Read Así habló Zaratustra Online
Authors: Friedrich Nietzsche
Yo amo a quien trabaja e inventa para construirle la casa al superhombre y prepara para él la tierra, el animal y la planta: pues quiere así su propio ocaso.
Yo amo a quien ama su virtud: pues la virtud es voluntad de ocaso y una flecha del anhelo.
Yo amo a quien no reserva para sí ni una gota de espíritu, sino que quiere ser íntegramente el espíritu de su virtud: avanza así en forma de espíritu sobre el puente.
Yo amo a quien de su virtud hace su inclinación y su fatalidad: quiere así, por amor a su virtud, seguir viviendo y no seguir viviendo.
Yo amo a quien no quiere tener demasiadas virtudes. Una virtud es más virtud que dos, porque es un nudo más fuerte del que se cuelga la fatalidad.
Yo amo a aquel cuya alma se prodiga, y no quiere recibir agradecimiento ni devuelve nada: pues él regala siempre y no quiere conservarse a sí mismo.
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Yo amo a quien se avergüenza cuando el dado, al caer, le da suerte, y entonces se pregunta: ¿acaso soy yo un jugador que hace trampas?, pues quiere perecer.
Yo amo a quien delante de sus acciones arroja palabras de oro y cumple siempre más de lo que promete: pues quiere su ocaso.
Yo amo a quien justifica a los hombres del futuro y redime a los del pasado: pues quiere perecer a causa de los hombres del presente.
Yo amo a quien castiga a su dios porque ama a su dios:
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pues tiene que perecer por la cólera de su dios.
Yo amo a aquel cuya alma es profunda incluso cuando se la hiere, y que puede perecer a causa de una pequeña vivencia: pasa así de buen grado por el puente.
Yo amo a aquel cuya alma está tan llena que se olvida de sí mismo, y todas las cosas están dentro de él: todas las cosas se transforman así en su ocaso.
Yo amo a quien es de espíritu libre y de corazón libre: su cabeza no es así más que las entrañas de su corazón, pero su corazón lo empuja al ocaso.
Yo amo a todos aquellos que son como gotas pesadas que caen una a una de la oscura nube suspendida sobre el hombre: ellos anuncian que el rayo viene, y perecen como anunciadores.
Mirad, yo soy un anunciador del rayo y una pesada gota que cae de la nube: mas ese rayo se llama superhombre.
Cuando Zaratustra hubo dicho estas palabras contempló de nuevo el pueblo y calló: «Ahí están», dijo a su corazón, «y se ríen: no me entienden, no soy yo la boca para estos oídos.
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¿Habrá que romperles antes los oídos, para que aprendan a oír con los ojos? ¿Habrá que atronar igual que timbales y que predicadores de penitencia? ¿O acaso creen tan sólo al que balbucea?
Tienen algo de lo que están orgullosos. ¿Cómo llaman a eso que los llena de orgullo? Cultura
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lo llaman, es lo que los distingue de los cabreros.
Por esto no les gusta oír, referida a ellos, la palabra Desprecio. Voy a hablar, pues, a su orgullo.
Voy a hablarles de lo más despreciable: el último hombre».
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Y Zaratustra habló así al pueblo:
Es tiempo de que el hombre fije su propia meta. Es tiempo de que el hombre plante la semilla de su más alta esperanza.
Todavía es bastante fértil su terreno para ello. Mas algún día ese terreno será pobre y manso, y de él no podrá ya brotar ningún árbol elevado.
¡Ay! ¡Llega el tiempo en que el hombre dejará de lanzar la flecha de su anhelo más allá del hombre, y en que la cuerda de su arco no sabrá ya vibrar!
Yo os digo: es preciso tener todavía caos dentro de sí para poder dar a luz una estrella danzarina. Yo os digo: vosotros tenéis todavía caos dentro de vosotros.
