Servaz advirtió cómo la mirada de Éric Lombard se desplazaba para enfocar el objetivo de la cámara y, a través de este, a los telespectadores… Había pasado del dolor a la cólera, al desafío y la amenaza.
—Los responsables de este acto deben ser conscientes de que no van a sustraerse a mis esfuerzos… y de que soy un hombre sediento de justicia.
Servaz lanzó una ojeada a su alrededor. Todo el mundo estaba pendiente de la pantalla del televisor. «No está mal —calibró—, un bonito número». Preparado de antemano, era evidente, pero que irradiaba aun así una sinceridad brutal. Servaz se preguntó hasta dónde sería capaz de llegar un hombre como Éric Lombard en la ejecución de aquella amenaza. Las dos horas siguientes las pasó tratando de trazar el balance de las cosas que sabían y las que ignoraban. En ese estadio, las segundas superaban con creces a las primeras, desde luego. Cuando Irène Ziegler apareció por fin en la acera, detrás del cristal, se quedó un instante sin voz: se había puesto un traje de motorista de cuero negro aderezado con protecciones rígidas en metal gris en los hombros y las rodillas, complementado con unas botas reforzadas en la puntera y en el tacón y un casco integral que llevaba en la mano. «Una amazona…». Una vez más, quedó impresionado por su belleza. Cayó en la cuenta de que era casi igual de guapa que Charlène Espérandieu, pero en otro estilo, más deportivo, menos sofisticado. Charlène se parecía a una imagen de moda e Irène Ziegler a una campeona de surf. De nuevo, lo invadió un sentimiento de turbación. Se acordó de los pensamientos que había tenido al ver la anilla de su nariz. Irene Ziegler era, sin lugar a dudas, una mujer atractiva.
Servaz consultó el reloj. Eran ya las once.
—¿Cómo ha ido? —inquirió.
Ella le explicó que apenas habían podido sacar información de la autopsia, aparte de la certeza de que al animal lo habían decapitado después de muerto. Marchand había asistido. El forense había dado a entender que seguramente habían drogado al animal, una suposición que debía confirmar el análisis toxicológico. El director del centro ecuestre había manifestado un patente alivio a la salida. Había aceptado por fin que el animal fuera descuartizado, con excepción de la cabeza, que su jefe quería recuperar. Según Marchand, este quería hacerla disecar para exponerla en una pared.
—¿Exponerla en una pared? —repitió, incrédulo, Servaz.
—¿Cree que son culpables? —preguntó la gendarme.
—¿Quién?
—Los vigilantes.
—No lo sé.
Sacó el móvil y marcó el número de la residencia de Lombard. Respondió una voz femenina.
—Aquí el comandante Servaz, de la brigada criminal de Toulouse. Querría hablar con Éric Lombard.
—¿Cómo ha dicho que se llama?
—Servaz.
—Espere un momento.
Sonó una interminable serie de timbrazos, tras la cual contestó una voz de hombre de mediana edad.
—¿Sí?
—Querría hablar con Éric Lombard.
—¿De parte de quién?
—Comandante Servaz, de la brigada criminal.
—¿A propósito de qué?
Servaz sintió que comenzaba a perder la paciencia.
—Oiga, ha sido su jefe el que ha pedido verme. Tengo un montón de cosas que hacer aparte de esta, o sea que no estoy para perder el tiempo.
—Deletréeme su nombre con claridad y reitéreme el motivo de su llamada —insistió con tono imperturbable el individuo—. El señor Lombard tampoco tiene tiempo que perder.
La arrogancia de aquel hombre dejó mudo a Servaz, que tuvo que contenerse para no colgar.
—Servaz: S, E, R, V, A, Z. Es a propósito de su caballo,
Freedom
.
—¿No podía haberlo dicho antes? Un momento.
El hombre volvió a ponerse al cabo de veinte segundos.
—El señor Lombard lo espera a las tres de esta tarde.
No era una invitación, sino una orden.
* * *
Al entrar en las tierras de Éric Lombard tuvieron la impresión de adentrarse en un cuento de hadas. Habían dejado la moto y el coche en el parking de la gendarmería de Saint-Martin para desplazarse en un vehículo de servicio. Era la misma carretera que la vez anterior, la que conducía al centro ecuestre, pero en lugar de girar a la izquierda para adentrarse en el bosque continuaron recto.
Prosiguieron a través de un ondulado paisaje despejado de praderas salpicadas de tilos, robles, abetos y olmos. La vista se perdía sin alcanzar a percibir los límites de aquella extensa propiedad. Por todas partes había barreras, caballos sueltos y maquinaria agrícola aparcada al borde de los caminos, lista para ser utilizada. Aunque persistían algunos retazos de nieve, el aire era luminoso y claro. Servaz pensó en un rancho de Montana o una hacienda de Argentina. Al principio, vieron algún que otro cartel que advertía PROPIEDAD PRIVADA / PROHIBIDO EL PASO sujeto al tronco de los árboles o a las vallas de los campos. No había, con todo, una cerca. Después, al cabo de cinco kilómetros, descubrieron el muro de piedra. Con sus cuatro metros de altura, ocultaba una parte del paisaje. Al otro lado se sucedían los árboles del bosque. Frenaron delante de las verjas. En uno de los pilares había una placa de granito con letras doradas.
