—Y no estabas allí cuando Perrault murió. Puesto que te encontrabas más cerca, deberías haber llegado la primera.
—Tuve un accidente de moto.
—Reconocerás que es un argumento un poco endeble, un accidente sin testigos.
—Fue así.
—No te creo —contestó.
Ziegler entreabrió ligeramente los ojos.
—A ver si nos aclaramos. ¿Me crees inocente o me crees culpable?
—Inocente, pero mientes en lo del accidente.
En su rostro se evidenció asombro por su perspicacia. Esa vez, no obstante, fue ella quien lo sorprendió: acababa de sonreír.
—Enseguida supe que eras bueno —dijo.
—La noche pasada —prosiguió él—, después de que fueras a esa discoteca pasada la medianoche, yo estaba escondido debajo de tu cama cuando volviste. Deberías cerrar la puerta con algo más que una cerradura cualquiera. ¿Qué fuiste a hacer allí?
Sorprendida, lo estuvo mirando con aire pensativo durante un momento.
—Ver a una amiga —respondió por fin.
—¿En plena noche y con una investigación en curso? ¿Una investigación próxima a su desenlace y que exigía toda nuestra energía?
—Era urgente.
—¿Cuál era la urgencia?
—Es difícil de explicar.
—¿Por qué? —inquirió—. ¿Porque yo soy un hombre, un poli machista, y tú estás enamorada de una mujer?
—¿Qué sabes tú de esas cosas? —replicó con aire retador.
—Nada, en efecto, pero no soy yo el que se arriesga a ser acusado de doble asesinato. Y yo no soy tu enemigo, Irène, ni tampoco el primer imbécil que aparece de mentalidad cerrada, machista y homófoba, así que tienes que hacer un esfuerzo.
Ziegler le sostuvo la mirada sin pestañear.
—Anoche al volver a casa encontré una nota de Zuzka, mi chica. Es eslovaca. Había decidido distanciarse de mí. Me reprochaba que estaba demasiado volcada en mi trabajo, que la descuidaba, que estaba ausente con ella… ese tipo de cosas. Tú has pasado por lo mismo, me imagino, puesto que estás divorciado, o sea que ya sabes de qué hablo. Hay muchos divorcios y separaciones entre los policías, incluso los policías homosexuales. Yo necesitaba poner en claro las cosas, sin tardanza. No quería que ella se fuera así, sin que hubiéramos podido hablar. En ese momento me pareció insoportable, así que me fui al Pink Banana sin pensarlo. Zuzka es la gerente del local.
—¿Hace mucho que estáis juntas?
—Dieciocho meses.
—¿Y estás muy enamorada de ella?
—Sí.
—Volvamos al accidente. O más bien al supuesto accidente, porque no sucedió, ¿no?
—¡Por supuesto que sí! ¿No viste cómo tenía la ropa? ¿Y las raspadas? ¿Dónde crees que me hice eso?
—Hubo un momento en que pensé que te lo habías hecho al saltar de la cabina del teleférico —repuso—. Después de haber empujado a Perrault al vacío.
Ella se revolvió en la silla.
—¿Y ahora ya no lo piensas?
—No, puesto que eres inocente.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque creo saber quién es. Pero también creo que, aunque sí tuviste un accidente, no me estás contando toda la verdad.
Otra vez, Ziegler manifestó asombro por su perspicacia.
—Después del accidente llegué tarde a propósito —confesó—. Me demoré
ex profeso
.
—¿Por qué motivo?
—Quería que Perrault muriese… o más bien quería dejar al asesino la posibilidad de liquidarlo.
Servaz se quedó observándola un momento.
—A causa de lo que te hicieron —dijo— Grimm, Chaperon, Mourrenx y él. —Aunque no respondió, Irène confirmó con una inclinación de cabeza—. En la casa de colonias —añadió Servaz.
Ella levantó la vista, sorprendida.
—No… fue mucho más tarde. Yo estudiaba derecho en Pau y me topé con Perrault en una fiesta de un pueblo, un fin de semana. Se ofreció a acompañarme a casa… Grimm y Mourrenx nos esperaban al borde de un camino, a unos kilómetros de donde fue la fiesta… Chaperon no estaba esa noche, no sé por qué. Por eso no establecí un vínculo entre él y los otros hasta que tú encontraste esa foto. Cuando… cuando vi que Perrault salía de la carretera y tomaba ese camino, comprendí enseguida sus intenciones. Quise bajar, pero me pegó una y otra vez, mientras conducía y después de parar, acusándome de calientabraguetas y de cerda. Estaba que chorreaba de sangre. Después…
Calló. Servaz dudó momento antes de formular la pregunta:
—¿Por qué no…?
