Servaz sonrió cuando concluyó aquella didáctica explicación.
—Para alguien que no sabe nada, está muy bien informada.
Paseó la mirada por la caverna de negra roca tapizada de alambradas y estructuras metálicas sobre las que discurrían haces de cables, rampas de fluorescentes, tubos de aireación y también las enormes máquinas de otra época, los paneles de control, el suelo revestido de cemento…
—Muy bien —dijo—. Subamos. No encontraremos nada aquí.
El cielo se había oscurecido cuando salieron. Los veloces nubarrones que pasaban por encima del helado cráter le conferían de repente un aspecto siniestro. Una violenta ventisca agitaba los copos de nieve. El decorado había adquirido bruscamente una analogía con el crimen: un marco caótico, negro y glacial en el que los desesperados relinchos de un caballo podían confundirse fácilmente con los aullidos del viento.
—Démonos prisa —lo urgió Ziegler—. ¡Está empeorando el tiempo!
Las ráfagas de viento que le maltrataban el rubio cabello ya habían logrado desprenderle unas cuantas mechas del moño.
—Señorita Berg, si he de serle sincero, no comprendo por qué el doctor Wargnier insistió en contratarla. Con todo ese fárrago de psicología clínica, psicología genética, teoría freudiana… Puestos a elegir, yo hubiera preferido la metodología clínica anglosajona.
El doctor Francis Xavier estaba sentado detrás de un gran escritorio. Era un hombrecillo atildado, todavía joven, con una corbata de exuberantes motivos florales visible bajo la bata blanca, cabellos teñidos y extravagantes gafas rojas. Aparte, tenía un ligero acento quebequés.
Diane bajó púdicamente la vista hasta apoyarla en el
Manual de los trastornos mentales
publicado por la Asociación Americana de Psiquiatría, el único libro que había encima del escritorio, con un leve fruncimiento de entrecejo. Aunque no le agradaba el giro que adoptaba la entrevista, aguardó a que el hombrecillo hubiera terminado de poner las cartas sobre la mesa.
—Yo soy psiquiatra, entiéndame. Y… ¿cómo decírselo? No acabo de ver qué interés puede tener usted para nuestro establecimiento. Sin ánimo de ofender…
—Eh… Yo he venido aquí con el objetivo de profundizar y ampliar mi formación, doctor Xavier; el doctor Wargnier debió de decírselo. Por otra parte, su antecesor contrató a una directora adjunta antes de irse y se manifestó de acuerdo con mi ausencia… perdón, con mi presencia aquí. Él expresó su compromiso con la Universidad de Ginebra. Si usted era contrario a mi incorporación, podría habernos informado de ello antes de…
—¿Con el objetivo de profundizar y ampliar su formación? —Xavier frunció un poco los labios—. ¿Dónde se cree que está? ¿En una facultad? Los asesinos que la esperan al fondo de esos pasillos son más monstruosos que las peores criaturas que hayan podido poblar sus pesadillas, señorita Berg. Ellos son nuestra Némesis, nuestro castigo por haber matado a Dios, por haber construido unas sociedades donde el mal se ha convertido en la norma.
Diane encontró algo grandilocuente la última frase, como el resto de la persona del doctor Xavier, por otra parte. No obstante, la manera en que la había pronunciado, con una curiosa mezcla de temor y de voluptuosidad, le causó un escalofrío. Sintió que se le erizaba el vello de la nuca. «Tiene miedo de ellos. Le atormentan por la noche cuando duerme, o quizá los oye gritar desde su habitación».
Observando la artificial tonalidad de su cabello pensó en el personaje de Gustav von Aschenbach de
Muerte en Venecia
, que se tiñe el pelo, las cejas y el bigote para gustar a un efebo que ve en la playa y para burlar la proximidad de la muerte, sin advertir el grado de desesperado patetismo de su tentativa.
