SALIDA N.º 17, MONTRÉJEAU / ESPAÑA, 1.000 M.
Diane había pasado la noche en Toulouse, en una minúscula habitación de hotel barato provista de un cuarto de baño prefabricado de plástico y un minitelevisor. Durante la noche la habían despertado una serie de alaridos. Con el corazón desbocado, se sentó alerta en la cama, pero el hotel estaba totalmente silencioso y creyó que había soñado, hasta que los alaridos volvieron a sonar con más fuerza que antes. El corazón le dio un vuelco. Luego comprendió que se trataba de unos gatos que se peleaban debajo de su ventana. Después de aquello le costó volverse a dormir. Hacía tan solo un día se encontraba en Ginebra, celebrando su partida en compañía de colegas y amigos. Había estado observando la decoración de su habitación de la facultad, preguntándose cómo sería la próxima.
En el parking del hotel, mientras desbloqueaba el cierre del Lancia en medio de la nieve fundida que caía sobre la carrocería, había tornado de repente conciencia de que dejaba atrás su juventud. Lo sabía: al cabo de un par de semanas habría olvidado su vida de antes. Y dentro de unos meses habría experimentado un profundo cambio. No podía ser de otro modo, en vista del lugar que iba a constituir el marco de su existencia durante los doce meses siguientes. «Sigue siendo tú misma», le había aconsejado su padre. Mientras se alejaba de la pequeña área para dirigirse a la ya congestionada autopista, se preguntó si aquellos cambios serían positivos. Pensando en lo que alguien dijo —que ciertas adaptaciones son amputaciones—, deseó que no fuera así en su caso.
No paraba de pensar en el Instituto.
En las personas que estaban encerradas allí…
El día anterior, de la mañana a la noche, la habían acosado los mismos pensamientos: «No voy a poder. No voy a estar a la altura. Aunque me haya preparado y sea la más cualificada para este puesto, no sé ni remotamente lo que me espera. Esa gente va a leer dentro de mí como en un libro abierto».
Pensaba en ellos como personas, como hombres… no como monstruos.
Eso era lo que eran, sin embargo: individuos auténticamente monstruosos, unos seres tan distantes de ella, de sus padres y de cuantos conocía como un tigre de un gato.
Unos tigres…
Así había que verlos: como seres imprevisibles, peligrosos, capaces de una crueldad inconcebible. Unos tigres encerrados en la montaña…
En el peaje se dio cuenta de que, absorta en sus pensamientos, había olvidado dónde había puesto el tíquet. La empleada la miró con aire severo mientras Diane buscaba febrilmente en la guantera y después en el bolso. No era necesaria tanta prisa, sin embargo: no había nadie a la vista.
En la rotonda siguiente tomó la dirección de España y de las montañas. Al cabo de unos kilómetros, el llano se interrumpió de manera brutal. Los primeros contrafuertes del Prepirineo surgieron del suelo y la carretera quedó circundada por boscosos cerros redondeados que no tenían, con todo, nada que ver con las altas cimas aserradas que divisaba al fondo. El tiempo cambió también: los copos de nieve se volvieron más densos.
Al doblar una curva, ante la carretera apareció bruscamente un panorama de blancas praderas, de ríos y bosques. Diane descubrió una catedral gótica encumbrada sobre una loma, junto a un pueblo. A través del vaivén del limpiaparabrisas, el paisaje comenzó a parecerse a un antiguo grabado al aguafuerte.
—Los Pirineos no son como Suiza —le había advertido Spitzner.
En el borde de la carretera, los montículos de nieve ganaban altura.
* * *
Antes de ver el cordón policial, Diane distinguió las luces giratorias a través de los copos de nieve, cada vez más densos. Los gendarmes agitaban sus bastones luminosos, y advirtió que iban armados. En la nieve sucia del arcén, al pie de los grandes abetos, habían aparcado un furgón y dos motos. Cuando bajó la ventanilla, unos algodonosos copos le mojaron al instante la cara.
—La documentación, por favor, señorita.
Se inclinó para cogerla en la guantera y percibió la retahíla de mensajes que crepitaban en las radios, combinados con el rápido ritmo del limpiaparabrisas y el ruido acusador de su tubo de escape. Una fría humedad le envolvió el rostro.
—¿Es periodista?
—Psicóloga. Voy al Instituto Wargnier.
El gendarme la examinó, encorvado sobre la ventanilla abierta. Era un individuo rubio y alto, que debía de medir poco menos de metro noventa. Detrás de la tela sonora tejida por las radios, captó el rugido del río llegado desde el bosque.
—¿Qué ha venido a hacer aquí? Suiza no queda precisamente cerca.
—El Instituto es un hospital psiquiátrico y yo soy psicóloga. ¿Ve la relación?
—De acuerdo. Puede irse —dijo, devolviéndole los papeles.
