Así habló Zaratustra (13 page)

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Authors: Friedrich Nietzsche

BOOK: Así habló Zaratustra
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Y todavía una vez debéis llegar a ser para mí amigos e hijos de una sola esperanza; entonces quiero estar con vosotros por tercera vez, para celebrar con vosotros el gran mediodía.
{137}

Y el gran mediodía es la hora en que el hombre se encuentra a mitad de su camino entre el animal y el superhombre y celebra su camino hacia el atardecer como su más alta esperanza: pues es el camino hacia una nueva mañana.

Entonces el que se hunde en su ocaso se bendecirá a sí mismo por ser uno que pasa al otro lado; y el sol de su conocimiento estará para él en el mediodía.

«Muertos están todos los dioses: ahora queremos que viva el superhombre»
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, ¡sea ésta alguna vez, en el gran mediodía, nuestra última voluntad!,

Así habló Zaratustra.

Segunda parte
de
Así habló Zaratustra

... y sólo cuando todos hayáis renegado de mí volveré entre vosotros

En verdad, con otros ojos, hermanos míos, buscaré yo entonces a mis perdidos; con un amor distinto os amaré entonces.

Zaratustra, De la virtud que hace regalos

El niño del espejo
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Zaratustra volvió a continuación a las montañas y a la so­ledad de su caverna y se apartó de los hombres: aguardando como un sembrador que ha lanzado su semilla.
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Mas su alma se llenó de impaciencia y de deseos de aquellos a quienes amaba: pues aún tenía muchas cosas que darles. Esto es, en efecto, lo más difícil, el cerrar por amor la mano abierta y el conservar el pudor al hacer regalos.
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Así transcurrieron para el solitario meses y años; mas su sa­biduría crecía y le causaba dolores por su abundancia.

Una mañana se despertó antes de la aurora, estuvo medi­tando largo tiempo en su lecho y dijo por fin a su corazón:

«¿De qué me he asustado tanto en mis sueños, que me he despertado? ¿No se acercó a mí un niño que llevaba un es­pejo?

“Oh Zaratustra -me dijo el niño- ¡mírate en el espejo!”

Y al mirar yo al espejo lancé un grito, y mi corazón quedó aterrado: pues no era a mí a quien veía en él, sino la mueca y la risa burlona de un demonio.

En verdad, demasiado bien comprendo el signo y la advertencia del sueño: ¡mi doctrina está en peligro, la cizaña quiere llamarse trigo!
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Mis enemigos se han vuelto poderosos y han deformado la imagen de mi doctrina, de modo que los más queridos por mí tuvieron que avergonzarse de los dones que yo les había entre­gado.

¡He perdido a mis amigos; me ha llegado la hora de buscar a los que he perdido!»
{143}

Al decir estas palabras Zaratustra se levantó de un salto, pero no como un angustiado que busca aire, sino más bien como un vidente y cantor de quien se apodera el espíritu. Ex­trañados miraron hacia él su águila y su serpiente: pues, seme­jante a la aurora, sobre su rostro yacía una felicidad cercana.

¿Qué me ha sucedido, pues, animales míos? -dijo Zaratus­tra. ¿No estoy transformado? ¿No vino a mí la bienaventuran­za como un viento tempestuoso?

Loca es mi felicidad, y cosas locas dirá; es demasiado joven todavía, ¡tened, pues, paciencia con ella!

Herido estoy por mi felicidad:
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¡todos los que sufren de­ben ser médicos para mí!

¡De nuevo me es lícito bajar a mis amigos y también a mis enemigos! ¡De nuevo le es lícito a Zaratustra hablar y hacer re­galos y dar lo mejor a los amados!

Mi impaciente amor se desborda en ríos que bajan hacia le­vante y hacia poniente.
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¡Desde silenciosas montañas y tempes­tades de dolor desciende mi alma con estruendo a los valles!

