Comoquiera que fuese, su padre, viejo amigo mío, me pidió que fuera su padrino en el bautizo, y yo no podía negarme.
Muchos amigos míos, impresionados por mi noble aspecto y mi franco y virtuoso semblante, sólo se sienten a gusto en la iglesia si yo estoy a su lado, así que son numerosas las ocasiones en que he actuado de padrino. Naturalmente, yo me tomo estas cosas muy en serio y siento en toda su plenitud la responsabilidad del puesto. Por consiguiente, en la vida posterior me mantengo tan cerca de mis ahijados como me es posible, y tanto más cuando llegan a tener una belleza tan extraordinaria como Elderberry.
Su padre murió por el tiempo en que Elderberry cumplió veinte años, y ella heredó una importante suma de dinero que, como es lógico, hizo que aumentase su belleza a los ojos del mundo en general. Yo, por mi parte, no concedo ninguna importancia al dinero, pero consideré necesario protegerla de los cazadores de dotes. Para ello, me dediqué a cultivar su compañía en mayor medida aún, y frecuentemente cenaba en su casa. Después de todo, como puedes imaginar, ella estaba muy encariñada con su tío George, y, por mi parte, ciertamente, yo no podía censurárselo.
Tal como se desarrollaron las cosas, resultó que Elderberry no necesitaba el capital que su padre le había dejado, pues se convirtió en una escultora de gran renombre, produciendo obras cuyo valor artístico no podía ser puesto en tela de juicio, ya que alcanzaban elevados precios en el mercado.
Yo no entendía muy bien su producción, pues mis gustos en materia de arte son totalmente etéreos, y no se puede esperar que aprecie las cosas que ella creaba para deleite de esa parte de la estúpida multitud que podía permitirse pagar sus precios.
Recuerdo que en cierta ocasión le pregunté qué representaba una escultura determinada.
—Como ves —me contestó—, la obra se titula «Cigüeña volando».
Estudié el objeto, que estaba fundido en el más exquisito bronce, y dije:
—Sí, ya me he fijado en el letrero, pero ¿dónde está la cigüeña?
—Aquí —respondió, señalando un pequeño cono de metal que emergía de una base de bronce un tanto amorfa y terminaba en un afilado vértice.
Lo contemplé pensativo, y luego pregunté:
—¿Eso es una cigüeña?
—Pues claro que lo es, grandísimo bobo —dijo (pues siempre se dirigía a mí en términos afectuosos)—, representa el extremo del largo pico de una cigüeña.
—¿Y eso es suficiente, Elderberry?
—Completamente —respondió—. No es la cigüeña misma lo que trato de representar, sino la noción abstracta de la cigüeñidad, que es exactamente lo que esto evoca.
—Sí, en efecto —dije, ligeramente perplejo—, ahora que lo mencionas… Sin embargo, el letrero dice que la cigüeña está volando. ¿Cómo es eso?
—Pero no seas tonto —exclamó—, ¿no ves esta base un tanto amorfa de bronce?
—Sí —respondí—, cómo no voy a verla.
—Y no me negarás que el aire…, cualquier gas, si vamos a eso, es una masa amorfa. Bien, pues esta base amorfa de bronce es una clarísima representación de la atmósfera en abstracto. Y ya ves que en esta cara de la base hay una fina línea recta, absolutamente horizontal.
—Sí. Una vez que lo señalas, resulta clarísimo.
—Ésa es la noción abstracta de vuelo a través de la atmósfera.
—Extraordinario —dije—. Luminosamente claro cuando se explica. ¿Cuánto te darán por ello?
—Oh —dijo ella, moviendo con aire desairado una mano, como para poner de manifiesto la trivialidad de la cuestión—. Tal vez diez mil dólares. Es una cosa tan sencilla y evidente por sí misma, que me sentiría culpable cobrando más. Es más un
morceau
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que otra cosa. No como ésa. —Y señaló con la mano hacia un mural formado con telas de saco y pedazos de cartón, todo ello centrado en torno a una batidora rota que parecía tener en su parte inferior algo que semejaba manchas de huevo seco.
Lo miré con cierto respeto.
—¡Inapreciable, desde luego! —exclamé.
—Eso creo yo —dijo ella—. No es una batidora nueva, ¿sabes? Tiene la pátina del tiempo. La saqué de un cubo de basura.
Y entonces, por alguna razón, para mí desconocida, su labio inferior empezó a temblar y, con voz trémula, dijo:
—Oh, tío George.
Al instante, me sentí alarmado. Cogí su hábil mano izquierda, con sus fuertes dedos de escultora, y se la apreté.
—¿Qué ocurre, hija mía?
—Oh, George —dijo—, estoy harta de hacer estas sencillas abstracciones sólo porque representan el gusto del público.
Se llevó a la frente los nudillos de la mano derecha y dijo con tono trágico:
—¡Cómo me gustaría hacer lo que «quiero», aquello que mi corazón de artista me dice que debo hacer!
—¿Qué es, Elderberry?
—Yo quiero experimentar. Quiero avanzar en nuevas direcciones. Quiero intentar lo jamás intentado, arriesgarme a lo que nadie se ha arriesgado, producir lo improducible.
