—No parece que tenga intención de irse enseguida a la cama —comentó Espérandieu, recuperando los prismáticos.
Se hallaban en un pequeño altozano, en el límite de un parking, a una veintena de kilómetros de Saint-Martin. Se habían colado entre dos arbustos del seto que rodeaba el aparcamiento. Hacía un viento glacial. Servaz se había subido el cuello de la chaqueta y Espérandieu se protegía con la capucha del anorak, que empezaba a blanquear. Servaz temblaba y le castañeteaban los dientes. Era la una menos veinte.
—¡Va a salir! —anunció Espérandieu al ver que cogía una cazadora de motorista en la entrada.
Un instante después había cerrado la puerta del apartamento. Espérandieu dirigió los prismáticos hacia el portal del edificio. Ziegler apareció al cabo de veinte segundos. Bajó las escaleras y se encaminó a la moto, a pesar de la nieve.
—¡Mierda! ¡No es posible!
Corrieron hacia el coche. Las ruedas de atrás patinaron un poco cuando doblaron la curva de abajo, junto al edificio, a tiempo para ver cómo la moto giraba a la derecha en lo alto de la calle que subía hacia el centro del pueblo. Cuando llegaron al cruce, el semáforo se había puesto en rojo. Se lo saltaron, porque no era fácil volver a encontrar a alguien a esa hora y con ese tiempo. Desembocaron en una larga avenida cubierta de nieve. A lo lejos, Ziegler circulaba muy despacio. Aquello les facilitaba la labor, pero al mismo tiempo aumentaba el riesgo de que los viera, dado que se hallaban solos, ella y ellos, en la larga avenida blanca.
—Nos va a pillar si esto sigue así —pronosticó Espérandieu, reduciendo velocidad.
Salieron de la población y prosiguieron unos diez minutos con lento ritmo, atravesando dos pueblos desiertos y praderas blancas flanqueadas, a izquierda y derecha, de montañas. Espérandieu había dejado que la moto tomara distancia, hasta el punto que, con la noche y los copos de nieve, solo percibían el brillo de las luces de atrás, tan débil como la punta incandescente de un cigarrillo.
—¿Adónde irá de esta manera?
En su voz se traslucía la misma estupefacción que embargaba a su jefe. Servaz no respondió.
—¿Crees que ha localizado a Chaperon? —inquirió Espérandieu.
Al oír aquello, Servaz se puso rígido. Sentía una creciente tensión, una horrible aprensión ante la perspectiva de lo que iba a suceder. Todo confirmaba que no se había equivocado. Ella le había mentido. En lugar de acostarse salía en plena noche, de manera encubierta. Repasó sin cesar las diferentes etapas de la investigación, destacando cada detalle que la delataba.
—Ha girado a la derecha.
Servaz tendió la vista al frente. Ziegler acababa de dejar la carretera para entrar en un parking iluminado, delante de un edificio bajo y rectangular semejante a una de esas naves de uso comercial que bordean con frecuencia las carreteras nacionales. A través de los copos vio brillar un fluorescente en medio de la noche. Su luminoso recorrido dibujaba un rostro de mujer de perfil que fumaba un cigarrillo tocada con un bombín. El humo del cigarrillo formaba las palabras: PINK BANANA. Espérandieu volvió a disminuir la velocidad mientras Ziegler paraba y se bajaba de la moto.
—¿Qué es esto? —preguntó Servaz—. ¿Una discoteca?
—Un club de bollis —repuso Espérandieu.
—¿Qué?
—Una discoteca para lesbianas.
Entraron en el parking en primera, en el momento en que ella saludaba al guardián, abrigado con una gruesa chaqueta con cuello de piel encima de un esmoquin. Después pasó entre dos palmeras de plástico y desapareció en el interior. Espérandieu circuló muy despacio delante de la entrada de la discoteca. Un poco más lejos había otros edificios de estilo paralelepípedo, con aire de gigantescas cajas de zapatos. Era una zona comercial. Después de girar, dio marcha atrás para aparcar en una zona de tinieblas, a distancia de las farolas y fluorescentes, con el maletero encarado hacia la entrada de la discoteca.
—Tú que querías saber más cosas sobre su vida privada, pues aquí tienes —dijo.
—¿Y qué hace ahí dentro?
—¿A ti qué te parece?
—No, lo que quiero decir es que si está persiguiendo a Chaperon y sabe que el tiempo apremia, ¿por qué lo pierde para venir aquí a la una de la noche?
—A no ser que tenga cita con alguien que pueda pasarle alguna información.
—¿En una discoteca para lesbianas?
Espérandieu se encogió de hombros. Servaz miró el reloj del salpicadero. La 1.08.
—Vuélveme a llevar allá —pidió.
—¿Adónde?
—A su casa.
Se puso el revólver en el bolsillo y sacó un pequeño manojo de llaves maestras que Espérandieu miró con sobresalto.
—¡Ah, no! Esta sí que no es una buena idea. Puede volver en cualquier momento.
