Azazel (18 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Fantástico

BOOK: Azazel
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Tuvo que esperar a que las risas cesaran, lo que tardó un rato; a continuación, empezó a contar chistes con deje irlandés, gangueo escocés, en cokney, centroeuropeo, español y griego. No obstante, su especialidad era el brooklynés…, tu propia noble y casi nativa lengua, amigo mío.

Después de eso, le dejaba pasar varias horas en el «Edén» todas las noches, y al término de la cena, le llevaba al establecimiento. La noticia corrió de boca en boca. La primera noche, como he dicho, el auditorio había sido escaso, pero antes de que transcurriera mucho tiempo, la gente se agolpaba a las puertas del local, tratando, en vano, de entrar.

Crump se lo tomó con calma. De hecho, parecía abatido.

—Mira —me dijo—, no tiene sentido desperdiciar todo este excelente material mío con unos simples paletos. Yo quiero mostrar mi arte a mis colegas del «Edén». Antes no escuchaban mis chistes porque nunca se me había ocurrido contarlos con acento. En realidad, no me daba cuenta de que podía hacerlo, lo que demuestra la increíble infra-estimación de uno mismo en que puede incurrir un tipo sosegadamente festivo e ingenioso como yo. Sólo porque no soy ronco y no trato de abrirme camino por encima de todo…

Estaba hablando en su mejor acento brooklynés, el cual raspa desagradablemente cualquier oído delicado, si no te importa que lo diga, por lo que me apresuré a asegurarle que yo me encargaría de todo.

Hablé con el dueño del local de la riqueza de los miembros del «Edén», olvidando mencionar que eran tan tacaños como ricos. El dueño, babeando ligeramente, les envió entradas gratuitas para atraerles. Lo hizo por consejo mío, ya que yo sabía perfectamente que ningún verdadero edenita podía resistirse a una función gratuita, en especial habida cuenta de que yo había puesto cuidadosamente en circulación el rumor de que después de la función se proyectarían películas sólo para hombres.

Los edenitas acudieron en masa, y Crump se sintió lleno de júbilo.

—Ahora puedo hacerlo —dijo—. Tengo un acento coreano que los va a tirar de espaldas.

Tenía también un deje sureño y un gangueo de Maine que había que oírlos para creerlo.

Durante unos minutos, los hombres del «Edén» permanecieron en petrificado silencio, y me asaltó la terrible idea de que no entendían el sutil humor de Crump. Sin embargo, sólo estaban paralizados por la sorpresa, y cuando ésta se desvaneció, empezaron a reír.

Se estremecían los ampulosos vientres, caían al suelo los lentes de pinza, ondeaban al viento las blancas y pobladas patillas. Todos los repugnantes sonidos posibles —desde los secos cloqueos en falsete de unos hasta los oleaginosos farfulles de otros— que podían servir para hacer odiosa la vida, comenzaron a hacerla.

Crump se llenó de júbilo ante esta apropiada apreciación de su arte, y el dueño del local, seguro de que se encontraba en la puerta de entrada que le había de dar acceso a una ilimitada riqueza, se apresuró a acudir junto a Crump en el intermedio y le dijo:

—Muchacho, muchacho, sé que sólo pedías la oportunidad de dar a conocer tu arte y que estás por encima de esa inmundicia que la gente llama dinero, pero no puedo permitirlo por más tiempo. Llámame estúpido. Llámame loco. Pero aquí tienes este cheque, muchacho, cógelo. Te lo has ganado hasta el último centavo. Gástalo en lo que quieras.

Y, con la generosidad del típico empresario que espera recibir millones a cambio, le puso en la mano a Crump un cheque de veinticinco dólares.

