—Dígame lo poco que sepa.
El camarero paseó la vista por la terraza, basculando el peso del cuerpo de una pierna a otra, con visible embarazo.
—Ocurrió hace mucho…
—¿Cuándo?
—Hará unos quince años.
—¿«Ocurrió»? ¿Qué fue lo que ocurrió?
El camarero puso cara de extrañeza.
—Pues… la ola de suicidios.
Servaz lo miró sin comprender.
—¿Qué ola de suicidios? —preguntó irritado—. ¡Explíquese, por favor!
—Varios suicidios de adolescentes… Chicos y chicas de entre catorce y dieciocho años, creo.
—¿Aquí, en Saint-Martin?
—Sí, y en los pueblos del valle.
—¿Varios suicidios? ¿Cuántos?
—Qué sé yo. ¡Yo tenía once años entonces! Quizá cinco, o seis o siete. Menos de diez, en todo caso.
—¿Y se suicidaron todos a la vez? —inquirió Servaz, estupefacto.
—No, pero con poco tiempo entre uno y otro. La cosa duró de todas formas varios meses.
—Varios meses… ¿Como cuántos? ¿Dos? ¿Tres? ¿Doce?
—Más bien doce, sí. Un año quizá. No sé…
«No es precisamente un lince, este
playboy
de pacotilla», se dijo Servaz. O eso o es que no ponía buena voluntad.
—¿Y se sabe por qué hicieron eso?
—Creo que no. No.
—¿No dejaron mensajes?
El camarero se encogió de hombros.
—Mire, yo era un niño. Seguramente encontrará otras personas de más edad para hablar de eso. No sé nada más, lo siento.
Servaz lo miró mientras se alejaba entre las mesas para desaparecer en el interior, sin hacer ningún esfuerzo para retenerlo. A través de un cristal lo vio hablando con un corpulento individuo que debía de ser el dueño. El hombre lanzó una sombría mirada en dirección a él; luego se encogió de hombros y volvió a situarse detrás de la caja.
Servaz habría podido levantarse e interrogarlo a su vez, pero estaba convencido de que allí no obtendría informaciones fiables. Una ola de suicidios de adolescentes que había tenido lugar quince años atrás… Se puso a reflexionar intensamente. ¡Era una historia increíble! ¿Qué habría podido impulsar a varios adolescentes del valle al suicidio? Quince años más tarde, un asesinato y un caballo muerto… ¿Había una relación entre aquellas dos series de acontecimientos? Servaz entrecerró lo ojos, escrutando las cumbres del fondo del valle.
* * *
Cuando Espérandieu salió al pasillo del 26 del bulevar Embouchure, una estentórea voz brotó de uno de los despachos.
—¡Mira, ya ha vuelto la querida del jefe!
Espérandieu optó por no hacerse eco del insulto. Pujol era un bocazas y un imbécil, características que a menudo se dan juntas; se trataba de un tipo alto y corpulento con una pelambrera canosa, una visión arcaica de la sociedad y un repertorio de chistes que solo hacían reír a su álter ego, Ange Simeoni. Eran como los dos inseparables «tenores de la imbecilidad», como en la canción de Aznavour. Martin los había puesto en su sitio y jamás se habrían permitido un comentario así en presencia de él, pero Servaz no estaba allí.
Espérandieu prosiguió por la serie de oficinas hasta llegar a la suya, en la punta del pasillo, al lado de la del jefe. Cerró la puerta tras de sí. Samira había dejado un mensaje en su mesa: «He incluido a los vigilantes en el FPR, tal como me pediste». El FPR era el archivo de las personas con orden de búsqueda. Después de tirar la nota a la papelera, puso la serie
Family Tree
usando la aplicación TV on the Radio de su iPhone y consultó sus mensajes. Martin le había pedido que reuniera el máximo posible de información sobre Éric Lombard y sabía a quién recurrir para obtenerla. Espérandieu tenía una ventaja con respecto a la mayoría de sus colegas y Martin, descontando a Samira: era moderno. Pertenecía a la generación de los multimedia, la cibercultura, las redes sociales y los foros. Por poco que uno supiera buscar, en estos se conseguían a menudo contactos interesantes. Aun así no tenía especial interés en que Martin ni nadie supiera cómo había obtenido aquellas informaciones.
* * *
—Lo siento, hoy no lo hemos visto.
El director adjunto de la planta embotelladora miró con impaciencia a Servaz.
—¿Sabe dónde puedo encontrarlo?
—No —respondió encogiéndose de hombros el rollizo director—. He intentado ponerme en contacto con él, pero no ha activado el móvil. En principio, debería haber venido a trabajar. ¿Ha probado en su casa? Quizás esté enfermo.
Servaz le dio las gracias y salió de la pequeña fábrica, rodeada de una alta alambrada. Reflexionó un momento mientras desbloqueaba el mecanismo de cierre del Jeep. Ya había llamado a casa de Chaperon, sin resultado. Nadie contestaba. Servaz sintió que se le formaba un nudo de angustia en el estómago.
