair siguió donde estaba. La irritación cruzó las inmaculadas facciones de Savin—. Como desees.

Dejó la botella vacía en la baldosa y chascó los dedos. El recipiente desapareció por completo, fue como si el mundo se hubiera abierto y cerrado a su alrededor. Aunque Gair se sobresaltó, no se sintió realmente sorprendido, pues Alderan había mencionado que conocía a otras personas con habilidades similares a la de Gair.

—Desprecio el desorden, ¿tú no? —El hombre se recostó en el brazo del banco con los tobillos cruzados. Tenía las botas negras y relucientes, parecían bastante caras—. Bueno, cuéntame cómo conociste a Alderan.

—Dudo que te interese.

—Soy curioso por naturaleza, y hay muchas cosas que me parecen fascinantes. —Savin saboreó un trago de vino, y seguidamente obsequió a Gair con una sonrisa capaz de desarmar a cualquiera—. Además, creo que disfrutarás de una buena conversación. Tienes que estar mortalmente aburrido después de pasar días con él.

—No es para tanto.

—Pero no puede decirse que sea lo más emocionante del mundo, ¿eh? Alderan puede ser un pajarraco plomizo cuando se lo propone, aunque tiene el corazón en su sitio.

—La verdad es que he tenido bastantes emociones para una larga temporada.

Savin se rascó la ingle. Su proximidad bastaba para ponerle a Gair los pelos de punta.

—¿De veras? Háblame de lo sucedido.

—Tuve un encontronazo con algunos caballeros de la Iglesia.

—Qué emoción. ¿En qué clase de lío te habías metido?

—Era algo muy serio.

—Bueno, me encantaría que me contaras toda la historia, pero, ay, tengo que irme. —Savin apuró de un trago la copa y se levantó—. He disfrutado mucho de nuestra conversación, a pesar de que haya sido algo unilateral. Quizá podamos charlar de nuevo en otro momento.

Le tendió la mano. En uno de los dedos relució un instante un pesado anillo de plata y amatista. Gair le dedicó otra tensa inclinación de cabeza. No tenía un motivo concreto para no querer estar cerca del hombre de la camisa color violeta. La decepción se dibujó en los labios de Savin, que respondió con una inclinación, breve pero educada.

—Tal vez con el tiempo acabes confiando en mí. Hasta entonces, permíteme decirte que te harás un favor si piensas más a fondo en lo que sea que Alderan te cuente, en lugar de creerlo todo a pies juntillas. Ese viejo no es lo que parece. Ahora debo despedirme. Creo que me he quedado más tiempo del debido.

—No olvidaré mencionar a Alderan tu visita.

Ruido de pasos a espaldas de Gair, en las baldosas. Cuando se volvió para mirar, vio a Alderan caminando hacia él entre las macetas. Y cuando se dio la vuelta, Savin había desaparecido.

—Has estado a punto de cruzarte con un amigo tuyo —dijo.

Alderan lo observó como si acabara de asegurarle que el cielo era de color verde.

—¿Perdón?

—Un tipo llamado Savin. Dijo ser amigo tuyo. Bueno, un conocido.

Alderan frunció el ceño.

—¿Y dices que se llama Savin?

—Me contó que había venido para charlar de los viejos tiempos y poneros al día, y que esperaba encontrarte aquí. Le prometí darte el mensaje. —Al anciano se le agrió por completo la expresión—. ¿He hecho algo malo?

En un abrir y cerrar de ojos la expresión de Alderan no pudo adoptar mayor afabilidad.

—No, en absoluto. Es que no esperaba encontrarlo en este lugar. Eso es todo. Vaya, vaya, hace mucho tiempo que no veo a Savin.

—Me pidió que te diera recuerdos.

—Ah, estoy seguro de que eso fue lo que hizo, muchacho. Bueno, ¿me has dejado algo de comida?

Ya en sus habitaciones, Alderan cenó en silencio. Gair percibía que algo no iba bien, pero no supo decir si guardaba relación con la visita de Savin. Vagabundeó por la estancia, comiendo unas uvas e intentando descubrir por qué aquel tipo elegantemente vestido desentonaba tanto en el tranquilo jardín que había en el tejado.

—¿Te dijo Savin algo más? —preguntó de pronto Alderan al apartar la bandeja.

