Servaz encontró un tanto grandilocuente la última frase, como casi todo lo que decía el doctor Xavier, por lo demás.
—¿Cuántos niveles de seguridad hay?
—Tres, en función de la peligrosidad de la clientela: ligera, media y alta, lo cual determina no solo la cantidad y el rendimiento de los sistemas de seguridad y el número de guardianes, sino también el carácter de los cuidados y las relaciones existentes entre los equipos de cuidadores y los internos.
—¿Quién calibra la peligrosidad de los recién llegados?
—Nuestro equipo. Combinamos las entrevistas clínicas, los cuestionarios y, por supuesto, la lectura de los expedientes realizados por los colegas con un nuevo método de evaluación revolucionario importado de mi país. Miren, precisamente tenemos a un recién llegado que estamos evaluando en este momento. Síganme.
Los condujo hacia una escalera compuesta por anchas láminas de cemento caladas que vibraron bajo sus pasos. Al llegar al primer piso se encontraron ante una puerta de vidrio reforzada por una fina malla metálica.
Aquella vez Xavier tuvo que aplicar la mano sobre un palpador de reconocimiento biométrico además de componer un código en un pequeño teclado.
El rótulo de encima de la puerta anunciaba:
SECTOR C: PELIGROSIDAD BAJA
RESERVADO AL PERSONAL DE CATEGORÍAS C, B Y A
—¿Es el único acceso a esta zona? —preguntó Ziegler.
—No, hay otro al final del pasillo que permite pasar de esta zona a la siguiente, de seguridad media, y que está reservado por consiguiente al personal habilitado para los niveles B y A.
Después de guiarlos a lo largo de otro pasillo, se paró delante de una puerta con el cartel EVALUACIÓN. La abrió.
Xavier se apartó para dejarlos pasar.
Era una habitación sin ventanas, tan exigua que tuvieron que apretarse para caber. Había dos personas sentadas delante de una pantalla de ordenador, un hombre y una mujer. La pantalla mostraba a la vez la imagen de una cámara y varias ventanas más por las que desfilaban diagramas y líneas de información. La cámara filmaba a un hombre bastante joven sentado en un taburete en otro cuarto sin ventanas, apenas más grande que un armario. Servaz vio que el hombre llevaba un casco de realidad virtual. Después desplazó la mirada hacia abajo y lo recorrió un escalofrío: el hombre estaba con el pantalón bajado hasta los muslos y alrededor del pene tenía colocado un extraño tubo de donde surgían unos cables eléctricos.
—Este nuevo método de evaluación de las desviaciones sexuales reposa en la realidad virtual, en un sistema de observación oculomotor y en la pletismografía peneana —explicó el psiquiatra—. Ese aparato que ven a la altura de su sexo permite medir la parte fisiológica de la excitación producida a partir de estímulos variados, o lo que es lo mismo, su erección. Al mismo tiempo que la reacción eréctil, se miden las respuestas oculomotrices del individuo con ayuda de un aparato de detección de infrarrojos, que determina el tiempo de observación de las imágenes que se le proponen en el casco de realidad virtual, así como el lugar exacto de la escena en el que se concentra su atención.
El psiquiatra se inclinó para apuntar con el dedo una de las ventanas de la pantalla. Servaz vio unas barras de color que subían y bajaban en un diagrama ortogonal. Debajo de cada una de las barras de color estaba especificada la categoría del estímulo: «Adulto varón», «adulto hembra», «niño varón», etc…
—Los estímulos que se le envían al casco representan alternativamente un hombre adulto, una mujer adulta, una niña de nueve años, un niño de la misma edad y un personaje asexuado y neutro. Cada animación dura tres minutos. Medimos cada vez la reacción física y ocular. —Xavier enderezó el cuerpo—. Hay que tener en cuenta que buena parte de nuestra «clientela» está compuesta de agresores sexuales. Tenemos ochenta y ocho camas en total, cincuenta y tres en el sector C, veintiocho en el B, más los siete internos de la unidad A.