Subió al coche y se sentó frente al volante.
Una vez más le volvió al recuerdo la mirada aterrorizada de Chaperon. ¿Qué había dicho concretamente Hirtmann? «Pídale al señor alcalde que le hable de los suicidas». ¿Qué conocía Hirtmann que ignoraban ellos? ¿Y cómo diablos lo sabía?
Después se le ocurrió otra cosa. Con el móvil, marcó un número que tenía apuntado en el bloc de notas. Respondió una voz de mujer.
—Aquí Servaz, de la brigada criminal —dijo—. ¿Su marido tenía una habitación propia, un despacho, algún sitio donde guardara sus papeles?
Tras un breve momento de silencio, oyó el ruido de alguien que expulsaba el humo del cigarrillo cerca del teléfono.
—Sí.
—¿Me permite que vaya a echar un vistazo?
—¿Acaso tengo elección?
La respuesta había surgido de inmediato, aunque sin verdadera acritud esa vez.
—Puede negarse. En ese caso, me veré obligado a pedir una comisión rogatoria, la obtendré y su falta de colaboración atraerá inevitablemente la atención del magistrado que instruye este caso.
—¿Cuándo? —pidió con aspereza la voz.
—Ahora mismo, si no le importa.
El muñeco de nieve seguía allí, pero los niños habían desaparecido, así como el cadáver del gato. Comenzaba a anochecer. El cielo se había llenado de oscuras y amenazadoras nubes entre las que solo subsistía una franja de color rosa anaranjado por encima de las montañas.
Al igual que la vez anterior, la viuda de Grimm lo aguardaba en el umbral de su casa de madera pintada de azul, con un cigarrillo en la mano y una máscara de absoluta indiferencia en la cara. Se apartó para dejarlo pasar.
—Al fondo del pasillo, la puerta de la derecha. No he tocado nada.
Servaz recorrió un pasillo abarrotado de muebles, de cuadros, de sillas, de figuritas y también de animales disecados que lo miraron al pasar. Al empujar la última puerta se encontró con una biblioteca. Los postigos estaban cerrados y la habitación estaba inmersa en la penumbra. Olía a cerrado. Servaz abrió la ventana. Un pequeño despacho de nueve metros cuadrados que daba a los bosques de detrás de la casa. El desorden era indescriptible: le costó abrirse paso hasta el centro de la habitación. Comprendió que Grimm debía de pasar casi todo el tiempo en su despacho cuando se encontraba en su domicilio. Había incluso un minitelevisor colocado encima de un mueble, frente a un viejo sofá desfondado y atestado de carpetas y revistas de caza y de pesca, un equipo de música portátil y un horno microondas.
Por espacio de unos segundos permaneció inmóvil en el centro de la habitación y recorrió con la mirada, desconcertado, aquel caos de cajas, de muebles, de carpetas y de polvorientos objetos.
Una madriguera, una guarida…
La caseta de un perro.
Servaz se estremeció. Grimm vivía como un perro al lado de su glacial esposa.
En las paredes había tarjetas postales, un calendario, pósters que reproducían lagos de montaña y ríos. Encima de los armarios, más animales disecados: una ardilla, varias lechuzas, un pato e incluso un gato montés. En un rincón vio un par de botas altas. Encima de uno de los muebles había varios carretes de caña de pescar. ¿Era un amante de la naturaleza? ¿Un taxidermista aficionado? Servaz trató de ponerse por un instante en el lugar del gordo individuo que se encerraba en aquella habitación con la única compañía de aquel bestiario cuyos ojos vidriosos traspasaban con fijeza la penumbra. Se lo imaginó atiborrándose de platos recalentados delante del pequeño televisor antes de dormirse en el sofá, relegado al fondo del pasillo por la hembra dragón con quien se había casado treinta años atrás. Comenzó a abrir los cajones de manera metódica. En el primero encontró bolígrafos, facturas, listas de medicamentos, extractos bancarios, recibos de cartas de crédito… En el siguiente unos prismáticos, paquetes de naipes todavía en su envoltorio original y varios mapas del instituto geográfico.
Después sus dedos palparon algo en el fondo del cajón: unas llaves. Las sacó a la luz. Era un manojo con una recia llave de cerradura y dos, más pequeñas, de candado o de cerrojo. Servaz las guardó en su bolsillo.
En el tercer cajón había una colección de moscas para pescar, anzuelos, hilo… y una foto.
Servaz la acercó a la ventana.
Grimm, Chaperon… y dos personas más.
Se trataba de una fotografía antigua: Grimm estaba casi delgado y Chaperon tenía quince años menos. Los cuatro hombres estaban sentados en unas rocas alrededor de una fogata y sonreían al objetivo. Detrás, a la izquierda, se distinguía un claro bordeado de un bosque de altas coníferas y de árboles de hoja caduca que lucían los colores del otoño; a la derecha, una pradera de suave pendiente, un lago y unas montañas. Era el crepúsculo y los grandes árboles proyectaban su sombra sobre el lago. El humo de la hoguera subía en espiral con la luz del anochecer. Servaz vio dos tiendas de campaña a la izquierda.
