—¿Es de confianza? —preguntó a Alderan mientras estibaban sus pertenencias en las batayolas.
—¿Skeff? Más o menos. No es la primera vez que viajo con él. Además, es lo mejor que pude encontrar con tan poco tiempo.
—¿Y si nos roban?
—Eso no sucederá. Por lo general los bandidos dejan en paz a Skeff, porque saben que no lleva gran cosa que puedan robarle. Todas sus ganancias se las gasta en bebida.
—Pues esos argumentos no hacen que aumente mi confianza.
Un marinero largó amarras y las arrojó a la cubierta del
Rose
.
Toby
, el perro, ladró emocionado a los chuchos que poblaban las demás embarcaciones, cuando el viento y las aguas cobraron brío. En cuanto navegó a favor de la corriente, el can se situó en proa, como un mascarón, sonriente y jadeante.
Reuben
lo miró con desdén desde el pañol del cabo, con la cola bajo el hocico.
El gato parecía un cazador de ratas competente, puesto que durante la primera noche no le perturbó el sueño ni un chillido. Terminada la ronda nocturna, se sentó en la proa para llevar a cabo sus abluciones matutinas. Era un imponente gato atigrado de pelo color naranja, con unas patas blancas que aseaba con denuedo, por delante y por detrás, antes de fregarse con ellas las orejas. De vez en cuando se detenía a mirar a Gair con sus ojos amarillos entrecerrados, antes de volcar de nuevo toda su atención en su aseo personal.
—El desayuno está servido.
Alderan asomó de los modestos fogones, la cocina de a bordo, situada bajo cubierta, y dejó dos platos sobre la tarima del suelo, junto a Gair, llenos de humeante panceta y pan fresco de la despensa.
—Parece que tendremos otro estupendo día —añadió, señalando con un gesto el cielo despejado. El sol era un disco dorado, y jirones de bruma cubrían el agua que se extendía ante la embarcación. Allí donde penetraba el sol, el rocío centelleaba sobre la hierba que cubría ambas orillas. El ambiente olía a tierra húmeda y campos recién segados—. ¿Has dormido bien?
—Muy bien. —Gair cogió uno de los platos—. Mejor de lo que venía haciéndolo últimamente.
—¿No has tenido pesadillas?
El joven negó con la cabeza. Para ser justos había que admitir que tuvo alguna que otra, pero ninguna que lo despertara cubierto de sudor, tal como le había sucedido las primeras noches una vez dejó atrás la casa materna.
—¿Y la música?
—Sigo sin escucharla.
Alderan sacó de las alforjas un recipiente de barro con especias, que procedió a extender con liberalidad sobre la panceta. Por lo visto tenía un inagotable surtido de condimentos.
—¿Qué me dices de nuestro amiguito? —Acompañó sus palabras con un leve gesto que señalaba hacia el noreste.
—Nada. ¿Crees que hemos logrado despistarlo?
Alderan adoptó una expresión pensativa.
—Tal vez. Quizá no. El tiempo lo dirá. Tú hazme saber si percibes su presencia.
Mientras comía, Gair intentó sobornar a
Reuben
con un trozo de panceta, pero el felino estaba muy ocupado cepillándose la peluda barriga. Sin embargo,
Toby
se le acercó meneando la cola.
—De acuerdo, de acuerdo —rió el joven, arrojándole la panceta.
El perro la devoró sin más, y levantó la mirada a la espera de que le dieran más.
—Lo siento, pero no hay más.
Toby
protestó, así que Gair lo acarició y fue recompensado con entusiastas lametones en la cara. Desde lo alto de un arcón,
Reuben
volvió la mirada antes de hacerse un ovillo y darles de nuevo la espalda.
El tiempo transcurría lentamente en el quechemarín. El calor de finales de verano resultaba agradable, y el borboteo del agua muy tranquilizador. Alderan se estiró, sirviéndose de las alforjas a modo de almohada, y se quedó dormido rápidamente. Gair se volvió intranquilo. En popa el viento refrescó el ambiente, así que fue a sentarse un rato allí, atento a los animales marinos y las aves acuáticas que patrullaban el Gran Río hasta que incluso eso perdió su atractivo. Los ronquidos rítmicos de Alderan le dieron a entender que no podía contar con él para charlar, así que sacó en silencio la espada del equipaje y se la llevó a la popa para practicar un poco.