—Château-Blanc —leyó Servaz.
En lo alto del pilar se desplazó una cámara. No tuvieron necesidad de bajar para hablar por el interfono: la verja se abrió casi de inmediato.
Siguieron circulando todavía durante un kilómetro largo por una avenida flanqueada de centenarios robles. La carretera, recta e impecablemente asfaltada, componía una negra y reluciente cinta bajo las retorcidas ramas de los grandes árboles. Servaz vio cómo la mansión avanzaba lentamente hacia ellos desde el fondo del parque. Unos instantes después, aparcaron delante de un macizo de brezo de invierno y de camelias de color rosa pálido recubiertas de nieve. Servaz quedó decepcionado: la residencia no era tan grande como había previsto. Aquella impresión quedó enseguida matizada por una posterior observación: se trataba de un edificio de infantil belleza, construido probablemente a finales del siglo XIX o principios del XX, mitad castillo del Loira, mitad casa solariega inglesa. Un castillo de cuento de hadas… Delante de las ventanas de la planta baja había una hilera de grandes arbustos podados en forma de animales: un elefante, un caballo, una jirafa y un ciervo, que destacaban sobre la nieve. A la izquierda, hacia el este, Servaz divisó un jardín a la francesa con pensativas estatuas y estanques. Había también una piscina cubierta con un toldo y una pista de tenis y, al fondo, un alargado invernadero con un montón de estrafalarias antenas en el techo.
Se acordó de lo que había leído en Internet: Éric Lombard poseía una de las principales fortunas de Francia y era uno de los ciudadanos más influyentes del país. Dirigía un imperio presente en más de setenta países. Era probable que el antiguo invernadero de naranjos lo hubieran transformado en centro de comunicaciones ultramoderno. Ziegler cerró de un golpe la puerta del coche.
—Mire.
Señalaba los árboles. Siguiendo con la vista la dirección indicada, Servaz contó una treintena de cámaras sujetas a los troncos, entre las ramas. Debían de cubrir la totalidad del perímetro, sin ningún ángulo muerto. En algún lugar de la casa, los estaban observando. Caminando por un sendero de grava bordeado de arriates pasaron entre dos leones agazapados, esculpidos en boj, de cinco metros de altura cada uno. «Qué extraño —pensó Servaz—. Parece un jardín concebido para la diversión de unos niños muy ricos». En ningún sitio había leído, sin embargo, que Éric Lombard tuviera hijos. La mayoría de los artículos hablaban de un soltero empedernido y de sus múltiples conquistas. ¿Tal vez aquellas esculturas vegetales perduraban desde la época de su propia infancia? Un hombre de unos sesenta años los aguardaba en lo alto de las escaleras. Alto, vestido de negro, posó en ellos una mirada dura como el hielo. Pese a que lo veía por primera vez, Servaz dedujo al instante de quién se trataba. Con renovada rabia, lo identificó con el hombre con quien había hablado por teléfono. El individuo los recibió sin sonreír y les pidió que lo siguieran antes de girar sobre sí. También entonces el tono empleado no fue el de una petición sino el de una orden.
Traspasaron el umbral.
Entraron en una sucesión de vastos salones, vacíos y retumbantes, que atravesaban en toda su profundidad el edificio, al final del cual atisbaron la claridad del día como llegada del otro extremo de un túnel. El interior era monumental y los techos muy altos. Las ventanas del primer piso iluminaban en realidad el vestíbulo. El individuo vestido de negro los condujo a través de un primer salón desprovisto de mobiliario antes de dirigirse a una doble puerta situada a la derecha. Dentro había una biblioteca de paredes revestidas de libros antiguos, con cuatro altos ventanales que daban al bosque. Éric Lombard permanecía delante de uno de ellos. Servaz lo reconoció inmediatamente, pese a que estaba de espaldas. El hombre de negocios hablaba al micro de unos cascos.
—La policía está aquí —anunció el hombre de negro en un tono que oscilaba entre la deferencia y el desprecio hacia los recién llegados.
—Gracias, Otto.
Otto abandonó la habitación. Lombard puso fin a su conversación en inglés, se quitó los cascos y los depositó encima de una mesa de roble. Luego posó la vista en ellos. Primero en Servaz y luego en Ziegler, en quien se demoró… con una breve expresión de asombro a causa de su atuendo.
—Les ruego que disculpen a Otto —dijo, dispensándoles una calurosa sonrisa—. Se ha equivocado de época. A veces tiende a confundirme con un príncipe o un rey, pero también es una persona con quien puedo contar en toda circunstancia.
Servaz guardó silencio, esperando.