Bien, desde mi punto de vista, ése fue el principio. Crump adquirió fama y satisfacción, y se convirtió en el ídolo del circuito de salas de fiesta, admirado por todos los espectadores. Afluía sobre él dinero a raudales, y como ya era más rico de lo que el propio Creso hubiera podido soñar, gracias a la diligente defraudación de huérfanos practicada por sus antepasados, no lo necesitaba y todo se lo entregaba a su representante artístico…, es decir, a mí. Al cabo de un año, yo ya era millonario, de modo que ahí tienes en qué viene a parar tu típica estúpida teoría de que Azazel y yo sólo traemos mala suerte.

Miré a George sardónicamente.

—Como te faltan varios millones de dólares para ser millonario, ahora supongo, George, que vas a decirme que todo fue un sueño.

—En absoluto —replicó altivamente—. El relato es totalmente cierto, como todas las palabras que yo pronuncio. Y el final que acabo de esbozar es exactamente lo que habría sucedido si Alistair Tobago Crump VI no hubiera sido un necio.

—¿Un necio?

—Ya lo creo. Juzga tú mismo. Lleno de engreimiento por el espléndido cheque de veinticinco dólares que había recibido, lo puso en un marco, lo llevó al «Edén» y fatuamente lo fue enseñando a todo el mundo, ¿Qué alternativa tenían los socios? Había ganado dinero. Se le había pagado por su trabajo. Se veían obligados a expulsarle. Y Crump, privado de su club, llegó al imprudente extremo de sufrir un fatal ataque cardíaco. Sin duda, nada de eso fue culpa de Azazel, ni mía.

—Pero, si puso el cheque en un marco, en realidad no estaba ganando ningún dinero.

Con gesto magistral, George levantó la mano derecha mientras con la izquierda empujaba hacia mí la cuenta de la cena.

—Es el principio en el que se basa el asunto. Ya te he dicho que los edenitas eran fuertes en religión. Cuando Adán fue expulsado del Edén, Dios le dijo que en lo sucesivo tendría que trabajar para ganarse la vida. Creo que las palabras exactas fueron: «Ganarás el pan con el sudor de tu frente». De donde, a la inversa, se deduce que, si trabajas para ganarte la vida, tienes que ser expulsado del Edén. La lógica es la lógica.

Viaja más rápido

Acababa de regresar de un viaje a Williamsburg, Virginia, y mi alivio al estar de vuelta junto a mi querida máquina de escribir y mi procesador de textos se mezclaba con un residuo de leve resentimiento por haberme tenido que marchar.

George no tuvo en cuenta en absoluto el que el hecho de que acabara de atiborrarse con lo más selecto de uno de los mejores restaurantes de la ciudad, a mis muy duramente ganadas expensas, era una razón más que adecuada para ofrecerme su simpatía.

Tras liberar una fibra de bistec que se le había quedado enganchada entre dos dientes me dijo:

—De veras que no comprendo, mi viejo amigo, por qué tienes que encontrar mal el hecho de que una serie de organizaciones, otro lado respetables, parezcan estar dispuestas a pagarte miles de dólares para escucharte hablar durante una hora. Teniendo en cuenta que te he escuchado hablar a veces, consideraría mucho las lógico que hablaras sin cobrar nada, y te negaras a dejar de hacerlo hasta que te pagaran miles de dólares. Seguro que ésta es la forma mucho más fácil de exprimirle dinero a la gente…, aunque no tengo intención de herir tus sentimientos, suponiendo que tengas alguno.

—¿Cuándo me has oído tú hablar? —le pregunté—. Los intersticios entre tus vagabundeos no te permiten oír más de dos docenas de palabras a la vez. —(Naturalmente, tomé buen cuidado de expresar mi opinión en exactamente veinticuatro palabras.)

George me ignoró, como estaba seguro que haría.

—Demuestra un aspecto particularmente oscuro de tu alma el que en tu loca codicia por esa escoria llamada «dinero» consientas tan libre y frecuentemente someterte a las penas de ese viajar que dices odiar tanto. Esto me recuerda la historia de Sophocles Moskowitz, que sentía una perezosa reluctancia similar a abandonar su sillón excepto cuando se ofrecía a su vista la posibilidad de nuevas hinchazones de su ya hinchada cuenta bancaria. Esta reluctancia era calificada también por él con el eufemismo de «aversión a viajar». Tuvo que ser mi amigo, Azazel, quien cambiara «eso».