Demasiado tiempo he estado anhelando y mirando a lo le­jos. Demasiado tiempo he pertenecido a la soledad; así he ol­vidado el callar.

Me he convertido todo yo en una boca, y en estruendo de arroyo que cae de elevados peñascos: quiero despeñar mis palabras a los valles.

¡Y lo haré aunque el río de mi amor se precipite en lo in­franqueable! ¡Cómo no va a acabar encontrando tal río el ca­mino hacia el mar!

Sin duda hay en mí un lago, un lago eremítico, que se basta a sí mismo; mas el río de mi amor lo arrastra hacia abajo con­sigo, ¡al mar!

Nuevos caminos recorro, un nuevo modo de hablar llega a mí; me he cansado, como todos los creadores, de las vie­jas lenguas. Mi espíritu no quiere ya caminar sobre sanda­lias usadas.

Con demasiada lentitud corre para mí todo hablar; ¡a tu carro salto, tempestad! ¡E incluso a ti quiero arrearte con el lá­tigo de mi maldad!

Como un grito y una exclamación jubilosa quiero correr sobre anchos mares, hasta encontrar las islas afortunadas
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donde moran mis amigos:

¡Y mis enemigos entre ellos! ¡Cómo amo ahora a todo aquel a quien me sea lícito hablarle! También mis enemigos forman parte de mi bienaventuranza.

Y si quiero montar en mi caballo salvaje, lo que mejor me ayuda siempre a subir es mi lanza; ella es el servidor constan­temente dispuesto de mi pie.

¡La lanza que arrojo contra mis enemigos! ¡Cómo les agra­dezco a mis enemigos el que por fin se me permita arrojarla!

Demasiado grande era la tensión de mi nube; entre carca­jadas de rayos quiero lanzar granizadas a la profundidad.

Poderoso se hinchará entonces mi pecho, poderoso exhala­rá su tempestad por encima de los montes; así quedará alivia­do.

¡En verdad, semejantes a una tempestad llegan mi felicidad y mi libertad! Pero mis enemigos deben creer que es el Malig­no
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el que se enfurece sobre sus cabezas.

Sí, también os asustaréis vosotros, amigos míos, a causa de mi sabiduría salvaje;
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y tal vez huyáis de ella juntamente con mis enemigos.

¡Ay, si yo supiese atraeros con flautas pastoriles a volver atrás! ¡Ay, si mi leona Sabiduría aprendiese a rugir con dulzu­ra! ¡Y muchas cosas hemos ya aprendido juntos!

Mi sabiduría salvaje quedó preñada en montañas solita­rias; sobre ásperos peñascos parió su nueva, última cría. Ahora corre enloquecida por el duro desierto y busca y busca blando césped, ¡mi vieja sabiduría salvaje!

¡Sobre el blando césped de vuestros corazones, amigos míos! - ¡sobre vuestro amor le gustaría acostar lo más queri­do para ella!

Así habló Zaratustra.

* * *

En las islas afortunadas
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Los higos caen de los árboles, son buenos y dulces; y, conforme caen, su roja piel se abre. Un viento del norte soy yo para higos maduros.

Así, cual higos, caen estas enseñanzas hasta vosotros, ami­gos míos: ¡bebed su jugo y su dulce carne! Nos rodea el otoño, y el cielo puro, y la tarde.
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¡Ved qué plenitud hay en torno a nosotros! Y es bello mirar, desde la sobreabundancia, hacia mares lejanos.

En otro tiempo decíase Dios cuando se miraba hacia mares lejanos; pero ahora yo os he enseñado a decir: superhombre.

Dios es una suposición; pero yo quiero que vuestro supo­ner no vaya más lejos que vuestra voluntad creadora.

¿Podríais vosotros crear un Dios? ¡Pues entonces no me habléis de dioses! Mas el superhombre sí podríais crearlo. ¡Acaso no vosotros mismos, hermanos míos! Pero podríais transformaros en padres y antepasados del superhombre: ¡y sea éste vuestro mejor crear!