—Tengo experiencia en psicología legal. He tenido contacto con más de cien delincuentes sexuales a lo largo de tres años.
—¿Cuántos asesinos?
—Uno.
Tras dedicarle una sonrisita nada afable, el doctor Xavier se inclinó para examinar su dosier.
—Diploma de psicología, licenciatura en psicología clínica por la Universidad de Ginebra —leyó, mientras las gafas rojas le resbalaban por la nariz.
—Trabajé durante cuatro años en una consulta privada de psicoterapia y psicología legal. Efectué diversas labores de peritaje civil y penal para las autoridades judiciales. Consta en mi currículo.
—¿Alguna temporada en establecimientos penitenciarios?
—Un cursillo en el servicio médico de la cárcel de Champ-Dollon para labores de peritaje legal en condición de coexperta y de tratamiento de delincuentes sexuales.
—International Academy of Law and Mental Health, Asociación de Psicólogos-Terapeutas de Ginebra, Sociedad Suiza de Psicología Legal… Bien, bien, bien…
Cuando volvió a posar la mirada en ella, Diane tuvo la desagradable sensación de hallarse frente a un jurado.
—Hay solo un problema: carece totalmente de la experiencia necesaria para este tipo de pacientes, es joven, le queda mucho que aprender. Con su inexperiencia, podría (de manera involuntaria, desde luego) estropear todo lo que tratamos de aplicar aquí. Esos elementos podrían resultar una causa suplementaria de tormento para nuestra clientela.
—¿Qué quiere decir?
—Lo siento mucho, pero quiero que permanezca al margen de nuestros siete internos más peligrosos, los de la unidad A. Y no tengo necesidad de una adjunta, ya dispongo de una enfermera jefe para delegar en ella.
Diane guardó silencio tanto tiempo que al final el hombre enarcó una ceja. Cuando habló, lo hizo con voz pausada y firme.
—Doctor Xavier, yo he venido aquí por ellos. El doctor Wargnier se lo dijo seguramente. Debe de tener en sus archivos la correspondencia que intercambiamos. Las condiciones de nuestro acuerdo son muy claras: el doctor Wargnier no solo me autorizó a entrar en contacto con sus siete internos de la unidad A, sino que me pidió que redactara un informe de peritaje psicológico al final de las entrevistas… En especial en el caso de Julian Hirtmann.
Vio como se ensombrecía el rostro de él hasta perder todo rastro de sonrisa.
—Señorita Berg, ahora ya no es el doctor Wargnier el que dirige este establecimiento, sino yo.
—En ese caso, no tengo nada que hacer aquí. Me pondré en contacto con la administración de su centro, así como con la Universidad de Ginebra y con el doctor Spitzner. He venido de lejos, doctor. Podría haberme ahorrado este desplazamiento inútil.
Se levantó.
—¡Vamos, señorita Berg! —exclamó Xavier, enderezándose y separando las manos—. ¡No nos precipitemos! ¡Siéntese! ¡Siéntese, se lo ruego! Yo no rechazo su presencia aquí. Comprenda bien que no tengo nada contra usted. Estoy seguro de que se esforzará al máximo. Y ¿quién sabe? Cabe la posibilidad de que… un punto de vista… una aportación, digamos… «interdisciplinar» pueda favorecer la comprensión de estos monstruos. Sí, sí, ¿por qué no? Lo único que le pido es que no multiplique los contactos más de lo estrictamente necesario y que respete al pie de la letra el reglamento interior. La tranquilidad de estos centros se asienta en un frágil equilibrio. Aun cuando las medidas de seguridad de aquí sean diez veces más numerosas que en cualquier otro centro psiquiátrico, el más mínimo desorden tendría consecuencias incalculables.
Francis Xavier rodeó su escritorio.
Era todavía más bajo de lo que había creído. Diane medía un metro sesenta y siete y Xavier presentaba la misma estatura… incluidos los tacones. La bata, demasiado grande y de un blanco inmaculado, flotaba en torno a él.