—Me dejas allí y vuelves para asegurarte de que sigue en el interior. No entraré hasta que tú me hayas indicado que hay vía libre. ¿Tienes cargado el móvil?
Servaz sacó el suyo. Por una vez funcionaba. Espérandieu realizó la misma comprobación sacudiendo la cabeza.
—Un momento, un momento. ¿Has visto la pinta que tienes? ¡Si casi no te tienes en pie! Si Ziegler es la asesina es que es una persona extremadamente peligrosa.
—Si tú la vigilas tengo tiempo de sobra para salir corriendo. No podemos andarnos por las ramas.
—¿Y si te ve un vecino y da la alerta? ¡Confiant arruinará tu carrera! Ese tipo te detesta.
—Nadie se va a enterar. Vamos. Ya hemos perdido bastante tiempo.
* * *
Diane miró en derredor. Nadie. El pasillo estaba desierto. En aquella parte del Instituto a la que no tenían acceso los pacientes no había cámaras de seguridad. Accionó la manecilla: la puerta no estaba cerrada. Consultó el reloj. Las doce y doce. Entró. La habitación estaba bañada por la luz de la luna que entraba por la ventana: el despacho de Xavier…
Cerró la puerta tras de sí, con todos los sentidos en alerta. Estos reaccionaban con una insólita agudeza, como si la tensión lo transformara en un animal dotado de extraordinarias capacidades auditivas y visuales. Paseó la mirada por la oficina, donde solo había la lámpara, el ordenador, el teléfono, la pequeña estantería a la derecha, los archivadores metálicos a la izquierda, la nevera en un rincón y las plantas en la repisa de la ventana. Fuera arreciaba la tempestad y, por momentos, cuando las nubes pasaban delante de la luna, la luz menguaba tanto que ya no veía más que el rectángulo gris azulado de la ventana; después la habitación se volvía a iluminar lo bastante para permitirle distinguir cada detalle.
En un rincón, en el suelo, había un par de pesas. Eran pequeñas pero pesadas, según pudo constatar acercándose; cada una cargaba cuatro discos negros de dos kilos. Trató de abrir el primer cajón, pero estaba cerrado con llave. Lástima. El segundo no lo estaba, en cambio. Tras una breve vacilación, encendió la lámpara del escritorio. Registró entre las carpetas y los papeles del cajón sin que le llamara la atención nada en especial. En el tercer cajón había solo unos cuantos rotuladores y bolígrafos.
Se encaminó a los archivadores metálicos, llenos de historiales colgados. Diane sacó algunos y los abrió. Los historiales del personal… Comprobó que no había ninguno a nombre de Élisabeth Ferney, aunque sí encontró uno a nombre de Alexandre Barski. Como no vio ningún otro Alexandre, dedujo que tenía que tratarse del enfermero. Lo acercó a la lámpara para poder leerlo mejor.
El currículo de Alex indicaba que había nacido en Costa de Marfil en 1980. Era más joven de lo que había creído. Soltero. Vivía en una ciudad llamada Saint-Gaudens que, según le pareció recordar, había visto en el mapa de la región. Llevaba cuatro años como asalariado del Instituto. Antes había trabajado en el establecimiento público de salud mental de Armentières. Durante sus años de estudios había efectuado numerosas prácticas en diferentes centros, entre los que se contaba un servicio de psiquiatría infantil. Diane pensó que podrían hablar de eso más adelante. Tenía ganas de estrechar el contacto con Alex, de convertirlo en amigo. Estaba bien considerado allí. A lo largo de los años, Wargnier y luego Xavier habían incluido apreciaciones del tipo: «atento», «competente», «demuestra iniciativa», «espíritu de equipo», «buena relación con los pacientes»…
«Venga, Diane, no dispones de toda la noche…».
Cerró el dosier y lo devolvió a su sitio. Con cierta aprensión, buscó el suyo. Diane Berg. Lo abrió. Dentro encontró su currículo y las impresiones extraídas de los mensajes electrónicos que había intercambiado con el doctor Wargnier. Sintió que se le encogía el estómago al descubrir una anotación realizada a mano por Xavier al pie de la página: «¿Individuo problemático?». En los otros historiales colgados no averiguó nada más. Luego abrió con prisa los otros cajones. Los historiales de los pacientes, papeles de carácter administrativo… El hecho de que no hubiera ninguno a nombre de Lisa Ferney confirmaba las sospechas de Diane: posiblemente era ella la que detentaba el poder en el establecimiento. Ni Wargnier ni Xavier se habían atrevido a abrir un dosier consagrado a la enfermera jefe.
A continuación posó la mirada en la estantería, situada en el otro extremo de la habitación, para después centrarla en el escritorio y el ordenador. Tras un momento de titubeo, se sentó en el sillón de Xavier. El cuero del respaldo estaba impregnado de un persistente olor a jabón y a colonia con un excesivo toque de aromas de bosque y especias. Después de aguzar el oído, apretó el botón para encender el ordenador. En las entrañas del aparato algo se sacudió y dio un vahído, como un bebé que se despierta.