—Ya sé que están muy ocupados, y que no les sobra el tiempo. A mí tampoco. Yo sentía un enorme afecto por ese caballo. Era un animal maravilloso. Quiero estar seguro de que se hará todo, absolutamente todo lo posible para encontrar a quien ha cometido esa abominación. —Los volvió a escrutar. En sus ojos azules había tristeza, pero también dureza y autoridad—. Lo que quiero que comprendan es que pueden llamarme a cualquier hora del día o de la noche, plantearme todas las preguntas que consideren útiles, incluso las más descabelladas. Les he pedido que vinieran para asegurarme de que no van a descartar ninguna pista, ningún medio con tal de llevar a buen fin esta investigación. Lo que quiero es que todo se esclarezca. —Sonrió, un instante tan solo—. En el caso contrario, si llegaran a actuar con negligencia, a no esmerarse en el caso con el pretexto de que no se trata más que de un caballo, me mostraré implacable.
La amenaza distaba de ser velada. «Lo que quiero…». Aquel hombre no se andaba por las ramas. No tenía tiempo que perder e iba directamente al grano. De improviso, a Servaz le pareció casi simpático, al igual que su amor por aquel animal.
Resultaba claro, en cambio, que Irene Ziegler no había interpretado con igual talante su actitud. Servaz advirtió que se había puesto muy pálida.
—No va a sacar nada mediante la amenaza —replicó con fría cólera.
Lombard la miró fijamente. De repente, su rostro se suavizó para adoptar una expresión contrita.
—Les pido perdón. Estoy convencido de que ambos son perfectamente competentes y concienzudos. Sus superiores los colman de elogios. Soy un idiota. Estos… acontecimientos me han trastocado. Acepte mis excusas, capitana Ziegler. Son sinceras.
Ziegler inclinó la cabeza con gesto reacio, sin añadir nada.
—Si no tiene inconveniente —intervino Servaz—, querría que comenzáramos enseguida a hacerle las preguntas, ya que estamos aquí.
—Desde luego. Síganme. Permítanme ofrecerles un café.
Éric Lombard abrió otra puerta en el fondo. Era un salón. El sol entraba por los ventanales y caía sobre el cuero de los dos sofás y sobre una mesa en la que habían dispuesto una bandeja con tres tazas y un jarro. A Servaz le pareció que este último era antiguo y de gran valor, al igual que el resto del mobiliario. Todo estaba a punto, incluido el azúcar, las pastas y una jarra de leche.
—Mi primera pregunta —arrancó sin preámbulos Servaz— es: ¿sabe de alguien que hubiera podido cometer ese crimen, que hubiera tenido al menos un motivo para hacerlo?
Éric Lombard, que estaba sirviendo el café, interrumpió su gesto para clavar una acerada mirada en los ojos de Servaz. Su cabello rubio se reflejaba en el gran espejo que tenía detrás. Llevaba un jersey de cuello alto de color crudo y un pantalón de lana gris. Estaba muy bronceado.
—Sí —respondió sin pestañear.
Servaz se estremeció. A su lado, Ziegler había tenido la misma reacción.
—Y no —se apresuró a añadir Lombard—. Eran dos preguntas en una: sí, conozco a un montón de personas que tendrían motivos para hacerlo. Y no, no sé de nadie que sea capaz de haberlo hecho.
—Precise más lo que piensa —reclamó con irritación Ziegler—. ¿Por qué tendrían motivos para matar a ese caballo?
—Para hacerme daño, para vengarse, para impresionarme. Ya pueden suponer que en mi profesión y con mi fortuna, uno se forja enemigos, suscita envidias, roba mercados a la competencia, rechaza ofertas, provoca la ruina de ciertas personas, despide a cientos de empleados… Si tuviera que hacer una lista de todos los que me detestan, sería tan larga como un listín telefónico.
—¿No podría ser un poco más concreto?
—Por desgracia, no. Comprendo su razonamiento: han matado a mi caballo preferido y lo han colgado de lo alto de un teleférico de mi propiedad. Es a mí pues a quien quieren perjudicar. Todo apunta hacia mí, estoy de acuerdo con ustedes, pero no tengo la menor idea de quién ha hecho esto.
—¿No ha recibido amenazas escritas ni verbales, o cartas anónimas?
—No.
—Su grupo está presente en setenta países —señaló Servaz.
—Setenta y ocho —corrigió Lombard.
—¿Mantiene relaciones, aunque solo sean indirectas, con mafias, con el crimen organizado? Imagino que hay países donde ese tipo de… contacto es más o menos inevitable.
Lombard volvió a taladrar a Servaz con la mirada, aunque sin agresividad esa vez. Incluso se permitió sonreír.
—Es directo, comandante. ¿Piensa acaso en aquella cabeza de caballo cortada en
El padrino
? No, mi grupo no mantiene tratos con el crimen organizado. En todo caso, no que yo sepa. No digo que no haya algunos países en los que debemos cerrar los ojos ante ciertas prácticas, en África o en Asia, pero para ser claros, se trata de dictaduras, no de mafias.