¡Ay! Llega el tiempo en que el hombre no dará ya a luz ninguna estrella. ¡Ay! Llega el tiempo del hombre más despreciable, el incapaz ya de despreciarse a sí mismo.
¡Mirad! Yo os muestro el último hombre.
“¿Qué es amor? ¿Qué es creación? ¿Qué es anhelo? ¿Qué es estrella?” -así pregunta el último hombre, y parpadea.
La tierra se ha vuelto pequeña entonces, y sobre ella da saltos el último hombre, que todo lo empequeñece. Su estirpe es indestructible, como el pulgón; el último hombre es el que más tiempo vive.
“Nosotros hemos inventado la felicidad” -dicen los últimos hombres, y parpadean.
Han abandonado las comarcas donde era duro vivir: pues la gente necesita calor. La gente ama incluso al vecino y se restriega contra él, pues necesita calor.
Enfermar y desconfiar considéranlo pecaminoso: la gente camina con cuidado. ¡Un tonto es quien sigue tropezando con piedras o con hombres!
Un poco de veneno de vez en cuando: eso produce sueños agradables. Y mucho veneno al final, para tener un morir agradable.
La gente continúa trabajando, pues el trabajo es un entretenimiento. Mas procura que el entretenimiento no canse. La gente ya no se hace ni pobre ni rica: ambas cosas son demasiado molestas. ¿Quién quiere aún gobernar? ¿Quién aún obedecer? Ambas cosas son demasiado molestas.
¡Ningún pastor y un solo rebaño!
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Todos quieren lo mismo, todos son iguales: quien tiene sentimientos distintos marcha voluntariamente al manicomio.
“En otro tiempo todo el mundo desvariaba” -dicen los más sutiles, y parpadean.
Hoy la gente es inteligente y sabe todo lo que ha ocurrido: así no acaba nunca de burlarse. La gente continúa discutiendo, mas pronto se reconcilia; de lo contrario, ello estropea el estómago.
La gente tiene su pequeño placer para el día y su pequeño placer para la noche: pero honra la salud.
“Nosotros hemos inventado la felicidad” - dicen los últimos hombres, y parpadean.
* * *
Y aquí acabó el primer discurso de Zaratustra, llamado también «el prólogo»:
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pues en este punto el griterío y el regocijo de la multitud lo interrumpieron. «¡Danos ese último hombre, oh Zaratustra, -gritaban- haz de nosotros esos últimos hombres! ¡El superhombre te lo regalamos!
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Y todo el pueblo daba gritos de júbilo y chasqueaba la lengua. Pero Zaratustra se entristeció y dijo a su corazón:
No me entienden: no soy yo la boca para estos oídos.
Sin duda he vivido demasiado tiempo en las montañas, he escuchado demasiado a los arroyos y a los árboles: ahora les hablo como a los cabreros.
Inmóvil es mi alma, y luminosa como las montañas por la mañana. Pero ellos piensan que yo soy frío, y un burlón que hace chistes horribles.
Y ahora me miran y se ríen: y mientras ríen, continúan odiándome. Hay hielo en su reír.
Pero entonces ocurrió algo que hizo callar todas las bocas y quedar fijos todos los ojos. Entretanto, en efecto, el volatinero había comenzado su tarea: había salido de una pequeña puerta y caminaba sobre la cuerda, la cual estaba tendida entre dos torres, colgando sobre el mercado y el pueblo. Mas cuando se encontraba justo en la mitad de su camino, la pequeña puerta volvió a abrirse y un compañero de oficio vestido de muchos colores, igual que un bufón, saltó fuera y marchó con rápidos pasos detrás del primero. «Sigue adelante, cojitranco, gritó su terrible voz, sigue adelante, ¡holgazán, impostor, cara de tísico! ¡Que no te haga yo cosquillas con mi talón! ¿Qué haces aquí entre torres? Dentro de la torre está tu sitio, en ella se te debería encerrar, ¡cierras el camino a uno mejor que tú!». Y a cada palabra se le acercaba más y más, y cuando estaba ya a un solo paso detrás de él ocurrió aquella cosa horrible que hizo callar todas las bocas y quedar fijos todos los ojos: lanzó un grito como si fuese un demonio y saltó por encima de quien le obstaculizaba el camino. Mas éste, cuando vio que su rival lo vencía, perdió la cabeza y el equilibrio; arrojó su balancín y, más rápido que éste, se precipitó hacia abajo como un remolino de brazos y de piernas. El mercado y el pueblo parecían el mar cuando la tempestad avanza; todos huyeron apartándose y atropellándose, sobre todo allí donde el cuerpo tenía que estrellarse.