—Ni se te ocurra poner tras de mí a tu demonio desastre de dos centímetros —dije alarmado; una alarma que era tan real como si de veras creyera que ese producto de la perturbada imaginación de George existía de verdad.

George me ignoró otra vez.

En realidad —dijo George—, aquella fue la primera vez que llamé a Azazel para pedirle su ayuda. Hará ya casi treinta años de ello, ¿sabes? Yo acababa de averiguar cómo atraer a la pequeña criatura desde su propio mundo, y todavía no había aprendido a comprender sus poderes. Él alardeaba de ellos, por supuesto, pero ¿dónde hay alguna criatura viviente, excepto yo, que no evalúe en exceso sus poderes y habilidades?

Por aquel entonces yo estaba muy familiarizado con una magnífica mujer llamada Fifí que, hacía un año, había decidido que Sophocles Moskowitz, como persona, no era tan malo como para descalificarlo, ante su cuantiosa fortuna, como el tipo de marido que ella andaba buscando. Después de que se casaran, ella siguió siendo una subrepticia, aunque inexplicablemente virtuosa, amiga mía.

Pese a su virtud, sin embargo, yo siempre me alegraba de verla, algo que comprenderás fácilmente cuando te diga que su figura era algo que «no» podía ser evaluado en exceso. Ante su presencia yo siempre recordaba, con austera satisfacción, algunas amistosas faltas de delicadeza en las que ambos habíamos participado en el pasado.

—Bum-Bum —dije, porque nunca había conseguido quitarme la costumbre de usar su nombre de candilejas, adjudicado por consenso general de los admirados espectadores de su interesante acto—, tienes buen aspecto. —No vacilé en absoluto en decirlo, porque realmente lo creía.

—¿Oh, sí? —dijo ella, de esa manera despreocupada que siempre me recordaba las calles de Nueva York en su cobrizo esplendor—. Bueno, pues no me siento bien.

No lo creí ni por un momento porque, si podía confiar en mi memoria, ella se había sentido bien desde su primera adolescencia, pero dije:

—¿Cuál es el problema, mi cimbreante amiga?

—Se trata de Sophocles, esa sabandija.

—Seguro que no estás irritada con tu esposo, Bum-Bum. Es imposible que una persona tan rica como él pueda ser irritante.

—Eso es todo lo que «tú» sabes. ¡Vaya fanfarrón! Escucha, ¿recuerdas que me dijiste que Sophocles era tan rico como un tipo llamado Creso, que es un chico del que nunca había oído hablar? Bueno, ¿por qué no me dijiste nunca que ese tipo llamado Creso debió ser un campeón de la tacañería?

—¿Sophocles es un tacaño?

—¡Un campeón! ¿Te apuestas algo? ¿De qué sirve casarse con un tipo rico que es un tacaño?

—Vamos, Bum-Bum, seguro que puedes arreglártelas para sacarle algo de dinero con la elusiva promesa de un Elíseo nocturno.

La frente de Fifí se contrajo un poco.

—No estoy segura de lo que significa eso, pero te conozco, así que no digas guarradas. Por otro lado, le prometí que «no iba» a conseguirlo, sea lo que sea lo que tú has dicho, a menos que aflojara la bolsa, pero prefiere antes estrujar su bolsa que a mí, y eso, si piensas bien en ello, es más bien insultante. —La pobrecilla se puso a sollozar quedamente.

Palmeé su mano de una manera tan poco fraternal como pude en tan poco tiempo.

Ella estalló apasionadamente:

—Cuando me casé con el tipo pensé: «Bueno, Fifí, ahora es cuando vas a ir a París y a la Riviera y a Buenos Aires y a Casablanca y a todos esos sitios». ¡Ja! ¡Ni una posibilidad!

