»—En absoluto —respondió apenado—. Con motivo de una enfermedad infantil, yo he sido débil y escuchimizado toda la vida. Mis hermanos, sin embargo, poseen una hermosa estatura viril —añadió alzando la mano hasta una altura de unos dos metros y medio.
»—Estoy seguro —dije febrilmente— de que su encantadora hermana tiene excelentes posibilidades.
»—Me encanta oírle decir eso. Poseo una notable capacidad premonitoria, supongo que como compensación de mi insignificancia física, y estoy seguro de que mi hermanita ganará la competición. Por alguna extraña razón, ella siente una juvenil pasión hacia usted, y mis hermanos y yo nos sentiríamos desolados si resultara eliminada. Y en ese caso… —Sonrió de una forma aún más colmilluda que antes y, lentamente, hizo crujir uno tras otro los dedos de su mano derecha, haciendo un ruido como de huesos al romperse. Nunca había oído el sonido de un hueso al romperse, pero una súbita intuición me dijo que debía de ser como aquél.
»—Tengo la impresión de que su premonición debe de ser acertada, señor. ¿Tiene usted una fotografía de la damisela, para que me sirva de referencia?
»—La tengo —dijo, y me mostró una en un marquito. Mi corazón se fue a pique.
—Debe de haber algo de cierto en lo de la premonición —siguió Theophilus—, pues la joven en cuestión ganó la competición. Hubo casi un tumulto cuando se anunció el resultado, pero la propia ganadora despejó la sala con sorprendente rapidez. Desde entonces hemos sido, desgraciadamente (o más bien «afortunadamente»), inseparables. De hecho, está aquí, en la carnicería. Come mucha carne… a veces cocida.
Miré a la chica en cuestión y enseguida reconocí en ella a la que había perseguido nuestro taxi a lo largo de dos manzanas. Indudablemente, era una joven dotada de gran determinación. Admiré sus sólidos bíceps, sus poderosos abdominales y sus recios arcos supraciliares.
—Tal vez, Theophilus —le dije—, sea posible reducir tu atractivo para con las mujeres a su anterior nivel insignificante.
—No sería prudente —suspiró Theophilus—. Mi novia y sus desmesurados hermanos podrían malinterpretar esa pérdida de interés. Además, tiene sus compensaciones. Por ejemplo, puedo ir a cualquier hora de la noche por cualquier calle de la ciudad, por peligrosa que sea, y me siento totalmente seguro si ella está conmigo. El más insoportable policía de tráfico se convierte en la dulzura misma si ella se le acerca. Y además es extrovertida e innovadora en sus demostraciones de afecto. No, George, acepto mi destino. El quince del mes próximo nos casaremos y ella me llevará a la nueva casa que sus hermanos nos han proporcionado. Han hecho una fortuna en el negocio de la compactación de coches usados, gracias a su escasa inversión en maquinaria; usan las manos. Sólo que a veces añoro…
Sus ojos se habían posado involuntariamente en la frágil figura de una joven rubia que venía caminando por el pasillo hacia nosotros. Ella le miró a su vez y un temblor súbito sacudió todo su ser.
—Disculpe —le dijo la joven con voz musical—, pero ¿no nos hemos visto recientemente en un baño turco?
Mientras hablaba, se oyeron unos firmes pasos detrás de nosotros, y una potente voz de barítono dijo:
—Theophilus, querido, ¿te está importunando esta… cosita?
La media naranja de Theophilus clavó los ojos en la joven rubia, que comenzó a temblar de terror.
Rápidamente me interpuse entre las dos mujeres (con considerable riesgo para mi persona, por supuesto, pero es bien sabido que soy valiente como un león), y dije:
—Esta dulce criatura es mi sobrina, señorita. Al verme desde lejos, ha venido en esta dirección para depositar un casto beso sobre mi frente. Que ello la llevara también en la dirección de su querido Theophilus ha sido una mera coincidencia.
La expresión de sospecha que había notado en la amada de Theophilus en nuestro primer encuentro apareció nuevamente.
—Ya —dijo en un tono totalmente carente de la cordialidad que yo hubiera deseado percibir—, en ese caso, me gustaría verles marcharse. A los dos.
Me pareció que era prudente hacerlo. Cogí del brazo a la joven y nos fuimos, dejando a Theophilus con su destino.
—Oh, señor —dijo la joven—, ha sido tan amable y valeroso… De no haber sido por su rápida intervención, sin duda estaría llena de rasguños y contusiones.
—Lo cual sería una lástima —dije galantemente—, pues un cuerpo como el suyo no está hecho para los rasguños. Ni para las contusiones. Ha mencionado usted un baño turco. ¿Por qué no tomamos uno juntos? En mi apartamento, por ejemplo. Tengo uno… o, al menos, un baño americano, que es prácticamente lo mismo. Después de todo, al vencedor…
Hago todo lo posible por no creer las cosas que me cuenta mi amigo George. ¿Cómo voy a creer a un hombre que me dice que tiene acceso a un demonio de dos centímetros de estatura al que llama Azazel, un demonio que, en realidad, es un personaje extraterrestre de poderes extraordinarios pero estrictamente limitados?
