—Ésta es la merced de la diosa, que nos dio para que nosotros sus hijos no desfallezcamos. Disfruta en paz de la certidumbre de su amor. Que así sea.
—Que así sea.
Danilar cubrió de nuevo la bandeja con la servilleta y la devolvió al escritorio. A continuación, tomó asiento en la otra silla situada al hogar de la chimenea, delante de Ansel, con los pies estirados para ver si así combatía el frío.
—¿Ha habido alguna noticia? —preguntó.
El preceptor negó con la cabeza antes de responder:
—Ninguna. A estas alturas ya tendríamos que haberlas recibido. ¿Sigues pensando que hicimos lo correcto?
—Estoy convencido.
—No puedo evitar tener la sensación de haber dejado demasiado en manos del azar —confesó Ansel con un suspiro—. Bueno, ahora ya es tarde. Tarde para todo, exceptuando la fe.
—Y la esperanza.
—Y también la esperanza, sí, aunque es una rama demasiado frágil para que todo penda de ella. Muy, muy frágil. Quebradiza. —Negó de nuevo con la cabeza—. Son tantas las cosas que siempre quise ver, Danilar, y ahora sé que nunca lo haré.
—¿Como por ejemplo?
—Ah, tonterías, cosas triviales que anidan en el alma del hombre durante el transcurso de su vida. —De pronto se le extravió la mirada, que contemplaba paisajes que Danilar tan sólo pudo imaginar—. El solsticio de verano en las islas del Norte, cuando el sol no se pone, sino que cuelga en el firmamento a medianoche como una linterna; la vista que se contempla desde el pico más elevado de las montañas Archen; la sala del trono del palacio del califa en Abu Nidar… ¿Sabías que las paredes tienen cientos de pies de altura y están cubiertas de pan de oro? Cuentan que tiene una copa tallada de un único diamante, y una esposa diferente para cada día del año.
—El califa de Abu Nidar es un bárbaro infiel. —Danilar se cogió las manos bajo las mangas de la túnica.
—Cierto —concedió Ansel—, pero posee fabulosas riquezas. ¿Es cosa mía, Danilar, o también tú crees que los infieles disfrutan más de todo que nosotros?
—Tengo entendido que el califa tiene que emplear guardias y un catador de comidas, y que se pasa los días intentando adivinar cuál de sus primos y sobrinos será el siguiente que intente asesinarlo.
—Creo que podría soportarlo si fuera tan rico como él.
—Ése es un pensamiento peligroso y herético, Ansel.
El preceptor gruñó con amargura.
—Es lo que tiene la edad. En cuanto se te empieza a acabar el tiempo, comienzas a pensar en todas las cosas que tendrías que haber hecho con él.
—¿Pones en duda tu vocación? ¿A estas alturas?
—No seas ridículo. No creo estar retractándome ante las puertas del cielo, ¿o sí? Si volviera a empezar desde el principio, creo que la diosa volvería a hablar a mi corazón y me requeriría para servirla. A veces me pregunto qué habría hecho si no hubiese sucedido así, pero no es más que un juego. Estoy satisfecho.
—Me alegra oírlo —admitió Danilar con una sonrisa—. Todo saldrá bien, Ansel.
—Eso espero. —El preceptor exhaló un suspiro—. Ya es demasiado tarde para hacer cambios. La suerte está echada, y sólo la diosa sabe qué resultados mostrarán los dados cuando dejen de rodar. —Miró el libro que tenía en el regazo y alisó una y otra vez las páginas—. Ahí en mi escritorio hay una carta. ¿Podrías ocuparte de que la entreguen?
—Por supuesto.
—Le espera un largo trecho por recorrer. Tal vez debí enviarla antes, no dejarla para tan tarde, pero no sabía que… —Cerró el libro con un chasquido, y con dedos artríticos asió con fuerza el lomo gastado—. Estoy ciego, Danilar. Tanteo en la oscuridad, sin indicios sobre qué terreno piso, con qué podría tropezar, y temo no estar aquí para ver el desenlace. No saber nada es una tortura. Me gustaría que hubiese un modo de descubrir qué sucederá.