—No me digas que ese canalla ni siquiera te ha llevado a París.

—Él no va a «ninguna parte». Dice que no desea abandonar Manhattan. Dice que no le gusta lo que hay ahí fuera. Dice que no le gustan las plantas, ni los árboles, ni los animales, ni la hierba, ni el polvo, ni los extraños, ni los edificios excepto los de Nueva York. De modo que yo le digo: «¿Y qué te parece si salimos de compras?». Pero eso tampoco le gusta.

—¿Por qué entonces no sales sin él, Bum-Bum?

—Eso sería más divertido que con él, apuesta a que sí. ¿Pero con qué? El tipo se ha hecho coser los bolsillos de sus pantalones, con todas sus tarjetas de crédito dentro. Tengo que hacer todas mis compras en Macy's. —Su voz se convirtió casi en un chillido—. ¡No me casé con ese tipo para comprar en Macy's!

Contemplé especulativamente varias porciones anatómicas de la damisela y lamenté no poder permitírmelas. Antes de casarse, se había mostrado ocasionalmente dispuesta a hacer una contribución a la causa en el mejor estilo del arte por el arte, pero ahora tenía la sensación de que su noble estatus de mujer casada había endurecido su visión profesional del asunto. Entiéndelo, en aquellos días yo era mucho más vigoroso aún de lo que soy ahora en mi actual primavera de la vida, pero estaba tan poco familiarizado con esa bagatela que llamamos dinero como lo estoy ahora.

Le dije:

—Suponte que puedo convencerle de que le guste viajar.

—Oh, muchacho, me gustaría que alguien pudiera.

—Suponte que «yo» puedo. Imagino que te sentirías agradecida.

Sus ojos se clavaron en mí, reminiscentes.

—George —dijo—, el día que él me diga que me lleva a París, tú y yo montamos un número en Asbury Park. ¿Recuerdas Asbury Park?

¿Que si recordaba aquel lugar de la costa de Nueva Jersey? ¿Cómo podré olvidar nunca mis doloridos músculos? Cada parte de mi cuerpo, bueno, casi cada parte, estuvo rígida durante al menos dos días después.

Discutí el asunto con Azazel ante un poco de cerveza, una jarra para mí y una gota para él. Siempre ha encontrado el lúpulo deliciosamente estimulante. Le dije con cautela:

—Azazel, ¿puede esa avanzada tecnología vuestra hacer realmente cosas que me sorprendan?

Me miró con expresión algo ebria.

—Limítate a decirme lo que quieres. Sólo eso. Te demostraré si soy un chapucero o no. Te lo demostraré.

En una ocasión, en un momento de estupefacción ante algún abrillantador para muebles con esencia de limón (dijo que hallaba que ese extracto le despejaba la mente), me dijo que una vez había sido insultado de aquella manera en su propio mundo.

Le concedí otra gota de cerveza y dije descuidadamente:

—Tengo un amigo al que no le gusta viajar. Supongo que no será ningún problema para una persona tan hábil y adelantada como tú cambiar ese desagrado por una absoluta fiebre a los viajes.

Debo admitir que algo de su ansiedad se desvaneció de inmediato.

—Lo que quería decir —indicó, con su silbante voz y su extraño acento— era que me pidieras algo razonable…, como hacer que ese horrible cuadro que cuelga en la pared lo haga derecho y no torcido, utilizando sólo el poder de mi mente. —El cuadro se movió mientras él hablaba, y colgó torcido en la otra dirección.

—Sí, pero ¿por qué querría yo que mis cuadros colgaran derechos? —dije—. Ya he tenido bastantes problemas en conseguir que cuelguen todos de una manera no rectilíneamente correcta. Lo que deseo es que imbuyas a Sophocles Moskowitz la manía de viajar, algo que le impulse a los viajes, incluso sin su esposa si es necesario. —Añadí eso porque se me ocurrió que tal vez fuera ventajoso que Fifí se quedara en la ciudad mientras Sophocles estaba fuera de ella.

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