Y, sin embargo, George tiene la capacidad de mirarme fijamente con sus azules ojos y hacer que lo crea de momento…, mientras habla. Supongo que es el efecto del «viejo marinero».
Una vez, le dije que me parecía que su pequeño demonio le había otorgado el don de la hipnosis verbal, pero George lanzó un suspiro y respondió:
—¡En absoluto! Si me ha dado algo, es la maldición para atraer confidencias…, salvo que ése ya era mi sino mucho antes de conocer a Azazel. Las gentes extraordinarias insisten en abrumarme con las historias de sus infortunios. Y a veces…
Meneó la cabeza con profundo abatimiento.
—A veces —continuó—, la carga que como consecuencia de eso debo sobrellevar es más de lo que la carne humana puede soportar.
En cierta ocasión, por ejemplo, conocí a un hombre llamado Hannibal West… La primera vez que le vi —dijo George— fue en el vestíbulo de un hotel en donde me hospedaba. Me fijé en él principalmente porque me obstaculizaba la visión de una escultural camarera que iba encantadora e insuficientemente vestida. Supongo que pensó que le estaba mirando a él, cosa que, con toda seguridad, no habría hecho por mi propia voluntad, y él lo tomó como un ofrecimiento de amistad.
Se acercó a mi mesa, trayendo consigo su bebida, y se sentó sin un «con su permiso». Por naturaleza, yo soy un hombre cortés, por eso le recibí amistosamente con un gruñido y una mirada feroz, que él aceptó con toda tranquilidad.
—Me llamo Hannibal West —dijo—, y soy profesor de Geología. Mi interés especial se centra en la espeleología. Por casualidad, ¿no será usted también espeleólogo?
Al instante comprendí que creía haber encontrado un alma gemela. Se me revolvió el estómago ante semejante posibilidad, pero me mantuve cortés.
—Me interesan todas las palabras extrañas —dije—. ¿Qué es la espeleología?
—Cuevas —respondió—. El estudio y la exploración de las cuevas. Ése es mi
hobby
, señor. He explorado cuevas en todos los continentes, menos en la Antártida. Sé de cuevas más que nadie en el mundo.
—Muy agradable —dije—, e impresionante.
Considerando que de esta forma ponía fin a un encuentro sumamente insatisfactorio, le hice una seña a la camarera para que volviese a llenar mi vaso, y observé, con científica concentración, su ondulante avance a través de la sala.
Sin embargo, Hannibal West no entendió que aquello fuera el final.
—Sí —dijo, asintiendo vigorosamente con la cabeza—, tiene usted razón al decir que es impresionante. Yo he explorado cuevas que son desconocidas para el mundo. He entrado en grutas subterráneas jamás holladas por las pisadas de un ser humano. En la actualidad, soy una de las pocas personas vivas que ha llegado hasta donde ningún hombre ni mujer lo haya hecho nunca. Yo he respirado un aire no alterado hasta entonces por los pulmones de un ser humano, y he visto escenas y oído sonidos que ningún ser humano ha visto ni oído jamás…, y estoy vivo. —Se estremeció.
Mi bebida había llegado, y la tomé con gratitud, admirando la gracia con que la camarera se inclinaba ante mí para depositarla en la mesa. Dije, sin pensar en realidad lo que hacía:
—Es usted un hombre afortunado.
—No —replicó West—. Soy un desdichado pecador, llamado por el Señor para vengar los pecados de la Humanidad.
Ahora, por primera vez, lo miré fijamente, y el fanatismo que brillaba en sus ojos me dejó casi petrificado.
—¿En las cuevas? —pregunté.
—En las cuevas —respondió con tono solemne—. Créame. Como profesor de Geología, sé de qué estoy hablando.
Yo había conocido a lo largo de mi vida a numerosos profesores que no se encontraban en el mismo caso, pero me abstuve de mencionar el hecho.
Es posible que West leyese mi opinión en mis expresivos ojos, pues sacó un recorte de periódico de una cartera de mano que había dejado a sus pies y me lo entregó.
—¡Aquí tiene! —dijo—. ¡Lea esto!
No puedo decir que resultara muy esclarecedor. Era un artículo suelto de tres párrafos, tomado de algún periódico local. El titular decía: «Un sordo rumor», e iba fechado en East Fishkill, Nueva York. En él se informaba de que los habitantes de la localidad se habían quejado al Departamento de Policía de un sordo rumor que les había producido inquietud y que había causado gran agitación entre la población canina y felina de la ciudad. La Policía no había dado la menor importancia al asunto, considerando que se trataba del sonido de una tormenta lejana, aunque el servicio meteorológico negó tajantemente que ese día se hubiera producido alguna tormenta en ningún punto de la región.
—¿Qué opina de «eso»? —preguntó West.
—¿Podría haber sido una epidemia masiva de indigestión?