Primero apareció un anodino paisaje otoñal y después fueron surgiendo los iconos.
Diane los revisó uno por uno, pero tampoco le llamó la atención ninguno. Abrió la mensajería: no había nada especial. El último mensaje, de aquella misma mañana, iba dirigido a todo el personal y se titulaba: «Calendario reuniones funcionales equipos terapéuticos». En la bandeja de entrada había 550 mensajes, doce de ellos no leídos, y aunque no tenía tiempo de abrirlos todos, Diane dedicó una rápida ojeada a los últimos cuarenta sin encontrar nada anormal.
Luego examinó los mensajes enviados. Tampoco contenían nada de particular.
Dirigió sus pesquisas a la lista de favoritos. Hubo varias páginas que le llamaron la atención como una de encuentros entre solteros, otra titulada «la seducción por un psicólogosexólogo», otra de imágenes pornográficas «extremas» y una más que anunciaba «dolores torácicos y trastornos cardiocirculatorios». Después de preguntarse si Xavier tendría problemas cardiacos o si era simplemente hipocondriaco, pasó a otra cosa. Al cabo de diecisiete minutos apagó el ordenador, decepcionada.
Volvió a posar la mirada en el primer cajón, el que estaba cerrado con llave.
Se planteó si Xavier no tendría un disco duro externo o un lápiz USB dentro. Descontando las páginas porno, su ordenador estaba demasiado limpio para una persona que tiene algo que ocultar. Miró en torno a sí y, localizando un clip, lo desplegó y lo introdujo en la cerradura tratando de imitar el gesto que había visto en las películas.
La tentativa estaba evidentemente destinada al fracaso y, cuando el clip se rompió y una parte quedó presa en el interior, lanzó una queda maldición. Cogió un abrecartas y con grandes dificultades, logró sacar el pedazo de metal tras varios minutos de esfuerzos. Después repasó todas las posibilidades; de repente se le ocurrió algo. Hizo girar el sillón hacia la ventana y, ya de pie, se puso a levantar los tiestos uno por uno. Nada. Después metió por si acaso los dedos en la tierra.
En la tercera maceta encontró algo. Era una tela con algo duro en el interior… Al tirar, desenterró una bolsita. Dentro estaba la llave. Accionó la cerradura con el pulso acelerado, pero al abrir el cajón quedó decepcionada. No había ni disco duro ni lápiz USB, solo una pila de papeles relacionados con el Instituto. Informes, cartas intercambiadas con colegas… nada de carácter confidencial. ¿Por qué había cerrado entonces Xavier el cajón con llave? ¿Por qué no lo había dejado abierto como los otros? Separando las hojas, se fijó en una carpeta de cartón menos gruesa que las demás. La sacó y la puso bajo la lámpara. En el interior había solo unas cuantas hojas, entre las que se contaba una lista de nombres distribuidos en varias columnas. Diane advirtió que llevaba el sello del ayuntamiento de Saint-Martin y que se trataba de una fotocopia. Como la lista ocupaba dos hojas, levantó la primera.
Tenía pegada una hojita de notas que acercó a la lámpara. Xavier había escrito en ella varios nombres seguidos de signos de interrogación:
Se preguntó qué era lo que estaba viendo, aunque ya lo sabía. Aquellos interrogantes eran un eco de los suyos. Dos de los nombres le resultaban desconocidos y la palabra «colonias» la remitió, como no podía ser de otro modo, a la desagradable experiencia que había vivido en medio de aquellos edificios abandonados dos días atrás. Lo que tenía delante era una lista de sospechosos. De pronto se acordó de la conversación que había escuchado a través del conducto de ventilación, en la que Xavier se había comprometido con aquel policía a realizar sus propias pesquisas entre los miembros del personal. Aquellas preguntas plasmadas en un trozo de papel demostraban que había comenzado a hacerlo. De aquello se desprendía que si Xavier llevaba a cabo una investigación en secreto, no era él el cómplice que buscaba la policía. En ese caso, ¿qué significaba aquella tanda de medicamentos que había encargado?
Perpleja, Diane devolvió la lista a la carpeta y la carpeta al cajón antes de volver a cerrarlo con llave. Nunca había oído hablar de las otras dos personas… pero en la lista había un nombre en el cual podía concentrar a partir de ese momento sus indagaciones. ¿Incluyendo la palabra «colonias» al final de la lista, Xavier dejaba implícito que todas aquellas personas estaban relacionadas de una manera u otra con ese lugar? Se acordó del hombre que gritaba y sollozaba. ¿Qué habría ocurrido allí? ¿Y qué conexión podía tener con los crímenes que se habían cometido en los alrededores de Saint-Martin? La respuesta se hallaba sin duda en la palabra que el psiquiatra había escrito justo debajo. Venganza… Diane se dio cuenta de que le faltaban demasiados elementos para poder aproximarse a la verdad. Al parecer, Xavier sabía mucho más, pero todavía le quedaban bastantes interrogantes.