Zaratustra, en cambio, permaneció inmóvil, y justo a su lado cayó el cuerpo, maltrecho y quebrantado, pero no muerto todavía. Al poco tiempo el destrozado recobró la consciencia y vió a Zaratustra arrodillarse junto a él. «¿Qué haces aquí? -dijo por fin- desde hace mucho sabía yo que el diablo me echaría la zancadilla. Ahora me arrastra al infierno: ¿quieres tú impedírselo?»
«Por mi honor, amigo, respondió Zaratustra, todo eso de que hablas no existe; no hay ni diablo ni infierno. Tu alma estará muerta aún más pronto que tu cuerpo;
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así, pues, ¡no temas ya nada!»
El hombre alzó su mirada con desconfianza. «Si tú dices la verdad, añadió luego, nada pierdo perdiendo la vida. No soy mucho más que un animal al que, con golpes y escasa comida, se le ha enseñado a bailar.»
«No hables así, dijo Zaratustra, tú has hecho del peligro tu profesión, en ello no hay nada despreciable. Ahora pereces a causa de tu profesión: por ello voy a enterrarte con mis propias manos.»
Cuando Zaratustra hubo dicho esto, el moribundo ya no respondió; pero movió la mano como si buscase la mano de Zaratustra para darle las gracias.
Entretanto iba llegando el atardecer, y el mercado se ocultaba en la oscuridad: el pueblo se dispersó entonces, pues hasta la curiosidad y el horror acaban por cansarse. Mas Zaratustra estaba sentado en el suelo junto al muerto, hundido en sus pensamientos: así olvidó el tiempo. Por fin se hizo de noche, y un viento frío sopló sobre el solitario. Zaratustra se levantó entonces y dijo a su corazón:
¡En verdad, una hermosa pesca ha cobrado hoy Zaratustra! No ha pescado ni un solo hombre
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, pero sí, en cambio, un cadáver.
Siniestra es la existencia humana, y carente aún de sentido: un bufón puede convertirse para ella en la fatalidad.
Yo quiero enseñar a los hombres el sentido de su ser: ese sentido es el superhombre, el rayo que brota de la oscura nube que es el hombre.
Mas todavía estoy muy lejos de ellos, y mi sentido no habla a sus sentidos. Para los hombres yo soy todavía algo intermedio entre un necio y un cadáver.
Oscura es la noche, oscuros son los caminos de Zaratustra.
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¡Ven, compañero frío y rígido! Te llevaré adonde voy a enterrarte con mis manos.
Cuando Zaratustra hubo dicho esto a su corazón, cargó el cadáver sobre sus espaldas y se puso en camino. Y no había recorrido aún cien pasos cuando se le acercó furtivamente un hombre y comenzó a susurrarle al oído y he aquí que quien hablaba era el bufón de la torre. «Vete fuera de esta ciudad, Zaratustra, dijo; aquí son demasiados los que te odian. Te odian los buenos y justos
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y te llaman su enemigo y su despreciador; te odian los creyentes de la fe ortodoxa, y éstos te llaman el peligro de la muchedumbre. Tu suerte ha estado en que la gente se rió de ti: y, en verdad, hablabas igual que un bufón. Tu suerte ha estado en asociarte al perro muerto; al humillarte de ese modo te has salvado a ti mismo por hoy. Pero vete lejos de esta ciudad, o mañana saltaré por encima de ti, un vivo por encima de un muerto.» Y cuando hubo dicho esto, el hombre desapareció; pero Zaratustra continuó caminando por las oscuras callejas.