—Sabes que eso es imposible, Ansel —dijo Danilar en voz baja.
—Lo sé. Las visiones y los oráculos son cosa del califa de Abu Nidar y de su caterva. Pese a todo, querría saber.
Ansel cerró los ojos tras recostarse en las almohadas. Movió los labios sin que ningún sonido saliera de ellos, como si rezara pidiendo fuerza y guía. Danilar le observó, pensando en lo frágil que se había vuelto en las últimas semanas. El tiempo invernal se mostraba implacable con él, le entumecía las articulaciones hasta el punto de que cualquier movimiento le causaba terribles punzadas de dolor. Sólo el calor le suponía un poco de alivio. El preceptor debería pasar sus últimos días disfrutando de un clima más benigno. Los suvaeanos mantenían un lugar de retiro en Gimrael, en las colinas de Cristal que se alzaban sobre El Maqqam, donde el intenso calor de la llanura era templado por vientos frescos. Era un lugar tranquilo, mucho más cómodo de lo que tendría que ser la morada de la diosa. Si se trasladara allí, se calmaría el dolor que sentían los ancianos huesos de Ansel, pero Danilar temía que el viaje bastase para acabar con su vida. Era demasiado tarde, tarde para todo, excepto para la fe y la esperanza.
Danilar se acercó al escritorio, donde la carta, en la que no había reparado antes, se encontraba inclinada sobre el tintero. La introdujo bajo la servilleta de la bandeja y llevó la mano al tirador de la puerta. Ansel volvió la cabeza en la almohada. En las sombras que abundaban a la luz de la vela, Danilar no vio nada en su expresión más que el fulgor de sus ojos.
—Te envidio la fuerza y la vocación, Danilar —dijo el anciano en un hilo de voz, tan débil fue que apenas se impuso al susurro del fuego—. La mía se ha desvanecido con el paso de los años. De un tiempo a esta parte, cuando escucho la voz de la diosa en el corazón, apenas la distingo del latido de mi propia mortalidad.
—Tal vez ella esté más cerca de lo que piensas.
—Sí, tal vez. —La silueta de Ansel sufrió un cambio imperceptible que pudo obedecer a una sonrisa—. Buenos días, Danilar.
De regreso a la sacristía, el capellán se quitó la sobrepelliz, que sacudió y colgó del armario, listo para el siguiente servicio. Luego enjuagó y secó con cuidado la plata, que guardó en el píxide tapizado de terciopelo. Sólo cuando hubo terminado sus labores tomó asiento con la carta que había puesto en la bandeja en la mano. El nombre y dirección del destinatario estaban escritos con la fina caligrafía de Ansel. Algo pequeño, pero sólido y bastante pesado, descansaba entre los pliegues. Hubo un tiempo en que se hubiera preguntado qué era; quizá hubiese llegado a preguntar. Pero había aprendido a contener la curiosidad.
Danilar introdujo la carta en el bolsillo de la túnica y salió de la sacristía cerrando la puerta. Más tarde se acercaría a la ciudad, después de la misa nocturna. Había un hombre que vivía cerca de la esclusa en cuya discreción podía confiar. Danilar había recurrido a él antes, y sabía que guardaría silencio. Por ese encargo, por ir tan lejos a esas alturas del año, le pediría una buena suma, puesto que el trayecto de regreso lo realizaría en lo más crudo del invierno. Pero quedaba oro de sobras. De lo que no andaban sobrados era de tiempo.
No tendría que haber ido allí. Por mucho que le pagaran, no era suficiente. Canales hediondos. El pecado palpable en el ambiente, tanto como el calor que dificultaba conciliar el sueño, un calor que no era propio de la estación, ni siquiera tratándose de la meridional Syfria. Tenía que pasar un mes allí, comiendo aquellos alimentos sazonados, recorriendo los garitos y fondas de poca monta del puerto, en busca de un hombre de cuya existencia empezaba a tener serias dudas. No tendría que había ido allí.
