Bajo el hielo (9 page)

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Authors: Bernard Minier

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Bajo el hielo
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Ziegler y Maillard cambiaron una mirada.

—Esperamos la llegada de un psicocriminólogo en los próximos días —respondió Irene Ziegler.

Servaz frunció levemente el entrecejo. «Un psicocriminólogo para un caballo…». Sabía que la gendarmería estaba más adelantada que la policía en ese terreno como en otros, pero aun así se preguntó si no se excedían un poco: ni siquiera la gendarmería debía de movilizar con tanta facilidad a sus expertos. «La influencia de Éric Lombard llega realmente lejos…».

—Tiene suerte de que estemos aquí —ironizó la capitana, sacándolo de sus cavilaciones—. Sin nosotros, habría tenido que recurrir a un experto independiente.

Optó por callar, porque sabía adónde quería ir a parar ella. Al no formar a sus propios peritos, tal como hacía la gendarmería, la policía debía recurrir a menudo a expertos externos, a psicólogos que no siempre eran competentes para ese tipo de labores.

—De todas maneras, solo se trata de un caballo —respondió sin convicción.

La miró. Irene Ziegler ya no sonreía. Con considerables dosis de tensión e inquietud palpables en la cara, ella le dirigió una mirada cargada de interrogantes. «Ya no se toma este caso ni remotamente a la ligera», pensó. En su interior también estaba germinando la idea de que detrás de aquel macabro acto podía haber algo mucho más grave.

5

—¿Ha leído
La máquina del tiempo
?

Caminaban por uno de los solitarios pasillos. El ruido de sus pasos llenaba los oídos de Diane, sobre el telón de fondo del parloteo del psiquiatra.

—No —respondió ella.

—A H.G. Wells, que era socialista, le preocupaban las cuestiones del progreso tecnológico, la justicia social y la lucha de clases. Fue el primero en tratar temas como las manipulaciones genéticas con
La isla del doctor Moreau
o los desvaríos de la ciencia con
El hombre invisible
. En
La máquina del tiempo
imaginó que su narrador viaja al futuro. Allí descubre que Inglaterra se ha convertido en una especie de paraíso terrenal donde vive un pueblo pacífico y despreocupado, los eloi. —Sin dejar de mirarla, introdujo la tarjeta en un nuevo dispositivo—. Los eloi son los descendientes de los estratos privilegiados de la sociedad burguesa. En el transcurso de los miles de años anteriores, han alcanzado un grado tal de confort y estabilidad que su inteligencia se ha debilitado, hasta tal punto que presentan un cociente intelectual de niños de cinco años. Al no haber tenido necesidad de realizar ningún esfuerzo durante siglos, se cansan con suma facilidad. Son unos bonitos seres agradables y alegres pero también aquejados de una horripilante indiferencia: cuando uno de ellos se ahoga delante de los demás, ninguno acude a socorrerlo.

Diane lo escuchaba a medias. Con el resto de la atención intentaba captar algún signo de vida, de humanidad… y orientarse en aquel laberinto.

—Cuando llega la noche, el narrador descubre otra realidad, aún más terrorífica: los eloi no están solos. Bajo tierra vive una segunda raza, temible y repugnante, los morlock. Son ellos los descendientes del proletariado. Poco a poco, a causa de la codicia de sus amos, se alejaron de las clases superiores hasta llegar a convertirse en una raza distinta, fea en igual medida que la otra es hermosa, relegada al fondo de galerías y pozos. Han perdido la costumbre de la luz y solo salen de sus madrigueras después de anochecer. Por eso, no bien se pone el sol, los eloi huyen de su idílico campo para agruparse en sus ruinosos palacios porque, para sobrevivir, los morlock se han vuelto caníbales…

A Diane comenzaba a exasperarla el parloteo del psiquiatra. ¿Adónde querría ir a parar? Estaba claro que a aquel hombre le encantaba escucharse a sí mismo.

—¿No es esa una descripción bastante precisa de nuestras sociedades, señorita Berg? Por un lado los eloi, cuya inteligencia y voluntad se han debilitado con el bienestar y la ausencia de peligro al tiempo que aumentaba su indiferencia y egoísmo. Por el otro, unos predadores que les recuerdan la vieja lección: la del miedo. Usted y yo somos eloi, señorita Berg… y nuestros internos son morlock.

—¿No es una visión un poco simplista?

—¿Sabe cuál era la moraleja de la historia? —prosiguió, sin hacerse eco de la observación—. Porque hay una moraleja, claro. Wells consideraba que la merma de la inteligencia es una consecuencia natural de la desaparición del peligro, que un animal en perfecta armonía con su medio no pasa de ser un puro mecanismo. La naturaleza solo recurre a la inteligencia cuando la costumbre y el instinto no bastan. La inteligencia únicamente se desarrolla donde hay cambio… y donde hay peligro.

La miró detenidamente, con una amplia sonrisa en la cara.

—¿Y si hablásemos del personal? —propuso ella—. No nos hemos cruzado con casi nadie hasta ahora. ¿Todo está automatizado?