Una atmósfera bucólica, una impresión de sencilla dicha y de fraternidad. Unos hombres que disfrutan reuniéndose y acampando en la montaña, por última vez antes del invierno.
Servaz comprendió de pronto cómo podía soportar Grimm aquella vida de recluso junto a una esposa que lo despreciaba y lo humillaba: gracias a aquellos momentos de evasión en la naturaleza en compañía de sus amigos. Se dio cuenta de que se había equivocado: aquella habitación no era una guarida ni una cárcel, era por el contrario un túnel abierto al exterior. Los animales disecados, los pósters, el material de pesca y las revistas, todo lo remitía a aquellos momentos de libertad absoluta que debían de constituir el eje de su existencia.
En la foto, los cuatro hombres iban vestidos con camisas a cuadros, jerseys y pantalones cuyo corte correspondía a la moda de los años noventa. Uno de ellos levantaba una cantimplora que contenía tal vez algo más que agua; otro miraba el objetivo con una media sonrisa distraída, como si se encontrara en otra parte y no lo incumbiera aquel pequeño ceremonial.
Servaz examinó a los otros dos excursionistas. Uno era un coloso barbudo y risueño, el otro un tipo alto bastante delgado con una densa pelambrera negra y gruesas gafas.
Comparó el lago de la foto con el del póster de la pared sin llegar a esclarecer si se trataba del mismo, tomado desde distintos ángulos, o de dos lagos distintos.
Miró el dorso de la foto.
Lago de la Oule, octubre de 1993
.
La letra era pulcra, prieta, precisa.
Estaba en lo cierto. La foto era de quince años atrás. Aquellos hombres tenían entonces más o menos su edad, rondando los cuarenta. ¿Abrigaban todavía sueños o bien habían trazado ya el balance de su existencia? ¿El balance era positivo o negativo?
En la foto sonreían y en sus caras talladas por profundas sombras sus miradas brillaban reflejando la suave luz de un crepúsculo de otoño.
Aunque, ¿quién sabía en el fondo? Casi todo el mundo sonríe en las fotos. Hoy en día todo el mundo finge, influido por la mediocridad mediática global, se dijo Servaz. Muchos hacen una representación de su vida, como si se encontraran en un escenario. La apariencia y lo
kitsch
se han convertido en norma.
Seguía escrutando la foto, fascinado. ¿Sería importante? Una pequeña señal le indicaba vagamente que sí.
Tras un titubeo, la metió en el bolsillo.
En el momento preciso en que efectuaba el gesto tuvo la sensación de haber olvidado algo. Era una sensación potente, inmediata, la impresión de que su cerebro había reparado inconscientemente en un detalle y le enviaba una señal de alarma.
Volvió a sacar la foto y la observó. Los cuatro hombres sonrientes, la suave luz del ocaso, el lago, el otoño, los reflejos danzarines del agua, la sombra de la montaña proyectada sobre el lago. No, no era eso. La sensación seguía allí, sin embargo, clara e indiscutible. Sin darse cuenta, había visto algo.
De repente comprendió.
Las manos.
Tres de los cuatro personajes tenían la mano derecha visible: todos llevaban un voluminoso sello de oro en el dedo anular.
Aunque la foto estaba tomada desde demasiada distancia para poder estar seguro, Servaz habría jurado que se trataba del mismo anillo en todos los casos.
El mismo que debía de encontrarse en el dedo cortado de Grimm.
* * *
Salió de la habitación. La casa estaba inundada de música de jazz. Siguió el pasillo con su batiburrillo de objetos en dirección al origen de la música y fue a parar a un salón igual de abarrotado de cosas. Sentada en un sillón, leyendo, la viuda levantó la vista para posar en él una mirada de suprema hostilidad. Servaz agitó las llaves.
—¿Sabe lo que abren?
La mujer dudó un instante, como si se planteara a qué se exponía si no se lo decía.
—Tenemos una cabaña en el valle de Sospel —respondió por fin—. Queda a diez kilómetros, al sur de Saint-Martin, no lejos de la frontera española. Pero solo íbamos… o más bien mi marido solo iba los fines de semana, a partir de la primavera.
—¿Su marido? ¿Y usted?
—Es un sitio siniestro. Yo no pongo nunca los pies allí. Mi marido iba para estar solo, para descansar, meditar y pescar.
«Para descansar —pensó Servaz—. ¿Desde cuándo tienen los farmacéuticos necesidad de descansar? ¿Acaso no hacen trabajar a sus empleados?». Luego se dijo que era un malpensado: ¿qué sabía él, en el fondo, del oficio de farmacéutico? Una cosa era segura, en cualquier caso: tenía que visitar aquel chalet.
* * *
Espérandieu recibió la respuesta a su mensaje treinta y ocho minutos más tarde. Una fina lluvia rayaba los cristales. La noche había caído sobre Toulouse y las borrosas luces del otro lado del chorreante cristal se parecían a los motivos de un salvapantallas.