Pieter se ajustó de nuevo la máscara. Tenía las lentejuelas pegadas a la cara, y la cinta bifurcada que hacía las veces de lengua de serpiente no dejaba de trabársele en la boca cuando hablaba. Pero la necesitaba. Llevar el rostro descubierto en Puertos Blancos la Noche de los Inocentes eran ganas de buscarse problemas.
Probaría en otra taberna. Un par de vasos de brandy barato y algunas preguntas formuladas con astucia lo habían llevado allí; esperaba que diese frutos. Sólo quedaban dos palomas en la jaula que se había llevado consigo de Dremen.
Miró de nuevo por la esquina. El lugar parecía tranquilo. Ruido de pasos a su espalda, acompañados de una risa ahogada. La voz de un hombre, demasiado ronca para distinguirla, y luego el gemido placentero de una mujer. Pieter volvió la vista. Un tipo recio con tatuajes de estibador y máscara de cuervo estaba sobando a una jovencita delgada con un traje ligero que apenas le llegaba a las rodillas. Mientras los observaba ella se abrió de piernas y deslizó la mano del estibador entre sus muslos. El cuervo la envolvió, luego la empujó contra la pared, intentando bajarse los calzones.
Pieter pestañeó. «¿Esa chica no tiene vergüenza?» La máscara era de las caras, y tenía la piel blanca, suave, propia de alguien de buena cuna. Pero ahí estaba, con unas manos tatuadas sobándole el trasero, fornicando en un callejón a la vista de los juerguistas estridentes que trastabillaban por la calle principal. El estibador gruñó cuando las caderas cogieron velocidad, y la joven se aferró a sus hombros con la cabeza echada hacia atrás y la máscara de polilla colgándole de los dedos al compás.
«¡Qué vergüenza!»
Esa ciudad, esa noche, no era lugar apto para creyentes. Pieter apartó la vista de aquella muestra de descaro en pleno callejón y cruzó la calle hasta la taberna. Había demasiada gente entregada a la bebida y la fornicación, como si sus acciones fuesen pasajeras y pudieran olvidarse a la mañana siguiente, cuando se quitaran la máscara, cuando la vida cotidiana volviera a adueñarse de sus habitaciones nada más salir el sol.
Miró por la ventana de la taberna. Sí, ahí estaba el tipo que buscaba, solo en un rincón, calentando una jarra en la mano, con su perro tendido a los pies, bajo la mesa. Quizá no había desperdiciado la noche.
Pieter franqueó la puerta y se dirigió hacia la barra, donde pidió una botella de brandy. Luego llevó la botella y dos copas hasta la mesa de aquel tipo.
—Perdona que interrumpa, amigo, pero ¿eres tú el patrón del mercante
Rose
?
Skeff levantó la mirada hacia el extraño.
—Sí, el mismo.
—¿Te importa que me siente un momento? —Pieter puso la botella y las copas en mitad de la mesa, antes de arrastrar un taburete de la contigua.
Skeff contempló la botella con atención.
—Claro que no —decidió finalmente.
—Navegas a Mesarilda, ¿verdad? ¿Aceptas pasajeros?
—Puede. Sólo un necio rechazaría la oportunidad de ganarse una moneda.
Pieter sirvió el brandy y empujó una de las copas por la superficie de la mesa.
—Estoy buscando a un amigo mío. Este verano pasó por aquí procedente de Mesarilda. Me preocupa que haya podido sucederle algo. ¿Crees que podrías haberlo visto?
—Puede que sí, puede que no. Los hay que a veces necesitan que los lleven de aquí para allá, y yo no hago preguntas al respecto, siempre y cuando me paguen. —Apuró de dos ruidosos tragos la jarra de cerveza, y luego envolvió con ambas manos la copa de licor, que no bebió. Una luz iluminó la mirada vidriosa—. ¿Dices que eres amigo suyo?
