En una ocasión, después de una buena comida y un buen vino, Septimus dijo de manera efusiva:
—George, me agrada tenerte aquí. Después de escucharte, me resulta un alivio tan grande volver a mi procesador de textos, que mi literatura ha mejorado sustancialmente. Considérate con libertad para venir aquí en cualquier momento. Aquí —y señaló a su alrededor con la mano— puedes escapar a todas las preocupaciones y problemas que te puedan acosar. Y cuando yo esté trabajando con mi procesador de textos, dispones de libre acceso a mis libros, al televisor, al frigorífico y…, y creo que ya sabes dónde está la bodega.
En efecto, lo sabía. Incluso había confeccionado un plano orientativo, con una gran X que señalaba el emplazamiento de la bodega y varias rutas alternativas cuidadosamente delineadas.
—La única cuestión es —dijo Septimus— que este refugio de las miserias mundanas está cerrado desde el 1 de diciembre hasta el 31 de marzo. Durante ese período no puedo ofrecerte mi hospitalidad. Debo permanecer en mi casa de la ciudad.
Quedé consternado. La época de las nieves constituye una temporada calamitosa para mí. Después de todo, mi querido amigo, es en invierno cuando mis acreedores se muestran más apremiantes. Esas codiciosas gentes que, como todo el mundo sabe, son lo bastante ricas como para poder ignorar los pocos y míseros centavos que yo pueda deberles, parecen encontrar un especial deleite en la idea de que yo pueda ser arrojado a la nieve. Les inspira nuevas acciones de codicia lupina, por lo que era sobre todo entonces cuando me habría venido bien disponer de un refugio.
—¿Por qué no utilizarlo en invierno, Septimus? —dije—. Con una crepitante hoguera en esta espléndida chimenea, que colabora con tu igualmente espléndido sistema de calefacción central, podrías reírte del frío de la Antártida.
—Sí —dijo Septimus—, pero parece ser que todos los inviernos convergen aquí aullantes ventiscas y sepultan bajo la nieve este semiparaíso mío. Esta casa, sumida en la soledad que yo adoro, queda entonces incomunicada con el mundo exterior.
—Con lo cual no se pierde nada —señalé.
—Tienes razón —dijo Septimus—. No obstante, mis suministros llegan desde el mundo exterior: comida, bebida, combustible, ropa lavada. Es humillante pero cierto que en realidad no puedo sobrevivir sin el mundo exterior…, por lo menos no podría llevar la clase de vida sibarítica que cualquier ser humano decente desearía llevar.
—¿Sabes, Septimus? —dije—. Tal vez yo pueda pensar en una forma de resolver el problema.
—Piensa cuanto quieras —respondió—, pero no conseguirás nada. De todos modos, esta casa es tuya durante ocho meses al año, o, al menos, mientras yo esté aquí durante esos ocho meses.
Eso era verdad, pero ¿cómo podía un hombre razonable conformarse con ocho meses cuando existían doce? Esa noche llamé a Azazel.
No creo que estés enterado de la existencia de Azazel. Es un demonio, un duende mágico de unos dos centímetros de estatura, que posee poderes extraordinarios que le encanta exhibir, porque en su mundo, dondequiera que esté, no se le tiene en gran consideración. Por consiguiente…
Oh, ¿has oído hablar de él? Bueno, amigo mío, ¿cómo voy a poder contarte este relato de forma razonada si andas interrumpiendo constantemente con tus opiniones? No pareces comprender que el arte del verdadero conversador consiste en mantenerse completamente atento y en abstenerse de interrumpir con excusas tan engañosas como la de ya haber oído hablar, del asunto. De todos modos…
Como siempre, Azazel estaba furioso por haber sido llamado. Al parecer, se hallaba realizando lo que él denominó una solemne observancia religiosa. A duras penas mantuve la calma. Siempre está entregado a algo que imagina que es importante y nunca se para a considerar que, cuando le llamo, invariablemente estoy en algo que en realidad es importante.
Tranquilamente, esperé a que cesaran sus farfullados barboteos, y luego le expliqué la situación. Escuchó con una ceñuda expresión en su diminuto rostro, y finalmente dijo:
—¿Qué es nieve?
Suspiré y se lo expliqué.
—¿Quieres decir que aquí cae del cielo agua solidificada? ¿Pedazos de agua solidificada? ¿Y la vida sobrevive?
No me molesté en hablar del granizo, sino que dije:
—Cae en forma de blandos copos, «Poderoso». —Siempre le aplaca que se le llame con nombres idiotas—. Pero resulta molesta cuando cae en exceso.
—Si vas a pedirme que reorganice la pauta meteorológica de este mundo —dijo Azazel—, me niego en redondo. Eso entraría en el epígrafe de manipulación planetaria, lo cual es contrario a la ética de mi notoriamente ético pueblo. Yo ni siquiera soñaría en violar la ética, en especial habida cuenta de que, si se me sorprende haciéndolo, sería entregado como alimento al temible
Lamell Bird
, una inmunda criatura de horribles modales en la mesa. Detestaría decirte con qué me mezclaría.