Rió brevemente, como si la sugerencia no mereciese siquiera su desprecio, aunque nadie que haya experimentado indigestión alguna vez lo consideraría así.
—Tengo recortes similares de periódicos —prosiguió— de Liverpool, Inglaterra; Bogotá, Colombia; Milán, Italia; Rangún, Birmania, y tal vez de medio centenar más de lugares de todo el mundo. Los he recopilado. Todos hablan de un penetrante rumor que provocó miedo e inquietud y enloqueció a los animales, y todos los casos se produjeron dentro de un período de dos días.
—Un singular acontecimiento mundial —dije.
—¡Exactamente! ¡Indigestión…! ¡Ya, ya!
Me miró ceñudamente, tomó un sorbo de su bebida y luego se dio unos golpecitos en el pecho.
—El Señor me ha puesto un arma en mi mano, y debo aprender a utilizarla.
—¿Qué arma es ésa? —pregunté.
No respondió directamente.
—Encontré la cueva por pura casualidad —dijo—, cosa que prefiero, pues cualquier cueva cuya entrada sea demasiado ostensible resulta propiedad común y han entrado en ella millares de personas. Muéstreme una abertura estrecha y escondida, una que se halle cubierta de vegetación, oscurecida por piedras caídas, velada por una catarata, precariamente situada en un lugar casi inaccesible, y yo le mostraré una cueva virgen, digna de ser examinada. ¿Dice que no sabe nada de espeleología?
—He estado en cuevas, por supuesto —dije—. Las Cavernas Luray, en Virginia…
—¡Puramente comerciales! —exclamó West, haciendo una mueca y buscando un lugar adecuado en el suelo en donde escupir. Afortunadamente, no encontró ninguno—. Como usted no sabe nada de las divinas alegrías de la espeleología —continuó—, no le aburriré con explicaciones de dónde la encontré y cómo la exploré. Naturalmente, siempre es arriesgado explorar cuevas nuevas sin compañeros pero a mí me gusta realizar exploraciones en solitario. Al fin y al cabo, nadie puede igualarme en este tipo de actividad, por no hablar del hecho de que soy tan «audaz» como un león.
»En este caso, realmente fue una suerte que estuviese solo, pues habría sido peligroso que otro ser humano descubriera lo que yo hallé. Llevaba varias horas explorando, cuando llegué a una amplia y silenciosa estancia llena de una espléndida profusión de estalactitas que pendían del techo y estalagmitas que brotaban del suelo. Bordeé las estalagmitas, dejando que se desenrollara tras de mí el cordel que utilizo para no extraviarme, y me encontré ante lo que debía de haber sido una gruesa estalagmita que se había quebrado al nivel de alguna hendidura natural. A su lado había unos fragmentos de piedra caliza. No puedo decir qué habría causado aquella fractura…, quizás algún corpulento animal que, perseguido, había penetrado en la cueva y tropezado contra la estalagmita en la oscuridad, o quizás un terremoto de poca intensidad había encontrado a esta estalagmita más débil que a las otras.
»Sea como fuere, el muñón de estalagmita ahora tenía su parte superior cubierta por una superficie lisa, ligeramente húmeda, pero lo suficiente como para que brillara bajo la luz de mi linterna. Su forma era redondeada y presentaba una intensa semejanza con un tambor. Era tal el parecido, que, automáticamente, alargué la mano derecha y di sobre él un golpecito con el dedo índice.
Apuró de un trago su bebida y continuó:
—«Era» un tambor; o, al menos, era una estructura que producía una vibración al ser golpeada. Tan pronto como la toqué, un sordo rumor llenó la estancia; un vago sonido, situado justamente en el umbral de la audición y casi subsónico. De hecho, como pude determinar más tarde, la porción de sonido cuyo timbre era lo bastante alto como para ser oído, constituía una mínima fracción del total. Casi todo el sonido se expresaba en poderosas vibraciones, demasiado pequeñas para que las pudiera captar el oído, aunque hacían retemblar al cuerpo. Esa inaudible reverberación me proporcionó la sensación más desagradablemente turbadora que pueda imaginar.
»Jamás había conocido un fenómeno semejante. La fuerza de mi pulsación había sido nimia. ¿Cómo podía haberse convertido en una vibración tan poderosa? Nunca he logrado entenderlo del todo. Naturalmente, en el subsuelo hay poderosas fuentes de energía. Podría existir una forma de extraer el calor del magma, convirtiendo en sonido una pequeña parte de él. El golpecito inicial podría liberar más energía sonora, adicional, una especie de láser sónico, o, si sustituimos «luz» por «sonido» en el acrónimo, podemos llamarlo «sáser».
—Jamás he oído una cosa semejante —dije severamente.
—No —respondió West con una desagradable risita—, estoy seguro de ello. No es algo de lo que alguien haya oído hablar. Alguna combinación de disposiciones geológicas ha producido un «sáser» natural. Es algo que no ocurriría por accidente más de una vez en un millón de años quizás, y aun entonces sólo en un punto del planeta. Acaso se trate del fenómeno más insólito de la Tierra.