Servaz se apoyó en el tabique. Sudaba y tenía escalofríos y le dolía la garganta. No obstante, era sobre todo la visión de aquel hombre situado en una situación surrealista y a la vez humillante, ese hombre cuyas fantasías despertaban de manera artificial para poderlas medir, lo que le provocaba un malestar físico.
—¿Cuántos asesinos hay entre ellos? —preguntó con voz vacilante.
Xavier lo miró de hito en hito.
—Treinta y cinco. La totalidad de los pacientes de los sectores B y A lo son.
* * *
Diane los vio atravesar el gran vestíbulo y enfilar el pasillo en dirección a la escalera de servicio. Había tres hombres y una mujer. Xavier les hablaba pero parecía tenso, a la defensiva. El hombre y la mujer que lo flanqueaban lo bombardeaban a preguntas. Aguardó a que se hubieran alejado antes de acercarse a la puerta exterior. A una decena de metros había un 4x4 apartado en la nieve con la palabra GENDARMERÍA situada en las puertas.
Diane se acordó de la conversación que había mantenido con Alex a propósito del farmacéutico asesinado. Por lo visto, la policía había establecido también la relación con el Instituto.
Después se acordó de algo: el orificio de ventilación de su oficina y de la conversación entre Lisa y Xavier que había escuchado. Y aquella extraña historia de un caballo… Ya en aquella ocasión, Lisa Ferney había mencionado la posibilidad de una visita de la policía. ¿Acaso existía una relación entre ambos casos? La policía seguramente se planteaba la misma pregunta. Después volvió a centrar el pensamiento en el orificio de ventilación…
Volviendo la espalda a la vidriera de la puerta, atravesó el vestíbulo a toda prisa.
* * *
—¿Tiene algo contra el resfriado?
El psiquiatra miró de reojo a Servaz antes de abrir el cajón de su despacho.
—Desde luego. —Xavier le tendió un tubo de color amarillo—. Tenga, tómese esto. Es paracetamol con efedrina. En general es bastante eficaz. Efectivamente está muy pálido, ¿no quiere que llame a un médico?
—Gracias, no hace falta.
Xavier se desplazó hasta la pequeña nevera que había en un rincón de la habitación y volvió con una botella de agua mineral y un vaso. La oficina estaba amueblada sin pretensiones, con dos archivadores metálicos, una nevera-bar, una mesa vacía con solo un teléfono, un ordenador y una lámpara, una pequeña estantería cargada de obras de contenido profesional y unas cuantas macetas con plantas escuálidas en el alféizar de la ventana.
—Tome solo uno a la vez. Cuatro al día como máximo. Se puede quedar con el tubo.
—Gracias.
Servaz permaneció absorto un instante en la contemplación del comprimido que se disolvía en el agua. Una migraña le hurgaba el cráneo detrás de los ojos. El agua fría le alivió la garganta. Estaba empapado; bajo la chaqueta, la camisa se le pegaba a la espalda. Seguramente tenía fiebre. También frío, aunque era un frío interior, ya que el indicador de la calefacción situado cerca de la puerta marcaba 23 °C. Rememoró la imagen de la pantalla del ordenador, del violador violado a su vez por máquinas, sondas, instrumentos electrónicos… y de nuevo, la bilis le subió por la garganta.
—Vamos a tener que visitar la unidad A —dijo después de dejar el vaso.
Aunque había querido adoptar un tono firme, el ardor de la garganta había dado margen tan solo a un débil hilo de voz cascada. Al otro lado del escritorio, la mirada chispeante de humor se tornó de repente opaca. Servaz tuvo la visión de una nube que al pasar delante del sol transformaba un paisaje primaveral en algo mucho más siniestro.
—¿Es absolutamente necesario?
El psiquiatra buscó discretamente con la mirada el apoyo del juez, sentado a la izquierda de los dos detectives.
—Sí —reaccionó al instante Confiant, volviéndose hacia ellos— ¿realmente tenemos necesidad de…?