A la puerta de la ciudad encontró a los sepultureros: éstos iluminaron el rostro de Zaratustra con la antorcha, lo reconocieron y comenzaron a burlarse de él. «Zaratustra se lleva al perro muerto. ¡Bravo! ¡Zaratustra se ha hecho sepulturero! Nuestras manos son demasiado limpias para ese asado. ¿Es que Zaratustra quiere acaso robarle al diablo su bocado? ¡Vaya! ¡Suerte, y que aproveche! ¡A no ser que el diablo sea mejor ladrón que Zaratustra! ¡y robe a los dos, y a los dos se los trague!» Y se reían entre sí, cuchicheando.
Zaratustra no dijo ni una palabra y siguió su camino. Pero cuando llevaba andando ya dos horas, al borde de bosques y de ciénagas, había oído demasiado el hambriento aullido de los lobos, y el hambre se apoderó también de él. Por ello se detuvo junto a una casa solitaria dentro de la cual ardía una luz.
El hambre me asalta -se dijo Zaratustra- como un ladrón. En medio de bosques y de ciénagas me asalta mi hambre, y en plena noche.
Extraños caprichos tiene mi hambre. A menudo no me viene sino después de la comida, y hoy no me vino en todo el día; ¿dónde se entretuvo, pues?
Y mientras decía esto, Zaratustra llamó a la puerta de la casa. Un hombre viejo apareció; traía la luz y preguntó: «¿Quién viene a mí y a mi mal dormir?»
«Un vivo y un muerto, dijo Zaratustra. Dame de comer y de beber, he olvidado hacerlo durante el día. Quien da de comer al hambriento reconforta su propia alma: así habla la sabiduría».
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El viejo se fue y al poco volvió y ofreció a Zaratustra pan y vino. «Mal sitio es éste para hambrientos, dijo. Por eso habito yo aquí. Animales y hombres acuden a mí, el eremita. Pero da de comer y de beber también a tu compañero, él está más cansado que tú.» Zaratustra respondió: «Mi compañero está muerto, difícilmente le persuadiré a que coma y beba.» «Eso a mí no me importa, dijo el viejo con hosquedad; quien llama a mi casa tiene que tomar también lo que le ofrezco. ¡Comed y que os vaya bien!»
A continuación Zaratustra volvió a caminar durante dos horas, confiando en el camino y en la luz de las estrellas: pues estaba habituado a andar por la noche y le gustaba mirar a la cara a todas las cosas que duermen.
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Pero cuando la mañana comenzó a despuntar, Zaratustra se encontró en lo profundo del bosque, y ningún camino se abría ya ante él. Entonces colocó al muerto en un árbol hueco, a la altura de su cabeza -pues quería protegerlo de los lobos- y se acostó en el suelo de musgo. Enseguida se durmió, cansado el cuerpo, pero inmóvil el alma.
Largo tiempo durmió Zaratustra, y no sólo la aurora pasó sobre su rostro, sino también la mañana entera. Mas por fin sus ojos se abrieron; asombrado miró Zaratustra el bosque y el silencio; asombrado miró dentro de sí. Entonces se levantó con rapidez, como un marinero que de pronto ve tierra, y lanzó gritos de júbilo: pues había visto una verdad nueva,
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y habló así a su corazón:
Una luz ha aparecido en mi horizonte: compañeros de viaje necesito, compañeros vivos; no compañeros muertos ni cadáveres, a los cuales llevo conmigo adonde quiero.
Compañeros de viaje vivos es lo que yo necesito, que me sigan porque quieren seguirse a sí mismos e ir adonde yo quiero ir.