—Venga. Le voy a enseñar algo.
Abrió un armario donde había colgadas varias batas blancas. Tomó una y se la tendió a Diane, que percibió un olor a cerrado y a detergente. La corta silueta la rozó. Entonces apoyó una mano de acicaladas uñas en el brazo de Diane.
—Son personas realmente horripilantes —dijo con suavidad, mirándola a los ojos—. Olvídese de lo que son, olvídese de lo que han hecho. Concéntrese en su trabajo.
Recordó las recomendaciones de Wargnier, escuchadas por teléfono. Eran casi las mismas.
—Ya he tenido contacto con sociópatas —objetó, aunque esa vez le faltó aplomo en la voz.
A través de las gafas rojas, la extraña mirada destelló un instante.
—No como estos, señorita. No como estos.
* * *
Paredes blancas, suelo blanco, fluorescentes blancos… Como la mayoría de los occidentales, Diane asociaba aquel color con la inocencia, con el candor, con la virginidad. En el corazón de toda aquella blancura vivían sin embargo unos monstruosos asesinos.
—En un principio, el blanco era el color de la muerte y del duelo —le soltó Xavier, como si le hubiera leído el pensamiento—. En Oriente, todavía es así. Se trata asimismo de un valor límite… igual que el negro. Y también es el color asociado a los rituales de iniciación. En este momento, usted también vive uno, ¿no es cierto? Pero no fui yo quien eligió la decoración; solo llevo unos meses aquí.
Unas verjas de acero se corrieron delante y detrás de ellos y los cerrojos electrónicos se hundieron en la profundidad de las paredes. La corta figura de Xavier la precedía.
—¿Dónde estamos? —preguntó, contando las cámaras de vigilancia, las puertas, las salidas.
—Abandonamos las dependencias de la administración para entrar en la unidad psiquiátrica propiamente dicha. Es el primer recinto de confinamiento.
Diane miró cómo introducía una tarjeta magnética en una caja pegada a la pared. Tras la lectura, el aparato escupió la tarjeta y se abrió la verja. Al otro lado había un cubículo acristalado, en cuyo interior dos guardianes vestidos de naranja estaban sentados delante de unas pantallas de vigilancia.
—En la actualidad tenemos ochenta y ocho pacientes considerados peligrosos con riesgo de actos de índole agresiva. Nuestra clientela proviene de instituciones penales o de otros establecimientos psiquiátricos de Francia, pero también de Alemania, de Suiza, de España… Se trata de individuos que presentan problemas de salud mental acompañados de delincuencia, violencia y criminalidad, pacientes que se han mostrado demasiado violentos para permanecer en los hospitales que los habían acogido, detenidos cuyas psicosis son demasiado graves para recibir tratamiento en la cárcel o asesinos declarados irresponsables por la justicia. Nuestra clientela exige un personal muy cualificado e instalaciones que garanticen a un tiempo la seguridad de los enfermos, la del personal y la de las visitas. Ahora estamos en el pabellón C. Hay tres niveles de seguridad: moderada, media y elevada. Aquí estamos en una zona de nivel moderado.
Diane daba un respingo cada vez que Xavier hablaba de clientela.
—El Instituto Wargnier da prueba de una capacidad sin parangón en la acogida de pacientes agresivos, peligrosos y violentos. Nuestra práctica se basa en las normas más elevadas y más recientes. En un primer momento, efectuamos una evaluación psiquiátrica y criminológica que conlleva un análisis fantasmático y pletismográfico.
Diane tuvo un sobresalto. El análisis pletismográfico consistía en medir las reacciones de un paciente sometido a estímulos de sonido e imagen ajustados a diferentes tipos de guiones con distintas clases de interacciones, como la visión de una mujer desnuda o de un niño.
—¿Practican tratamientos aversivos con los sujetos que presentan perfiles desviados en el examen pletismográfico?