Dios es una suposición: mas yo quiero que vuestro suponer se mantenga dentro de los límites de lo pensable.

¿Podríais vosotros pensar un Dios? Mas la voluntad de verdad signifique para vosotros esto, ¡que todo sea transfor­mado en algo pensable para el hombre, visible para el hombre, sensible para el hombre! ¡Vuestros propios sentidos debéis pensarlos hasta el final!

Y eso a lo que habéis dado el nombre de mundo, eso debe ser creado primero por vosotros; ¡vuestra razón, vuestra imagen, vuestra voluntad, vuestro amor deben devenir ese mundo! ¡Y, en verdad, para vuestra bienaventuranza, hom­bres del conocimiento!

¿Y cómo ibais a soportar la vida sin esta esperanza, voso­tros los que conocéis? No os ha sido lícito estableceros por nacimiento en lo incomprensible, ni tampoco en lo irracio­nal.

Mas para revelaros totalmente mi corazón a vosotros, ami­gos, si hubiera dioses, ¡cómo soportaría yo el no ser Dios! Por lo tanto, no hay dioses.

Es cierto que yo he sacado esa conclusión; pero ahora ella me saca a mí.
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Dios es una suposición: mas ¿quién bebería todo el tor­mento de esa suposición sin morir? ¿Su fe le debe ser quitada al creador, y al águila su cernerse en lejanías aquilinas?

Dios es un pensamiento que vuelve torcido todo lo derecho y que hace voltearse a todo lo que está de pie. ¿Cómo? ¿Esta­ría abolido el tiempo, y todo lo perecedero sería únicamente mentira?

Pensar esto es remolino y vértigo para osamentas humanas, y hasta un vómito para el estómago; en verdad, la enfermedad mareante llamo yo a suponer tal cosa.

¡Malvadas llamo, y enemigas del hombre, a todas esas doc­trinas de lo Uno y lo Lleno y lo Inmóvil y lo Saciado y lo Im­perecedero!

¡Todo lo imperecedero, no es más que un símbolo!
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Y los poetas mienten demasiado.
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De tiempo y de devenir es de lo que deben hablar los mejo­res símbolos; ¡una alabanza deben ser y una justificación de todo lo perecedero!

Crear; ésa es la gran redención del sufrimiento, así es como se vuelve ligera la vida. Mas para que el creador exista son necesarios sufrimiento y muchas transformaciones.

¡Sí, muchas muertes amargas tiene que haber en nuestra vida, creadores! De ese modo sois defensores y justificadores de todo lo perecedero.

Para ser el hijo que vuelve a nacer, para ser eso el creador mismo tiene que querer ser también la parturienta y los dolo­res de la parturienta.

En verdad, a través de cien almas he recorrido mi camino, y a través de cien cunas y dolores de parto. Muchas son las ve­ces que me he despedido, conozco las horas finales que desga­rran el corazón.

Pero así lo quiere mi voluntad creadora, mi destino. O, para decíroslo con mayor honestidad: justo tal destino es el que mi voluntad quiere.

Todo lo sensible en mí sufre y se encuentra en prisiones; pero mi querer viene siempre a mí como mi liberador y portador de alegría.

El querer hace libres;
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ésta es la verdadera doctrina acerca de la voluntad y la libertad; así os lo enseña Zaratustra.

¡No-querer-ya y no-estimar-ya y no-crear-ya! ¡Ay, que ese gran cansancio permanezca siempre alejado de mí!

También en el conocer yo siento únicamente el placer de mi voluntad de engendrar y devenir; y si hay inocencia en mi co­nocimiento, esto ocurre porque en él hay voluntad de engen­drar.

Lejos de Dios y de los dioses me ha atraído esa voluntad; ¡qué habría que crear si los dioses existiesen!

Pero hacia el hombre vuelve siempre a empujarme mi ar­diente voluntad de crear; así se siente impulsado el martillo hacia la piedra.