Mientras arrancaba, Diane se preguntó si la policía francesa controlaba siempre de esa manera a los conductores o si habría ocurrido algo. La carretera describía varias curvas siguiendo los meandros del río (el «torrente», según la guía) que discurría entre los árboles. Después el bosque desapareció, cediendo paso a un llano que debía de tener unos cinco kilómetros de ancho, una larga avenida recta bordeada de campings desiertos cuyas banderas ondeaban tristemente movidas por el viento, estaciones de servicio, bonitas casas con aire de chalets alpinos, un desfile de carteles publicitarios que pregonaban los méritos de las estaciones de esquí de la zona…
Al fondo, Saint-Martin-de-Comminges, 20.863 habitantes… al menos eso decía el letrero pintado con vivos colores. Por encima de la ciudad, unas nubes grises tapaban las cumbres, traspasadas aquí y allá por resplandores que esculpían la arista de una cima o el perfil de un collado a la manera de unos haces de faro. En la primera rotonda, Diane abandonó la dirección «centro urbano» para adentrarse por una pequeña calle de la derecha, detrás de un edificio que desde su gran escaparate proclamaba en letras de fluorescente: DEPORTE & NATURALEZA. En las calles había bastantes peatones y numerosos vehículos aparcados. «No es un sitio muy divertido para una joven». Las palabras de Spitzner le volvieron al recuerdo mientras circulaba por las calles con la familiar y tranquilizadora compañía del ruido del limpiaparabrisas.
La carretera se elevó. Entonces percibió un momento los techos apiñados en la parte baja de la pendiente. En el suelo, la nieve se transformaba en un negruzco barro que salpicaba el suelo del coche. «¿Seguro que quieres ir allá, Diane? No tiene mucho que ver con Champ-Dollon». Ese era el nombre de la cárcel suiza donde había realizado trabajos de peritaje legal y de seguimiento de delincuentes sexuales después de terminar la carrera de psicología. Allí se había encontrado con violadores en serie, pedófilos y casos de maltratos sexuales intrafamiliares —un eufemismo administrativo para las violaciones incestuosas—. También había tenido que practicar peritajes de credibilidad, en condición de coexperta, a menores que aseguraban ser víctimas de abusos sexuales… y había descubierto, horrorizada, hasta qué punto aquella clase de diagnóstico podía verse sesgado por los presupuestos ideológicos y morales del experto, a menudo en detrimento de la objetividad.
—Cuentan cosas bastante raras sobre el Instituto Wargnier —había comentado Spitzner.
—Hablé por teléfono con el doctor Wargnier y me causó muy buena impresión.
—Es muy bueno —reconoció Spitzner.
Sabía, no obstante, que no sería él quien la recibiría, sino su sucesor, el doctor Xavier, un canadiense que antes había trabajado en el Instituto Pinel de Montreal. Wargnier se había jubilado seis meses atrás. Había sido él quien había examinado la candidatura de Diane y la había evaluado de manera positiva antes de abandonar sus funciones. También había sido él quien la había prevenido de las dificultades de su tarea en el transcurso de sus numerosas conversaciones telefónicas.
—No es un sitio fácil para una mujer joven, doctora Berg. No me refiero solo al Instituto, sino también a la zona. Este valle, Saint-Martin… Son los Pirineos, la parte de Comminges. Los inviernos son largos y las distracciones escasas. A menos que le gusten los deportes de invierno, claro está.
—Yo soy suiza, no lo olvide —le había respondido ella con humor.
—En ese caso, le voy a dar un consejo, y es que no se deje absorber demasiado por el trabajo, que se cree espacios de libertad y pase su tiempo libre en el exterior. Es un sitio que puede acabar resultando… perturbador, a la larga.
—Procuraré recordarlo.
—Otra cosa: yo no tendré el placer de recibirla. Será mi sucesor, el doctor Xavier, de Montreal, quien se encargue. Es un médico que tiene muy buena reputación. Llegará la semana próxima. Es muy entusiasta. Como ya sabe, allá en Quebec están un poco más avanzados que nosotros en el tratamiento de pacientes agresivos. Me parece que le resultará interesante confrontar sus puntos de vista.
—Yo también lo creo así.
—De todas maneras, hace tiempo que se necesitaba un adjunto en la dirección de este establecimiento. No delegué lo suficiente.
Diane volvía a circular de nuevo bajo las copas de los árboles. La carretera no había parado de elevarse para después hundirse en un estrecho y frondoso valle que parecía encerrado en una deletérea intimidad. Había entreabierto la ventanilla y un penetrante perfume de hojas, musgo, agujas de pino y nieve mojada le cosquilleaba la nariz. El ruido del torrente próximo ahogaba casi el del motor.
—Un lugar solitario —comentó en voz alta para infundirse ánimos.