Era imposible olvidar diez años de disciplina en un centenar de días, pero el cuerpo de Gair no parecía compartir esa opinión. El cuarto de las paredes forradas de hierro había privado a su piel de color, y sus músculos habían perdido tono, pero no tardó en recordar los ejercicios. Descalzo y en calzones, adoptó las posturas y llevó a cabo los movimientos adecuados hasta que le dolieron los hombros y el sudor le resbaló por la parte baja de la espalda.
Hacer de nuevo ejercicio físico era muy agradable. Las pautas de las rutinas de espada poseían una elegancia y un ritmo que las acercaba a la danza, y él conocía bien los pasos, tanto que podía concentrarse en cada movimiento sin preocuparse de qué hacer a continuación. A cada paso cobraba mayor conciencia de cómo respiraba, del modo en que sus músculos se ejercitaban, y así continuó mientras la espada de hoja larga relampagueaba argéntea bajo la luz del sol. No tenía que pensar y, lo más importante, no tenía que recordar.
Cuando su sombra alcanzó el pie del pasamano de estribor, reparó en que Alderan estaba apoyado en el palo macho, observándolo. Terminó la secuencia y reculó un paso hasta juntar los pies, levantando la hoja a modo de saludo. El anciano respondió con un gesto, y después le arrojó una toalla.
A la mañana siguiente, Gair estaba tan dolorido como si lo hubieran molido a palos. Todos y cada uno de sus músculos protestaban tras el menor gesto. De haber llegado a verlo, Selenas se habría reído por lo bajo. No obstante, después del desayuno volvió a la popa con una venda en la mano de la cicatriz, dispuesto a espabilarse haciendo ejercicio.
Descubrieron al poco de zarpar que Skeff se alimentaba únicamente de panceta y brandy barato, además de un poco de pan o judías cuando le apetecía variar. Alderan masculló algo relativo al valor nutritivo, y la noche del segundo día desembarcó para procurarse la rama de un árbol joven que pudiera servirle de caña de pescar. Con la ayuda de un anzuelo y el hilo que llevaba en las alforjas, colgó la caña a popa y largó hilo para ver si picaban los peces. Sus esfuerzos no habían dado un fruto mayor que una trucha, pero no perdía las esperanzas. Cualquier cosa, decía, era preferible a seguir comiendo panceta, a pesar de la ardiente mostaza syfriana.
La tercera jornada a bordo transcurrió más o menos de igual modo que la primera y la segunda. Hacia el atardecer, Alderan acudió con una toalla antes de que Gair terminara sus ejercicios.
—Aún no he acabado —protestó entre jadeos, secándose el sudor del rostro.
—Lo sé. Sigue, sigue practicando. Pensé que debía decirte que no estamos solos.
—¿Qué quieres decir?
Alderan inclinó imperceptiblemente la cabeza en dirección al pasamano de estribor.
—Ahí, debajo de esos árboles. Alguien nos está observando.
Gair contempló la lejana orilla y distinguió una sombra que pasaba entre los árboles y seguía el lento avance del quechemarín.
—Parece un jinete. ¿Un viajero?
—Puede, pero el camino dista tres millas del río, más o menos. Hasta él no hay más que granjas mires donde mires.
—Podría tratarse de un granjero.
—¿Cuántos granjeros conoces que ciñan espada?
—¿Cómo puedes distinguirlo a esta distancia? Como mínimo debe de estar a un cuarto de milla.
—De vez en cuando el sol incide en la empuñadura. Probablemente tenga engarzado un cristal en el puño, tallado como piedra preciosa. Es la clase de cosas que impresionan a bandoleros y gentes de su ralea.
—¿Bandidos?
El anciano se encogió de hombros.