—¿Por qué no los denuncié? Por aquel entonces me acostaba con bastante gente. Hombres, mujeres… incluida una de mis profesoras de la facultad, una mujer casada y con hijos. Y mi padre era gendarme. Sabía lo que iba a ocurrir: la investigación, las salpicaduras, el escándalo… Pensé en mis padres, en la manera en que reaccionarían, y también en mi hermano y en mi cuñada, que no sabían nada de mi vida privada…
Así era como habían conseguido mantener tanto tiempo el secreto, se dijo. La primera intuición que había tenido en la casa de Chaperon era certera. Debían de contar con el hecho de que el 90 por ciento de las víctimas de violaciones no las denuncian y, aparte de los adolescentes de las colonias que no les habían visto la cara, elegían presas propicias, cuyo modo de vida poco conformista los disuadiría de recurrir a la justicia. Eran unos depredadores inteligentes… Sus mujeres, no obstante, habían acabado sospechando algo, durmiendo en habitaciones aparte o abandonándolos.
Pensó en el director de la casa de colonias, que había muerto en un accidente de moto. Aquella también fue una muerte muy oportuna para ellos.
—¿Te das cuenta de que pusiste mi vida en peligro?
—Lo siento mucho, Martin, de verdad. Pero por ahora estoy sobre todo acusada de asesinato —matizó con una tenue sonrisa.
Tenía razón. Iba a tener que jugar bien las cartas. Confiant no iba a renunciar tan fácilmente en esa ocasión, ahora que tenía una culpable ideal. ¡Y había sido el mismo Servaz quien se la había servido en bandeja!
—El punto donde las cosas se complican —señaló— es cuando aprovechaste mi ausencia para remontar la pista de Chaperon sin decir nada a nadie.
—No quería matarlo… Solo darle miedo. Ansiaba ver el terror en sus ojos, igual que él había visto el terror en los de sus víctimas y se había refocilado con ello. Quería ponerle el cañón de un arma en la boca, estando los dos solos en ese bosque y que él creyera hasta el último segundo que había llegado su hora. Después lo hubiera detenido.
Su voz se había reducido a un fino hilo de hielo y, por un instante, Servaz se preguntó si no se habría equivocado.
—Otra pregunta más —dijo—. ¿En qué momento comprendiste lo que ocurría?
Lo miró directamente a los ojos.
—Desde el primer asesinato tuve dudas. Luego, cuando Perrault murió y Chaperon se esfumó, supe que alguien estaba haciéndoles pagar sus crímenes, pero ignoraba quién.
—¿Por qué robaste la lista de los niños?
—Fue un reflejo idiota. Yo estaba allí, sacando lo de la caja, y parecía que tú te interesabas por todo lo que había. No quería que me interrogaran, que hurgaran en mi pasado.
—Una última pregunta: ¿por qué has ido a poner flores a la tumba de Maud Lombard hoy?
Irène Ziegler guardó silencio un momento. Aquella vez no evidenció sorpresa alguna. Ya había comprendido que la habían estado vigilando todo el día.
—Maud Lombard también se suicidó.
—Lo sé.
—Yo siempre supe que, de una manera u otra, ella había sido víctima de esos depredadores. También yo estuve tentada de aplicar esa solución en un momento dado. Durante un tiempo, Maud y yo habíamos asistido a las mismas fiestas… antes de que yo me fuera a la universidad, antes de que ella se cruzara en el camino de esos cabrones. No éramos amigas, solo conocidas, pero yo la apreciaba mucho. Era una chica independiente y reservada, que hablaba poco y que intentaba sustraerse a su medio. Por eso, cada año, el día de su cumpleaños, le llevo flores a la tumba. Esta vez, antes de detener al último de esos cerdos que sigue vivo, he querido transmitirle un mensaje.
—Sin embargo, Maud Lombard nunca estuvo en las colonias.
—Pero ¿y después? Maud se fugó varias veces de casa. Frecuentaba a personas un poco raras; a veces volvía tarde. Debió de toparse con ellos en algún sitio… como yo.
Servaz reflexionaba a toda velocidad. Su hipótesis iba cobrando cuerpo. Era una solución inaudita…
Ya no tenía más preguntas. La cabeza le daba vueltas otra vez. Se masajeó las sienes y se levantó con esfuerzo.
—Existe quizás una opción que no hemos tomado en cuenta.
* * *
D'Humières y Confiant lo esperaban en el pasillo. Servaz se dirigió hacia ellos luchando contra la sensación de que las paredes y el suelo se movían y la aprensión de perder el equilibrio. Aunque se frotó la nuca y respiró a fondo, no logró desprenderse de la extraña impresión de tener los zapatos llenos de aire.
—¿Y bien? —inquirió la fiscal.
—No creo que sea ella.
—¿Cómo? —exclamó Confiant—. ¡Está de broma, espero!
—No tengo tiempo de explicárselo ahora. Hay que actuar con rapidez. Mientras tanto, manténgala encerrada si quieren. ¿Dónde está Chaperon?
—Están tratando de hacerle confesar las violaciones de los chicos de las colonias —respondió D'Humières con tono glacial—, pero se niega a decir nada.
—¿No hay prescripción para eso?
—No en tanto surjan elementos nuevos que nos induzcan a volver a abrir la investigación. Martin, espero que sepa lo que hace.
Intercambiaron una mirada.
—Yo también lo espero —contestó.
El vértigo era cada vez más acentuado y le dolía la cabeza. En la recepción pidió una botella de agua y después engulló una de las pastillas que le había dado Xavier antes de encaminarse al Jeep.