¡Ay, hombres, en la piedra dormita para mí una imagen, la imagen de mis imágenes! ¡Ay, que ella tenga que dormir en la piedra más dura, más fea!

Ahora mi martillo se enfurece cruelmente contra su pri­sión. De la piedra saltan pedazos: ¿qué me importa?

Quiero acabarlo: pues una sombra
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ha llegado hasta mí, ¡la más silenciosa y más ligera de todas las cosas vino una vez a mí!

La belleza del superhombre llegó hasta mí como una som­bra. ¡Ay, hermanos míos! ¡Qué me importan ya los dioses!

Así habló Zaratustra.

* * *

De los compasivos

Amigos míos, han llegado unas palabras de mofa hasta vuestro amigo: «¡Ved a Zaratustra! ¿No camina entre nosotros como si fuésemos animales?»

Pero está mejor dicho así: «¡El que conoce camina entre los hombres como entre animales que son!».

Mas, para el que conoce, el hombre mismo se llama: el ani­mal que tiene mejillas rojas.

¿Cómo le ha ocurrido eso? ¿No es porque ha tenido que avergonzarse con demasiada frecuencia?

¡Oh, amigos míos! Así habla el que conoce: Vergüenza, ver­güenza, vergüenza; ¡ésa es la historia del hombre!

Y por ello el noble se ordena a sí mismo no causar vergüen­za; se exige a sí mismo tener pudor ante todo lo que sufre.

En verdad, yo no soporto a ésos, a los misericordiosos que son bienaventurados en su compasión;
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les falta demasiado el pudor.

Si tengo que ser compasivo, no quiero, sin embargo, ser lla­mado así; y si lo soy, entonces prefiero serlo desde lejos.

Con gusto escondo también la cabeza y me marcho de allí antes de ser reconocido: ¡y así os mando obrar a vosotros, amigos míos!

¡Quiera mi destino poner siempre en mi senda a gentes sin sufrimiento, como vosotros, y a gentes con quienes me sea lí­cito tener en común la esperanza y la comida y la miel!

En verdad, yo he hecho sin duda esto y aquello en favor de los que sufren, pero siempre me parecía que yo obraba mejor cuando aprendía a alegrarme mejor.

Desde que hay hombres, el hombre se ha alegrado demasia­do poco; ¡tan sólo esto, hermanos míos, es nuestro pecado original!

Y aprendiendo a alegrarnos mejor es como mejor nos olvi­damos de hacer daño a otros y de imaginar daños.

Por eso yo me lavo la mano que ha ayudado al que sufre, por eso me limpio incluso el alma.

Pues me he avergonzado de haber visto sufrir al que sufre, a causa de la vergüenza de él;
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y cuando le ayudé, ofendí du­ramente su orgullo.

Los grandes favores no vuelven agradecidos a los hombres, sino vengativos; y si el pequeño beneficio no es olvidado aca­ba convirtiéndose en un gusano roedor.

«¡Sed reacios en el aceptar! ¡Honrad por el hecho de acep­tar!» esto aconsejo a quienes nada tienen que regalar.

Pero yo soy uno que regala; me gusta regalar, como amigo a los amigos. Los extraños, en cambio, y los pobres, que ellos mismos cojan el fruto de mi árbol: eso avergüenza menos.

¡Mas a los mendigos se los debería suprimir totalmente!
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En verdad, molesta el darles y molesta el no darles.

¡E igualmente a los pecadores, y a las conciencias malvadas! Creedme, amigos míos: los remordimientos de conciencia enseñan a morder.

Lo peor, sin embargo, son los pensamientos mezquinos. ¡En verdad, es mejor haber obrado con maldad que haber pensado con mezquindad!

Es cierto que vosotros decís: «El placer obtenido en malda­des pequeñas nos ahorra más de una acción malvada grande». Pero aquí no se debería querer ahorrar.

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