—Creo que sí —atajó Servaz—. Le voy a confiar algo que debe quedar entre nosotros —añadió, inclinándose hacia Xavier—. Aunque tal vez lo sepa usted ya…
Desvió la mirada hacia el joven juez. Por espacio de un instante, los dos hombres se midieron en silencio. Luego Servaz desplazó la mirada de Confiant a Ziegler, que le transmitió un mudo mensaje: «Calma…».
—¿A qué se refiere? —preguntó Xavier.
Servaz se aclaró la garganta. El medicamento no iba a hacer efecto hasta dentro de unos minutos. El dolor le atenazaba las sienes.
—Encontramos el ADN de uno de sus internos en el lugar donde mataron al caballo del señor Lombard, en lo alto del teleférico… Era el ADN de Julian Hirtmann.
—¡Dios santo! —exclamó Xavier con ojos desorbitados—. ¡Eso es imposible!
—¿Comprende lo que significa?
El psiquiatra miró a Confiant con aire extraviado y luego agachó la cabeza. Su estupor no era fingido. No sabía nada.
—Eso significa —prosiguió Servaz implacable— que una de dos: o bien el propio Hirtmann se encontraba allá arriba esa noche, o bien alguien que puede acercarse lo bastante a él para obtener su saliva se encontraba allí… De eso se desprende que, con o sin Hirtmann, alguien de su establecimiento está implicado en ese asunto, doctor Xavier.
—Dios mío, es una pesadilla —se lamentó Xavier. Miró a sus interlocutores confuso—. Mi predecesor, el doctor Wargnier, luchó por abrir este centro. Como comprenderán, no faltaron quienes se opusieron a este proyecto. Esas personas siguen ahí, listas para volverse a expresar. Son personas que creen que estos criminales deberían estar en la cárcel, quienes nunca han aceptado su presencia en este valle. Si llegara a saberse esto, la propia existencia del Instituto se vería amenazada. —Xavier se quitó las extravagantes gafas rojas y se puso a limpiar con furor los cristales con un paño que sacó del fondo de un bolsillo—. La gente que viene a parar aquí no tiene ningún otro sitio adonde ir. Nosotros somos su último refugio. Después de nosotros no hay nada; ni los hospitales psiquiátricos clásicos ni la cárcel los pueden acoger. En toda Francia hay tan solo cinco unidades para enfermos difíciles, y el Instituto es único en su especie. Recibimos decenas de demandas de admisión cada año. Se trata de autores de crímenes atroces considerados irresponsables, o bien de detenidos aquejados de trastornos de la personalidad que hacen imposible su reclusión en la cárcel, o de psicóticos cuyo grado de peligrosidad hace incompatible su acogida en una unidad de cuidados clásica. Incluso las otras unidades para enfermos difíciles nos envían algunos pacientes. ¿Adónde irán estas personas si cerramos nuestras puertas? —Los círculos que trazaba sobre los vidrios de las gafas eran cada vez más rápidos—. Ya se lo he dicho: hace treinta años que en nombre de la ideología, de la rentabilidad y de las prioridades presupuestarias, se desmantela la psiquiatría en este país. Este establecimiento le sale caro a la comunidad. A diferencia de otras unidades para enfermos difíciles, es una experiencia realizada a nivel europeo y financiada en parte por la UE, pero solo en parte. Y en Bruselas también hay bastantes personas que no ven con buenos ojos esta experiencia.
—Nosotros no tenemos intención de propagar esta información —precisó Servaz.
—Tarde o temprano sucederá —afirmó dubitativo el psiquiatra—. ¿Cómo podrían llevar a cabo su investigación si no?
Servaz sabía que tenía razón.
—Solo existe una solución —intervino Confiant—. Debemos aclarar este asunto lo antes posible si queremos evitar que la prensa pase a un primer plano y comience a hacer circular toda clase de descabellados rumores. Si conseguimos averiguar cuál de tus empleados participó en el asunto antes de que la prensa se entere de la cuestión del ADN, habremos demostrado al menos que nadie pudo salir de aquí.