—Mencionó que yo era diferente del resto que habías acogido. ¿Qué quiso decir?

El anciano se limpió los labios con una servilleta.

—No eres el primero que viaja conmigo a las islas Occidentales. Algunos se quedan, otros no. Todos necesitaron pasar una temporada en otro lugar, eso es todo, más o menos como tú. ¿Qué respondiste?

—Nada. No me interesé por sus asuntos. Además, si vino a visitarte, ¿a qué se debe ese interés por mí?

Alderan lanzó una risotada, y arrojó sobre la mesa la servilleta.

—Menudo instinto el tuyo, amigo mío. Savin y yo tenemos un largo historial, pero no me preocupa lo más mínimo, y no quiero pasar la velada bebiendo e intercambiando batallitas con él. No te equivoques, me has hecho un favor. Por cierto, quizá quieras saber que he obtenido pasaje para ambos. Mañana, a primera hora. Nada lujoso, pero bastará para llevarnos allí y cuanto antes lleguemos, mejor. Corren tiempos difíciles y, a juzgar por lo que he oído en la ciudad, las cosas van a peor.

Sacó del bolsillo un papel arrugado que dejó en la mesa. Gair lo desplegó. Fechada cuatro días antes, la octavilla, de papel de baja calidad, amarilleaba ya, pero tenía la letra bien impresa y compuesta. Leyó unas líneas del informe que hablaba de actos de bandolerismo en las marcas arennorianas, y del envío de quinientos hombres de la guarnición de Flota para remediarlos.

—Bandas de ladrones circulan por los caminos, por no mencionar los altercados civiles. El mes pasado, los aprendices organizaron protestas en Yelda. También hay rumores provenientes del desierto. Las octavillas están repletas de noticias así. Según las personas con las que me he entrevistado, tuvimos suerte de evitar a los bandoleros de camino al sur. Las patrullas imperiales las vigilan cada pocos meses, pero eso no los desalienta. Los mercaderes reúnen sus caravanas y contratan mercenarios para protegerlas.

—¿Qué nos impide sumarnos a alguna de esas caravanas?

—Prefiero no esperar dos días a que parta la siguiente que viaja en dirección sur —le contó Alderan—. Además, en invierno los convoyes son lentos como melaza. Prefiero ponerme en marcha y doblar el cuerno de Bregorin antes de las tormentas otoñales. Entre las falúas fondeadas en puerto se dice que hay menos bandidos en las vías marítimas, a pesar de que los hay.

—Eso no es muy tranquilizador.

—Ah, pues yo diría que tú y yo podríamos encargarnos de algunos rufianes armados con cuchillos herrumbrosos, ¿no crees? Después de nuestra riña con la flor y nata de la Iglesia…

A regañadientes, Gair se rindió ante aquella muestra de humor, y sonrió.

—Supongo que sí —admitió—. ¿Cuándo nos hacemos a la mar?

—Al alba, así que mejor será que te acuestes temprano. ¿Me has dejado algo de agua en el baño?

El mercante Rose era un quechemarín de dos palos que transportaba grano río abajo hasta Puertos Blancos. Había espacio a bordo para dos pasajeros, siempre y cuando no les importase dormir en cubierta y echar una mano con el aparejo cuando fuera necesario. No obstante hubo que vender los caballos. Gair se había encariñado con el alazán, al que acariciaba el largo hocico, dándole tirones de orejas, mientras Alderan negociaba un precio con los mozos de cuadra de la fonda. Después se echaron al hombro las alforjas y se dirigieron hacia los muelles. Amanecía.

El patrón del
Rose
era un tipo de aspecto malvado, tuerto y con una pipa de barro pegada a la comisura del labio. Por compañía tenía un perro blanco y negro de raza indefinida, y un gato para espantar a las ratas.

—¿Ratas? —repitió Gair, mirando alrededor de la cubierta recién pintada.

—El barco transporta grano, que atrae a las muy jodidas. —El bronceado patrón produjo un sonido similar a un cloqueo—. Pero no te preocupes. Hace tres días que no veo ni una, y aquí mi viejo
Reuben
está gordo como una bola de manteca.

Acarició el lomo del gato y luego se dirigió con paso lento hacia la timonera, de donde sacó una botella de cuero negro. Tomó un largo trago. Gair reparó en las manchas que tenía en la ropa y en la barbilla rasposa.

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