—Tenemos una plantilla de unos treinta auxiliares, además de seis enfermeros, un médico, un sexólogo, un jefe de cocina, siete pinches de cocina y nueve agentes de mantenimiento… todos a media jornada, desde luego, dada la presión de las reducciones presupuestarias, con excepción de tres auxiliares de noche, la enfermera jefe, el cocinero… y yo. Por la noche somos seis, pues, los que dormimos aquí, además de los guardianes, que espero que no duerman. —Soltó una risita breve y seca—. Con usted seremos siete —concluyó con una sonrisa.

—¿Seis para… ochenta y ocho pacientes?

«¿Cuántos guardianes?», se planteó enseguida. Al pensar en aquel inmenso edificio donde se ausentaban de noche los empleados, con ochenta y ocho peligrosos psicóticos encerrados al fondo de sus desiertos pasillos, le dio un escalofrío.

Xavier pareció advertir su desazón. Su sonrisa se ensanchó al tiempo que la envolvía con una mirada negra y brillante como un charco de petróleo.

—Ya se lo he dicho: los sistemas de seguridad no son solo numerosos, sino excesivos. En el Instituto Wargnier no se ha dado ninguna fuga ni ningún incidente notable desde su creación.

—¿Qué clase de medicamentos utilizan?

—El uso de sustancias antiobsesivas se ha demostrado más eficaz que el de las sustancias clásicas, como ya sabe. Nuestro tratamiento consiste en asociar una medicación con base hormonal, tipo LHARH, a una terapia farmacológica de antidepresivos SSRL. Este tratamiento incide directamente en la producción de hormonas relacionadas con la actividad sexual y disminuye los trastornos obsesivos. Pero es, desde luego, totalmente ineficaz en el caso de nuestros siete internos de la unidad A…

Acababan de salir a un gran vestíbulo, de donde partía una escalera calada entre cuyos peldaños se veía una pared de piedra bruta. Diane supuso que se trataba de las formidables murallas que había contemplado al llegar, interrumpidas por hileras de pequeñas ventanas como las de una cárcel. Los muros de piedra, la escalera de hormigón, el suelo de cemento: Diane se preguntó qué finalidad había tenido originariamente aquel edificio. Un ventanal se abría a las montañas que iba engullendo lentamente la noche, y le sorprendió la precoz oscuridad que advirtió tras el cristal; no había tenido conciencia del paso del tiempo. De improviso, una silenciosa sombra apareció cerca de ella… y Diane ahogó una exclamación de sorpresa.

—Señorita Berg, le presento a nuestra enfermera jefe, Élisabeth Ferney. ¿Cómo están nuestros «campeones» esta noche, Lisa?

—Están un poco nerviosos. No sé cómo, pero ya están enterados de lo de la central.

La voz era fría, autoritaria. La enfermera jefe era una mujer alta, de unos cuarenta años, de facciones un poco severas aunque no desagradables. Tenía el pelo castaño, un aire de superioridad y una mirada directa pero a la defensiva. Al oír la última frase, Diane se acordó del control policial de la carretera.

—Al venir me han parado los gendarmes —dijo—. ¿Qué ha ocurrido?

Xavier no se tomó siquiera la molestia de responder. De repente parecía como si Diane se hubiera convertido en material despreciable. Lisa Ferney enfocó en ella sus ojos castaños antes de mirar al psiquiatra.

—¿No querrá llevarla a la unidad A, al menos esta noche?

—La señorita Berg es nuestra nueva… psicóloga, Lisa. Se va a quedar una buena temporada, y tendrá acceso a todo.

La enfermera demoró de nuevo la mirada en ella.

—En ese caso, supongo que vamos a tener ocasión de vernos a menudo —comentó, subiendo los peldaños.

La escalera de cemento conducía a otra puerta, situada en lo alto del edificio. Esta no era acristalada, sino de un grueso acero interrumpido por una ventanilla rectangular. A través de ella, Diane vio otra idéntica: un compartimento estanco como los que había en los submarinos o en los sótanos de los bancos. Por encima del marco de acero, una cámara los filmaba.

—Buenas tardes, Lucas —saludó Xavier, levantando la cabeza hacia el objetivo—. ¿Nos abres?

Una lámpara de dos diodos pasó del rojo al verde y luego Xavier tiró de la pesada puerta blindada. Una vez dentro, aguardaron en silencio a que se volviera a cerrar. En aquel espacio confinado Diane percibió, dominando el olor mineral y metálico, el perfume de la enfermera jefe que permanecía de pie a su lado. De repente, a través de la segunda puerta, un largo alarido la hizo estremecer. El grito tardó en apagarse.