—En efecto.
—La pletismografía aversiva actualmente suscita muchas reservas —señaló Diane.
—Aquí funciona —respondió con firmeza Xavier.
Notó que se tensaba. Cada vez que le hablaban de tratamiento aversivo, Diane pensaba en
La naranja mecánica
. Este método consistía en asociar a la fantasía desviada, grabada en una cinta o un DVD —visiones de violaciones, de niños desnudos, etc…—, sensaciones muy penosas o incluso dolorosas como un choque electromagnético o una inhalación de amoniaco, por ejemplo, en lugar de las sensaciones agradables que solía procurar dicha fantasía al paciente. Se creía que la repetición sistemática de la experiencia modificaba de manera duradera el comportamiento del paciente. Era, en cierta manera, una especie de condicionamiento pavloviano que se había probado con los culpables de abusos sexuales y pedófilos en algunos países como Canadá.
Xavier toqueteaba el botón de su bolígrafo, que sobresalía del bolsillo de la bata.
—Ya sé que muchos profesionales de este país son escépticos en lo tocante a las medidas terapéuticas conductistas. Esta práctica está inspirada en los países anglosajones y el Instituto Pinel de Montreal, donde trabajé, y da unos excelentes resultados. Pero a sus colegas franceses les cuesta reconocer, cómo no, un método tan empírico venido además de América. Le reprochan no tomar en cuenta nociones tan fundamentales como el inconsciente, el superego, la influencia de las pulsiones en las estrategias de autorrepresión… —Detrás de las gafas, sus ojos observaban a Diane con exasperante indulgencia—. En este país son muchos los que siguen preconizando un enfoque que tome más en cuenta los fundamentos del psicoanálisis, un trabajo de remodelaje de las capas profundas de la personalidad. Eso equivale a ignorar que la ausencia total de culpabilidad y de afectos de los grandes perversos psicópatas llevará dichas tentativas siempre al fracaso. Con esta clase de enfermos, solo funciona una cosa: el «adiestramiento». —Su voz empapó la palabra a la manera de un chorro de agua helada—. Implica una responsabilización del sujeto con respecto a su tratamiento gracias a una gama de recompensas y sanciones. También efectuamos evaluaciones de peligrosidad solicitadas por las autoridades judiciales u hospitalarias —prosiguió, deteniéndose delante de una nueva puerta de cristal Securit.
—¿No es cierto que la mayoría de estudios demuestran el poco valor de esas evaluaciones? —inquirió Diane—. Según algunos, las evaluaciones psiquiátricas de peligrosidad se equivocan en uno de cada dos casos.
—Eso dicen —admitió Xavier—, pero más bien en el sentido de una evaluación excesiva de la peligrosidad que en el contrario. En caso de duda, nosotros proponemos de manera sistemática un mantenimiento de la detención o la prolongación de la hospitalización en nuestro informe de evaluación. Y además —agregó con una sonrisa cargada de una absoluta fatuidad—, esas evaluaciones dan respuesta a una profunda necesidad de nuestras sociedades, señorita Berg. Los tribunales nos piden que resolvamos por ellos un dilema moral que en realidad nadie es capaz de zanjar: ¿cómo tener la certeza de que las medidas adoptadas en relación a un individuo peligroso responden a las necesidades que impone la protección de la sociedad sin atentar contra los derechos fundamentales de dicho individuo? Nadie tiene la respuesta a esa pregunta. Los tribunales fingen creer que los peritajes psiquiátricos son fiables. Con eso no engañan a nadie, claro está, pero esa ficción permite que siga funcionando la maquinaria judicial, sujeta a una perpetua amenaza de saturación, proyectando la ilusoria impresión de que los jueces son personas sabias que toman sus decisiones con conocimiento de causa… cosa que, dicho sea de paso, constituye la mayor de las mentiras sobre las que se fundamentan nuestras sociedades democráticas.