—No tengo ni idea. Pero hace un par de millas que nos sigue, de modo que no nos perjudicará mostrarnos cautos. Voy a avisar a Skeff.
No sucedió nada durante el resto del día y de la noche, y durante el tiempo que pasó el
Rose
amarrado a un árbol nadie los molestó. A la mañana siguiente, Gair volvió a ejercitarse. Tanto Alderan como él echaron de vez en cuando una ojeada a la orilla, pero no volvieron a ver la sombra del jinete.
La noche trajo un chaparrón. Apenas alcanzó a humedecer la cubierta, que se secó con rapidez gracias al viento que soplaba. Gair no tardó en quedarse dormido. Lo despertó la firme presión de un dedo en sus costillas. Al abrir los ojos, vio a Alderan mirándolo desde debajo de la manta, iluminado el rostro por la tenue luz que despedía la luna. El anciano se llevó lentamente un dedo a los labios, y después señaló hacia la orilla que se extendía por el costado de estribor. Sus movimientos eran tan lentos, tan discretos, que podría haberlos hecho alguien en sueños.
Gair movió un poco el cuello con los ojos entornados hacia la orilla, que luego observó. Había hombres moviéndose entre los árboles. Si escuchaba con atención podía oír el tintineo de los arneses, que se imponía al chapaleo del agua del río. Contó las sombras y acabó con ocho dedos extendidos. Alderan asintió lentamente.
Ocho bandidos, probablemente armados, contra dos hombres y un borracho. Y
Toby
. El perro dormía, recostado en el muslo de Gair. Podría ser peor. Aguzó el oído hasta que le alcanzaron los ronquidos que provenían de la timonera, y se preguntó cuán peor podría ser.
Entonces lo sintió. Fue un zumbido discordante que lo barrió como una hoja de ortiga rasca la piel desnuda, sin solidez pero dejando a su paso el hormigueante rastro de la magia. No pudo evitar sobresaltarse. Alderan arrugó el entrecejo. Lo único que Gair pudo hacer fue poner la mano marcada boca arriba, con la esperanza de que el anciano comprendiera el gesto.
Mientras, en la orilla continuaron los movimientos furtivos, seguidos por ruidos de al menos una persona que vadeaba con cuidado el río. Allí no era especialmente profundo; el mercante Rose tenía una manga bastante amplia, pero al igual que muchas embarcaciones fluviales su escaso calado le había permitido fondear apenas quince yardas de la orilla. Gair, concentrado en escuchar el avance de los bandidos, casi ni oyó que Alderan le susurraba que cerrase los ojos.
Segundos después una llamarada sulfurosa trazó un arco desde el tope del palo mayor hasta bañar la cubierta, el río y la orilla boscosa con una intensa luz amarilla. Se tensaron los arcos y las flechas partieron de la aferrada vela mayor y el tejado de la timonera.
Toby
se puso en pie de un salto, aullando furioso.
—¡Ve por Skeff! —voceó Alderan—. ¡Yo intentaré distraerlos!
Gair se arrastró por cubierta, pegado a la protección que le ofrecía la batayola, hasta que llegó a la timonera. Skeff seguía roncando, envuelto en un par de sucias mantas. Gair asió el hombro del patrón y lo sacudió con fuerza. El hombre despertó aturdido, soltando un imponente eructo a la cara de Gair, con la botella de cuero dando tumbos hasta la cubierta con sonoro chapoteo. Entendió la palabra «ataque» la tercera vez que la escuchó, momento en que se despabiló y tanteó bajo el camastro improvisado. Cuando lo vio sacar un arco gastado y una aljaba de flechas, Gair pronunció una breve plegaria; era impensable que el ebrio patrón fuese capaz de efectuar un disparo en condiciones.
—Gracias —dijo, arrebatándole el arma.