—¿Y por qué no lo haces, hija mía? Seguramente que eres lo bastante rica como para permitírtelo.
De pronto, sonrió, y se le iluminó el rostro.
—Gracias, tío George —dijo—, gracias por decir eso. La verdad es que me lo permito de vez en cuando. Tengo una habitación secreta en la que deposito mis pequeños experimentos, aquellos que sólo un educado paladar artístico puede apreciar; los que son caviar para la gente en general —añadió.
—¿Puedo verlos?
—Naturalmente, «querido» tío. Después de lo que has dicho en aliento de mis aspiraciones, ¿cómo podría negártelo?
Descorrió una gruesa cortina tras la que había una puerta tan ajustadamente encajada en la pared, que apenas era visible. Oprimió un botón, y la puerta se abrió eléctricamente. Entonces, y, al tiempo que la puerta se cerraba a nuestra espalda, unas brillantes luces fluorescentes iluminaron la sala sin ventanas en donde habíamos entrado, llenándola de tanta claridad como si en ella penetrara el sol.
Casi al instante, vi ante mí la representación de una cigüeña esculpida en rica piedra. Cada pluma estaba en su sitio, los ojos brillaban llenos de vida, tenía el pico entreabierto y las alas medio extendidas. Parecía como si fuera a elevarse en el aire.
—Santo cielo, Elderberry —exclamé—. Nunca he visto nada igual.
—¿Te gusta? Yo lo llamo «arte fotográfico», y creo que a su manera es bonito. Totalmente experimental, desde luego; los críticos y el público se reirían y se mofarían de mí, no se percatarían de lo que intento hacer. Ellos únicamente aceptan simples abstracciones que son superficiales por completo y que cualquiera puede entender, nada semejante a esto, que sólo puede atraer a los sutiles y a los que se conforman con dejar que la comprensión se abra paso lentamente en ellos.
Después de eso, en alguna ocasión disfruté del privilegio de entrar en su habitación secreta y estudiar los objetos exóticos que de vez en cuando se formaban bajo sus fuertes dedos y su disciplinado cincel. Mi admiración hacia una cabeza de mujer exactamente igual a la de Elderberry era profunda.
—Yo la llamo «El espejo» —dijo, sonriendo tímidamente—. Retrata mi alma, ¿no crees?
Asentí, entusiasmado.
Creo que eso fue lo que finalmente le indujo a permitirme ver el secreto más íntimo de todos.
Yo le había dicho:
—Elderberry, ¿cómo es que no tienes ningún… —hice una pausa y luego, prescindiendo de más eufemismos, terminé—… ningún novio?
—Novios —exclamó ella, con aire de profundo desprecio—. ¡Bah! Merodean a mi alrededor muchos de esos aspirantes a novios de que hablas, pero ¿cómo voy a fijarme en ellos? Yo soy una artista; tengo en mi corazón, en mi mente y en mi alma una imagen de verdadera belleza varonil que ningún conjunto de carne y hueso puede imitar, y que es lo único que puede ganar mi corazón. Eso, y sólo eso, «ha» ganado mi corazón.
—¿«Ha» ganado tu corazón, querida? —dije suavemente—. Entonces, ¿lo has encontrado ya?
—Lo he… Pero ven, tío George, y lo verás. Tú y yo compartiremos mi gran secreto.
Regresamos a la sala del arte fotográfico, y una vez allí, descorrió otra gruesa cortina y apareció ante nosotros un hueco que yo no había visto antes. En él se hallaba la estatua de un hombre, de un metro ochenta de estatura y desnudo, que, por lo que pude ver, anatómicamente era perfecto hasta el último milímetro.
Elderberry pulsó un botón, y la estatua giró lentamente sobre su pedestal, haciendo evidentes desde todos los ángulos su suave simetría y sus perfectas proporciones.
—Mi obra maestra —susurró Elderberry.
Yo no soy un gran admirador de la belleza masculina; sin embargo, en el hermoso rostro de Elderberry vi reflejarse una anhelante admiración que revelaba con claridad que estaba llena de amor y adoración.
—Tú amas a esa estatua —le dije.
—Oh, sí —murmuró—. Daría mi vida por él. Mientras él exista, los otros hombres me parecerán deformes y odiosos. Nunca podría dejar que ningún hombre me tocara sin experimentar con ello una sensación de repugnancia. Únicamente le deseo a él. Tan sólo a él.
—Mi pobre niña —dije—. La estatua no está viva.
—Lo sé, lo sé —respondió con voz quebrada—. Y eso me destroza el corazón. ¿Qué puedo hacer?
—¡Realmente triste! —murmuré—. Me recuerda la historia de Pigmalión.
—¿De quién? —preguntó Elderberry, que, como todos los artistas, era un espíritu sencillo que no sabía nada del ancho mundo exterior.