—Ni se me ocurriría inducirte a practicar una manipulación planetaria, oh «Sublime». Yo quisiera pedir algo mucho más simple. Verás, la nieve, cuando cae, es tan blanda y mullida que no soporta el peso de un ser humano.
—La culpa es vuestra por ser tan pesados —dijo Azazel con tono despreciativo.
—Sin duda —respondí—, pero ese peso hace que resulte difícil caminar. Yo quisiera que hicieses a mi amigo menos pesado cuando pise la nieve.
Me costaba mantener la atención de Azazel. Con aire indignado, estaba diciendo:
—Agua solidificada…, por todas partes…, cubriendo la tierra… —Meneó la cabeza, como si no pudiera comprenderlo.
—¿Puedes hacer a mi amigo menos pesado? —pregunté, concretando lo que, después de todo, era una cuestión bien simple.
—Naturalmente —respondió Azazel con indignación—. Basta con aplicar el principio de la antigravedad, activado por la molécula de agua en condiciones apropiadas. No es fácil, pero se puede hacer.
—Un momento —dije, pensando con inquietud en los peligros de la inflexibilidad—. Sería aconsejable colocar la intensidad anti-gravitatoria bajo control de mi amigo. A veces, podría considerar conveniente caminar hundiendo los pies en la nieve.
—¿Acomodarlo en vuestro tosco sistema autonómico? ¡El colmo! Tu desfachatez no conoce límites.
—Lo pido tan sólo porque se trata de ti —dije—. Me cuidaría mucho de pedírselo a ningún otro miembro de tu especie.
Esta diplomática mentira surtió el efecto deseado. Azazel hinchó el pecho, aumentando su perímetro nada menos que dos milímetros, y con orgullosa vocecilla de contralto, dijo:
—Se hará.
Supuse que Septimus había adquirido en ese momento la capacidad deseada, pero no podía estar seguro. Corría entonces el mes de agosto y no había ninguna capa de nieve con la que experimentar…, ni tampoco estaba yo de humor para realizar un viaje rápido a la Antártida, Patagonia o Groenlandia en busca de material experimental.
Tampoco tenía sentido explicarle la situación a Septimus sin disponer de nieve para una demostración. No me habría creído. Incluso podría haber llegado a la ridícula conclusión de que yo…, yo había estado bebiendo.
Sin embargo, los hados se mostraban benévolos. A finales de noviembre, me encontraba en la casa de campo de Septimus, en lo que él llamaba su periodo de despedida de la temporada, y cayó una copiosa nevada, desusadamente intensa para las fechas en que estábamos.
Septimus montó en cólera y declaró la guerra al Universo entero por no haberle ahorrado aquel perverso ultraje.
Pero para mí era la gloria…, y también para él, aunque aún no lo sabía.
—No temas, Séptimas —le dije—. Ha llegado el momento de que descubras que la nieve no reserva ningún terror para ti.
Y le expliqué con todo detalle la situación.
Supongo que era de esperar que su primera reacción fuese de insolente incredulidad, pero formuló ciertas observaciones totalmente innecesarias sobre el estado de mi salud mental.
No obstante, yo había dispuesto de varios meses para elaborar mi estrategia.
—Quizá te hayas preguntado alguna vez, Septimus, cómo me gano la vida —le dije—. No te sorprenderá mi reserva cuando te diga que yo soy la figura clave de un programa gubernamental de investigación sobre la antigravedad. No puedo decir nada más, salvo que tú eres un experimento de valor extraordinario y harás avanzar notablemente el programa. Esto tiene importantes implicaciones de seguridad nacional.
Me miró con ojos desmesuradamente abiertos por el asombro, mientras yo tarareaba por lo bajo unos compases de
La bandera sembrada de estrellas
.
—¿Hablas en serio? —preguntó.
—¿Bromearía yo con la verdad? —pregunté, a mi vez. Luego, arriesgándome a la natural réplica, pregunté—: ¿Lo haría la CIA?
Se lo tragó, dominado por el aura de veracidad que impregna todas mis afirmaciones.
—¿Qué debo hacer? —preguntó.
—Únicamente hay quince centímetros de nieve sobre el suelo. Imagina que no pesas nada y sal a pisarla.
—¿Sólo tengo que «imaginarlo»?
—Así es como funciona.
—Me mojaré los pies.
—Entonces, ponte unas botas altas —dije con sarcasmo.
Vaciló y, a continuación, sacó de verdad sus botas altas y se las puso con esfuerzo. Esta abierta demostración de falta de fe en mis afirmaciones me hirió profundamente. Además, se puso abrigo y sombrero de piel.
—Si ya estás listo… —dije fríamente.
—No lo estoy —respondió.
Abrió la puerta, y salió. No había nieve en la cubierta veranda, pero tan pronto como puso los pies en los escalones, éstos parecieron deslizarse bajo él. Se agarró desesperadamente a la barandilla.