Halló cobertura tras la timonera, donde encordó rápidamente el arco. Era una madera de tejo bastante decente, aunque descuidada y, al ser más corto que los arcos a los que estaba acostumbrado, podía tensarlo sin dificultad a pesar del estado en que tenía la mano. Puso una flecha en culatín, dobló la esquina de la timonera y escogió su primer blanco. La bengala cayó con lentitud, e iluminó sorprendentemente bien las siluetas que vadeaban el río procedentes de la orilla. Eran blancos perfectos.
Gair tragó saliva, tirando de la cuerda hasta la altura de la oreja. Nunca había disparado a un ser vivo mayor que una perdiz, y no estaba muy dispuesto a empezar precisamente en ese momento. Apuntó al agua, entre las piernas de uno de los hombres, con intención de asustarlo. Soltó la cuerda. O bien erró el tiro o el asta de la flecha estaba torcida, el caso es que el proyectil se hundió en el muslo de su objetivo. Se desplomó, torpe, tragando agua. Su compañero se volvió para ver qué sucedía, y la siguiente flecha de Gair le rozó la mejilla. El hombre soltó un gañido y se llevó la mano a la cara. Cuando Gair se disponía a poner en culatín otra flecha, un proyectil enemigo arrancó astillas del borde de la timonera, justo frente a él. El joven se había convertido a su vez en blanco de los bandidos.
Otros dos hombres se adentraron en el río, armados con cuchillos largos de hoja centelleante, mientras los heridos retrocedían hacia la orilla. Avanzaron con decisión hacia el obenque del palo mayor. Escondido entre los árboles, Gair vio un rostro lívido, zorruno.
—¡El cazabrujos!
—¿Estás seguro?
Gair apuntó con cuidado y disparó otra flecha hacia el lugar donde lo había visto por última vez. Como el rostro había desaparecido, no podía saber si lo había alcanzado.
—¡Seguro!
Alderan lanzó un juramento.
—¡Tendríamos que ganar andadura! —voceó—. ¡Eso les impedirá abordarnos con facilidad!
Skeff había encontrado un hacha y se dirigía hacia el ancla de popa. Las flechas cayeron a sus pies. Gair dobló de nuevo la esquina de la timonera y volcó su atención en los arqueros que se repartían en la costa. No podía ver gran cosa entre los árboles, pero disparó de todos modos. Tras la segunda flecha se oyó un grito de dolor, lo que confirmó que al menos había alcanzado un blanco. De hecho probablemente lo había matado. Un arco largo leahno de tejo era capaz de atravesar una armadura de placas a doscientos pasos; ése era más corto, medía un pie o menos, pero incluso un arco corto era mortífero a una distancia no superior a las veinticinco yardas. Puso una flecha en culatín y disparó de nuevo. No hubo tiempo de comprobar los resultados.
El patrón había alcanzado el coronamiento de popa, de donde caía el grueso cabo del ancla. En la orilla, otro arquero volcó su atención en Alderan, pero las flechas emplumadas fallaron, enterrando la punta en la batayola del costado opuesto. Gair apuntó al lugar de donde procedía y lanzó tres flechas en rápida sucesión. No hubo respuesta.
En el agua, los tres hombres habían alcanzado el obenque. En proa no habría manera de combatir cuerpo a cuerpo. Gair soltó el arco y echó a correr al lugar donde tenía la espada. Cuando el primer brazo asomó por la batayola, ya la había desenvainado. Descargó un fuerte golpe con la hoja plana y se oyó un crujido de huesos. El hombre cayó de espaldas gritando, pero otros dos asomaron por la batayola. Alderan se reunió con Gair, armado con una recia cabilla de madera de roble, y unos cuantos golpes persuadieron a los demás bandidos de que el
Rose
tenía, tal como indicaba su nombre, espinas. A popa, Skeff finalmente logró cortar el cable del ancla y el quechemarín cayó empujado por la corriente. Alderan corrió hacia las drizas para largar la vela mayor. A su espalda, Skeff les advirtió del bandazo de la cangreja, que en seguida se hinchó al viento, momento en que la remolona embarcación cobró andadura. Una sarta de maldiciones y una flecha perdida los siguieron, pero cuando la bengala se hundió en el agua no se vio ni rastro de los bandidos.