—Mucho me temo que podría haberse metido en un lío. He oído que el río lleva un año infestado de bandidos.
—Sí, ha sido un año difícil. —Finalmente Skeff se llevó el brandy a los labios y tomó un sorbo.
Pieter comprendió que no debía de ser tan bueno como el vino del Anciano, pero el patrón chascó la lengua y se le iluminó la expresión. Pieter dejó su copa intacta.
—Cualquier cosa que puedas contarme me será de utilidad —insistió.
—Acepté pasaje con la pasada pleamar de San Tamas. ¿Qué aspecto tiene ese amigo tuyo?
—Es un tipo alto, leahno. Viaja con su tío. —Pieter sirvió de nuevo a Skeff, y procuró contener la sonrisa cuando el patrón clavó los ojos en el dorado licor cuya altura ascendía en la copa—. Lleva una espada a la espalda.
—Ah, sí. Lo vi. Buen mozo. De los educados. —Skeff levantó la copa, llena a rebosar—. Suerte que estaba a bordo. Los bandidos nos dieron el viaje. Menuda travesía. Ayudó a ahuyentarlos cuando asaltaron el
Rose
.
—Suerte que lo llevabas a bordo, pues. ¿Lo trajiste hasta Puertos Blancos?
—Fue antes de las tormentas. No sé adónde se dirigiría después. No lo mencionó, y yo no soy quién para hacer preguntas.
De modo que la pista moría ahí. Un mes de esperas y pesquisas en aquella horrible ciudad, todo para nada.
—¿No recuerdas nada más al respecto?
Skeff apuró la copa y la dejó en la mesa, jugando con ella entre las manos. Pieter la llenó de nuevo, por si acaso eso contribuía a aflojarle la lengua.
—No de ese viaje. Pero sí he visto antes a su tío. Algunas veces, puede que dos al año. En ocasiones solo, otras no. Me contó una vez que tiene una casa en las islas.
Eso levantó el ánimo de Pieter.
—¿En las islas Occidentales?
—Ajá, eso creo. Dijo que el clima era más adecuado para él. Quizá sepa a dónde fue tu amigo. Desde que cesaron las tormentas hay un barco que lleva a Pencruik.
Por fin recibía buenas noticias. Pieter se puso en pie y deslizó la botella medio vacía hacia Skeff.
—Gracias por tu ayuda, amigo —dijo—. Ten, quédatela como prueba de mi agradecimiento.
Luego se adentró de nuevo en la noche bochornosa. Las islas Occidentales no quedaban lejos, y se había mostrado comedido con el oro que Goran le había dado. Tenía más que suficiente para pagarse el pasaje. Por fin tenía algo de lo que informar.
LA LLEGADA DEL INVIERNO
C
uando faltaban diez días para Atardecer llegó por fin a Penglas el invierno. Una fuerte helada había cubierto de plata el paisaje a lo largo de la noche, y dejado un chal blanco sobre las montañas interiores que a Gair le recordaron Laraig Anor. Tenía el día libre, el primero desde que había dado su palabra al maestro Barin, pero lo pasaba a solas. Aysha no lo había llamado. No estaba seguro de si volvería a hacerlo.
En los últimos días el viento había girado a suroeste y, como consecuencia, habían disfrutado de algo de sol. En cuanto cambiaron las condiciones atmosféricas, ella accedió a sus pensamientos, vibrantes sus colores, apremiantes. «Ven a volar conmigo.» Pero él había dado su palabra, y no podía faltar a ella. Lo estuvo llamando mañana y tarde, exigente, imprecatoria, recurriendo en ocasiones a algún que otro epíteto del desierto que le hizo sonrojarse, pese a ignorar la traducción exacta. A pesar de que ignorarla era como si alguien le retorciera un cuchillo en las entrañas, se ciñó a sus horarios y asistió a todas las clases.