Había llegado al final del corto tramo de peldaños y trató de enderezarse. Resbaló unos pocos metros, agitando los brazos, y luego, sus pies se elevaron en el aire. Cayó de espaldas y continuó deslizándose hasta pasar junto a un árbol y sujetarse al tronco con el brazo. Dio tres o cuatro vueltas a su alrededor, deslizándose, y finalmente se detuvo.
—¿Qué clase de nieve tan resbaladiza es ésta? —gritó, con voz que temblaba de indignación.
Debo confesar que, pese a mi fe en Azazel, me encontré observando la escena lleno de sorpresa. No había dejado huellas, y su cuerpo, al deslizarse, no había producido ningún surco en la nieve.
—No pesas nada sobre la nieve —dije.
—Estás loco-replicó.
—Fíjate en la nieve —le dije—. No has dejado ninguna señal en ella.
Miró, y acto seguido farfulló unas cuantas frases de esas que antes se solían calificar de irreproducibles.
—La fricción —continué— depende en parte de la presión entre un cuerpo deslizante y aquello sobre lo que se desliza. Cuanto menor es la presión, menor es la fricción. Tú no pesas nada, así que tu presión sobre la nieve es nula, la fricción es nula y, por consiguiente, te deslizas sobre la nieve como si se tratase del hielo más pulido.
—¿Qué debo hacer, entonces? ¡No puedo dejar que mis pies resbalen de esta manera!
—No hace daño, ¿no? Si no pesas nada y te caes de espaldas, no sufres ningún daño.
—Aun así. El que no me haga daño no es excusa para pasarme la vida tendido en la nieve.
—Vamos, Septimus, piensa que vuelves a tener peso, y levántate.
Frunció el ceño, como era habitual en él, y dijo:
—Sólo que piense que tengo peso, ¿eh?
Lo hizo, y torpemente se puso en pie.
Sus pies se hundieron unos centímetros en la nieve, y cuando trató, con cautela, de andar, no tuvo más dificultades que las que suelen presentarse en la nieve.
—¿Cómo lo haces, George? —preguntó, con mucho más respeto en su voz del que yo solía suscitar en él—. No habría imaginado que fueses un científico de esa categoría.
—La CIA me obliga a ocultar mis conocimientos técnicos y científicos —expliqué—. Ahora, imagínate que te vas volviendo más ligero poco a poco, y ve caminando mientras lo piensas. Irás dejando huellas cada vez menos profundas, y la nieve se volverá paulatinamente más resbaladiza. Detente cuando notes que se está volviendo peligrosamente resbaladiza.
Hizo lo que le decía, pues los científicos ejercemos una poderosa influencia intelectual sobre el resto de los mortales.
—Ahora —proseguí—, trata de deslizarte. Cuando quieras pararte, no tienes más que hacerte más pesado…, y hazlo gradualmente, o te caerás de bruces.
Como tenía bastante de atleta, inmediatamente dominó el truco. En una ocasión me dijo que podía practicar cualquier deporte, salvo la natación. Cuando tenía tres años, su padre le había tirado al agua en un cariñoso intento de hacerle nadar sin la tediosa necesidad de la instrucción previa; como consecuencia de ello, el pequeño Septimus había precisado diez minutos de respiración boca a boca. Explicó que aquello le había dejado para siempre con un miedo terrible al agua y con una aversión también a la nieve.
—La nieve no es más que agua sólida —repetía, exactamente como lo habría hecho Azazel.
Pero la aversión a la nieve no se manifestaba en las nuevas condiciones. Empezó a deslizarse con un estridente grito de júbilo y, de vez en cuando, se hacía más pesado al volverse, despidiendo un espeso reguero de nieve y deteniéndose.
—¡Espera! —dijo.
Se precipitó en el interior de la casa y volvió a salir —aunque te cueste creerlo— llevando en las manos unos patines para hielo unidos a unas botas.
—Aprendí a patinar en mi lago —explicó, mientras empezaba a ponérselos—, pero nunca disfruté haciéndolo. Siempre temía que fuera a romperse el hielo. Ahora puedo patinar en tierra sin peligro.
—Pero recuerda —le dije, preocupado— que sólo da resultado sobre la molécula de H
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O. Si llegas a un trecho descubierto de tierra o de pavimento, tu ingravidez desaparecerá al instante. Te harás daño.
—No te preocupes —respondió, al tiempo que se incorporaba y se ponía en marcha.
Me quedé mirando cómo se alejaba a toda velocidad a lo largo de por lo menos setecientos metros sobre las heladas extensiones de sus terrenos, y a mis oídos llegó el distante rugido de: «Deslizarse sobre la nieve en un trineo de un caballo…».
Debes saber que Septimus trata de acertar al azar el tono de cada nota, y nunca lo consigue. Me tapé los oídos con las manos.
A continuación, vino lo que verdaderamente creo fue el invierno más feliz de mi vida. Durante todo el invierno estuve cómodo y abrigado en la casa, comiendo y bebiendo como un rey, leyendo edificantes libros en los que trataba de adivinar las intenciones del autor e identificar al asesino, además de especular con torva delectación en las frustraciones de mis acreedores allá en la ciudad.