—Con los siete internos de la unidad A —dijo Xavier sin dar señales de haberse percatado del grito—, practicamos, como ya le he dicho, una terapia aversiva de clase especial, una suerte de «adiestramiento». —Era la segunda vez que empleaba aquella palabra que, de nuevo, dejó rígida a Diane—. Lo repito, esos individuos son unos sociópatas puros, sin remordimientos, sin empatía, sin esperanza de curación. Aparte de ese adiestramiento, nos limitamos a una terapia mínima, como controlar regularmente el nivel de serotonina; si es demasiado bajo se asocia con impulsividad y violencia. Por lo demás, se trata de no darles nunca oportunidad de perjudicar. Esos monstruos no tienen miedo de nada. Saben que no van a salir libres jamás: ninguna amenaza ni autoridad les afecta.

Cuando sonó la señal, Xavier posó los acicalados dedos en la segunda puerta blindada.

—Bienvenida al infierno, señorita Berg. Pero no esta noche. No, esta noche no. Lisa tiene razón. Esta noche entraré solo. Lisa la acompañará.

* * *

Servaz clavó la mirada en el segundo vigilante.

—¿Entonces, no oíste nada?

—No.

—¿A causa de la televisión?

—O de la radio —respondió el hombre—. Cuando no vemos la tele escuchamos la radio.

—¿A todo volumen?

—Bastante fuerte, sí.

—¿Y qué visteis o escuchasteis anoche?

Aquella vez fue el vigilante el que suspiró. Entre los gendarmes y aquel policía, era la tercera vez que repetía la versión de los hechos.

—Un partido de fútbol. Marsella contra el Atlético de Madrid.

—Y después del partido, pusisteis un DVD, ¿no?

—Eso es.

La luz del fluorescente le hacía brillar el cráneo. El pelo, cortado al rape, dejaba visible una gran cicatriz. En cuanto entró en la habitación Servaz decidió de modo instintivo recurrir al tuteo. Con esa clase de individuo había que penetrar de entrada en su espacio vital, hacerle sentir quién mandaba.

—¿Y cuál era la película?

—Una de terror… de serie B:
Los ojos de la noche
.

—¿Cómo era el sonido?

—Fuerte, ya se lo he dicho.

Las largas pausas de Servaz ponían incómodo al vigilante, que se sintió obligado a dar una explicación.

—Mi compañero es un poco sordo. Y además, aquí estamos completamente solos, así que no hay necesidad de tener cuidado.

Servaz asintió con aire comprensivo. Las respuestas eran casi idénticas, palabra por palabra, de las de su compañero.

—¿Cuánto dura un partido de fútbol?

El guardia lo miró como si viniera de otro planeta.

—Cuarenta y cinco minutos multiplicado por dos… más el medio tiempo y las interrupciones del juego… Dos horas, más o menos.

—¿Y la película?

—No sé… Una hora y media, dos horas.

—¿A qué hora empezó el partido?

—Era la Champions League… a las nueve menos cuarto.

—Ajá… Con lo cual nos plantamos a eso de las doce y media. Después, ¿hicisteis una ronda?

El vigilante abatió la cabeza, avergonzado.

—No.

—¿Por qué?

—Pusimos otra película.

Servaz se inclinó y atisbó su reflejo en el vidrio. Fuera era noche cerrada. La temperatura debía de haber bajado varios grados bajo cero.

—¿Otra película de terror?

—No…

—¿De qué, pues?

—Una porno…

Servaz enarcó una ceja y le dirigió su sonrisa de conejo, cruel y depravada. En un instante había adoptado la apariencia de un personaje de dibujos animados.

—Hum, comprendo… ¿Hasta qué hora?

—No sé. Las dos, más o menos.

—¡Caramba! ¿Y después?

—¿Después qué?

—¿Hicisteis una ronda?

Aquella vez el vigilante abatió por completo los hombros.

—No.

—¿Otra película?

—No, fuimos a dormir.

—¿No se supone que tenéis que hacer rondas?

—Sí.

—¿Con qué frecuencia?

—Cada dos o tres horas.

—Y anoche no hicisteis ni una, ¿me equivoco?

El vigilante tenía la vista prendida de la punta de los zapatos, como si estuviera absorto en la contemplación de una mancha.

—No…

—No he oído bien.

—¡No!

—¿Por qué?

En aquella ocasión el hombre levantó la cabeza.

—A ver ¿quién… quién habría tenido la ocurrencia de subir aquí en pleno invierno? Nunca hay nadie, esto es un desierto… ¿De qué iba a servir que hiciéramos las rondas?

—Pero para eso os pagan, ¿no? ¿Y las pintadas de las paredes?

—Unos jóvenes suben a veces aquí… pero solo cuando hace bueno.

Servaz se inclinó un poco más, hasta tener la cara a tan solo unos centímetros de la del guardián.

—Entonces, si hubiera subido un coche durante la película, ¿no lo habríais oído?

—No.

—¿Y el teleférico?

El vigilante dudó una fracción de segundo, lo que no dejó de percibir Servaz.

—Lo mismo.

—¿Estás seguro?

—Eh… Sí.

—¿Y las vibraciones?

—¿Qué vibraciones?

—El teleférico produce vibraciones. Yo las he notado. ¿No las notasteis anoche?

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