En aquella mañana gris conducía con prudencia. Los faros arañaban los troncos de los abetos y de las hayas. Una línea eléctrica seguía el trazado de la carretera; las ramas se apoyaban en ella como si no tuvieran ya fuerzas para sostenerse por sí solas. De vez en cuando, el bosque se retiraba delante de unos graneros cerrados, probablemente abandonados, con tejados de pizarra recubierta de musgo.
Un poco más lejos vio unos edificios que reaparecieron después de la curva. Eran varias construcciones de cemento y madera adosadas al bosque, provistas de grandes ventanales en la planta baja. De la carretera partía un camino que, tras franquear el torrente a través de un puente metálico, atravesaba una pradera nevada hasta llegar a ellos. Su ruinosa apariencia indicaba a las claras que estaban desiertos. Sin saber por qué, aquellos edificios vacíos, perdidos en el fondo de ese valle, le produjeron un escalofrío.
CASA DE COLONIAS LOS REBECOS
El cartel se iba oxidando en la entrada del camino. Todavía no se veía ni rastro del Instituto, y tampoco el más mínimo letrero. Era evidente que el Instituto Wargnier no buscaba hacerse publicidad. Diane comenzó a dudar si no se habría equivocado. El mapa del Instituto Geográfico Nacional a escala 1/25.000 estaba desplegado a su lado, en el asiento del acompañante. Al cabo de un kilómetro y una decena de curvas más advirtió un área de estacionamiento bordeada de un parapeto de piedra. Redujo velocidad y giró bruscamente. El Lancia salió renqueando sobre los baches, levantando nuevos chorros de fango. Luego cogió el mapa y se bajó. La humedad la envolvió al instante como una sábana húmeda y helada.
Desplegó el mapa pese a que aún nevaba. Los edificios de la casa de colonias que acababa de dejar atrás estaban indicados con tres pequeños rectángulos. Recorrió con la mirada la distancia aproximada que había cubierto, siguiendo el sinuoso trazado de la carretera comarcal. Un poco más lejos había representados dos triángulos: se juntaban en forma de T y —aun cuando no hubiera ningún indicio sobre la naturaleza de los edificios— no podía tratarse de otra cosa, puesto que la carretera acababa allí y no había ningún otro símbolo en el mapa.
Estaba muy cerca…
Se volvió, anduvo hasta el murete y… los vio.
Siguiendo el río, más arriba en la otra orilla, había dos largos edificios de piedra tallada. Pese a la distancia, adivinó sus dimensiones. Una arquitectura de gigantes, la misma clase de construcciones ciclópeas que se encontraban con frecuencia en la montaña, tanto en las centrales como en las presas y los hoteles del siglo anterior. Aquellas eran eso exactamente: el antro del cíclope, con la diferencia de que en el fondo de aquella caverna no había un Polifemo… sino varios.
Diane no se dejaba impresionar fácilmente. Había viajado a lugares desaconsejados para los turistas, practicaba desde la adolescencia deportes que comportaban una dosis de riesgo; desde niña, siempre había sido valiente. No obstante, aquella imagen tenía algo que le produjo un nudo en el estómago. No era una cuestión de riesgo físico, no. Era otra cosa… El salto a lo desconocido.
Sacó el teléfono móvil y marcó un número. Ignoraba si había una antena por la zona que garantizase la cobertura, pero al cabo de tres pitidos le respondió una voz familiar.
—Spitzner.
Sintió un alivio instantáneo. Aquella voz cálida, firme y tranquila siempre había tenido la virtud de tranquilizarla, de disipar sus dudas. Era Pierre Spitzner, su mentor en la facultad, quien había despertado su interés por la psicología legal. El curso intensivo SÓCRATES sobre los derechos del niño, que había dado bajo los auspicios de la red interuniversitaria europea Children's Rights, fue lo que la acercó a aquel hombre discreto y seductor, buen marido y padre de siete hijos. El ilustre psicólogo la había acogido bajo su protección en el seno de la facultad de psicología y de ciencias de la educación; había permitido que la crisálida se transformara en mariposa… aunque aquella imagen habría resultado sin duda demasiado convencional para el exigente intelecto de Spitzner.
—Soy Diane. ¿No te molesto?
—Por supuesto que no. ¿Cómo va?
—Aún no he llegado… Estoy en la carretera… Veo el Instituto desde donde estoy.
—¿Pasa algo?
Condenado Pierre… incluso por teléfono era capaz de distinguir la más mínima inflexión de voz.
—No, todo va bien. Es solo que… han querido aislar a esos individuos del mundo exterior. Los han metido en el sitio más siniestro y recóndito que han podido encontrar. Este valle me pone la carne de gallina…
Al instante lamentó haber dicho aquello. Se comportaba como una adolescente que debe desenvolverse sola por primera vez… o como una estudiante frustrada enamorada de su director de tesis que hace todo lo posible para llamar su atención. Imaginó que él debía de estar preguntándose cómo iba a apañárselas para resistir si la simple vista de los edificios la asustaba ya.