¿Cómo podía hablarles de su hipótesis sin atraerse las iras del joven juez y poner en una situación incómoda a la fiscal? Un detalle lo preocupaba. Quería despejar las dudas antes de poner las cartas sobre la mesa. Necesitaba asimismo la opinión de otra persona, de alguien que le dijera si iba bien encaminado, alguien que le indicara sobre todo hasta dónde podía llegar sin quemarse las alas. Miró el reloj. Eran las 21.12.
* * *
El ordenador…
Lo encendió. Al contrario del de Xavier, aquel tenía bloqueado el acceso. «Vaya, vaya…». Consultó el reloj. Hacía casi una hora que estaba en ese despacho.
El problema era que no tenía ni de lejos las competencias de una pirata informática. Pasó alrededor de diez minutos estrujándose el cerebro para encontrar una contraseña e intentó escribir Julian Hirtmann y Lisa Ferney en todos los sentidos, pero ninguna de sus penosas tentativas dio resultado. Volvió a recurrir al cajón donde había visto una carpeta que contenía documentos personales e introdujo primero números de teléfono y también de la Seguridad Social, del derecho y del revés, después fecha de nacimiento, combinación del primero y segundo nombre (el nombre completo de la enfermera jefe era Élisabeth Judith Ferney), asociación de las tres iniciales y la fecha de nacimiento… En vano. «¡Mierda!».
Volvió a posar la mirada en la salamandra.
Escribió «salamandra» y después «ardnamalas». Nada…
Diane desvió la mirada hacia el reloj de la esquina de la pantalla. Las 21.28.
Miró una vez más el animal. Obedeciendo a un repentino impulso, lo levantó y lo puso boca abajo. En el vientre había una inscripción: «Van Cleef & Arpels, Nueva York». Introdujo las palabras en el ordenador. Nada… «¡Mierda! ¡Es ridículo! ¡Esto parece una de esas películas malas de espionaje!». Invirtió la serie de letras; tampoco funcionó. «¿Qué esperabas, boba? ¡No estamos en el cine!». En último extremo, probó solo con las iniciales: VC&ANY. Nada. Al revés, pues: YNA&CV…
De repente, la pantalla se puso a parpadear antes de darle acceso al sistema operativo. «¡Bingo!». Diane no se lo podía creer. Aguardó a que aparecieran todos los iconos en el escritorio del ordenador.
«Ahora puede dar comienzo la partida…». El tiempo transcurría, sin embargo. Las 21.32.
Rogó por que Lisa Ferney se hubiera ido realmente a pasar la noche fuera.
* * *
Los mensajes…
Había por lo menos un centenar provenientes de un misterioso Démétrius, y cada vez, en la columna «Asunto» aparecía la advertencia destacada «
Encrypted email
» (correo encriptado).
Aunque abrió uno, solo obtuvo una serie de signos incomprensibles. Luego entendió lo que ocurría, porque ya le había pasado en la universidad: el certificado utilizado para codificar el mensaje había caducado y, por consiguiente, el destinatario ya no lo podía descodificar.
Se puso a pensar en una posible solución.
En general, para evitar ese tipo de problemas se aconsejaba que el destinatario salvara de inmediato el contenido del mensaje en alguna parte, grabándolo por ejemplo en formato HTML. Eso era lo que ella habría hecho de haberse encontrado en el lugar de Lisa Ferney. Abrió «Mis documentos» y después «Mensajes recibidos» y enseguida lo vio. Un archivo denominado «Démétrius».
Lisa Ferney no había tomado muchas precauciones: su ordenador estaba ya bloqueado y, de todas maneras, sabía que nadie se atrevería a husmear en su contenido.
Lisa,
Estoy en Nueva York hasta el domingo. Central Park está todo blanco y hace un frío polar. Es magnífico. Pienso en ti. A veces me despierto a medianoche sudando y sé que he soñado con tu cuerpo y con tu boca. Espero estar en Saint-Martin dentro de diez días.
Éric.
Lisa,
El viernes me voy a Kuala-Lumpur. ¿Podríamos vernos antes? No me voy a mover de casa. Ven.
Eric.
¿Dónde estás, Lisa?
¿Por qué no das señales de vida? ¿Aún estás enfadada por lo de la última vez? Tengo un regalo para ti. Lo he comprado en Boucheron. Es muy caro. Te va a encantar.
Eran cartas de amor… O más bien mensajes. Había decenas de ellos, o centenares, llegados en el transcurso de varios años.
Lisa Ferney los había salvado meticulosamente. Todos. Y todos estaban firmados con el mismo nombre: «Éric». Éric viajaba mucho, Éric era rico, los deseos de Éric eran más o menos órdenes. A Éric le gustaban las imágenes altisonantes y era un amante aquejado de unos celos enfermizos:
Las olas de los celos vienen a romper contra mí y cada una de ellas me deja más jadeante que la anterior. Me pregunto con quién te acuestas. Te conozco bien, Lisa: ¿cuánto tiempo puedes estar sin meterte un pedazo de carne entre las piernas? Júrame que no hay nadie.