—De Pigmalión. Es una antigua historia. De Pigmalión, un escultor, como tú; sólo que, naturalmente, era un hombre. Y, al igual que tú, esculpió una bella estatua, nada más que, debido a sus peculiares prejuicios masculinos, esculpió una mujer a la que llamó Galatea. La estatua era tan hermosa, que Pigmalión se enamoró de ella. Como ves, lo mismo que en tu caso, salvo que tú eres una Galatea viva y la estatua es un…
—No —exclamó enérgicamente Elderberry—, no esperes que yo le llame Pigmalión. Ese nombre es rudo y tosco, y yo quiero algo poético. Yo le llamo —y el amor volvió a iluminar su rostro— Hank. Hay en el nombre de Hank algo tan dulce, tan musical, que me habla directamente al alma. Pero ¿qué fue de Pigmalión y Galatea?
—Sojuzgado por el amor, Pigmalión le imploró a Afrodita…
—¿A quién?
—Afrodita, la diosa griega del amor. Le imploró, y ella, compadecida, dio vida a la estatua. Galatea se convirtió en una mujer viva, se casó con Pigmalión y vivieron siempre felices.
—Hum —murmuró Elberberry—. Supongo que Afrodita no existe realmente, ¿no?
—No, en la realidad no existe. Por el contrario…
Pero no seguí. No creía que Elderberry pudiera entenderme si le hablaba de mi demonio de dos centímetros de estatura, Azazel.
—Lástima —dijo—, porque, si alguien pudiera insuflarle vida a Hank, si alguien pudiera cambiarle de frío y duro mármol en cálida y blanda carne, yo le daría… Oh, tío George, no puedes imaginar lo que sería abrazar a Hank y sentir en las manos la cálida suavidad de su carne…, suave…, suave. —Repitió en un murmullo la palabra, sumida en un éxtasis de deleite sensual.
—En realidad, mi querida Elderberry —la interrumpí—, no deseo imaginarme haciéndolo, aunque puedo comprender que tú lo encontrarías delicioso. No obstante, estabas diciendo que si alguien pudiera cambiarle de frío y duro mármol en carne cálida y blanda, le darías algo. ¿Pensabas en algo concreto, querida?
—¡Oh, sí! Le daría un millón de dólares.
Guardé silencio unos instantes, como lo habría hecho cualquiera, por simple respeto a la suma. A continuación le pregunté:
—¿Tú «tienes» un millón de dólares, Elderberry?
—Tengo dos millones de pavos, tío George —respondió, con su habitual sencillez—, y estaría encantada de dar la mitad. Hank lo valdría, especialmente habida cuenta de que siempre podría ganar más haciendo otras cuantas abstracciones para el público.
—Sí que puedes —murmuré—. Bien, no pierdas el ánimo, Elderberry, y veremos qué puede hacer por ti tu tío George.
Evidentemente era un caso para Azazel, así que llamé a mi pequeño amigo, que parecía una versión en miniatura de un diablo, con sus dos centímetros de estatura, sus diminutos cuernos y su móvil y puntiaguda cola.
Como de costumbre, estaba de mal humor e insistió en hacerme perder el tiempo contándome, con tediosos detalles, por qué se encontraba de mal humor. Al parecer, había hecho algo de naturaleza artística —al menos, con arreglo a las pautas de su ridículo mundo, pues, aunque lo describió con detalle, no pude entenderlo—, y los críticos lo habían acogido desfavorablemente. Los críticos son iguales en el Universo entero, supongo: despreciables y malévolos, todos y cada uno de ellos.
Aunque yo creo que deberías estar agradecido por el hecho de que los críticos de la Tierra tengan todavía «algún» resto de decencia. Si hemos de hacerle caso a Azazel, lo que los críticos dijeron de él, era mucho más de lo que nadie ha dicho de ti: el adjetivo más suave exigiría el látigo. Ha sido la semejanza entre tus quejas y las suyas lo que ha traído este episodio a mi mente.
No sin dificultad, conseguí interrumpir sus vituperaciones durante el tiempo suficiente para formular la petición de que diera vida a una estatua. Soltó una especie de graznido cuya estridencia me hizo daño en los oídos.
—¿Dar una vida, basada en agua y carbono, a un material silíceo? ¿Por qué no me pides que construya un planeta con excrementos y acabas de una vez? ¿Cómo voy a convertir la piedra en carne?
—Seguramente se te ocurrirá alguna forma de hacerlo, oh Poderoso —dije—. Piensa que, si logras realizar esa inmensa tarea, lo podrás informar en tu mundo, ¿y no haría eso que los críticos se sintieran como un hatajo de estúpidos borricos?
—Son mucho peor que un hatajo de estúpidos borricos —dijo Azazel—. Si se sintieran como unos estúpidos borricos, eso sería considerarse muy superiores a lo que en realidad son. Quiero hacer que se sientan como un montón de
farfelanimores
.
—Así es exactamente como se sentirán. Todo lo que tienes que hacer es convertir lo frío en cálido, la piedra en carne, lo duro en blando. Especialmente blando. Una joven a la que estimo mucho quiere abrazar la estatua y sentir carne blanda y elástica bajo las yemas de sus dedos. No debería ser demasiado dura. La estatua es una representación perfecta de un ser humano, y no tienes más que llenarla de músculos, vasos sanguíneos, órganos, nervios y recubrirla de piel, y ya está.