—Sí —convino el psiquiatra—. Yo mismo voy a llevar a cabo una investigación personal, y voy a hacer cuanto esté en mi mano por ayudarles.
—Mientras tanto, ¿podemos ver la unidad A? —planteó Servaz.
—Les acompañaré —dijo Xavier, levantándose.
* * *
Estaba inmóvil, sentada frente a su escritorio, conteniendo el aliento…
Los sonidos y las palabras eran tan claros como si hubieran hablado en la misma habitación donde se encontraba. La voz de ese policía, por ejemplo… Era la de una persona agotada y sometida a la vez a un estrés enorme, a una presión excesiva. Por el momento resistía, pero no estaba claro durante cuánto tiempo podría seguir así. Cada una de las palabras que había pronunciado había quedado grabada a fuego en el cerebro de Diane. Aunque no había entendido nada de aquel asunto de un caballo muerto, había comprendido perfectamente que habían encontrado el ADN de Hirtmann en el escenario de un crimen y que la policía sospechaba que había alguien del Instituto implicado en él.
«Un caballo muerto, un farmacéutico asesinado, sospechas relacionadas con el Instituto…».
La inquietud se había manifestado en ella, sí, pero había algo más que estaba aflorando: una irrefrenable curiosidad. El recuerdo del individuo que pasaba delante de su puerta, por la noche, surgió en su memoria. Cuando era estudiante, Diane escuchó a través del tabique de su habitación las palabras de un hombre que intimidaba y amenazaba a la chica que dormía en el cuarto de al lado. Fue varias noches seguidas, en el momento en que Diane estaba a punto de dormirse, y cada vez profería en voz baja y siniestra las mismas amenazas de matarla, de mutilarla, de transformar su vida en un infierno. Después sonaba un portazo y los pasos que se alejaban por el pasillo. Luego solo persistían en medio del silencio los ahogados sollozos de su vecina, como el triste eco de miles de soledades, de miles de penas encerradas en el silencio de las ciudades.
Ignoraba quién era aquel hombre de voz desconocida para ella, y tampoco conocía apenas a la joven de al lado, con la que solo intercambiaba saludos de rigor y vagos comentarios banales cuando se cruzaban en el pasillo. Solo sabía que se llamaba Ottilie, que preparaba un máster en ciencias económicas, que había salido con un estudiante barbudo con gafas y que estaba sola casi todo el tiempo. No tenía una pandilla de amigos ni recibía llamadas de mamá o de papá.
Diane no debería haberse inmiscuido en aquel asunto, pues no era de su incumbencia, pero una noche no pudo reprimirse y siguió al hombre cuando salió de la habitación. De este modo descubrió que vivía en una bonita casa unifamiliar, detrás de una de cuyas ventanas atisbó a una mujer. Habría podido dejar así las cosas. En realidad siguió vigilándolo cuando disponía de tiempo. Poco a poco acumuló gran cantidad de información sobre aquel individuo: era director de un supermercado, tenía dos niños de cinco y seis años, apostaba en las carreras e iba discretamente a hacer las compras a Globus, una cadena de tiendas que hacía competencia a la suya. Al final Diane comprendió que había conocido a su vecina cuando esta trabajaba para pagarse los estudios en el supermercado que él dirigía y que la chica se había quedado embarazada. De ahí venían la intimidación y las amenazas. Quería que abortase. Además tenía otra amante, una cajera de treinta años hipermaquillada que no paraba de mascar chicle mientras miraba de arriba abajo a los clientes. «
I'm in love with the queen of the supermarket
», decía aquella canción de Bruce Springsteen. Una noche, Diane escribió una carta anónima en el ordenador y la metió bajo la puerta de su vecina. En ella decía simplemente: «Nunca dejará a su mujer». Un mes después se enteró de que su vecina había abortado en la decimosegunda semana de embarazo, unos días antes de que concluyera el plazo fijado por la ley suiza.